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domingo, 27 de febrero de 2022

168. Muestras de Papapipas

168. Muestras de Papapipas

Tras desaparecer del palacio de Pedrito, reaparecimos en una zona de nuestro bosque repleta de campanillas azules. ¡Qué hermosas eran! Son mi flor favorita, pero no teníamos tiempo para disfrutar de ellas.

“Bien, Arley, puesto que has amenazado a esos mortales, querrás cumplir con tus amenazas. ¿Pero qué es exactamente lo que pretendes hacer?” preguntó Tito Gentillluvia.

Yo no me molesté en preguntarle a él qué estaba haciendo ahí. Supuse que andaba en protegerme a mí, o al reino de las hadas, o al universo o a cualquier otra cosa.

“Lo bueno es que Arley no ha dicho lo que les va a hacer a esos imbéciles,” dijo Alpin. “Así podrá hacer cualquier cosa que se le ocurra. Tendrá tiempo de pensar en algo.”

“Haga la que haga, no quiero nada de violencia.”

“Te escupió, nene. Eso es igual que abofetearte con un guante. Tus padrinos tendrán que quedar con los suyos para organizar el duelo,” me explicó Alpin.

“¡De eso, nada!” se opuso Tito Gentillluvia. “Algunos de nosotros somos tan torpes que puede que ella gane.”

“Si te refieres a mí,” dijo Alpin, “probablemente tengas razón, simpática abejita tornada en apuesto varón de aspecto aparentemente amable. Pero está claro que Arley tiene que atacar. El momento de la diplomacia ha pasado.”

“Yo no quiero atacar, pero supongo que tendré que defenderme. O mejor dicho, defender mi postura. En verdad podría dejar las cosas como están y tumbarme aquí entre las campanillas y disfrutar del día. Pero he de pensar en Mari. Esto no será un ataque. Sera una defensa. Después de todo esa loca nos escupió su veneno e intentó lanzarnos a sus papapipas del infierno. De eso iba la nube negra, ¿no?”

“Estamos en posesión del ADN de Viruta. Yo la oí decir que lo teníamos,” dijo Alpin. “Es una pena que no tengamos el de Pedrito.”

De pronto, Mari apareció, arrastrándose por detrás de un árbol. Cómo había conseguido seguirnos hasta ese santuario de las campanillas era un misterio. Pero allí estaba, y sin mediar palabra nos lanzó a uno de sus hijos.

“¡No me digas que es de Pedrito!” exclamé yo, mirando fijamente al niño.

Mari asintió malhumorada.

“No se trata de un papapipas, ¿verdad? Quiero decir que no se trata de una de las crías de Viruta.”

Al escuchar el nombre de su enemiga, Mari gruño. Creo que lo que gruñó era una negativa a la pregunta.

“Yo tengo unos papapipas en cautiverio,” dijo Tito Gentillluvia, interviniendo rápidamente. “Nos serán de utilidad. Ya sabéis. Hay que conocer al enemigo.”

Devolvió al hijo de Pedrito a Mari suavemente, con un gesto tranquilizador.   

Luego el tito dibujó con el dedo índice un cuadrado en el aire. Una caja de cristal apareció flotando donde él había dibujado. En su interior, muchas veces aumentada, había una criatura atrapada. Tenía ocho patas, como una araña. Salían de su espalda y terminaban en unas pinzas para coger pipas de girasol. Su torso era corto y ancho y dos pequeños pies y una cabeza redonda como la luna llena estaban adosados a él. De la cabeza crecían dos cuernos como los de un toro. Cuando el bicho quería volar, dicha cabeza se encendía como una bombilla y alzaba a su dueño en el aire como un globo. Moviendo los brazos, el papapipas podía moverse en cualquier dirección como si estuviese nadando. Sus ojos eran tan redondos como su cara, con pupilas muy negras que parecían cuentas de azabache. También tenía dientes dañados por tanto cascar pipas. El único parecido con su padre, Pedrito, estaba en la ropa que llevaba el bicho. Sobre su cabeza de bola de marfil yacía una boina negra.


 “Voilà! Le pipnosher!” exclamó mi tío. 

El papapipas no estaba gritando y pataleando para que le diesen de comer. Tenía un cesto lleno de pipas a su disposición en la caja. Lo único que hacía era mirarnos con curiosidad.

“Tengo más,” dijo Tito Gentillluvia, y nos enseñó otra caja de cristal con otros tres prisioneros. “Tendré que separar a estos tres pronto, pues cuando no están envenenando a otros, luchan entre ellos para apropiarse de todas las pipas que haya. Pelean aunque sobren toneladas de su alimento.”

“Hemos de exterminar a estos bichos,” murmuró Alpin.

Yo sabía que estábamos tratando con alimañas, pero no me gustó como sonó lo que dijo mi amigo. Lo que yo quería era hallar algo que hiciese que el veneno que escupían fuese inocuo.

“Lo que necesitamos es algún tipo de…de…antídoto,” dije.

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