168.
Muestras de Papapipas
Tras
desaparecer del palacio de Pedrito, reaparecimos en una zona de nuestro bosque
repleta de campanillas azules. ¡Qué
hermosas eran! Son mi flor favorita, pero no teníamos tiempo para disfrutar
de ellas.
“Bien,
Arley, puesto que has amenazado a esos mortales, querrás cumplir con tus
amenazas. ¿Pero qué es exactamente lo que pretendes hacer?” preguntó Tito
Gentillluvia.
Yo
no me molesté en preguntarle a él qué estaba haciendo ahí. Supuse que andaba en
protegerme a mí, o al reino de las hadas, o al universo o a cualquier otra
cosa.
“Lo
bueno es que Arley no ha dicho lo que les va a hacer a esos imbéciles,” dijo
Alpin. “Así podrá hacer cualquier cosa que se le ocurra. Tendrá tiempo de
pensar en algo.”
“Haga
la que haga, no quiero nada de violencia.”
“Te
escupió, nene. Eso es igual que abofetearte con un guante. Tus padrinos tendrán
que quedar con los suyos para organizar el duelo,” me explicó Alpin.
“¡De
eso, nada!” se opuso Tito Gentillluvia. “Algunos de nosotros somos tan torpes
que puede que ella gane.”
“Si
te refieres a mí,” dijo Alpin, “probablemente tengas razón, simpática abejita
tornada en apuesto varón de aspecto aparentemente amable. Pero está claro que
Arley tiene que atacar. El momento de la diplomacia ha pasado.”
“Yo
no quiero atacar, pero supongo que tendré que defenderme. O mejor dicho,
defender mi postura. En verdad podría dejar las cosas como están y tumbarme
aquí entre las campanillas y disfrutar del día. Pero he de pensar en Mari. Esto
no será un ataque. Sera una defensa. Después de todo esa loca nos escupió su
veneno e intentó lanzarnos a sus papapipas del infierno. De eso iba la nube
negra, ¿no?”
“Estamos
en posesión del ADN de Viruta. Yo la oí decir que lo teníamos,” dijo Alpin. “Es
una pena que no tengamos el de Pedrito.”
De
pronto, Mari apareció, arrastrándose por detrás de un árbol. Cómo había
conseguido seguirnos hasta ese santuario de las campanillas era un misterio.
Pero allí estaba, y sin mediar palabra nos lanzó a uno de sus hijos.
“¡No
me digas que es de Pedrito!” exclamé yo, mirando fijamente al niño.
Mari
asintió malhumorada.
“No
se trata de un papapipas, ¿verdad? Quiero decir que no se trata de una de las
crías de Viruta.”
Al
escuchar el nombre de su enemiga, Mari gruño. Creo que lo que gruñó era una
negativa a la pregunta.
“Yo
tengo unos papapipas en cautiverio,” dijo Tito Gentillluvia, interviniendo
rápidamente. “Nos serán de utilidad. Ya sabéis. Hay que conocer al enemigo.”
Devolvió
al hijo de Pedrito a Mari suavemente, con un gesto tranquilizador.
Luego
el tito dibujó con el dedo índice un cuadrado en el aire. Una caja de cristal
apareció flotando donde él había dibujado. En su interior, muchas veces
aumentada, había una criatura atrapada. Tenía ocho patas, como una araña.
Salían de su espalda y terminaban en unas pinzas para coger pipas de girasol.
Su torso era corto y ancho y dos pequeños pies y una cabeza redonda como la
luna llena estaban adosados a él. De la cabeza crecían dos cuernos como los de
un toro. Cuando el bicho quería volar, dicha cabeza se encendía como una
bombilla y alzaba a su dueño en el aire como un globo. Moviendo los brazos, el
papapipas podía moverse en cualquier dirección como si estuviese nadando. Sus
ojos eran tan redondos como su cara, con pupilas muy negras que parecían
cuentas de azabache. También tenía dientes dañados por tanto cascar pipas. El
único parecido con su padre, Pedrito, estaba en la ropa que llevaba el bicho.
Sobre su cabeza de bola de marfil yacía una boina negra.
“Voilà! Le pipnosher!” exclamó mi tío.
El
papapipas no estaba gritando y pataleando para que le diesen de comer. Tenía un
cesto lleno de pipas a su disposición en la caja. Lo único que hacía era
mirarnos con curiosidad.
“Tengo
más,” dijo Tito Gentillluvia, y nos enseñó otra caja de cristal con otros tres
prisioneros. “Tendré que separar a estos tres pronto, pues cuando no están
envenenando a otros, luchan entre ellos para apropiarse de todas las pipas que
haya. Pelean aunque sobren toneladas de su alimento.”
“Hemos de exterminar a estos bichos,” murmuró Alpin.
Yo
sabía que estábamos tratando con alimañas, pero no me gustó como sonó lo que
dijo mi amigo. Lo que yo quería era hallar algo que hiciese que el veneno que
escupían fuese inocuo.
“Lo que necesitamos es algún tipo de…de…antídoto,” dije.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario