Todas las vísperas de mayo Mamá y Papá se
dejan caer por cada uno de los círculos de hadas que hay en Isla Manzana y
saludan a las hadas que están celebrando allí. Después de estos actos de
presencia, se dirigen a la fiesta de cumpleaños de Tito Fuegovivo, otro de los
hermanos de Mamá. Esta fiesta se celebra siempre en la casa ideal de Tito
Ricatierra, aun otro hermano de nuestra madre, porque la suya es una finca
enorme compuesta por ricas praderas donde Riki cultiva más cereales y frutas
que cualquiera en el mundo de las hadas. La fiesta se celebra concretamente en
un campo reservado para la propagación de maravillosas flores silvestres, y
allí es donde los encargados de la restauración levantan una gigantesca carpa
de gasa blanca. Esta carpa no tiene techo
para que los invitados puedan cenar bajo las estrellas.
Tito Gentillluvia dijo que tenía más
miedo de asistir a esta fiesta que de enfrentarse a una legión de pucas
montados en cólera. Pero no quería desilusionar a mis hermanas, que estaban
empeñadas en hacer que él triunfase en una fiesta en la que todos los que
asisten van vestidos para matar. Tengo que admitir que hicieron un trabajo
fantástico. Cuando Tito Gen salió del baño de pétalos de rosa que habían
preparado para él, no parecía tener más de veinte esplendidas primaveras. Su
cabello se había vuelto rojizo por los pétalos de rosas rojas y sus ojos eran
casi tan violetas como los de Mamá. Aunque insistió en ir de gris, mis hermanas
le pudieron convencer para que vistiese con las sedas y satenes propios de un
príncipe azul.
“¡Eres un bellezón!” gritaron mis
hermanas, dando saltos y aplaudiendo entusiasmadas cuando por fin vistió un
conjunto que ellas aprobaban. “¡Has vuelto! ¡Eres un príncipe de las hadas otra
vez! Eres como el cuadro ese que cuelga en la galería de palacio, en el que estás
tú, con un tenue arcoíris en el fondo. Siempre nos preguntábamos quién era ese
joven tan guapo. Y ahora sabemos que eres tú.” Y añadieron, “Te falta una
corona.”
El tito se rio y una tiara de platino
apareció ceñida a su cabeza. Tenía dos granates y una imponente amatista en la
frente.
“Siempre hay que llevar una amatista
cuando se va a un lugar donde puede que te hagan beber,” dijo Tito Gen, e hizo
aparecer tres exquisitos broches de oro con forma de planta de violetas, con
amatistas para los pétalos y jade para los tallos y hojas.
Cardo y Brezo estaban encantadas con
estos regalos y en gratitud tejieron flores frescas alrededor de la corona del tito con
sus propias manos. Mientras lo hacían, y yo me colocaba mi broche a modo de corbata,
recordé que de pequeño ellas siempre adornaban mi corona cuando íbamos de
fiesta. Supongo que entonces yo era su muñequito, y ahora lo era el tito.
Cuando estábamos todos lavados y
perfumados y cubiertos de sedas y encajes, nos fuimos en el carro de dragones
de Tito Gen a casa de Tito Ricatierra. Yo no pensaba que estarían allí, porque
era temprano para ellos, pero Mamá y Papá ya habían llegado. Más tarde Mamá me
dijo que había cambiado el orden del día y pasado primero por la casa de su
hermano Riki, porque sospechaba que Gentillluvia aparecería por allí y no quería
que tuviese que vérselas sólo con los brutos que se iba a encontrar en esa
cena.
Cuando entramos y el maestro de
ceremonias nos anunció, hubo un revuelo seguido de un silencio roto sólo por el
crujido de seda y satén cuando las cabezas se giraron para ver al reaparecido.
Después hubo ooohs y ahhhs tal y como había predicho Cardo.
“¡Ven para acá, Genti!” gritó Papá y
vimos que estaba sentado en una silla que más que silla parecía un trono ante
una mesa llena de aperitivos en torno a la cual también se encontraban algunos
de sus hermanos, concretamente nuestros tíos Beltrán, Enrique, Eurico y Federico y de sus cuñados, concretamente Fuegovivo, Ricatierra, Vendaval y Caelanoche,
que por supuesto también eran nuestros tíos.
“No te dejes amedrentar, Tito,” dijo
Brezo. “Ve a hablar con ellos. No nos apartaremos de ti.”
Nuestros tíos son conocidos
colectivamente como los Adelfos o como las Fieras de Lamos, dependiendo de la
reputación que hayan dejado según donde. Individualmente nuestros tíos son
majos, amables cada uno a su manera y buenos con nosotros. Pero cuando se
juntan, es mejor no acercarse a ellos. Tienen una especie de necesidad de
demostrar que pueden ser más bordes que ningún otro y se comportan de forma atacante. La mayor
parte del tiempo sólo comparten su amargo aburrimiento, pero cuando intercambian
opiniones, sus feroces tomas de postura
han llevado a los tíos a hacer cosas como liarse a bastonazos con los muebles o entre sí en más de una
ocasión. Y hasta han llegado a sacar varitas mágicas cargadas. También son aficionados
a experimentar entre ellos con nuevos hechizos sin preaviso alguno. Todos salvo
Tito Caelanoche, el hermano más simpático de Mamá, que es un encanto siempre, y
que parecía estar dormitando en una butaca de cuero enorme que siempre lleva
con él a todas partes por si le entran ganas de echarse una siestecita. Pero en
general, cuando nuestros tíos se reúnen ponen cara de vinagre y ya no se nota
lo guapos que pueden resultar cuando están de buenas.
“Feliz cumpleaños, Fu,” le dijo Tito Gen
a Tito Fuegovivo.
Nosotros le hicimos eco.
“¡Aha
ha ha! ¡La Niñera!” Fuegovivo dio una gran
risotada cuando vio quién acompañaba a su hermano, o sea, cuando se fijó en
nosotros. “Antes mayordomo. ¡Ahora es la niñera!”
“¡Tenemos más de siete años!” le espetó
Cardo, muy ofendida. “¡Y tú lo sabes, bobo!”
Tito Gen sonrió. “En realidad han venido
a protegerme a mí,” dijo.
“Nos hemos ofrecido a apostar cien a uno
que tú no ibas a aparecer por aquí, Gentí. Hemos hecho esa oferta a como mil
personas y nadie ha querido arriesgarse,” dijo Tito Vendaval.
“¡Gracias al Gran Borracho!” dijo Tío
Beltrán. “Estaríamos en la ruina.”
Y todos los hermanos, excepto Papá,
bebieron a la salud de Odín.
“Mejor que hablen mal y no que no hablen.
¿Eh, Gen?” dijo Tío Fede. “Así que hemos oído que te dedicas al tráfico de esclavos.
Vendiste una patulea de mengues mortales de esos que te incordian a las cabras
del monte.”
“¡No ha hecho nada de eso!” exclamaron
Cardo y Brezo a la vez. “Eran refugiados y se fueron voluntariamente con los faunos. Menos mal
que los Espina no están aquí para escuchar como los llamáis cabras.”
“¿Entonces al tráfico de mano de obra
barata?” preguntó Tío Richi. “Tú sí que has tenido algo que ver con ese negocio
antes, creo recordar. Bueno, pues avísame cuando llegue la cosecha.”
“Niños que buscaban asilo,” dije yo,
dando un paso muy valiente al frente. “Y el tito se lo concedió.” Yo creía que
me tocaba decir algo porque después de todo esos niños estaban en nuestro mundo
por culpa de mi guerra.
“Hmm. Vaya,” dijo Tito Ricatierra, algo
impresionado por mi vehemencia.
“Uy! ¿Quién lo diría? Nuestro hermanito facineroso
es popular entre los bebés de la cámara,” dijo Tito Vendaval.
“¿Pero cuánto tiempo lleva aquí?”
preguntó Tío Fede. “¿Tres días? Mungo Johnny, que descanse y sueñe con los
angelitos durante eones, iba a destruir nuestro mundo. Pero está claro que es
Genti el que lo va a finiquitar. Tres días y ya ha importado salvajes y soltado
a criminales. ¿Qué ha sido eso? ¿Una amnistía para celebrar tu vuelta al poder,
guapo?”
“Ha devuelto a infractores humanos a sus
casas. Y a su mundo,” dije yo. “El puca Garth tenía algo así como una cárcel
privada en sus dominios. Eso no está bien.”
“¡El puca tiene todo el derecho a tener
lo que quiera en su propiedad! Es perfectamente legal embrujar a ofensores y
mantenerlos cautivos donde no den más lata. Ese puca hace las cosas como
siempre se han hecho aquí. ¡Embrujar y
retener! ¿Es que tú no sabes lo que son las convenciones, niñato?” me gritó
Tío Eurico. Eurico es el único pariente que conozco interesado en leyes y el único
aparte del Sr. Binky que consideraría redactar un código escrito.
“Algo de eso entiendo,” dije yo,
intentando parecer tan tranquilo como Tito Gentillluvia cuando negociaba con el
puca. “¿Realmente quieres almacenar delincuentes aquí? No, no lo quieres. Tú
no, Tío Eurico. La convención es, ¡Que se vayan por donde vinieron! También está ¡A casa o al exilio! A casa con los transgresores mortales, al exilio con las malas hadas.”
“¿Quién es este resabido?” preguntó
Tío Eurico mirando a sus hermanos.
“El crío que quiso fumigar un platanar y
su tío despertó a Homero para que cantase sobre la cólera del pelado,” explicó
Tío Enrique.
“Una guerra monísima, chaval, ” dijo Tío
Beltrán. “Dieciocho cañones contra un pedo. ¿Cuánto ha costado?”
Los tíos empezaron a rodearme. Tito Gen
puso su mano en mi hombro para señalar que a partir de ahí se hacía cargo él.
Yo miré a Papá. Pero Papá no hizo nada. Miento. Sí que hizo algo. Me guiñó un
ojo. Pero antes de que Tito Gen pudiese responder a la pregunta del Tío
Beltrán, Tito Caelanoche bostezó tumultuosamente, probablemente fingiendo que
se despertaba.
“Yooooo eeesstoy encantadoooooo de
verooooos a tooooos!” dijo Tito Caelanoche, arrastrando las palabras como hace
con frecuencia. “¡Toooos los cuatrooo! ¡Los cuatro estáis guapiiiiiísimos! ¡Tú
el que más, Gentiiiiii! Como siempre. ¡BIENVENIDOOOOOO!”
Tito Caelanoche es el hermano más
simpático que tiene Mamá. Siempre está sonriendo, aunque su sonrisa es un poco
triste, y le encanta arrastrar las palabras como si estuviese muerto de sueño.
Estar en su aparentemente somnolienta compañía siempre te relaja aunque también
te enternece. No sólo te desea dulces sueños cuando se despide de ti. De algún
modo misterioso consigue que esa noche los tengas. Me encantaría saber cómo se
puede hacer eso. No sé cómo Tito Cae soporta a la panda de adelfos. Tampoco
entiendo porque le permiten unirse a ellos. No tiene nada que ver con los demás.
Un excéntrico empedernido, cuando nosotros éramos críos, Cae era el único de
los tíos que resultaba genialmente divertido. Traía murciélagos a la habitación
de los niños para que nos contasen cuentos de esos que se cuentan antes de
dormir. Estos cuentos eran malísimos, peores que los chistes de murciélagos que
también se contaban, pero nos ponían histéricos y comenzábamos a saltar en las
camas y a luchar con almohadas, persiguiendo a los murciélagos por todas partes. No le hemos metido pocos palos a Tito Cae con las almohadas. En noches sin luna, aparecía al caer el sol y nos llevaba a cazar
gatos blancos. Él teñía una importante colección de gatos blancos en su casa ideal.
Decía que estos gatos tienden a ser
sordos y por eso tienen menos posibilidades de sobrevivir en un mundo cruel.
Por eso se llevaba a cualquier gato blanco que andaba por ahí solo a casa. Era
emocionante ver como se agazapaba, se ponía en cuclillas y de pronto saltaba de
tejado en tejado y resultaba realmente divertido emularle. ¡Qué orgullosos
estábamos cuando lográbamos cazar un gato! ¡Y cómo discutíamos buscando un
nombre para nuestra presa! No hace falta decir que nosotros nos llevábamos a
casa cualquier gato callejero que podíamos cazar, fuese del color que fuese y estuviese sordo o no. Con tal de coger uno nos daba lo mismo. "Lo has cogido, ahora lo tienes que alimentar. Es tu responsabilidad," decía el tito. Tito Cae también hacía muchas locuras más. Estoy seguro que sólo estaba
fingiendo dormitar cuando llegamos, y que estaba muy consciente de todo lo que
estaba pasando a su alrededor.
Tito Caelanoche ahora montó un drama
tremendo. “¡Miradleeeeee!¡Mirad a mi hermanooooo!” gritó, dirigiéndose a toda
la asamblea, y con lágrimas impresionantes saltándole de los ojos se levantó de su butaca y abrazó a
Tito Gen. “¡Mi hermano perdidoooooo! ¡Reaparecidoooo! ¡¡Me lo han devueltooooo!
De entre los muertos más polvorientoooooos! ¡Dichosos los ojooooos! ¡Alabado sea
el cielooooo! ¡Benditooooooo el diiiiiiiiia!” Luego, muy bajito, susurró en el oído de Gen, “Esta gente no
sabe dar la bienvenida. Hay que enseñarles.”
Tito Gen se puso a reír, y yo creo que
casi a llorar también, no sé si sólo de risa. Y para no llorar más, abrazó
también a Tito Cae, le dijo eso de bienhallado, le dio las gracias por su
efusiva bienvenida y al soltarse le dijo que volvería enseguida pero tenía que
ir a saludar a cierta persona.
Cuando nos dimos media vuelta, todo fue a
peor. Las mujeres estaban esperando a Tito Gen. Y por eso él se dirigió volando
como una flecha a la mesa de la Sra. Parry, en busca descarada de protección.
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