184. Cuentos en azul
“Precioso collar, Tía Aureabel. Soy
Gentillluvia. ¿Se acuerda de mí?”
La gran dama, que llevaba un magnífico
collar de zafiros y estaba rodeada de otras ancianas muy dignas, no dudo en
decir, “Claro que sí, tesoro. Eres el único amigo serio que tenía Henny. El
único que merece la pena tener. El único del que yo me podía fiar cuando hacía
falta que alguien le acompañase a alguna parte. Alas de hada o a caballo. Y no
se te caían los anillos por tener que ir a pie a cualquier parte.”
“Me gusta caminar,” dijo Tito Gen.
“¿Dónde has estado todo este tiempo?”
“Aquí y allí,” dijo Tito Gen. “¿Cómo está
Henny? ¿Está aquí?”
“Todavía no. Pero está caminando hacia
nosotros. Viene a pie, ya sabes. ¿Pero a ti que te pasó? Tú eras el único amigo
de Henny digno de respeto.”
“El
respeto era y es mío para usted, Tita.”
“Eras tan bueno”
“Un santo,” dijo Tito Gen.
“¿Y entonces que pasó? ¿Por qué te
convertiste en…¿En qué te convertiste?”
“Un demonio,” dijo Tito Gen.
“Una especie de rufián ambulante, eso me
dijeron.”
El grupo de señoras mayores sentadas alrededor de la Señora Parry comenzó a murmurar, como si quisiesen participar en la conversación. Pero ninguna de esas señoras se atrevió a hacerlo.
“Yo
nunca pude ni imaginar eso. ¿Cómo es posible?”
“Pasan cosas,” dijo Tito Gen. “Cosas
patéticas.”
“Tenemos
que irnos,” dijo Mamá, apareciendo detrás de su hermano y tomándole del brazo. “Despídete
de Tita Aureabel, Genti. Tengo que llevármelo un ratito, pero volveremos, lo
prometo. A tiempo de ver a Fu soplar las velas. Cantaremos cumpleaños feliz y
todo eso. Fuera de mi camino, queridas. Hay prisa,” dijo Mamá, pasando por
entre una muchedumbre de damas impresionantes con Gen bien sujeto del brazo.
“Tito Gen, ¿dónde está tu mujer?” preguntó
Cardo, al ver cómo las damas miraban al títo.
“¿Tengo una mujer?” preguntó Tito Gen.
“Mamá dice que sí.”
“Pues sabe más que yo,” dijo el tito.
“Mamá dice que se llama Mabel,” dijo
Brezo.
“Ah! Sí. Mabel y yo llegamos a un
acuerdo. ¿Pero eso sigue vigente?”
Esa pregunta se la hizo el tito a Mamá,
que no respondió pero le atizó con su abanico.
“¿Tienes hijos?” preguntó Cardo.
“Tengo dos hijas. Las conocéis. Bela y Beli. Hadas azules, como su madre. Pero
con distintos intereses. Algunas son como las Musas. Interesadas sólo en las
humanidades. Se ocupan de inspirar a artistas y estudiosos y tales. Otras son
como las Gracias. Fiestas, ropa de moda, etc. Y otras como los Erotes. Amor,
bodas, hacer de casamenteras.”
“No teníamos ni idea de que Beli y Bela
eran hijas tuyas,” dijo Brezo. ”Son muy guapas.”
“Mabel y yo las encontramos una noche
mientras leíamos a Plinio bajo la luz de la luna. Han salido a su abuela
materna. Viven con ella. No son como Mabel, ni tampoco como yo. Mabel es una
historiadora muy rigurosa.”
Creí entender lo que quería decir el
tito. Cuando conocí por primera vez a Bela y Beli en una fiesta de Navidad, lo
primero que me dijeron fue ¿Tienes novia? Antes de que pudiese
responder, dijeron. “Nosotras estamos comprometidas, pero podemos conseguirte una muy agraciada.” Afortunada o
desafortunadamente, yo estaba cortejando a Rosina Caperuzaroja, por aquel
entonces, así que no me buscaron a nadie.
“Mamá, ¿por qué nunca nos has dicho que
esas chicas eran primas nuestras?”
“Está bien. Os lo contaré. Es mejor que
os lo cuente yo y no que lo oigáis por ahí. Gen apareció la noche de su séptimo
cumpleaños con dos bebés horriblemente parlanchinas y muy mojadas en sus
bracitos. No os podéis imaginar el susto que nos llevamos. Dijo que él y Mabel
las habían encontrado expuestas junto a la Fuente Campánula y que no podía
dejarlas ahí. Afortunadamente su otra abuela estaba encantada con las niñas,
porque su hija, que no encontraba nadie lo suficientemente bueno para ella,
acababa de cazar al pez gordo del mercado matrimonial.” Mamá miró a Tito Gen.
“¡Teníamos planes para ti!” exclamó, y le volvió a atizar con su abanico. “Es
esa manía que tiene este hombre de ocuparse de todo personalmente. Es que no
aprende. Niños, os he advertido mil veces que si os topáis con un bebé que anda
por ahí solito llaméis inmediatamente a un adulto de fiar. ¡Ni se os ocurra
tocarlo!”
Creo haber explicado antes que las hadas
somos espíritus, y no nacemos como los mortales o los demás animales. Se abre
una flor, una niña ríe, suena una campana, alguien dispara una flecha, pasa
cualquier cosa así y de pronto nace un hada. Una vez que has tocado a un bebé que aparece
de la nada o que encuentras sólo y expuesto, ese niño se convierte en tuyo.
Puedes cedérselo a otra persona para que lo cuide, pero sigue siendo tu hijo. Y
Mamá dice que si dos personas intervienen en este proceso, ambas quedan ligadas
para siempre, siendo el vínculo esa criatura. Ni Brezo ni Cardo ni yo hemos
topado con un bebé hada. Ni siquiera un bebé mortal abandonado. Dudo que lo
hubiésemos dejado abandonado a su suerte de haber visto uno.
“Pero si tenemos más de siete años,”
protestó Cardo.
“¡Bah!” dijo Mamá.
“Escúchame, Arley,” dijo Tito Gen. “Si
alguien te vuelve a preguntar cuanto ha costado la guerra de Alpin, que sepas
que la respuesta es NADA. Eso ya lo sabe quién te pregunta. Sólo preguntan por
si te pillan en un renuncio. Todas las guerras de las hadas son guerras de
voluntarios. Afortunadamente las hadas saben que hay que cooperar para ganar, y
son fáciles de organizar cuando llega la hora de pelear. Son muy fieles a un líder
que respetan y a una causa en la que creen. La gente aporta lo que quiere al
esfuerzo bélico. Gastan lo que quieren, nada más. Nosotros no tenemos ejercito
permanente ni presupuestos para broncas ni nada de eso. Puede que haya una
escasez de ciertas hierbas durante un tiempo por lo del antídoto, pero no pasa
nada. Si los proveedores habituales no tienen, se pueden conseguir en otra
parte. Y eso ni lo menciones. Que nadie te tome el pelo haciéndote creer que
debes algo que no debes. Ya hemos tenido bastante de eso aquí.”
“¿Lo veis?” dijo Mamá. “Lo estáis viendo?
Ya se está escondiendo este tonto detrás de su trabajo. No puede hablar de nada
personal.”
“Personal es personal,” dijo el tito.
Antes
de que alguien pudiese decir algo, Mamá nos hizo callar a todos. Tenía prisa y
no quería distracciones. Tenía que pasar por los cuatro círculos de hadas que
hay en Isla Manzana y decirle hola a la gente que hubiese ahí. Y tenía que
volver a la fiesta de Fu antes de que soplase las velas.
En el primer círculo, todo fue bien.
Había un teatro montado ahí al aire libre y un coro de bardos estaba cantando
mayos. Sólo escuchamos los dos últimos porque la función se estaba acabando.
Mamá dijo hola a todo el mundo en cuanto acabaron de cantar los bardos y la
gente se puso de pie y la dio una ovación mayor que a los mismos músicos.
De ahí nos fuimos al segundo círculo.
Allí todo el mundo, incluyendo a las nueve reinas, estaba bailando alrededor de
uno de esos palos de mayo, altísimo y con centenares de cintas.
“¡De lejos!” nos advirtió Mamá. “Saludar
de lejos y si tenemos suerte hola
será también adiós. A ti, hermano,
que te reconozcan pero que no les dé tiempo a reaccionar. A ver si podemos
salir de aquí antes de mediados de junio. Que no se nos acerque nadie.”
Nos fuimos pitando antes de que acabase
la danza. Mamá decía que ya había ahí reinas suficientes.
Cuando llegamos al tercer círculo, vimos
que el campo estaba lleno de casetas puestas ahí por distintas asociaciones de
hadas. En la caseta de los republicanos irlandeses encontramos a Michael
O’Toora y a su padre, Fergus MacLob O’toora. Con ellos estaban Don Alonso y
Doña Estrella.
“Faith
and begorra!” exclamó Fergus cuando vio a nuestro
tío.
“¿Qué
ha dicho de Gora Begoña?” Don Alonso preguntó a
Doña Estrella.
“¡Ha dicho que se ponga usted la gorra!” contestó Doña Estrella.
"¡Ah!" dijo Don Alonso, y se puso una gorra frigia.
"¡Don Alonso!" exclamó Mamá. "¡Yo creía que era usted monárquico!"
Don Alonso se quitó la gorra e hizo una
profunda reverencia. Explicó que sólo era republicano en Roma y en Irlanda, por
respeto a las costumbres locales, pero que no lo era en ninguna otra parte, ni
siquiera en la dulce Francia.
“Mi padre no ha dicho que se ponga usted
la gorra,” aclaró Michael. “Ha dicho ¡Fe
y por Dios! Es una manera de expresar sorpresa. En este caso, al ver a
Gentillluvia.”
“¿Lo
ves?” dijo Don Alonso. “Me vas a tener que enseñar irlandés. De momento sólo he
aprendido a bailar una giga.”
“Esta señora es la única reina a la que
respeto,” dijo Fergus, saludando a Mamá.
“Nunca interfiere con la República de Irlanda.”
Mamá sonrió graciosamente. “Yo tampoco
respetaría a otra reina que no fuese yo,” dijo Mamá. “No me gusta que me mandurreen
ni que me hagan de menos.”
“¿Café irlandés? ¿Bizcocho de té negro?” nos
ofreció una muchachita muy sonriente de ojos azules y pelo rojo.
Y de pronto las cosas se salieron de
madre.
Había delante de nosotros una caseta
donde repartían salchichas y cervezas y empanadas de Cornualles. La llevaban
unos duendes mineros, todos vestidos de azul cobalto. Eran pequeños incluso
para los de su especie, autentica gente pequeña, hadas de pura cepa.
“¡Augusto!”
gritó alguien de esa caseta. Y los duendes de
azul empezaron a señalar a Tito Gentillluvia y a chillar ensordecedoramente “¡Auggie, Auggie, Auggie!¡ Oy, oy, oy!”
“¡Horror!” suspiró el tito entre dientes.
Y nosotros tres dijimos al unísono y
también muy bajito “¿Los molestos mengues?”
No hay nada más peligroso que un espíritu
de este tipo. Son tan pequeños y tan rápidos que nunca les ves venir. Y tienen
tendencia a derrumbar techos y tejados sobre sus enemigos. No nos extrañaba
nada que el tito estuviese asustado.
Simultáneamente, en el huerto ya sin
frutos del puca Garth, un espíritu burlón despertó de un sueño de paz, se
estiró, bostezó y gritó “¡Whoopeee!”
Pero aunque estos dos incidentes
prometían resultar explosivos, lo que había asustado al tito era algo más grave.
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