175. Dos chozas y una hamaca.
Ninguno de nosotros tres quería decir dónde
estaba Cardo. Pero callar haría sospechar a Papá que nos traíamos algo entre
manos. Me di cuenta de que era yo el que tenía que hablar, y hacerlo antes de
que él se enfadase. Cuando le dije que Cardo y Gentillluvia estaban ocupándose
de un dictador humano en la habitación de los unicornios, Papá se levantó sin
decir palabra y se fue hacia la puerta, obviamente de camino a esa habitación.
Yo fui tras él. Mamá, sin volverse para mirarnos, tan tiesa estaba su espalda que
ni rozaba su silla, dijo muy, pero que muy claramente, “Mucho cuidado con cómo
tratas a nuestro hermano. Está haciendo como que aquí no ha pasado nada.”
Papá se detuvo para escucharla, pero cuando
acabo de hablar, tiró para adelante.
“No te voy a decir nada sobre mi hijo y tu
guerra. ¿Pero cómo has podido dejar a un hombre así en manos de una niña?” Papá
le preguntó a Gentillluvia.
“Yo sabía que Cardo no es una niña
cualquiera. Lo ha hecho mejor que cualquiera de mis compañeros.”
Este cumplido sí que le gusto a Cardo. Creo
que estaba empezando a apreciar al tito.
“¿Pero por qué has metido a ese hombre en
casa de mi hija? Eso es pasarse hasta para una venganza.”
“¡Yo
le traje aquí!” gritó Cardo. “Nadie me dijo que lo hiciese. Y no es tu casa. Es
la de Brezo. Ella decide. Es su decisión. Decidió acogerle.”
“Brezo acogería desde un gatito sin dueño
hasta el monstruo de Frankenstein fugado del laboratorio. Esto es entre mi
hermano y yo, Cardito. No te inmiscuyas.”
“Me voy a inmiscuir yo,” dije de pronto.
Quería hablar tan claramente como Mamá lo había hecho. “No era la guerra del
tito, como has dicho tú. Era la mía y la de, bueno, la mía y sólo la mía.”
“¡Es verdad! Esto que está pasando aquí es
entre mi hermano y yo, Papá,” dijo
Cardo. “Así que no te inmiscuyas tú. Es entre nosotros y la odiosa manzanita.”
“¿Manzanita?”
“El niño no cambiadito de los Dulajan, que
fue convertido en manzana por el puca Garth y que ha causado esta guerra,”
explicó Cardo.
“¿Qué? ¿Qué manzana belicista? ¿Qué?”
“Si lo piensas, Obi, esta no es la primera
guerra provocada por una manzana. Recuerda Troya,” dijo Tito Gen.
“Las manzanas serán sanotas pero tienen un peligro
que espanta,” dijo Papá. “Y esta, por su linaje, debe ser una víbora.”
“Por cierto, ¿dónde anda la manzanita?” me
preguntó el tito. “¿Qué ha sido de…”
“¿Del
hijo de los Dulajan?” Papá terminó la frase para él.
“¡Qué horror!” no pude evitar exclamar.
De pronto me había dado cuenta de que no tenía ni idea de que había sido de
Alpin desde que hablamos por los megacuernos.
“A ver si me aclaro,” dijo Papá. “¿Os
llevasteis a una manzana a la guerra y resultó ser el hijo de la Novia
Diabólica y el Cochero de la Muerte y desapareció en medio de la marimorena y
no tenéis ni idea de dónde encontrarla? ¿Pero vosotros que andáis buscando? ¿Una
guerra de verdad?”
Papá parecía realmente consternado. Claro que
todos los demás lo estábamos también.
“¿Sabe alguien dónde está?” preguntó Tito
Gen. “Estaba a salvo en el área de comunicaciones la última vez que supimos de
él. ¿No?”
“¿Área de comunicaciones?” preguntó Papá. “¿Pero
hasta de eso teníais?”
“El mocoso ese tiene un ojo que todo lo ve,”
le explicó Tito Gen a Papá. “Si estuviese aquí, le podríamos preguntar dónde
encontrarle. Y él lo sabría. A lo mejor nos lo diría y a lo mejor no, pero lo
sabría. Lo sabe todo.”
“¿Pero como no está aquí...?”
“Pues si nadie sabe nada de él,” dijo el tito
mirándonos a Cardo y a mí para pedir confirmación y sacudiendo su cabeza a la
vez que nosotros, “tendremos que pensar rápido. Puede que esté con Mari.”
Todos tuvimos la misma idea. Desaparecimos a
la vez y volvimos a aparecer en Sherbanania. Allí nos dijeron que Mari estaba
en la choza del parlamento. Esta choza era la casa de Mari, y como era lo único
que quedaba en pie en aquel lugar, ahora era el palacio presidencial y la choza
del parlamento. Nos dijeron que había sesión en el parlamento y nos hicimos
invisibles para los mortales pero no entre nosotros y nos dirigimos hacia allí.
Mari estaba de pie delante de la puerta de su casa y delante de ella había un montón
de gente sentada en la tierra, la mitad a un lado y la otra mitad a otro.
Parecía haber dos facciones discutiendo enardecidamente entre ellas sobre un
tema que nos afectaba también a nosotros. Se trataba de los campos de
girasoles. Habíamos pasado junto a ellos y visto como florecían
espectacularmente. Dudo que ningún humano haya visto jamás unos girasoles tan
esplendidos como esos. Pero un grupo de sherbanianos amargados querían….¡a ver
si lo adivináis! Sí, correcto. Reducirlos otra vez a cenizas. ¿Por qué? Pues
porque eran un recuerdo de algo que había sido humillante para ellos. Otro
grupo de sherbananos (se dice sherbanano o sherbaniano según de que facción
seas) decía que ellos no tenían nada de qué avergonzarse, y que eran el tarado de
Botepimienta y su novia bellaca los que tenían que sentirse pesimamente mal por
todo lo sucedido. Los girasoles eran lo único que había quedado en pie, lo
único que les quedaba, y las flores no tenían la culpa de nada. ¿Se quemarían
ellos mismos por haber sido víctimas de unos monstruos? Hubo muchos gritos y
demasiados insultos incluso para un parlamento y al final todos los presentes
se trasladaron a los campos para decidir la cuestión in situ. Nosotros les
seguimos. Una vez allí un sherbaniano le dió a un sherbanano un puñetazo en la
nariz. El agredido se cayó y sus amigos se apresuraron a ayudarle a levantarse.
Mientras estaban en eso, un tercero encendió una antorcha y prendió fuego a los
campos.
“¿Lo ves?” le dijo mi padre a mi tío. “Es
imposible ayudar a esta clase de gente, Gen.”
“El tito lo sabe,” dije yo. “Volvió a plantar
todo esto para nosotros, no para los humanos. Para que los libertadores no se
enfadasen al ver que sus esfuerzos fueron en balde.”
Tito Gentillluvia miró al cielo. Chasqueó los
dedos. Las nubes chocaron y empezó a diluviar. EL fuego se apagó. Y un rayo
alcanzó al hombre que había incendiado los campos.
Y entonces parecía que también había dos
bandos entre nosotros.
“¡Idiota!”
vociferó Papá. “¡Lo estás haciendo otra vez! ¡Te estás involucrando con esta gente!”
“Mejor sólo yo que toda tu gente,” contestó
el tito no tan tranquilamente.
“Si eso llegase a suceder, juro por el sol
que secaré este lugar,” dijo Papá. “Estos idiotas se iban a enterar de lo que
vale un girasol. ¿Quieren un desierto? Se lo daré.”
“Ahora eres tú él que se está involucrando,”
advirtió nuestro tío.
“¡Los cielos se han pronunciado!” tronó
una voz que me sonaba familiar.
“¡Es verdad!” se hizo eco Mari. “Todos habéis
hablado y a todos he escuchado. Ahora proclamo mi decisión. ¡Los campos de
girasoles seguirán en pie!”
En cuanto acabó de decir eso, el hombre que
había caído debido al rayo se puso en pie. Afortunadamente estaba sin habla. La
primera voz volvió a sonar.
“¡Has sido perdonado porque los campos seguirán en pie!
¡La reina ha hablado!”
“Ese que está hablando es Alpin,” dije yo. “No
le puedo ver, pero he reconocido su voz.”
De pronto, la invisible de Cardo corrió hasta
Mari y arrebató algo del bolsillo de su delantal.
“¡Le
tengo! ¡Nos fuimos!”
Cuando reaparecimos todos en el dormitorio en
el que habíamos dejado a Pedrito durmiendo, nos encontramos con que ahora era
Botepimienta el que había desaparecido.
“¡No! ¡No! ¡No!” gritaba mi padre. “¡Esto no
va a acabar nunca! ¡Otra búsqueda no! La primera fue demasiado fácil. ¡Está va
a ser endemoniada! ¡Ale! ¡A cazar a un hombre! ¡NO! ¡NO! ¡NO!”
“Tranquilo,
Sr. Majestuoso,” dijo Manzanita Alpin. “Esta vez yo estoy aquí para decirle
dónde buscar.”
“¡Bajo la cama!” grito Papá. “Pónmelo fácil.
¡Di que está bajo la cama!”
“Error. Adivina otra vez,” dijo Alpin.
“En el
armario.”
“Ni templado! ¡Frio, frio!”
“¡Me cachis en los mengues, niño aojado, habla de una
vez!” gritó Tito Gen, que sabía muy bien que
no había tiempo que perder.
Y Alpin saltó para atrás fingiendo
estremecerse y dijo, “Está en el salón de palacio, tomando hojuelas con miel
con mi reinita favorita.”
Resultó que Pedrito se había despertado y
había abandonado la casa de Brezo. Se había escondido entre las ruedas del
carruaje volador de Mamá. Cuando el carruaje la llevó a casa, también se llevó
por los aires a Pedrito. Juntos llegaron todos a palacio y cuando Mamá bajó del
carruaje encontró a Botepimienta vomitando en la verde hierba debido al mareo
que tenía. Afortunadamente para todos a ella no le dio un ataque de nervios.
“Oye, ¿tú no serás el hombre peligroso que
mis hijas tenían detenido en casa hasta que mi hermano pudiese ocuparse de él?”
Mamá le preguntó a Pedrito. “Como has vomitado en mi jardín podré tratarte de
tú, digo yo, aunque seas de la realeza nueva y extranjera. No insistirás en
protocolo.”
“No tengo ni idea de quién soy. No me acuerdo
de nada,” contestó Pedrito. “Debo tener amnesia. ¿Eso qué es?”
“Una sabia decisión,” dijo Mamá. “Yo también
la tendría en tu lugar. Bueno, pues estás en mi palacio y yo soy la reina de
este lugar y no me gusta demasiado que maltraten a reyes depuestos aunque sean
extranjeros y de nueva cepa así que supongo que eso significa que has
encontrado asilo. Creo haber oído que eres de algún lugar tropical. ¿Sabes algo
de frutas tropicales?”
“No,” dijo Pedrito. “Creo que hay una que se
llama plátano.”
“Bien,” dijo Mamá. “Vamos muy bien. Porque el
último individuo que estuvo encargado de mi espacio para frutas tropicales aquí
en el jardín no sabía de nada más que de fútbol. ¿Te gusta el fútbol?”
“¿Eso qué es?” preguntó Pedrito.
“¡Guay del Paraguay!” dijo Mamá, aplaudiendo.
“Espero que nunca te enteres. ¿Necesitas encontrar trabajo? ¿Te gustaría
ocuparte de la zona tropical de este jardín? Lo único que tienes que hacer es
tumbarte en una hamaca y observar cómo crecen las plantas. Saben hacerlo solas.
Hay una casita divina de la muerte en la que te puedes meter cuando llueva, si
no te gusta mojarte. No hace falta que te preocupes por monzones o huracanes,
de eso no tenemos aquí. Lo que sí te pido es que no te aficiones al fútbol. El
jardinero antiguo tenía la tele puesta a todo meter, todo el día viendo
partidos. Hay quién se ha quejado. Cuando se lo dijimos se ofendió y cogió
puerta y hasta hoy. Si alguien aparece por ahí y te hace preguntas sólo diles
eso de que tienes amnesia. Todos lo comprenderán y gozarás de su simpatía
porque aquí casi todos somos gente amable y considerada con los demás. ¿Es esa
boina tuya? Pues recógela y póntela en la cabeza. No la dejes tirada ahí,
hombre.”
“No sé si es mía.”
“Mira, yo tengo una boina también. Pero la
mía es morada. No es posible confundirse. Así que ponte esa en la cabeza si no
se ha manchado con tu vómito y si te cabe, será porque es tuya. No parece el
tipo de sombrero que debe llevar alguien del trópico, pero tú eres el que es de
allí y sabrás lo que se lleva. De todas formas haz una lista de lo que
necesites para tu trabajo, y te conseguiré lo que pueda. Me traes la lista y me
cuentas lo que se lleva por ahí de paso. Hay que estar enterados. ¿No sería más
fresquito un sombrero de esos que dicen de Panamá pero que están hechos en otra
parte? Tú dirás.”
Y así es como Pedrito acabó, al menos de momento. Y como Mamá protege a su gente como una fiera, nadie se ha atrevido a privarla de Pedrito.
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