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domingo, 15 de mayo de 2022

184. Cuentos en azul

184. Cuentos en azul

“Precioso collar, Tía Aureabel. Soy Gentillluvia. ¿Se acuerda de mí?”

La gran dama, que llevaba un magnífico collar de zafiros y estaba rodeada de otras ancianas muy dignas, no dudo en decir, “Claro que sí, tesoro. Eres el único amigo serio que tenía Henny. El único que merece la pena tener. El único del que yo me podía fiar cuando hacía falta que alguien le acompañase a alguna parte. Alas de hada o a caballo. Y no se te caían los anillos por tener que ir a pie a cualquier parte.”

“Me gusta caminar,” dijo Tito Gen.

“¿Dónde has estado todo este tiempo?”

“Aquí y allí,” dijo Tito Gen. “¿Cómo está Henny? ¿Está aquí?”

“Todavía no. Pero está caminando hacia nosotros. Viene a pie, ya sabes. ¿Pero a ti que te pasó? Tú eras el único amigo de Henny digno de respeto.”

 “El respeto era y es mío para usted, Tita.”

 “Eras tan bueno”

“Un santo,” dijo Tito Gen.

“¿Y entonces que pasó? ¿Por qué te convertiste en…¿En qué te convertiste?”

“Un demonio,” dijo Tito Gen.

“Una especie de rufián ambulante, eso me dijeron.”

El grupo de señoras mayores sentadas alrededor de la Señora Parry comenzó a murmurar, como si quisiesen participar en la conversación. Pero ninguna de esas señoras se atrevió a hacerlo.

 “Yo nunca pude ni imaginar eso. ¿Cómo es posible?”

“Pasan cosas,” dijo Tito Gen. “Cosas patéticas.”

 “Tenemos que irnos,” dijo Mamá, apareciendo detrás de su hermano y tomándole del brazo. “Despídete de Tita Aureabel, Genti. Tengo que llevármelo un ratito, pero volveremos, lo prometo. A tiempo de ver a Fu soplar las velas. Cantaremos cumpleaños feliz y todo eso. Fuera de mi camino, queridas. Hay prisa,” dijo Mamá, pasando por entre una muchedumbre de damas impresionantes con Gen bien sujeto del brazo.

“Tito Gen, ¿dónde está tu mujer?” preguntó Cardo, al ver cómo las damas miraban al títo.

“¿Tengo una mujer?” preguntó Tito Gen.

“Mamá dice que sí.”

“Pues sabe más que yo,” dijo el tito.

“Mamá dice que se llama Mabel,” dijo Brezo.

“Ah! Sí. Mabel y yo llegamos a un acuerdo. ¿Pero eso sigue vigente?”

Esa pregunta se la hizo el tito a Mamá, que no respondió pero le atizó con su abanico.

“¿Tienes hijos?” preguntó Cardo.

“Tengo dos hijas. Las conocéis.  Bela y Beli. Hadas azules, como su madre. Pero con distintos intereses. Algunas son como las Musas. Interesadas sólo en las humanidades. Se ocupan de inspirar a artistas y estudiosos y tales. Otras son como las Gracias. Fiestas, ropa de moda, etc. Y otras como los Erotes. Amor, bodas, hacer de casamenteras.”

“No teníamos ni idea de que Beli y Bela eran hijas tuyas,” dijo Brezo. ”Son muy guapas.”

“Mabel y yo las encontramos una noche mientras leíamos a Plinio bajo la luz de la luna. Han salido a su abuela materna. Viven con ella. No son como Mabel, ni tampoco como yo. Mabel es una historiadora muy rigurosa.”

Creí entender lo que quería decir el tito. Cuando conocí por primera vez a Bela y Beli en una fiesta de Navidad, lo primero que me dijeron fue  ¿Tienes novia? Antes de que pudiese responder, dijeron. “Nosotras estamos comprometidas, pero podemos  conseguirte una muy agraciada.” Afortunada o desafortunadamente, yo estaba cortejando a Rosina Caperuzaroja, por aquel entonces, así que no me buscaron a nadie.

“Mamá, ¿por qué nunca nos has dicho que esas chicas eran primas nuestras?”

“Está bien. Os lo contaré. Es mejor que os lo cuente yo y no que lo oigáis por ahí. Gen apareció la noche de su séptimo cumpleaños con dos bebés horriblemente parlanchinas y muy mojadas en sus bracitos. No os podéis imaginar el susto que nos llevamos. Dijo que él y Mabel las habían encontrado expuestas junto a la Fuente Campánula y que no podía dejarlas ahí. Afortunadamente su otra abuela estaba encantada con las niñas, porque su hija, que no encontraba nadie lo suficientemente bueno para ella, acababa de cazar al pez gordo del mercado matrimonial.” Mamá miró a Tito Gen. “¡Teníamos planes para ti!” exclamó, y le volvió a atizar con su abanico. “Es esa manía que tiene este hombre de ocuparse de todo personalmente. Es que no aprende. Niños, os he advertido mil veces que si os topáis con un bebé que anda por ahí solito llaméis inmediatamente a un adulto de fiar. ¡Ni se os ocurra tocarlo!”

Creo haber explicado antes que las hadas somos espíritus, y no nacemos como los mortales o los demás animales. Se abre una flor, una niña ríe, suena una campana, alguien dispara una flecha, pasa cualquier cosa así y de pronto nace un hada. Una vez que has tocado a un bebé que aparece de la nada o que encuentras sólo y expuesto, ese niño se convierte en tuyo. Puedes cedérselo a otra persona para que lo cuide, pero sigue siendo tu hijo. Y Mamá dice que si dos personas intervienen en este proceso, ambas quedan ligadas para siempre, siendo el vínculo esa criatura. Ni Brezo ni Cardo ni yo hemos topado con un bebé hada. Ni siquiera un bebé mortal abandonado. Dudo que lo hubiésemos dejado abandonado a su suerte de haber visto uno.

“Pero si tenemos más de siete años,” protestó Cardo.

“¡Bah!” dijo Mamá.

“Escúchame, Arley,” dijo Tito Gen. “Si alguien te vuelve a preguntar cuanto ha costado la guerra de Alpin, que sepas que la respuesta es NADA. Eso ya lo sabe quién te pregunta. Sólo preguntan por si te pillan en un renuncio. Todas las guerras de las hadas son guerras de voluntarios. Afortunadamente las hadas saben que hay que cooperar para ganar, y son fáciles de organizar cuando llega la hora de pelear. Son muy fieles a un líder que respetan y a una causa en la que creen. La gente aporta lo que quiere al esfuerzo bélico. Gastan lo que quieren, nada más. Nosotros no tenemos ejercito permanente ni presupuestos para broncas ni nada de eso. Puede que haya una escasez de ciertas hierbas durante un tiempo por lo del antídoto, pero no pasa nada. Si los proveedores habituales no tienen, se pueden conseguir en otra parte. Y eso ni lo menciones. Que nadie te tome el pelo haciéndote creer que debes algo que no debes. Ya hemos tenido bastante de eso aquí.”

“¿Lo veis?” dijo Mamá. “Lo estáis viendo? Ya se está escondiendo este tonto detrás de su trabajo. No puede hablar de nada personal.”

“Personal es personal,” dijo el tito.

 Antes de que alguien pudiese decir algo, Mamá nos hizo callar a todos. Tenía prisa y no quería distracciones. Tenía que pasar por los cuatro círculos de hadas que hay en Isla Manzana y decirle hola a la gente que hubiese ahí. Y tenía que volver a la fiesta de Fu antes de que soplase las velas.

En el primer círculo, todo fue bien. Había un teatro montado ahí al aire libre y un coro de bardos estaba cantando mayos. Sólo escuchamos los dos últimos porque la función se estaba acabando. Mamá dijo hola a todo el mundo en cuanto acabaron de cantar los bardos y la gente se puso de pie y la dio una ovación mayor que a los mismos músicos.

De ahí nos fuimos al segundo círculo. Allí todo el mundo, incluyendo a las nueve reinas, estaba bailando alrededor de uno de esos palos de mayo, altísimo y con centenares de cintas.

“¡De lejos!” nos advirtió Mamá. “Saludar de lejos y si tenemos suerte hola será también adiós. A ti, hermano, que te reconozcan pero que no les dé tiempo a reaccionar. A ver si podemos salir de aquí antes de mediados de junio. Que no se nos acerque nadie.”

Nos fuimos pitando antes de que acabase la danza. Mamá decía que ya había ahí reinas suficientes.

Cuando llegamos al tercer círculo, vimos que el campo estaba lleno de casetas puestas ahí por distintas asociaciones de hadas. En la caseta de los republicanos irlandeses encontramos a Michael O’Toora y a su padre, Fergus MacLob O’toora. Con ellos estaban Don Alonso y Doña Estrella.

“Faith and begorra!” exclamó Fergus cuando vio a nuestro tío.

“¿Qué ha dicho de Gora Begoña?” Don Alonso preguntó a Doña Estrella.

“¡Ha dicho que se ponga usted la gorra!” contestó Doña Estrella.

"¡Ah!" dijo Don Alonso, y se puso una gorra frigia. 

"¡Don Alonso!" exclamó Mamá. "¡Yo creía que era usted monárquico!"

Don Alonso se quitó la gorra e hizo una profunda reverencia. Explicó que sólo era republicano en Roma y en Irlanda, por respeto a las costumbres locales, pero que no lo era en ninguna otra parte, ni siquiera en la dulce Francia.

“Mi padre no ha dicho que se ponga usted la gorra,” aclaró Michael. “Ha dicho ¡Fe y por Dios! Es una manera de expresar sorpresa. En este caso, al ver a Gentillluvia.”

 “¿Lo ves?” dijo Don Alonso. “Me vas a tener que enseñar irlandés. De momento sólo he aprendido a bailar una giga.”

“Esta señora es la única reina a la que respeto,” dijo Fergus, saludando a  Mamá. “Nunca interfiere con la República de Irlanda.”

Mamá sonrió graciosamente. “Yo tampoco respetaría a otra reina que no fuese yo,” dijo Mamá. “No me gusta que me mandurreen ni que me hagan de menos.”

“¿Café irlandés? ¿Bizcocho de té negro?” nos ofreció una muchachita muy sonriente de ojos azules y pelo rojo.

Y de pronto las cosas se salieron de madre.

Había delante de nosotros una caseta donde repartían salchichas y cervezas y empanadas de Cornualles. La llevaban unos duendes mineros, todos vestidos de azul cobalto. Eran pequeños incluso para los de su especie, autentica gente pequeña, hadas de pura cepa.

“¡Augusto!” gritó alguien de esa caseta. Y los duendes de azul empezaron a señalar a Tito Gentillluvia y a chillar ensordecedoramente “¡Auggie, Auggie, Auggie!¡ Oy, oy, oy!”

“¡Horror!” suspiró el tito entre dientes.

Y nosotros tres dijimos al unísono y también muy bajito “¿Los molestos mengues?”

No hay nada más peligroso que un espíritu de este tipo. Son tan pequeños y tan rápidos que nunca les ves venir. Y tienen tendencia a derrumbar techos y tejados sobre sus enemigos. No nos extrañaba nada que el tito estuviese asustado.

Simultáneamente, en el huerto ya sin frutos del puca Garth, un espíritu burlón despertó de un sueño de paz, se estiró, bostezó y gritó “¡Whoopeee!”

Pero aunque estos dos incidentes prometían resultar explosivos, lo que había asustado al tito era algo más grave.

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