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viernes, 27 de mayo de 2022

186. Trescientos años para unos historiadores

 

186. Trescientos años para unos historiadores

Encanto se fue trotando a juntarse con sus colegas del establo de Mamá. Dijo que se iría con ellos a palacio y que allí le encontraría a partir de la mañana siguiente.

Me volví  a Tito Gen y le dije, “Debe ser espantoso negociar con alguien que no puede perder.”

“Puede que haya…una manera,” murmuró el tito, casi como si estuviese hablando consigo mismo.

¡No!¿En serio?¿La has utilizado?”

“¡Jamás lo haría!. ¿Necesito hacer que olvides lo que acabo de decir?” me preguntó el tito. “Porque no tendría que haberlo dicho.”

Yo sacudí la cabeza con vehemencia.

“Calla, entonces,” dijo Tito Gen. “Esta conversación no ha tenido lugar. Vayamos a transformar a tu amiguete en sí mismo antes de que a su madre le de otro ataque de locura.”

Tito Gen se acercó a Mamá y a la Sra. Dulajan.

“Lo haré,” le dijo a la Señorita Aislene. “Aquí y ahora si quieres.”

Me fije en que no miró a la Novia Diabólica a los ojos cuando dijo eso.

La Señorita Aislene no dudo ni un segundo. Sacó a Manzanita Alpin de cierta parte de su vestimenta y se lo entregó al tito. Mamá le volvió a arrear con el abanico, esta vez en la nuca, cuando se quedó parado durante un segundo mirando a Aislene.

“¡Ay!” protestó el tito.

“¿Eres tonto o te interesa parecerlo?” le preguntó Mamá.

El tito sacudió la cabeza y se alejó un poco de nosotros con Alpin en la palma de la mano. Colocó la manzana en el suelo entre el césped y se frotó la nuca un poquito antes de hacer aparecer, en su otra mano, una nubecita negra, la más pequeña y perfecta que yo he visto. Sopló suavemente y de ese soplido la situó justo encima de la manzana. La nube se puso a llover y acabó disolviéndose y desapareciendo.

Alpin apareció ahí mismo, de rodillas en la hierba. Ya no era una manzana, ni tampoco un extraño hombre joven. Era Alpin. Y por si hubiese dudas demostró que lo era diciendo que tenía hambre.

Cuando la Sra. Dulajan se dejó caer en el césped junto a Alpin y se puso a gritar y convulsionar y a darle una bienvenida más dramática que esa que Tito Cae le había dado a Tito Gen, Mamá susurró en el oído de su hermano, “No haberte molestado en hacer llover. Haberte meado en ese egomaníaco.”

“Se me ocurrió, pero pensé que no te gustaría que ella viese eso,” respondió el tito, también susurrando. “¡No, no me atices! Estoy bien.”

La Sra. Dulajan le preguntó a Alpin que quería comer y le contó que estaban repartiendo comida gratis en el tercer círculo de hadas. Alpin preguntó si las empanadillas de los duendes de las minas de cobalto tenían arsénico en los repulgues. Tito Gen contestó preguntando a Alpin si era alérgico al cobalto. Alpin dijo que no tenía ni idea, y el tito le dijo que era posible que las empanadillas también tuviesen arsénico en los repulgues. Entonces Alpin decidió que tomaría las salchichas en vez, por si acaso. El tito le sugirió a la Señorita Aislene que se llevase a Alpin a celebrar su vuelta en casa, porque era pronto para que el nene tuviese nuevos conflictos con duendes feroces. La Sra. Dulajan entendió perfectamente la advertencia del tito, y se llevó a Alpin a casa. En cuanto a nosotros, pues regresamos a la finca de Tito Ricatierra a tiempo de cantar cumpleaños feliz a Tito Fuegovivo. Amaneció mientras tomábamos la tarta y nos fuimos a palacio, a descansar todos ahí hasta las doce de la mañana, que bajamos a tomar un brunch.

Mamá regañó al tito por no haberse ido a ver a su esposa todavía, y le dijo que ya no tenía excusa para no hacerlo ahora que yo volvía a ser un agente libre. Cardo, Brezo y yo sentíamos gran curiosidad por saber cómo era la esposa del tito. Creíamos que tenía que haber algo que la hiciese horrible, considerando como el tito casi cayó en las redes de la Señorita Aislene. También temíamos que fuese antipática y malhumorada y que estuviese enfadada con el tito por haber desaparecido durante tanto tiempo, y pensábamos que probablemente le echaría de casa a patadas por eso y no nos lo queríamos perder, sobre todo para consolarle si hiciese falta. Nos moríamos por ver lo que iba a pasar, así que nos ofrecimos a acompañarle. A Mamá esto no le hizo ninguna gracia.

“¿Queréis ver a Mabel?” dijo Mamá de malos modos. Se dio media vuelta y dio un toquecito a un espejo que tenía justo detrás con su abanico. Creo que se me ha olvidado decir que el abanico de Mamá es realmente su varita mágica, que disimula disfrazándola de ese modo. “¡Ahí la tenéis!” exclamó.

Una habitación que parecía una biblioteca apareció en el espejo. Había una dama de azul sentada ante un escritorio.

“Escribe, escribe, escribe como el Sr. Gibbon,” dijo Mamá. “Eso es lo único que tiene de malo.”

La mujer que estaba escribiendo dejo de hacerlo y miró hacia arriba como si percibiese que la estaban mirando. Se quitó unas lentes y se frotó los lados superiores de la nariz con la mano libre. Tenía los ojos negros más bonitos que yo había visto en mi vida. También me fije en lo bonita que era su nariz, y lo sensualmente que tenía medio sujeto su abundante cabello, negro con reflejos azules. Debo añadir que su piel era blanca como la nieve y sus labios rojos como rubís.

“¡Es bella!” exclamaron mis hermanas a la vez. Pero en realidad, la palabra que describía a Mabel era impresionante.  

“Ni os molestéis en ir a conocerla,” dijo Mamá. “No tiene nada que decir a cualquiera que no sepa quién es el Asno Gallo.”

“¿El qué?” preguntamos los tres.

“Asinio Galo,” nos explicó el tito. “Un historiador romano.”

“Yo sé quién es ese,” dije yo. “Se casó con la mujer de Tiberio.”

“Mira por dónde. Ella puede hablar con tu hijo.”

 Así que yo acompañé al tito a ver a Mabel, aunque Mamá acusó a su hermano de esconderse detrás de un niño.

Para ver a Mabel fuimos a la casa ideal de Tito Gen, porque él dijo que no sería su casa ideal si Mabel no estuviese ahí. Me explicó que eran tan jóvenes cuando se casaron que nunca llegaron a tener cada uno una casa ideal, sino una sola casa, ideal para los dos. Fuimos hasta allí en barco, porque el palacete en cuestión estaba situado junto a uno de los cuatro puertos de Isla Manzana. Desde nuestro barquito de vela vi un edificio que parecía un templo griego, más que un hogar, situado en un promontorio. No tenía nada a cada lado salvo el mar, pero detrás había hermosos jardines que culminaban en un bosque de pinos.

“Tu madre le está muy agradecida a Mabel. Antes casi no  la podía ver, porque pensaba que ella y su madre habían maquinado para pescarme. Mi madre y la tuya creían que Cybela, la madre de Mabel, había colocado adrede a  las niñas que encontramos en el lugar en el que las encontramos para que las recogiésemos. Esta mujer estaba tan contenta con las niñas, que, aunque no creo que las puso ella ahí, si pienso que debió desear tanto que apareciese alguien que nos uniese  que su deseo sé cumplió. Bueno, pues la opinión que tenía tu madre de Mabel cambió en cuanto yo, a los veinte años, topé con la Novia Diabólica. Bueno, pues a partir de entonces Mabel no le pareció tan mala cuñada a tu madre.”

Cuando llegamos a la entrada del templo, es decir, del palacete, Tito Gen respiró hondo y dijo, “Vale, comprobemos de una vez si nos botan de aquí o no.”

Desfilamos por habitación tras habitación, todas con las paredes forradas de libros y con ventanales con forma de enormes veneras que daban a unas galerías que a su vez daban al mar. Y cuando llegamos a la habitación que había aparecido en el espejo, ahí estaba Mabel, escribiendo a la antigua con una gran pluma. Y yo me fije que tenía los dedos de la mano con la que escribía un poco manchados de tinta azul. Pero eso no disminuyó su encanto, porque era tan impresionante como me había parecido reflejada en el espejo.   

 ¡Ejem!” tosió Tito Gentillluvia. Mabel miró hacia arriba, se quitó las lentes y ahí estaban esos ojazos negros, que parecían deliciosa fruta madura.

“¿Ya es hora de almorzar?” preguntó, bostezando un poquito.

“No,” dijo Tito Gen. “Es la hora de tomar un té alto. ¿Desde cuándo no has comido, Mabel? ¡Qué desastre!”  El tito apuntó a un emparedado tieso y mohoso que había en un plato en el escritorio.

“No tengo ni idea,“ dijo ella. “A lo mejor desde anoche. Acércate, Gen, que hay algo curioso que he encontrado y te quiero enseñar. No. Esto puede esperar.  Veo que estás acompañado. ¿De quién se trata?”

 “De mi sobrino, que sabe quién es Asinio Galo,” contestó mi tío.

“Para alguien de su edad resulta más ameno Tito Livio, diría yo,” dijo Mabel. “¿Crees que habrá alguien que nos pueda preparar un té?”

“Aquí mismo. Yo. Yo mismo. Estoy aquí,” dijo Tito Gen.

“¿Pues a que esperas? Tu tío prepara un té protervo. Está que te mueres,” me sonrió Mabel. “Pero uno de vosotros debería pasar por la cocina para ver si la Abuelita Sopitas con leche o su nieta favorita andan por ahí y tienen disponible algo rico que nos pueda deleitar.”

Merendamos de maravilla esa tarde. Un intrigante té preparado por el Tito Gen y servido por la nieta predilecta de la Abuelita Sopitas con leche. Yo llegué a conocer a la famosa cocinera en persona, cuando se dejó caer para preguntar si estaban buenas sus tartaletas de ruibarbo y otras especialidades. Casi la vi morir de un infarto cuando vio quienes acompañaban a Mabel y se dio cuenta de que el tito había regresado. Menudo susto nos llevamos todos. Y yo no encontré a Mabel para nada aburrida. De hecho, prometí pasar todos los sábados trabajando con mi tío y mi tía en su palacete.

“¿Has vuelto, verdad, Tito Gen?” le susurré cuando me acompañó a casa de mis padres ya de noche. “No vas a irte por ahí ahora, ¿verdad? Vas a volver derechito a casa ahora que yo estoy en la mía. ¡Di que sí! Porque no creo que pudieses haber encontrado mejor esposa.”

“No sé cómo pude dudar que Mabel me esperaría,” dijo el tito. “¿Qué son trescientos años para unos historiadores?”

Y así es cómo ambos volvimos a ser quiénes habíamos sido.

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