173. La labor de un prevencionista nunca acaba.
“Vuelve
ya a casa,” dijo Tito Gentillluvia. “Es más de medianoche. Nuestra gente se
largó hace rato y está celebrando su victoria en casa. Están en la ciudad de
Valle Verde. Han encendido hogueras y están bebiendo más alcohol que antídoto hicimos.
Estarán preguntándose porque tú no estás ahí celebrando esto con ellos.”
“¿Y
tú qué?” le pregunté.
Tito
Gentillluvia hizo una mueca de desesperación.
“Yo
tengo cosas que hacer.”
“¿Aquí?”
“Pues
sí. Pero no dejes que eso te pare. Todo está bajo control. Vete, Arley.”
“Si vas a trabajar en esto, yo quiero hacerlo
contigo.”
“A
no ser que tengas el don de la ubicuidad, sugiero que te unas a la fiesta. Créeme,
no conviene que no aparezcas por ahí ahora mismo.”
Resulta que yo sí que tengo el don de la
ubicuidad. Sólo lo había utilizado una vez, pero esa es otra historia y muy
complicada así que vuelvo a esta. Estaba empezando a sentirme cansado, pero no
podía dejar al tito ahí sólo para arreglar lo que tuviese que arreglar sin
ayuda. Así que una parte de mí se fue a Valle Verde, que es propiedad de los
elfos de Grindelbul, y vagó por entre las hogueras saludando con la mano y sonriendo mucho. También
aguanté que me diesen golpes de enhorabuena en la espalda hasta que mi corazón
casi se me sale del pecho. Pero afortunadamente nadie pensó en cargarme en
hombros por el lugar o en ninguna otra forma horrible de felicitarme. Habían bebido demasiado para hacer cosas así y yo me alegré mucho de haber llegado
tarde.
La
otra mitad de mí simplemente le preguntó a mi tío que teníamos que hacer.
“Hablar
con Telaraña,” dijo el tito. “Eso es lo primero que tenemos que hacer.”
Telaraña
estaba en Sherbanania con su escuadrón de limpieza intentando adivinar como iba
a poder separar los restos de los papapipas que estaban de una pieza de
aquellos que habían sido pisados y machacados por los sherbanianos.
“Hemos
hecho montoncitos con los insectos que encontramos enteros. Pero hay un montón
que han sido pisoteados. ¿Dónde están los tanques y los barriles para que
metamos los que hemos clasificado y los quitemos de en medio?”
“Vuelve
a casa, Telarañita,” dijo el tito, dándole un abrazo. “Únete a la fiesta.
Sacaré a mis hormigas. Ellas se ocuparan de esto. Les será más fácil separar
los restos. No podemos guardar tus montones en los tanques y barriles porque
hicimos más antídoto del que hemos usado. Hazme un favor. Dile a cualquiera que
encuentres sobrio que no tire el antídoto sobrante. Timiano lo guardará en
alguna parte. Nunca se sabe. Podríamos volver a necesitarlo. Probablemente
andemos escasos de ciertas plantas y de jabón por algún tiempo. Pero nos
ocuparemos de la escasez mañana. Mañana será otro día, ¿eh?”
“Entonces
nos iremos a ayudar a Timiano,” dijo Telaraña, demostrando que era cierta su
reputación de líder de un grupo de adictos al trabajo.
“Sí
insistes, ayúdale. Pero hazme otro favor. Por favor no le digas a nadie lo que
has visto aquí.”
“¿Los
papapipas muertos?” preguntó Telaraña muy extrañada. “Si los ha visto todo el
mundo.”
Tito
Gentillluvia sacudió la cabeza.
“Los
campos de girasoles arrasados,” dijo susurrando.
Telaraña
abrió la boca horrorizada al darse cuenta de pronto de lo que le había pasado a
los girasoles que se suponía que habíamos liberado. No quedaba nada en los campos más que cenizas y unos cuantos
muñones negruzcos.
“Voy
a hacer que estos campos se llenen de flores que se alcen orgullosamente en el
viento antes de que se ponga el sol mañana. Es decir, hoy,” dijo el tito, frotándose
algo de hollín de la nariz. “Nadie notará la diferencia. No hay porque dar un
disgusto a nuestra gente. No le eches una jarra de agua fría a los vencedores,
amiga. ¿Me explico?”
Telaraña
asintió con la cabeza.
“No
podríamos por lo menos ayudarte a deshacerte de todas estas cenizas que andan
volando por el aire?”
Tito
Gentillluvia sacudió la cabeza.
“Lloverá
antes del mediodía. Sólo tienes que llevarte a tu gente antes de que alguien
más se percate de este desastre. Ve a ayudar a Timiano si quieres. Y gracias,
Telaraña, por los dos favores.”
Cuando
Telaraña se fue, el tito estudió los campos.
“Comenzaremos
por cubrir todo este lugar de modo que no pueda entrar ningún intruso,” dijo.
Volamos
por todos los campos instalando una barrera botadora. Nunca antes había visto
como se instalaba una. Son muy semejantes a los círculos mágicos, pero más como
carpas invisibles. Sin embargo, cuando
acabamos esta tarea, vimos que alguien se había colado antes de terminarla.
Había un perro magnifico de pie como una estatua en los campos, con los ojos
clavados en mi tío. Grande era, muy. Y cuando se alzó sobre sus patas traseras,
me di cuenta de que se trataba de Anubis, o de algo que tenía que ver con él.
Le ladró a mi tío y yo supe que le estaba diciendo algo. Pero no entiendo a los
perros que ladran en egipcio. Entonces, mi tío alzó la mano y el perro
desapareció.
El
tito me miró y alzó las cejas.
“Ese
perro era Anubis. ¡A que sí!”
Tito
Gentillluvia sacudió la cabeza.
“Eso no era un perro. Era un chacal. Y no era Anubis. Sólo uno de sus sacerdotes. No somos tan importantes como para merecer una visita del gran dios en persona. El chacal ha dicho que utilicemos toda esta porquería como abono. Su amo tiene aquello a por lo que le ha mandado.”
Entonces el tito convocó a sus hormigas. Me
pareció que había miles. Él dijo que había criado a las primeras de estas hormigas
en una granja de hormigas que tuvo de niño.
“Eres
como Aquiles," le dije. “Tienes un ejército de mirmidones.”
Él
sonrió.
Las
hormigas comenzaron a trabajar a conciencia sobre el terreno. Removieron la
tierra, enterraron los restos de los papapipas, e hicieron un montón de surcos
en los campos. También enterraron las semillas de girasol más sanotas que yo
había visto en mi vida. Tito Gentillluvia las había hecho aparecer en dos
bolsas inagotables y él y yo las fuimos sembrando por donde nos indicaban las
hormigas.
“Parecerá
que estás plantas llegan al cielo mañana al atardecer. Los sherbananos ni se darán
cuenta de que ellos han quemado los campos. Pero no estoy haciendo esto por ellos. No
pretendo que tengan algo que vender. Ni que nuestros compatriotas no les maten
por haber quemado los campos. Lo que pretendo es que los nuestros no nos maten
a ti, a mí, y sobre todo a la manzanita roja por haberles recordado lo fútil
que es la guerra. Sí que nos lincharían, no lo dudes. A por mí ya han salido
varias veces. No deben saber lo que realmente ha ocurrido aquí. Bien, Arley, ahora dime tú, ¿qué mitad de ti mismo
está más agotada? ¿El fiestero o el granjero?”
“El
fiestero,” contesté sin dudarlo. Mientras se movía entre los celebrantes, mi
mitad fiestera no hacía más que bostezar. Ansiaba desesperadamente irse a la
cama y dormir a pierna suelta.
“Esa es la adrenalina que está abandonando tú sistema,” dijo el tito. “Sólo te queda
una cosa por hacer antes de que te puedas desplomar.”
"Me
desplomaré cuando lo hagas tú,” dije muy valientemente.
“Lo haremos en cuanto tu mitad fiestera encuentre a Cardo y le diga que le pinche más somnífero a Botepimienta si es que se despierta antes que tú o que yo. Vamos a necesitar un buen descanso antes de que podamos ocuparnos de él. Cualquiera sabe cómo reaccionará cuando despierte. Ese, como poco, un patatús.”
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