167. Parlando con Botepimienta
Pedrito
no estaba contando sus riquezas cuando nos concedió una audiencia. Estaba en la
sala del trono trabajando en sus bonsáis. Había junto a su fabuloso trono una
mesita enclenque y sobre ella dos o tres arbolitos reprimidos y algunos
instrumentos que para nosotros, las hadas, son de tortura. Pero Pedrito creía
que cuidar bonsáis era muy parecido a gobernar. Para poder cuidar a tu pueblo
con primor, primero había que reducirlo. Y por eso practicaba este arte casi a
diario.
“¡Eh, hola!” gritó Pedrito en cuanto nos
vio. “No os reconozco, pero me han dicho que sois los tipos que me auparon al
poder. Eso ha dicho mi heraldo. Así que será verdad, ¿no?”
Le
reconocí en cuanto le vi. Era el mismo individuo delgaducho con barba de chivo,
pero ahora estaba tan adornado que me pregunté cómo su frágil figura podía
tenerse en pie con todas esas piedras preciosas y esos metales nobles
recargando sus suntuosos ropajes. En cuanto nos vio, se puso una especie de
casaca enjoyada con enormes pedruscos y cambió su corona por otra más
espectacular. Tan plagados de perlas, rubíes y esmeraldas estaban sus ropas que
su terciopelo morado sólo asomaba tímidamente entre ellas. Su cuello le tenía
que estar matando. Aparte de sendas cadenas de oro, todas con sus medallones,
tenía que cargar con su cabeza, de cuyas orejas pendían gigantescas perlas y
diamantes columpiándose bajo una enorme
corona, la más grande que yo había visto jamás, y vaya que si he visto yo
coronas. Lo único que le faltaba para llevar de todo era un anillo en la nariz
del que tirar de él. Lástima, pensé. Sería más fácil manipularle si lo tuviese.
“Si
vosotros no me reconocéis a mí,” dijo Pedrito, “no va a ser por lo mucho que he
cambiado, pues sigo siendo el mismito. Todavía llevo mi vieja boina encima de
mis coronas. Todo esto que tanto brilla lo llevo para demostrar que la riqueza
no es más que una carga para mí. Una maldita carga que me encanta llevar por el
bien de mis súbditos, claro. Les amo tanto, que soy capaz de soportar mil veces
este peso. Pues bien, ¿sois quienes decís que sois?”
Yo
había esperado encontrarme con un Pedrito agresivo, pero el que tenía ante mí
no hacía más que sonreír de oreja a oreja y parecía realmente contento de
vernos. Esto tenía que haberme animado a pensar que mi problema podría tener
fácil solución, pero lo que consiguió en vez fue ponerme más nervioso. Y
dejarme sin habla. Fue Alpin el que contestó a Botepimienta.
“Sí,
yo soy el que ha hecho todo esto posible. Soy el idiota responsable.”
“Me
imagino que habéis venido a ayudarnos con dinero. Necesitamos apoyo económico,
claro que sí. ¡Bienvenidos, mis benefactores! ¡Muy bienvenidos seáis! Mirad que
magnífica labor hemos hecho con el suelo.”
El
suelo era, desde luego, lo primero que te chocaba cuando entrabas en el grandioso
palacio de Pedrito. Estaba cubierto de montoncitos de cáscaras de pipas de
girasol, chupadas y escupidas. Pero Pedrito dio una patada a uno de esos
montones y barrió las cascaras con su pie, calzado con una sandalia de fino
cuero italiano teñido de púrpura.
“Oro
macizo,” dijo, apuntando al suelo con el dedo gordo de su pie.
Y lo
era. No cabía duda. Estábamos pisando un suelo de oro macizo.
“Hemos
puesto casi todo nuestro oro ahí abajo para mostrar lo bajo que es y lo mucho
que lo despreciamos al pisotearlo. Los suelos de este palacio son todos de oro
macizo. Me encantaría que todo el suelo de todo mi territorio fuese de oro
macizo, pero no puedo conseguir suficiente para hacer realidad ese sueño.
¿Estáis aquí para ayudarme con eso? ¡Nos haría tan felices!”
Fue
en ese momento que yo me fijé en que alguien había surgido de detrás de una de
las cuatro columnas masivas que rodeaban el enorme trono del que había
descendido Pedrito para saludarnos. Este alguien llevaba una bata blanca, de
esas que llevan los sanitarios o los que trabajan en laboratorios. Y estaba
mascando perezosamente pipas de girasol que extraía de uno de sus bolsillos.
“¿A
quién te refieres cuando dices eso de nos?”
me atreví a preguntar sin quitar los ojos de la aparición que masticaba pipas.
“¿Utilizas el plural mayestático?”
“¡Por
supuesto! Pluralis majestatis. Yo y
mi pueblo. Pedrito y el pueblo de Pedrito. ¡Jamás podría ser de otra manera!”
“Tu
nosismo me confunde,” dije yo. “No parece que tu gente piense igual que tú. Ni siquiera parece que piensen.”
“¿Eh?”
Pedrito parecía auténticamente sorprendido.
“Quiere
elecciones,” espetó la criatura vestida de blanco, escupiendo cáscaras de pipa junto con sus palabras. Se apartó de
la columna y se colocó a la derecha del
trono de oro macizo, decorado con águilas y leones guardianes de ojos fieros.
Tras este personaje parecía haber dos sombras, y por un momento yo pensé que
era como yo. Pero no, no tenía dos sombras como yo. Aunque era tan ancha y tan
larga como esta persona, una de las cosas oscuras que yo había tomado por una
sombra era en realidad un enjambre muy negro. Batablanca colocó otra pipa entre
sus dientes y la partió. “Ya he visto esto
antes. Sólo te dará dinero si esto es una democracia. No te preocupes.
Tu gente votará por ti. Pregúntale cuanto va a soltar si yo organizo unas
elecciones.”
“¡De ninguna manera sueltes un céntimo!”
zumbó una vocecita histéricamente en mi oído. “No les concedas ningún deseo o favor
mágico tampoco. ¡Está prohibidísimo!
No sabes en el lío en el que te vas a meter. No funcionará. Los zombis no votan
libremente.”
“¡No me piques!”
chilló Alpin.
De
reojo pude ver una diminuta abeja que revoloteaba junto a mi sien izquierda.
“¡Anda! Un insecto se ha metido en tu
casco,” dijo Pedrito. Sonaba auténticamente preocupado. Y por eso me di cuenta
de que este hombre era genuino, muy auténtico. Si no hubiese estado
auténticamente loco, tal vez podríamos haber llegado a algún tipo de acuerdo.
Pero estaba como un cencerro. Y estaba claro que no había nada que hacer. “Si
te lo quitas, yo mataré al bicho. Puedo partir en dos hasta una diana tan
canija como esa abejita con mi ballesta. Sigo siendo un gran arquero.”
“¿Quién es la dama Falguniben?” preguntó el
visaje de blanco, escupiendo más cáscaras.
“Cariño,
no seas indiscreta,” dijo Pedrito. “Ya nos lo contarán cuando estén listos.”
Yo
confirmé de este modo que estaba ante la infame Dra. Viruta Pocococo, el
auténtico amor del alma de Pedrito. También me di cuenta de que había aguantado
ya bastante a estos dos impresentables. Recordé lo que había aprendido del
Diablo en Salamanca y sin más dilaciones les di un ultimátum.
“Tenéis
setenta y dos horas para sacar a toda vuestra gente del pasmo bajo el que se
encuentra,” les dije, dirigiéndome más a Viruta que a Pedrito.
“¡O veréis qué!”
añadió Alpin.
“¿Qué? ¿Pasmo?
¿Qué?” preguntó Pedrito con la boca
abierta.
Viruta
bajó los tres escalones de mármol negro de la plataforma sobre la que reposaba
el colosal trono de Botepimienta.
“¿O qué?” preguntó la doctora.
“¡Qué limpies muy bien el aire!” añadí con firmeza.
La
respuesta de Viruta fue escupir una cáscara que se quedó pegada al visor de
cristal de roca de mi máscara.
“¡No la toques! ¡No lo limpies!” advirtieron
Alpin y la abeja a la horrorizada vez.
Esa
cáscara puso punto final a nuestra conversación. La abeja, la manzana y yo nos
volvimos invisibles para esquivar la segunda sombra de la malvada doctora, ese
enjambre negro que tenía que estar compuesto de venenosos papapipas, todos
alzando el vuelo para caer sobre nosotros. Pero no nos fuimos antes de que yo
hubiese tronado “Setenta y dos horas!”
varias veces, todas con voz de condena. Desafortunadamente ese efecto tan
impresionante quedó algo mermado porque la trompetita de la máscara se puso a
vitorear a Falguniben y su padre al mismo tiempo. ¿Pero qué se le podía hacer?
“¿Pero qué ha pasado aquí?” escuchamos a
Pedrito preguntar a su amada con auténtica y atónita voz de susto.
Antes
de partir, escuchamos la respuesta de la doctora. Esta se encogió de hombros y
escupió otra cáscara de pipa.
“Tienen
mi ADN,” dijo tranquilamente. “¡Bah!
No van a saber qué hacer con él.”
¡Ah,
pero Viruta se equivocaba! Era cierto que yo no tenía ni idea de cómo se
manipula el ADN. Pero yo tengo un hermano muy rarito llamado Timiano. Y de aquí
pasamos al siguiente capítulo.
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