176. El Voluntario
Por supuesto, todo lo que había sucedido
desde el regreso del Tito Gentillluvia había provocado la curiosidad de mis
hermanas y también la mía y queríamos saber qué le había hecho marcharse.
Puesto que había estado desaparecido durante tanto tiempo, la gente estaba
hablando bastante de él y su inesperado regreso, pero nadie parecía conocer
bien la razón por la que se había ausentado. Y nosotros no nos atrevíamos a
hacer demasiadas preguntas para no crear problemas, puesto que nos movíamos a
ciegas en este tema y no queríamos causar daño a nadie. Pero de aquí y de allí
sí que pudimos recoger algunas piezas del puzle.
Todo el mundo parecía estar de acuerdo en que
el tito era – o parecía - buena persona. A todos les había hecho algún favor
que otro, o se lo había hecho a gente que ellos conocían. Entendimos que era la
clase de persona que va por ahí haciendo el bien, no porque se lo haya
propuesto formalmente sino de manera casual. Simplemente era una persona amable
que ayudaba a los que se cruzaban en su camino. Algunas personas dijeron que
les sorprendió mucho oír que no era persona de fiar porque siempre les había
parecido muy buena gente. Esta gente no pudo decirnos porque el tito parecía
ser mala persona. Nadie lo parecía saber. Nosotros sospechábamos que tenía algo
que ver con nuestro padre y con el Sr. Binky, por aquello que había dicho
nuestra madre sobre cómo cuando Gentillluvia se convirtió en un problema para
Papá, este soltó al Sr. Binky con instrucciones de que le hiciese la vida
imposible a su hermano. Pero como no había mucha gente que se acordase del Sr.
Binky y muchos nunca habían entendido lo que el primer ministro quería hacer
para el mundo, pues por ahí tampoco conseguimos mucha información. No hasta que
nos ayudaron los hojitas del Bosque Triturado. Cuando yo volví a mi vida de antes
y empecé a pasar más tiempo con ellos, me aconsejaron que hablase con los
hojitas del jardín del palacio de mis padres.
Estos hojitas son un poquito especiales. No
es que sean más sospechosos y desconfiados que sus parientes del bosque. Es que
están bastante más pagados de su propia importancia. Pero aun así, sí que me
proporcionaron algo de información.
Siglos atrás habían escuchado una
conversación entre mi padre y el Sr. Binky, mientras estos charlaban bajo un
rosal. El Sr. Binky todavía no era primer ministro ni nada parecido, pero ya
apuntaba maneras. Pertenecía a la familia más rica del mundo de las hadas, rica
en el sentido de que hasta manejaba dinero humano. Muchos no comprendían como
esta gente tan interesada en quedarse con todo lo que veía había logrado
seguir perteneciendo al mundo de las hadas, pues tanto se acercaban a los
humanos. Mungo John Binky había crecido observando a los mortales y había
llegado a pensar que la división entre los dos mundos era un error. Al no poder
lograr que los mortales fuesen como nosotros, pretendía que nosotros nos fuésemos
pareciendo en todo lo posible a los humanos. No le parecía que en ello había
desventaja para nosotros. Solo veía las ventajas de un único mundo que él
podría gobernar a su gusto. Cuando los hojitas le escucharon hablar bajo el rosal, estaba
intentando convencer a mi padre de que cobrase impuestos. Mi padre sabía que
gente tan independiente como las hadas no iba a pagar ningún tipo de impuesto
sólo para parecerse a los humanos. Además, hace trescientos años los impuestos
que se recaudaban eran bastante crueles y apenas se empleaban en asuntos
sociales. Se suponía que la mayoría servían para comprar protección frente a
invasores, pero si se tiene en cuenta que los campesinos tenían que dejar sus campos
para ir a pelear en cualquier guerra declarada por o contra sus señores, pues
no parecía que compraban nada bueno. El Sr. Binky le estaba explicando a mi
padre como serían los impuestos en el futuro. Binky leía toda clase de escritos
emitidos por profetas, revolucionarios y seres que viajaban en el tiempo y
gentes así. Lo gordo fue que mi padre, para quitarse de encima a dos personas
que le estorbaban – a mi tío y al Sr.
Binky – le prometió a este último que sí conseguía que una sola hada pagase
impuestos él consideraría implantarlos. La trampa estaba en que esa única hada
tenía que ser Tito Gentillluvia.
El Tito Gentillluvia era un problema para
Papá porque por aquel entonces todas las malas lenguas se pasaban la vida
comparando a los dos hermanos y siempre en favor del menor. Papá no tenía
celos. Simplemente era que un rey no puede permitir que se diga que él no hace
nada y otra persona hace de todo. El tito había estado muy ocupado por aquella
época. Además de arreglar relojes de sol, de agua, de arena o de lo que fuese que habían
dejado de funcionar antes de que alguien se ocupase de llamar a los fabricantes
para que los reparasen, y otras cosas así, también estaba haciendo favores a un
montón de hadas viejas de esas que cuchichean. A las hadas viejas y necesitadas de ayuda las ayudaba a cargar cualquier cosa que tuviesen que portar y las
regalaba toda clase de cosas, incluidos ungüentos que curan dolores y que le son muy útiles a
las hadas que no pueden permitirse dormir lo bastante para recuperarse y rejuvenecer. A las hadas viejas
y ricas les aconsejaba que servir en
cenas importantes y siempre sabía informarlas de quién estaba dispuesto a
casarse con quién. No es que fuese cotilla, es que la familia de su mujer sabía
mucho de esos temas.
Tito Gen también era tremendamente popular
entre los empleados de palacio. Había sido y era la única persona joven que
mantenía sus habitaciones tan ordenadas que apenas había que limpiarlas. También se molestaba en volar por encima de suelos recién fregados en vez de
pisotearlos. Entendía de cocina y no se le caían los anillos por hacer de pinche de los
cocineros. Ni siquiera por sacar la basura. Cuando salía de palacio por la
puerta de atrás y veía a alguien sacando la basura, decía “Trae, ya me encargo
yo,” y le ahorraba el paseíto a quién fuese. Y muchas cosas más. Llegó a pasar que siempre
que algo funcionaba o iba bien la gente decía, “¡Lo arregló Gentillluvia!”
Cuando algún problema quedaba resuelto, alguien siempre decía “¡Lo solucionó
Gentillluvia!” Cuando alguien descubría una mejora, otro alguien decía, “¡Lo ha
hecho Gentillluvia!” Hacía tantas cosas y todas bien que un día mi padre gritó “El mayordomo lo
hizo!” Y desde entonces Papá se refería a su hermano como “El Mayordomo.”
Pero para el Sr. Binky Gen era otra cosa. Era
“El Voluntario.” El Sr. Binky sentía un fuerte rechazo por cualquiera que hacía
labores de voluntariado. Pensaba que había cantidad de trabajo que no se debía
hacer en absoluto si el estado no pagaba al que lo hiciese. Sentía más aversión
por la palabra “caridad” que Ebenezer Scrooge, aunque por razones obviamente
muy distintas. Y eso de la solidaridad lo entendía muy a su manera. Así que
cuando Tito Gen estaba a punto de hacer algo pro bono aparecía de la nada el Sr. Binky e intentaba impedírselo.
Cuando las explicaciones pacientes del Sr. Binky sobre lo maravilloso que iba a
ser el futuro gracias a los impuestos no dieron el fruto esperado, este intentó convencer a nuestro tío empleando otros métodos. Empezó por intentar acusarle de intrusión laboral. Se reunió con las doncellas que limpiaban los dormitorios y las dijo que Tito Gen no tenía derecho alguno a hacer su propia cama. Eso lo tenían que hacer ellas, que era su trabajo. Habló también con otros empleados, y el resultado fue que estos se reunieron todos para redactar, firmar y presentar una solicitud al jefe de la casa real pidiendo que prohibiese la entrada en palacio al Sr. Binky. En vista de que no había conseguido el apoyo de los empleados palaciegos, el Sr. Binky dejó de tratar con el servicio y comenzó a pegarle multas a Tito
Gen. Multaba al tito hasta por respirar. Le puso tantas multas por tantísimas cosas
que el tito se hubiese arruinado de haber tenido que pagarlas. Pero como no era
legal multar a nadie, y el Sr. Binky no era quién para obligar a nadie a pagar
multas inexistentes, el Tito Gen se limitaba a ignorar a Binky. Pero el pobre
tito seguía acumulando multas inexistentes y también resultó ser culpable de
evadir impuestos inexistentes. El Sr. Binky llevaba la cuenta de todo lo que
Gen supuestamente debía al estado y le perseguía por todas partes instándole a pagar. La
gente que veía esto no entendía nada, pero como el Sr. Binky era de la familia que más entendía de dinero en el mundo de las hadas, pensaron que si el río suena es porque agua corre. Las malas lenguas empezaron a decir
que Gen le debía deber una fortuna al Sr. Binky por algún oscuro motivo.
¿Serían deudas de juego? ¿O era que Gentillluvia había estafado a Binky y su
millonaria familia de alguna manera infame? No eran más que rumores infundados,
pero sirvieron para criminalizar a nuestro tío. Todo esto me lo contaron los
hojitas de palacio. En breve, dijeron que el Sr. Binky estaba loco de remate y
estaba volviendo loco de remate al Señorito Gentillluvia.
Y entonces, para mi sorpresa, la última
persona que yo esperaba que supiese algo de este asunto nos contó a los tres
una parte muy importante de esta historia.
Una tarde fui a tomar el té a casa de Brezo,
que me había invitado porque decía que había algo que yo tenía que saber.
Cuando llegué a su casa ideal lo primero que vi fue un papapipas revoloteando
alrededor de la cabeza de mi hermana.
“¡Cuidado,
Brezo!” grité, temiendo que se tratase de una venganza y que los papapipas
habían vuelto para hacerme daño hiriendo a mis hermanas.
“¡Detente!”
gritó Brezo, evitando que yo aplastase
al bicho. “Eso me lo ha regalado Timiano. Ha resucitado a los papapipas con los
que había experimentado y los ha convertido en muñequitos coleccionables. Ha
hecho cuatro. Se ha quedado con uno de muestra, me ha dado el segundo a mí y el
tercero se lo ha dado a Cardo. El cuarto es para ti. Te lo dará en cuanto te
vea. Son ahora un cruce entre una mascota y un robot. ¡Mira lo monísimos que
están vestidos de antiguos egipcios!”
Me di cuenta de que efectivamente había dos
papapipas de perfil egipcio gruñéndome desde la mesa en la que íbamos a tomar
el té.
“Están haciendo ruidos,” dije. “Eso también
es nuevo. ¿No seguirán escupiendo veneno? ¿Por ejemplo, en el té?”
“Sólo escupen agua de rosas. Y hay que
hacerles cosquillas para que la echen. Ahora sólo comen azúcar. Sobre todo caña
de azúcar. Y murmuran y gruñen en egipcio. Timiano dice que se trata de
bendiciones y no de maldiciones. Él debería saber, porque es una autoridad
reconocida en maldiciones antiguas. ¿No crees que están muy mejorados?”
“Adorables,” dije yo. Pero no las tenía todas
conmigo. Seguían poniéndome nervioso.
En ese momento, otro invitado llegó. Era Nimbo
di Limbo, el pequeño duende gárgola que comía roscón de reyes todos los días
del año. Estábamos encantados de vernos. Él me preguntó dónde había estado
tanto tiempo y me invitó a desayunar a su casa cualquier día que me apeteciese
verle a él y a su madre, el hada que siempre se quedaba dormida y que ahora
dormía menos porque Darcy la había pedido que no lo hiciese tanto. Nimbo parecía
muy feliz hasta que Brezo nos sirvió unas magdalenas enormes de arándanos
azules y Brezo dijo que había sacado la receta del cuaderno de la Abuelita
Sopitas con leche que le había regalado Nimbo. Nimbo se volvió muy serio de
pronto. Yo sospeché que esto sería porque habría afanado el cuaderno cuando era
un penoso pequeño ladrón. Pero no. Tito Gentillluvia se lo había regalado a su
madre. Nimbo nos contó toda la historia.
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