166. Los fantasmas de la cámara del tesoro
Y
allí estaba yo, en el bosque Sherbanano, llevando puesta la maravillosa máscara
de Falguniben.
La
primera hazaña que logré con ella puesta fue abrir la gigantesca caja fuerte
que era la cámara del tesoro de Pedrito. Esta caja era tan grande como un piso
de quinientos metros. Alpin me había asegurado que encontraría al sheriff
sherbanano ahí dentro, aunque insistía en que este hombre no nos serviría para
nada. La manzanita se negaba a decirme por qué no. Decía que ya me enteraría yo
cuando le viese.
No
había ni guardias ni alarmas ni nada parecido protegiendo el tesoro. Ninguna
clase de monstruo al que aniquilar antes de llegar al oro y las joyas. Como
habíamos resuelto el problema del aire tóxico, Manzanita Alpin y yo podríamos
haber atravesado la puerta o las paredes de la caja sin más, pero la máscara de
Falguniben no estaba diseñada para poder hacer lo que nosotros, así que
perdimos algo de nuestro valioso tiempo comportándonos como ladrones humanos y
por fin tuvimos suerte y pude adivinar la combinación que abría la caja. Se
trataba de un simple cero. Me fue fácil adivinarla. Tuve una corazonada y pensé
que Pedrito tenía tal filia por la pobreza que igual era el cero mondo y lirondo, y acerté.
Además
de montañas de lingotes de oro y colinas de monedas también de oro y sendas
piezas de joyería y una vajilla de platino, lo primero que vi fue una especie de
pelota escasamente peluda cerca del suelo que resultó ser la cabeza
desconectada del Raca Rey. Estaba mordiendo ferozmente uno de los tobillos del
sheriff sherbanano.
El
mismo sheriff emergió de detrás de una pila de ladrillos de oro macizo y en
cuanto nos vio, gritó, “¿Sois cacos del montón o es que la caballería ha venido
al rescate?”
Nos
podía ver porque estaba tan muerto como el Raca Rey. Nos habíamos hecho
invisibles para los mortales, no para los fantasmas. Pero el sheriff no nos
podía reconocer. Yo había permanecido invisible durante toda nuestra primera
aventura en el Bosque Sherbanano, y no había quién pudiese reconocer a aquel
joven con asombrosos poderes en la pequeña manzanita roja con el ojito
siniestro que estaba sentada peligrosamente sobre mi hombro y que a veces
saltaba un poquito para mostrarse por el cristal de la máscara.
Fue
Alpin quien le explicó al sheriff quiénes éramos y lo que estábamos haciendo
allí, gritando sus explicaciones por la molesta trompetita sobre la corona del
yelmo.
El
sheriff expresó su satisfacción al saber que Alpin había vuelto y pretendía
enfrentarse a Pedrito como había hecho antes con el difunto Raca Rey.
“Hay
algo que podamos hacer para liberarte de esa cabeza?” pregunté yo. “Me refiero
a la del antiguo rey, no a la tuya, claro.”
Había
una mirada realmente maligna, propia de un perro enloquecido en los ojos ensangrentados
del rey decapitado que hacía que yo quisiese meter su cabeza en un saco como el
de la falsa Gorgona.
“No
puede hacerme daño,” nos explicó el sheriff, alzando una pierna para mostrarnos
la cabeza mordiente. “Como los dos estamos muertos, pues el parece una fiera
pero no me puede herir, sólo atosigar. Su mordisco no causa dolor. Pero puede
entretenerme para que yo no pueda hacer nada para ayudar a los sherbananos.
Claro que de todas formas los muertos no podemos hacer mucho para controlar a
los vivos. Sólo asustarles un poco y ya está. Así que no. Ignorar la cabeza.
Puede que os muerda a vosotros si os acercáis a ella. Tendría que soltarme a mí
para atacaros a vosotros, pero entonces yo tendría que rescataros y perderíamos
el tiempo en una interminable bronca.
No, no os metáis en esto. He intentado sacudírmelo de encima a patadas, pero el
tío es tenaz. Supongo que tendré que aguantar esto durante toda la eternidad.
Él no parece tener nada mejor que hacer que molestarme.”
El
Raca Rey seguía sin decir palabra. No quería soltar al sheriff.
“Lo
que tenéis que hacer es empezar a pensar en que vais a hacer para detener a
Pedrito. Ese es el verdadero problema, y bastante más grave que mi situación.
Hay mucho menos oro en esta habitación del que había a pesar de la manía
confiscatoria de Pedrito. Ese zumbado lo ha utilizado para decorar su palacio y
su persona. Está por todas partes. Y su mujer… ¿Estáis enterados de la
existencia de esa mujer? Viruta Pocococo, un digno espécimen del género
científica loca.”
“La he visto en un cartel de se busca,” dije yo. Saqué un cartel que me había dado Alpin de mi bolsillo, lo desdoblé y se lo enseñé al sheriff.
“Pues sí, señorito, esa es,” contestó el sheriff, “la mismísima perrita malvada retratada. Al contrario que Pedrito, a esta no le interesan los adornos de nueva rica. No, esta malota desastrada no busca enjoyarse. Está más cómoda en vaqueros raídos y camiseta desgastada, todo cubierto por su batita blanca llena de lamparones. Sin embargo – y de esto no tiene ni idea Pedrito – ha estado afanando cantidades importantes de oro que esconde en paraísos fiscales. Por cierto, ¿quiénes son la señora Falguniben y su padre?”
La
pequeña trompeta había estado vitoreando a Falguniben durante toda nuestra
conversación. No sé por qué, pues ahí no parecía haber ni aire para hacerla
funcionar. De hecho hacía un calor malsano, estanco y pesado y muy molesto en esa
habitación.
“¿Es
tu jefa o tu amada?”
Fue
Alpin quién contestó.
“No. La Falguniben no tiene nada que ver con él. Olvídala. Tampoco tiene que ver con lo que
queremos hacer aquí. ¿Cómo nos recomiendas que acabemos con ese monstruo que
ahora es Pedrito?”
“Siempre
que no atienda a razones cuando yo intente razonar con él, claro está,” dije
yo. “Y preferimos cogerlo con vida.”
El
sheriff soltó una carcajada.
“Estamos
hablando de un loco. Ha perdido la razón del todo, suponiendo que alguna vez la
tuviese. Debí elegir mejor cuando sustituí a Mito. Todo pasó tan rápido.”
“A
lo hecho, pecho,” dije yo. ¡Cómo retumbaba mi voz al hablar por la trompetilla!
Sonaba como si yo fuese cincuenta veces más grande de lo que soy cuando estoy
de puntillas. “Lo que importa es lo que se puede hacer ahora para cambiar las
cosas.”
“Debí
rebanarle la cabeza cuando se podía hacer,” dijo el sheriff. “Sí tú lo haces,
no creo que ese se pase la eternidad mordiéndote el tobillo. No es más que un
blando con una mujer malota. Ella es
el problema. Conviértela en un fantasma y esto se acaba.”
“Verás,
yo había pensado en entrar en su laboratorio y destruirlo,” dije yo. “Pero
podría hacer más mal que bien. Podría cargarme algo que podría devolver a
esa gente de los campos de girasoles a
la vida.”
El
sheriff volvió a reír.
“Debes
preocuparte por ti y no por esos desgraciados. Ni uno de ellos ha estado
realmente vivo jamás. Sí, es muy amable por tu parte querer devolverles a sus
anteriores, más conscientes pero casi igualmente miserables vidas. Pero no lo
intentes entrando en el laboratorio. Así me cazó a mí. Sí no hubiese tenido
tiempo de saltar por una ventana estaría marchando con el escuadrón girasol. La
pena fue que caí en el foso. Iba armado hasta los dientes, eso pesa, y me
ahogué en sus pútridas aguas. A ella le dio pereza sacarme de ahí, así que las
pirañas devoraron mi cuerpo. Te diré lo que puedes hacer. Ve por detrás y dale
un palo a esa en el coco antes de que te detecte. Uno que la deje bien
inconsciente. Luego la tiras al foso
antes de que se recupere y anda y que se la coman los peces esos también. Una
vez muerta, yo la haré hablar. Esa no tiene el aguante que yo. En cuanto yo ponga
las manos alrededor de su flaco cuello, no lo soportará y cantará, con tal de
ser libre, y sabremos cómo resucitar a unas y aniquilar a otras de sus
criaturas.”
“No hay manera de que Arley vaya a hacer eso,” espetó Alpin. “Te lo digo desde ya. Deberías hacerlo, Arley. Sí que deberías. Pero Arley no va a pegar a una dama. Él no. Ni siquiera a sus hermanas, como hemos hecho todos de niños. Sugiere otra cosa., sheriff.”
“Pues entonces tal vez puedas matar de hambre a los papapipas destrozando los campos de girasoles. No hay ejército si no hay comida.”
“Aunque
suena como mejor solución, las hadas no destrozamos plantas,” dije yo. “Y
aunque yo fuese a quemar las plantaciones, ¿qué sería de los cuerpos que están
de pie ahí en filas? Hay tanta gente ahí que no veo cómo podría evacuarles a
todos sin que alguien se diese cuenta. Además, no creo que me escuchen y me
sigan fuera de ahí, ni siquiera cuando aquello arda en llamas. Igual ni se
enteran. Están como hechizados, y lo más probable es que perezcan ahí en el
fuego. Yo no quiero eso. No es ese mi propósito. ¿Se les podría devolver a la
vida?”
“Muertos
lo que se dice muertos no están. O estarían entre nosotros. Convierte a esa tipa en un fantasma y te daré
tu respuesta.”
Pero
yo no podía hacer ninguna de esas cosas. Y menos por detrás. Así que no me
quedaba otra que hablar de frente, cara a cara, con Botepimienta.
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