186. Trescientos años para unos historiadores
Encanto se fue trotando a juntarse con sus
colegas del establo de Mamá. Dijo que se iría con ellos a palacio y que allí le
encontraría a partir de la mañana siguiente.
Me volví
a Tito Gen y le dije, “Debe ser espantoso negociar con alguien que no
puede perder.”
“Puede que haya…una manera,” murmuró el tito,
casi como si estuviese hablando consigo mismo.
“¡No!¿En
serio?¿La has utilizado?”
“¡Jamás
lo haría!. ¿Necesito hacer que olvides lo que
acabo de decir?” me preguntó el tito. “Porque no tendría que haberlo dicho.”
Yo sacudí la cabeza con vehemencia.
“Calla, entonces,” dijo Tito Gen. “Esta
conversación no ha tenido lugar. Vayamos a transformar a tu amiguete en sí mismo
antes de que a su madre le de otro ataque de locura.”
Tito Gen se acercó a Mamá y a la Sra.
Dulajan.
“Lo haré,” le dijo a la Señorita Aislene.
“Aquí y ahora si quieres.”
Me fije en que no miró a la Novia Diabólica a
los ojos cuando dijo eso.
La Señorita Aislene no dudo ni un segundo. Sacó
a Manzanita Alpin de cierta parte de su vestimenta y se lo entregó al tito.
Mamá le volvió a arrear con el abanico, esta vez en la nuca, cuando se quedó
parado durante un segundo mirando a Aislene.
“¡Ay!”
protestó el tito.
“¿Eres tonto o te interesa parecerlo?” le
preguntó Mamá.
El tito sacudió la cabeza y se alejó un poco
de nosotros con Alpin en la palma de la mano. Colocó la manzana en el suelo
entre el césped y se frotó la nuca un poquito antes de hacer aparecer, en su
otra mano, una nubecita negra, la más pequeña y perfecta que yo he visto. Sopló
suavemente y de ese soplido la situó justo encima de la manzana. La nube se
puso a llover y acabó disolviéndose y desapareciendo.
Alpin apareció ahí mismo, de rodillas en la
hierba. Ya no era una manzana, ni tampoco un extraño hombre joven. Era Alpin. Y
por si hubiese dudas demostró que lo era diciendo que tenía hambre.
Cuando la Sra. Dulajan se dejó caer en el
césped junto a Alpin y se puso a gritar y convulsionar y a darle una bienvenida
más dramática que esa que Tito Cae le había dado a Tito Gen, Mamá susurró en el
oído de su hermano, “No haberte molestado en hacer llover. Haberte meado en ese
egomaníaco.”
“Se me ocurrió, pero pensé que no te gustaría
que ella viese eso,” respondió el tito, también susurrando. “¡No, no me atices! Estoy bien.”
La Sra. Dulajan le preguntó a Alpin que
quería comer y le contó que estaban repartiendo comida gratis en el tercer
círculo de hadas. Alpin preguntó si las empanadillas de los duendes de las
minas de cobalto tenían arsénico en los repulgues. Tito Gen contestó
preguntando a Alpin si era alérgico al cobalto. Alpin dijo que no tenía ni
idea, y el tito le dijo que era posible que las empanadillas también tuviesen
arsénico en los repulgues. Entonces Alpin decidió que tomaría las salchichas en
vez, por si acaso. El tito le sugirió a la Señorita Aislene que se llevase a
Alpin a celebrar su vuelta en casa, porque era pronto para que el nene tuviese nuevos
conflictos con duendes feroces. La Sra. Dulajan entendió perfectamente la
advertencia del tito, y se llevó a Alpin a casa. En cuanto a nosotros, pues
regresamos a la finca de Tito Ricatierra a tiempo de cantar cumpleaños feliz a
Tito Fuegovivo. Amaneció mientras tomábamos la tarta y nos fuimos a palacio, a
descansar todos ahí hasta las doce de la mañana, que bajamos a tomar un brunch.
Mamá regañó al tito por no haberse ido a ver
a su esposa todavía, y le dijo que ya no tenía excusa para no hacerlo ahora que
yo volvía a ser un agente libre. Cardo, Brezo y yo sentíamos gran curiosidad
por saber cómo era la esposa del tito. Creíamos que tenía que haber algo que la
hiciese horrible, considerando como el tito casi cayó en las redes de la
Señorita Aislene. También temíamos que fuese antipática y malhumorada y que
estuviese enfadada con el tito por haber desaparecido durante tanto tiempo, y pensábamos
que probablemente le echaría de casa a patadas por eso y no nos lo queríamos
perder, sobre todo para consolarle si hiciese falta. Nos moríamos por ver lo
que iba a pasar, así que nos ofrecimos a acompañarle. A Mamá esto no le hizo
ninguna gracia.
“¿Queréis ver a Mabel?” dijo Mamá de malos
modos. Se dio media vuelta y dio un toquecito a un espejo que tenía justo
detrás con su abanico. Creo que se me ha olvidado decir que el abanico de Mamá
es realmente su varita mágica, que disimula disfrazándola de ese modo. “¡Ahí la
tenéis!” exclamó.
Una habitación que parecía una biblioteca
apareció en el espejo. Había una dama de azul sentada ante un escritorio.
“Escribe, escribe, escribe como el Sr.
Gibbon,” dijo Mamá. “Eso es lo único que tiene de malo.”
La mujer que estaba escribiendo dejo de
hacerlo y miró hacia arriba como si percibiese que la estaban mirando. Se quitó
unas lentes y se frotó los lados superiores de la nariz con la mano libre.
Tenía los ojos negros más bonitos que yo había visto en mi vida. También me
fije en lo bonita que era su nariz, y lo sensualmente que tenía medio sujeto su
abundante cabello, negro con reflejos azules. Debo añadir que su piel era
blanca como la nieve y sus labios rojos como rubís.
“¡Es bella!” exclamaron mis hermanas a la
vez. Pero en realidad, la palabra que describía a Mabel era impresionante.
“Ni os molestéis en ir a conocerla,” dijo
Mamá. “No tiene nada que decir a cualquiera que no sepa quién es el Asno
Gallo.”
“¿El qué?”
preguntamos los tres.
“Asinio Galo,” nos explicó el tito. “Un
historiador romano.”
“Yo sé quién es ese,” dije yo. “Se casó con
la mujer de Tiberio.”
“Mira por dónde. Ella puede hablar con tu
hijo.”
Así
que yo acompañé al tito a ver a Mabel, aunque Mamá acusó a su hermano de
esconderse detrás de un niño.
Para ver a Mabel fuimos a la casa ideal de
Tito Gen, porque él dijo que no sería su casa ideal si Mabel no estuviese ahí.
Me explicó que eran tan jóvenes cuando se casaron que nunca llegaron a tener
cada uno una casa ideal, sino una sola casa, ideal para los dos. Fuimos hasta
allí en barco, porque el palacete en cuestión estaba situado junto a uno de los
cuatro puertos de Isla Manzana. Desde nuestro barquito de vela vi un edificio que
parecía un templo griego, más que un hogar, situado en un promontorio. No tenía
nada a cada lado salvo el mar, pero detrás había hermosos jardines que
culminaban en un bosque de pinos.
“Tu madre le está muy agradecida a Mabel.
Antes casi no la podía ver, porque
pensaba que ella y su madre habían maquinado para pescarme. Mi madre y la tuya
creían que Cybela, la madre de Mabel, había colocado adrede a las niñas que encontramos en el lugar en el
que las encontramos para que las recogiésemos. Esta mujer estaba tan contenta
con las niñas, que, aunque no creo que las puso ella ahí, si pienso que debió
desear tanto que apareciese alguien que nos uniese que su deseo sé cumplió. Bueno, pues la
opinión que tenía tu madre de Mabel cambió en cuanto yo, a los veinte años,
topé con la Novia Diabólica. Bueno, pues a partir de entonces Mabel no le
pareció tan mala cuñada a tu madre.”
Cuando llegamos a la entrada del templo, es
decir, del palacete, Tito Gen respiró hondo y dijo, “Vale, comprobemos de una
vez si nos botan de aquí o no.”
Desfilamos por habitación tras habitación,
todas con las paredes forradas de libros y con ventanales con forma de enormes
veneras que daban a unas galerías que a su vez daban al mar. Y cuando llegamos
a la habitación que había aparecido en el espejo, ahí estaba Mabel, escribiendo
a la antigua con una gran pluma. Y yo me fije que tenía los dedos de la mano
con la que escribía un poco manchados de tinta azul. Pero eso no disminuyó su
encanto, porque era tan impresionante como me había parecido reflejada en el
espejo.
“¡Ejem!” tosió Tito Gentillluvia. Mabel miró
hacia arriba, se quitó las lentes y ahí estaban esos ojazos negros, que
parecían deliciosa fruta madura.
“¿Ya es hora de almorzar?” preguntó,
bostezando un poquito.
“No,” dijo Tito Gen. “Es la hora de tomar un
té alto. ¿Desde cuándo no has comido, Mabel? ¡Qué desastre!” El tito apuntó a un emparedado tieso y mohoso
que había en un plato en el escritorio.
“No tengo ni idea,“ dijo ella. “A lo mejor
desde anoche. Acércate, Gen, que hay algo curioso que he encontrado y te quiero
enseñar. No. Esto puede esperar. Veo que
estás acompañado. ¿De quién se trata?”
“De mi
sobrino, que sabe quién es Asinio Galo,” contestó mi tío.
“Para alguien de su edad resulta más ameno
Tito Livio, diría yo,” dijo Mabel. “¿Crees que habrá alguien que nos pueda
preparar un té?”
“Aquí mismo. Yo. Yo mismo. Estoy aquí,” dijo
Tito Gen.
“¿Pues a que esperas? Tu tío prepara un té
protervo. Está que te mueres,” me sonrió Mabel. “Pero uno de vosotros debería
pasar por la cocina para ver si la Abuelita Sopitas con leche o su nieta
favorita andan por ahí y tienen disponible algo rico que nos pueda deleitar.”
Merendamos de maravilla esa tarde. Un intrigante
té preparado por el Tito Gen y servido por la nieta predilecta de la Abuelita
Sopitas con leche. Yo llegué a conocer a la famosa cocinera en persona, cuando
se dejó caer para preguntar si estaban buenas sus tartaletas de ruibarbo y
otras especialidades. Casi la vi morir de un infarto cuando vio quienes
acompañaban a Mabel y se dio cuenta de que el tito había regresado. Menudo
susto nos llevamos todos. Y yo no encontré a Mabel para nada aburrida. De
hecho, prometí pasar todos los sábados trabajando con mi tío y mi tía en su
palacete.
“¿Has vuelto, verdad, Tito Gen?” le susurré
cuando me acompañó a casa de mis padres ya de noche. “No vas a irte por ahí
ahora, ¿verdad? Vas a volver derechito a casa ahora que yo estoy en la mía. ¡Di
que sí! Porque no creo que pudieses haber encontrado mejor esposa.”
“No sé cómo pude dudar que Mabel me
esperaría,” dijo el tito. “¿Qué son trescientos años para unos historiadores?”
Y así es cómo ambos volvimos a ser quiénes
habíamos sido.
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