172. A la postre
Alpin
nos avisó que Botepimienta estaba justo fuera de su palacio. Estaba en estado de
shock, agarrado a su adorada estatua de Penia. No sé si estaba intentando protegerla, pero creo
que sí, que intentó proteger a la Pobreza hasta el último amargo minuto. Peleó
como una fiera cuando mi tío y yo intentamos subirle al carro en el que volábamos,
y creo que era por no soltarla. Al final la dragona que tiraba del carro se
hartó de tanta resistencia, le atrapó con sus garras, le arrancó de allí y
salió volando. Justo a tiempo, porque la multitud de alborotadores estaba
apaleando a la imagen, decidida a tumbarla. Los gritos que dio Pedrito cuando
la vio caer fueron tan espantosos que uno de los pájaros ambulancia tuvo a bien
acercarse a nosotros. Mi hermana Cardo, que hacía de enfermera, saltó
heroicamente a la dragona y le clavo a Pedrito en el brazo un somnífero.
“Sic semper tyrannis!” cantaron los pájaros,
pensando que Cardo se lo había cargado. Pero ese no fue el caso. La ambulancia
se lo llevó a un lugar seguro, bien dormido.
“Esperemos
que su pesadilla haya acabado y que tenga dulces sueños,” suspiró mi tío. “Ya veremos
qué hacemos con este cuando despierte.”
“Y
ahora…¿qué hay de Viruta?” pregunté por el cuerno con el que me comunicaba con
Alpin, el todo vidente.
“Probablemente
esté camino de Venezuela, como la Mathilda de la canción jamaicana esa,” dijo
Alpin. “Se ha ido con todo el dinero. Dejó el lugar un cuarto de hora antes de
que se acabase el plazo que la diste. Por eso miraba tanto los relojes. Sí, se
ha llevado la pasta. Bueno, toda la que ha podido.”
Tito
Gentillluvia se negó a dejar que yo la persiguiese. Dijo que ella estaba acostumbrada
a huir y podía cuidar perfectamente de sí misma. Nosotros no nos íbamos a
ninguna parte hasta no poner fin al follón que teníamos debajo.
“Olvídate
de esa ratera, al menos de momento. Mira a ver que puedes hacer para apaciguar
a los alborotadores.”
“¿Dónde
está Mari?” pregunté.
La
habíamos obligado a quedarse en el área de comunicaciones junto con aquellos de
sus hijos que la acompañaban.
“Qué
hable por los megacuernos. Tal vez pueda controlar a esta gente,” dije yo.
Y
así es como Mari llegó a ser la primera y de por vida presidenta de
Sherbanania.
Aparte
de la estatua magullada de Penia, no había nada de valor en ese lugar. Ni
dinero, ni tesoros, ni plátanos, ni chabolas ni palacio. Los alborotadores lo
habían incendiado todo. Pero había esperanza.
O al
menos eso pensé, por qué entonces habló Tito Gentillluvia.
“Ser
felices para siempre comiendo o no comiendo perdices no es algo que la mayoría de
los humanos sepa hacer. Y tampoco se lo consentirían los demás humanos. No le
digas nada a ella, porque no va a ocurrir ya mismo. Pero en cuanto este lugar
empiece a levantar cabeza y parezca que vaya a prosperar, alguien se encargará
de fastidiarlo todo. Puede que sea un país vecino. O alguien de aquí mismo. Lo
más probable es que uno de sus hijos decida desbancar a mamá.”
“¡No!”
grité yo.
Mi
tío sacudió la cabeza tristemente.
“La
pregunta es, ¿vas a querer volver a ayudarla? ¿Cuántas veces querrás salvarla? ¿Cuántas
podrás hacerlo sin convertirte en un humano? ¿Morirás en el intento?”
“No,”
dije yo.
“Esta
vez has tenido suerte. Tus amigos te han apoyado. Pero la próxima vez que
necesites ayuda puede que no la encuentres. No necesitas decidir ahora. Tendrás
unos cuantos años para pensar en ello. Pero dile a tu amiguito ese, el
manzanita, que no haga más promesas.”
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