Para encontrar tu camino en este bosque:

Para llegar al Índice o tabla de contenidos, escribe Prefacio en el buscador que hay a la derecha. Si deseas leer algún capítulo, escribe el número de ese capítulo en el buscador. La obra se puede leer en inglés en el blog Tales of a Minced Forest (talesofamincedforest.blogspot.com)

lunes, 21 de febrero de 2022

167. Parlando con Botepimienta

167. Parlando con Botepimienta

Pedrito no estaba contando sus riquezas cuando nos concedió una audiencia. Estaba en la sala del trono trabajando en sus bonsáis. Había junto a su fabuloso trono una mesita enclenque y sobre ella dos o tres arbolitos reprimidos y algunos instrumentos que para nosotros, las hadas, son de tortura. Pero Pedrito creía que cuidar bonsáis era muy parecido a gobernar. Para poder cuidar a tu pueblo con primor, primero había que reducirlo. Y por eso practicaba este arte casi a diario.

¡Eh, hola!” gritó Pedrito en cuanto nos vio. “No os reconozco, pero me han dicho que sois los tipos que me auparon al poder. Eso ha dicho mi heraldo. Así que será verdad, ¿no?”

Le reconocí en cuanto le vi. Era el mismo individuo delgaducho con barba de chivo, pero ahora estaba tan adornado que me pregunté cómo su frágil figura podía tenerse en pie con todas esas piedras preciosas y esos metales nobles recargando sus suntuosos ropajes. En cuanto nos vio, se puso una especie de casaca enjoyada con enormes pedruscos y cambió su corona por otra más espectacular. Tan plagados de perlas, rubíes y esmeraldas estaban sus ropas que su terciopelo morado sólo asomaba tímidamente entre ellas. Su cuello le tenía que estar matando. Aparte de sendas cadenas de oro, todas con sus medallones, tenía que cargar con su cabeza, de cuyas orejas pendían gigantescas perlas y diamantes columpiándose  bajo una enorme corona, la más grande que yo había visto jamás, y vaya que si he visto yo coronas. Lo único que le faltaba para llevar de todo era un anillo en la nariz del que tirar de él. Lástima, pensé. Sería más fácil manipularle si lo tuviese.

“Si vosotros no me reconocéis a mí,” dijo Pedrito, “no va a ser por lo mucho que he cambiado, pues sigo siendo el mismito. Todavía llevo mi vieja boina encima de mis coronas. Todo esto que tanto brilla lo llevo para demostrar que la riqueza no es más que una carga para mí. Una maldita carga que me encanta llevar por el bien de mis súbditos, claro. Les amo tanto, que soy capaz de soportar mil veces este peso. Pues bien, ¿sois quienes decís que sois?”

Yo había esperado encontrarme con un Pedrito agresivo, pero el que tenía ante mí no hacía más que sonreír de oreja a oreja y parecía realmente contento de vernos. Esto tenía que haberme animado a pensar que mi problema podría tener fácil solución, pero lo que consiguió en vez fue ponerme más nervioso. Y dejarme sin habla. Fue Alpin el que contestó a Botepimienta.

“Sí, yo soy el que ha hecho todo esto posible. Soy el idiota responsable.”

“Me imagino que habéis venido a ayudarnos con dinero. Necesitamos apoyo económico, claro que sí. ¡Bienvenidos, mis benefactores! ¡Muy bienvenidos seáis! Mirad que magnífica labor hemos hecho con el suelo.”   

El suelo era, desde luego, lo primero que te chocaba cuando entrabas en el grandioso palacio de Pedrito. Estaba cubierto de montoncitos de cáscaras de pipas de girasol, chupadas y escupidas. Pero Pedrito dio una patada a uno de esos montones y barrió las cascaras con su pie, calzado con una sandalia de fino cuero italiano teñido de púrpura.

“Oro macizo,” dijo, apuntando al suelo con el dedo gordo de su pie.

Y lo era. No cabía duda. Estábamos pisando un suelo de oro macizo.

“Hemos puesto casi todo nuestro oro ahí abajo para mostrar lo bajo que es y lo mucho que lo despreciamos al pisotearlo. Los suelos de este palacio son todos de oro macizo. Me encantaría que todo el suelo de todo mi territorio fuese de oro macizo, pero no puedo conseguir suficiente para hacer realidad ese sueño. ¿Estáis aquí para ayudarme con eso? ¡Nos haría tan felices!”

Fue en ese momento que yo me fijé en que alguien había surgido de detrás de una de las cuatro columnas masivas que rodeaban el enorme trono del que había descendido Pedrito para saludarnos. Este alguien llevaba una bata blanca, de esas que llevan los sanitarios o los que trabajan en laboratorios. Y estaba mascando perezosamente pipas de girasol que extraía de uno de sus bolsillos.

“¿A quién te refieres cuando dices eso de nos?” me atreví a preguntar sin quitar los ojos de la aparición que masticaba pipas. “¿Utilizas el plural mayestático?”

“¡Por supuesto! Pluralis majestatis. Yo y mi pueblo. Pedrito y el pueblo de Pedrito. ¡Jamás podría ser de otra manera!”

“Tu nosismo me confunde,” dije yo. “No parece que tu gente piense igual que tú.  Ni siquiera parece que piensen.”

¿Eh?” Pedrito parecía auténticamente sorprendido.


“Quiere elecciones,” espetó la criatura vestida de blanco, escupiendo cáscaras  de pipa junto con sus palabras. Se apartó de la columna y se  colocó a la derecha del trono de oro macizo, decorado con águilas y leones guardianes de ojos fieros. Tras este personaje parecía haber dos sombras, y por un momento yo pensé que era como yo. Pero no, no tenía dos sombras como yo. Aunque era tan ancha y tan larga como esta persona, una de las cosas oscuras que yo había tomado por una sombra era en realidad un enjambre muy negro. Batablanca colocó otra pipa entre sus dientes y la partió. “Ya he visto esto  antes. Sólo te dará dinero si esto es una democracia. No te preocupes. Tu gente votará por ti. Pregúntale cuanto va a soltar si yo organizo unas elecciones.”

“¡De ninguna manera sueltes un céntimo!” zumbó una vocecita histéricamente en mi oído. “No les concedas ningún deseo o favor mágico tampoco. ¡Está prohibidísimo! No sabes en el lío en el que te vas a meter. No funcionará. Los zombis no votan libremente.”

“¡No me piques!” chilló Alpin.

De reojo pude ver una diminuta abeja que revoloteaba junto a mi sien izquierda.

¡Anda! Un insecto se ha metido en tu casco,” dijo Pedrito. Sonaba auténticamente preocupado. Y por eso me di cuenta de que este hombre era genuino, muy auténtico. Si no hubiese estado auténticamente loco, tal vez podríamos haber llegado a algún tipo de acuerdo. Pero estaba como un cencerro. Y estaba claro que no había nada que hacer. “Si te lo quitas, yo mataré al bicho. Puedo partir en dos hasta una diana tan canija como esa abejita con mi ballesta. Sigo siendo un gran arquero.”

 “¿Quién es la dama Falguniben?” preguntó el visaje de blanco, escupiendo más cáscaras.

“Cariño, no seas indiscreta,” dijo Pedrito. “Ya nos lo contarán cuando estén listos.”

Yo confirmé de este modo que estaba ante la infame Dra. Viruta Pocococo, el auténtico amor del alma de Pedrito. También me di cuenta de que había aguantado ya bastante a estos dos impresentables. Recordé lo que había aprendido del Diablo en Salamanca y sin más dilaciones les di un ultimátum.  

“Tenéis setenta y dos horas para sacar a toda vuestra gente del pasmo bajo el que se encuentra,” les dije, dirigiéndome más a Viruta que a Pedrito.

“¡O veréis qué!” añadió Alpin.

“¿Qué? ¿Pasmo? ¿Qué?” preguntó Pedrito con la boca abierta.

Viruta bajó los tres escalones de mármol negro de la plataforma sobre la que reposaba el colosal trono de Botepimienta.

“¿O qué?” preguntó la doctora.

“¡Qué limpies muy bien el aire!” añadí con firmeza.

La respuesta de Viruta fue escupir una cáscara que se quedó pegada al visor de cristal de roca de mi máscara.

“¡No la toques! ¡No lo limpies!” advirtieron Alpin y la abeja a la horrorizada vez.

Esa cáscara puso punto final a nuestra conversación. La abeja, la manzana y yo nos volvimos invisibles para esquivar la segunda sombra de la malvada doctora, ese enjambre negro que tenía que estar compuesto de venenosos papapipas, todos alzando el vuelo para caer sobre nosotros. Pero no nos fuimos antes de que yo hubiese tronado “Setenta y dos horas!” varias veces, todas con voz de condena. Desafortunadamente ese efecto tan impresionante quedó algo mermado porque la trompetita de la máscara se puso a vitorear a Falguniben y su padre al mismo tiempo. ¿Pero qué se le podía hacer?

¿Pero qué ha pasado aquí?” escuchamos a Pedrito preguntar a su amada con auténtica y atónita voz de susto.

Antes de partir, escuchamos la respuesta de la doctora. Esta se encogió de hombros y escupió otra cáscara de pipa.

“Tienen mi ADN,” dijo tranquilamente. “¡Bah! No van a saber qué hacer con él.” 

¡Ah, pero Viruta se equivocaba! Era cierto que yo no tenía ni idea de cómo se manipula el ADN. Pero yo tengo un hermano muy rarito llamado Timiano. Y de aquí pasamos al siguiente capítulo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario