188.
Las Casamenteras
El lunes siguiente al sábado de nuestra
visita a la casa redecorada de los tíos Mabel y Genillluvia, yo me levanté
temprano para ir a trabajar. Es decir, para visitar a Alpin.
Para llegar hasta su casa pasé por el Bosque Triturado
y saludé a los Hojitas y también a Artemio, rey del bosque, al que prometí que haría todo lo posible
para que Alpin no destrozase su reino.
Cuando llegué a casa de los Dulajan, la
Señorita Aislene me recibió con los brazos abiertos. Admito que me asusté un
poco cuando me abrazó con entusiasmo, después de haber visto lo que le había
pasado a mi tío con la ex Novia Diabólica. Pero tengo que admitir que fue
muy agradable saber que ella me
apreciaba.
Desafortunadamente, Alpin no sentía lo mismo
que su madre. Mientras que ella dijo que me quería más que nunca por haberme
ofrecido voluntariamente a ser amigo de Alpin, este era de otro parecer.
“¡Traidor!”
gritó, lanzándome a la cabeza el bol con
frutas de cera en el que había habitado estos últimos años. “¡Renegado!”
Afortunadamente, cacé el bol al vuelo antes
de que se estampase contra el suelo y se rompiese en mil pedazos. No pude
salvar todas las frutas, que al salir despedidas en mil direcciones cayeron por
todas partes y se abollaron.
“¿Dónde has estado todos estos años, falso
amigo? ¿Por qué no estabas sentado aquí junto a mí, en este comedor, atento y
vigilante por si yo necesitaba algo? Estabas hechizado. Tenías que servirme y
serme útil. Pero te largaste a rodar por el bosque con unos ositos trasnochados.
¿Qué clase de servicio me prestabas?”
“Yo…yo pensé que a tu familia le incomodaría
tenerme aquí permanentemente, en tu…no, en su
comedor.”
“¿Incómodos? Estarían encantados. Ellos saben
que eres importante para mí. ¡Que eras importante!
Porque ahora te odio,” escupió Alpin.
“¿Tú ya no quieres que yo sea tu amigo?
Porque yo me he comprometido a serlo durante un año entero. Pero si esto acaba
aquí, pues entonces yo-”
“¡Por supuesto que quiero que seas mi amigo!
No pienses que te vas a zafar fácilmente. Lo que estoy diciendo es que yo ya no
soy amigo tuyo. Pero si crees que eres libre de largarte a vagar por ahí otra
vez, estás muy equivocado. ¡Cumple con tu deber! Y hazlo bien esta vez. ¡No te
atrevas a abandonarme, vagabundo!”
“Si no lo hice nunca. Acudí en cuanto me
llamaste.”
“Cierto. Tuve que llamarte. Porque no estabas
aquí atendiéndome, como tenías que haber estado.”
“¿Sabes qué?” le dije a Alpin. No me pude
contener. “Eras mucho más agradable cuando eras una manzana, o un joven devora
basuras. No me necesitabas para casi
nada entonces, pero eras mucho más amable que ahora que eres tú mismo otra
vez.”
“¿Qué piensas hacer para compensarme por no
haber conseguido romper los hechizos que sobre mí pesaban? Ni siquiera lo
intentaste.”
“Nadie tenía la más remota idea de cómo se
podía hacer eso.”
“Tenías que haber salido a buscar la solución
a mi problema, como en una sagrada misión, ahijado de Don Quijote. Mira lo
fácil que le fue a tu tío transformarme. Tenías que haber ido a por él y habérmelo
traído de la oreja.”
“Pero si yo ni sabía que él existía. Mira,
Alpin, he venido para invitarte a almorzar con dos de mis hermanas y dos de mis
primas. Nos hemos preparado para recibirte. Tenemos comida suficiente. Y la
están preparando dos excelentes cocineras. Una viejecita genial y su nieta
favorita. Las dos se llaman Margalida, pero a la nieta la llamamos Perla.”
“Hmm,” dijo Alpin. “Esto me podría interesar.
¿Estás seguro de que son buenas cocineras?”
No le dije que lo podría comprobar él mismo
ya mismo. Había muchas razones para no decir eso. Por ejemplo, él podría
recordar que tenía un ojo que todo lo veía y podría visualizar la cocina de la
Abuelita Sopitas con leche y presentarse ahí y comérselo todo antes de que
estuviese preparado el almuerzo. Alpin parecía haber olvidado las habilidades
especiales que tenía bajo los dos hechizos. Esa de verlo todo no convenía que
la recuperase.
“¿A ti qué te importa que sean buenas
cocineras o no?” le pregunté. “Te vas a zampar todo igual.”
“Que yo coma rápido no quiere decir que no
saboreó mi comida. Sé distinguir entre lo sabroso y lo asqueroso.”
“Pues entonces creo que disfrutarás de este
almuerzo.”
Alpin se tomó un segundo desayuno gigantesco
antes de salir de su casa. Su madre no quería que él fuese por ahí dando la
impresión de que ella no le alimentaba. Pobrecita. Se había vuelto muy
consciente de esto cuando Alpin se comía la basura de los vecinos y estos se acercaban para felicitarla por tener
un hijo tan útil. Yo me tomé limonada y un par de galletas de azúcar porque la
Señorita Aislene insistió. Estaban buenas.
Después de eso, nos fuimos paseando por el
bosque hasta el palacio de mis padres, yo con los dedos siempre cruzados para
que no tuviésemos problemas con Artemio. No paramos en el palacio. Pasamos a
Isla Manzana por la puerta que hay en el jardín que te lleva a la zona de la
sidrería. Yo seguía con los dedos cruzados, esta vez para que Alpin no se diese
cuenta de dónde estábamos y pudiésemos llegar a casa de Cardo antes de que
acabase con las existencias de la sidrería.
Cardo había montado una mesa delante de su
tremendamente moderna casa ideal con su jardín oriental lleno de estatuas de
leones, tigres y perros y estanques con peces dorados. La mesa era para
dieciséis y estaba repleta de bandejas
con aperitivos. El asiento de Alpin era el de la cabecera, y en la otra punta
había cinco platos de tamaño normal con muestras de todos los aperitivos. Estos
platos eran para Cardo, Brezo, nuestras primas Bela (Arabela) y Beli (Belinda) y para mí. Por una
ventana podíamos ver a la Abuelita Sopitas con leche y a Perla faenando en la
cocina. Había otros seis espíritus colaborando allí también.
“Me alegro de que vuestra madre pudiese
prestarnos a la Abuelita Sopitas,” le dije a mis primas.
“Fue Papá. A Mamá le importa un bledo lo que
come,” dijo Beli. “Es fácil de envenenar.”
“No se entera. Como si padeciese de anosmia,”
dijo Bela. “Sólo que no.” Miró a su hermana y la preguntó, “¿No, verdad?”
“No, que va. Verás, Arley, Papi dijo que era lo menos que podía
hacer para ayudarte. Preparar la primera comida de Alpin fuera de casa, ya
sabes,” dijo Beli. “No le supone ningún sacrificio. Él cocina muy bien. Y no es
vago. No necesita que nadie lo haga por él. Puede prescindir de profesionales.
Aprendió de los mejores. Ya sabéis, en casa de nuestro común abuelo.”
Para evitar confusiones en el futuro, pues
los lazos entre las familias de hadas son muy estrechos y todo el mundo está en
alguna medida emparentado con todos los demás, lo sepa o no lo sepa, diré que Abuelo y Abuela
a secas son los abuelos que Brezo, Cardo y yo compartimos con Beli y Bela, o
sea, los padres de Titania y Gentilluvia,
mientras que Abuelukis, Abueluca, Abuelina, Abuelucha y otros términos cariñosos
empleados por las gemelas designan a Cybela, la madre de Mabel, que es quién
crío a las gemelas y a la que estas adoran. En cuanto al padre de Mabel, abuelo
materno de las gemelas, sólo sé de él que echa granos de pimienta a los libros
para que no se los coman los bichos. Algún día preguntaré de quién se trata.
“Y de Finisterre Fishfín, él de las algas y
el marisco vegetariano. Y de… ¿Cómo se llama ese otro cocinero? ¿El del bigote
tieso?” preguntó Bela a su hermana.
“Arnaud es el de la cocina francesa y está Luigi, también con bigote, para la pasta y
otros platos italianos. Esos son algunos de los que trabajan para nuestro común
abuelo.”
Tuve que interrumpir.
“Sugiero que empecéis a comeros los
aperitivos. Alpin ya está comiendo los suyos.”
“¿Es realmente tan hambrón como dicen?” preguntaron
las gemelas al unísono.
“Peor,” se quejó Brezo.
“No ha dicho ni hola,” dijo Cardo con asco. “¡Cuánto tiempo sin verte, Alpin!” le
gritó a mi amigo. Él alzo la mano con la que empuñaba el tenedor a modo de
saludo y siguió comiendo.
Nos sentamos en nuestro lado de la mesa y las
gemelas siguieron informándonos sobre quienes había en la cocina.
“Abueluchi Cy, esa es la mami de nuestra
mami,” nos explicó Beli, “nos mandó aquí con tres de sus profesionales
para que ayudasen también. De esos de las bodas. Van a servir la comida. Harán de camareros.”
“Y ahora, hablemos de negocios,” dijo Bela.
Y ella y Beli intercambiaron sonrisas. Estaba
claro que iban a hacer lo que más disfrutaban haciendo.
“¿Por qué ninguno de vosotros está casado?
“¿Y quién iba a querernos?” contestó Cardo
sin pensárselo.
“Ha dicho las palabras mágicas,” sonrieron
Beli y Bela a la vez.
Yo le di con el codo en las costillas a
Cardo. Estaba claro que no tenía ni idea de cómo eran las gemelas.
“Acabas de contratarlas,” murmuré muy bajito
y algo maleducadamente, pero había que advertir a Cardo de lo que se le venía
encima.
“¿Qué?” dijo Cardo.
“Niña de miel, vamos a encontrar enjambres
enteros de abejas para tu polen, dulce Cardito. Tú no tienes ni idea lo que hay ahí
fuera, pero nosotras sí.”
“Casamenteras,” volví a murmurar.
“¡Uy, no!” exclamó Cardo dándose cuenta de lo
que estaba pasando. “No, todavía no. ¡Ni
modo! NO!”
“Aprendieron de su abuela. Es la mejor
casamentera de todas,” aclaré yo.
“¿Dónde está el primer plato?” preguntó
Alpin.
“¡Ahhhhhhhhhhh!”
exclamaron las gemelas a la vez. “Lo ha
hecho. Se ha zampado toda esa comida que le habían puesto en la mesa. ¿Cómo es
posible?”
Lorenzo, el de la verdura asada, Dili, la
maestra coctelera, y Clodoveo, el del famoso falso jamón al horno, salieron de
la cocina con doble ración de aperitivos para Alpin para que nosotros
pudiésemos tener la oportunidad de tomar los nuestros. Tenían los ojos como
platos. No se podían creer lo que estaban viendo. En el mundo de las hadas, el
que trabaja lo hace por compulsión, nadie tiene necesidad de hacerlo. Esta
gente, amante de las artes culinarias, había acudido para comprobar si era verdad la leyenda
del crío que se había cargado La
Cataplasma. Ver como se miraban entre ellos era en sí todo un espectáculo
también.
Durante un rato, mis primas, mis hermanas y
yo estuvimos callados, comiendo. Y cuando terminamos, mis hermanas rápidamente
explicaron a las gemelas que preferían esperar a que surgiese algo espontaneo.
“Como gustéis,” dijeron las gemelas. “Pero
nada bueno surge espontáneamente en realidad. Y es una imprudencia casarse con
alguien que ha aparecido como una seta cuando llueve. Las bodas hay que
estudiarlas y requetepensárselas. Dentro de unos años estaréis llamando a
nuestra puerta pidiéndonos que busquemos sustitutos para Messieurs Spontanés, de los que estaréis hasta el moño. Y no es
fácil deshacerse aquí en el país de las hadas de los primeros cónyuges sin
recurrir al asesinato.”
Eso era cierto. Bueno, salvo que nunca se
llega al asesinato. Eso no se hace. Una vez que la gente se casa, el vínculo
perdura, al menos en la mente de los demás. La única boda que realmente se
celebra es la primera. Esto es así porque se trata de la boda de comer
perdices, la de ser felices por siempre jamás, la que todo el mundo espera que
te salga perfecta. Esto no quiere decir que vaya a salir bien realmente. Si no
es así, uno puede largarse e irse a vivir con otra persona, o disfrutar ocasionalmente
con quién le plazca cuando le plazca. Esto no es el mundo mortal y funcionamos
de otra manera. Aquí los celos están peor vistos que la infidelidad. Pero para
bien o para mal, el vínculo con un
primer cónyuge es como eterno, y es el que perdura en la memoria de los demás. Así,
aunque lleves un milenio conviviendo con otra persona, siempre que te preguntan
por tu marido o tu mujer, se refieren a la primera persona con la que te
casaste. Esto incluso en la presencia de tu actual pareja milenaria. La gente no
se molesta en enterarse ni en recordar a tus siguientes parejas salvo que se
trate de un escándalo de magnitud, como los de la madre de Alpin, que fundía
parejas y era un peligro. Y nadie se molesta en divorciarse. Casi todos
prefieren seguir guerreando de lejos con la primera pareja.
“Arley dice que está tonteando con una chica,
pero no le vemos futuro a esa relación.
No, no, no. ¿Sigues encaprichado con la científica loca, Arley?”
“Sí,” mentí descaradamente. Tenía demasiado
entre manos. No era el momento de buscar esposa. No me podría concentrar en
ello.
“Vaya,” dijeron las gemelas mirándose la una a
la otra y encogiéndose de hombros. Entonces sus ojos cayeron sobre Alpin. “¿Y
este qué? ¿Tiene más de siete años?”
“Supongo que se podría decir que sí. Técnicamente,
por lo menos,” solté yo, antes de darme cuenta de lo que se me venía encima.
Hablar de Rosina me había despistado.
“¡Por supuesto que tengo más de siete años!” gritó
Alpin, dejando de comer para recriminarme.
“Hasta he tenido como treinta años durante un tiempo. ¿O no? Eso es más
de lo que puede decir Arley. ¿A qué sí? Y sí que quiero tener una esposa. Es
mejor que un amigo traicionero.”
“No, tú no quieres nada semejante,” dije yo,
firmemente. “No tienes ni idea de lo que es eso. No le hagáis ni caso, chicas.
Ya tenemos bastantes problemas. Y su madre me mataría si le dejase casarse.”
“Su madre,” las chicas volvieron a
sonreír entre ellas. Entonces me miraron
a mí y dijeron, “Tú sabes, primo, hay una historia que circula por ahí…una
leyenda ya, de lo mucho que se ha repetido, sobre como los cuatro pilares de la
viejísima sociedad liberaron a nuestro papi de los encantos de la mamá de
Alpin. Pues es una papaverada.”
Comenzaron a reírse entre ellas.
“¿Por qué os reís?” preguntó Alpin.
“Porque hemos mencionado a las amapolas. Las
hadas de las campanillas azules siempre nos reímos cuando alguien menciona a
las amapolas. Es algo entre nosotras y las hadas de las amapolas. No hagáis
caso, no es cosa vuestra. No nos estábamos riendo de tu madre, Alpin. La pobre
sólo intentaba encontrar una pareja estable. Si hubiese acudido a nosotras, sí, a nosotras, que aunque no lo parezca
tenemos más de trescientos años y estábamos aprendiendo el oficio por aquel
entonces, la pobre se hubiese ahorrado un montón de sufrimiento. No fueron las ancianitas
de Hadalandia las que consiguieron que Aislene soltase a nuestro padre antes de
que se quedase irremediablemente tonto. Fue nuestra Abuelukis. Cybela. Tú
pregunta a tu madre por Cybela, Alpin.
Te dirá que nuestra Abuelilla encontró para
ella el mejor marido del mundo. Sin
resentimiento alguno porque tu mami había intentado desgastar a su yerno, se
puso a buscar y encontró a Ernesto. Sí, a tu papi, Alpin. Abuelina es tan
comprensiva. Se acercó a Aislene y la presentó
al Señor Adecuado. Él era el hombre. Ninguno de ellos ha vuelto a ir por ahí
causando estragos amorosos. Caminan por el claro, recto y estrecho sendero, sin
salirse de él ya más. Nunca.”
Yo podía haber dicho que hubo el incidente
ese con mi tío Gen la víspera de mayo, pero supongo que eso era sólo un
incidente desafortunado y no una aventura galante.
Las gemelas comenzaron a asentir con la
cabeza y a reírse y a cantar a la vez, tintineando como campanitas, “¡Una pareja perfecta, si es que alguna
vez hubo una! ¡Ahí estaba la solución, a
la vista de todos, pero sólo nuestra Abueluchita la detectó!”
Pero cuando las chicas y yo llegamos a los postres...
“Este muchacho,” murmuró Dili, la reina de
los cócteles, “trata a la comida como si fuese un coco a batir.”
“Es su enemiga y la tiene que aniquilar. No
sabe amarla y disfrutarla,” añadió Clodoveo.
“No la valora y mima primero y luego la hace
el honor de convertirla delicadamente en parte de sí mismo," suspiró Lorenzo.
“¡É
un bárbaro!” gritó de pronto Finisterre, blandiendo
una plancha de cocina, y los otros tres
restauradores se lo llevaron en
volandas a la cocina antes de que
pudiese aplastarle los sesos a Alpin con ella.
He de decir unas palabras sobre Finisterre
Finfísh. Hace siglos este hombre era una de esas parahadas con cierta
inestabilidad mental pero dotadas de habilidades especiales. En el mundo mortal
vivió primero, que se sepa, en una cueva junto al mar en Irlanda. Fue amigo de los piratas
locales y enemigo acérrimo de los invasores extranjeros, sobre todo de los
ingleses y los turcos. Debido a problemas con esas gentes, se mudó a la costa
de Galicia, donde perfeccionó el arte de convertir algas en falsas langostas,
ostras y almejas que sabían mucho mejor que el auténtico artículo. Por esto
atrajo la atención de nuestro abuelo, que le permitió entrar en el mundo de las
hadas, donde encontró un paraíso en la cocina del viejo.
“¡Bárbaro!”
escuchábamos gritar a Finfísh desde la despensa en la que le habían encerrado
sus colegas. “¡Endemoniado y sangriento pirata de Barbaria! ¡Si te pillo te frío, pasto de tiburones!” Esa fue la banda
sonora que aguantamos durante el resto de la comida.
“Cardo,” preguntó Brezo, “¿no tendrás algo
que le podamos dar a este pobre hombre?”
“No,” dijo Cardo. “Tú eres la única que
almacena tranquilizantes. Estos problemas yo los arreglo con una bofetada.”
Pero era a Alpin al que miraba cuando dijo
eso.
En cuanto a Alpin, él parecía no estar
enterado de lo que estaba sucediendo. Pero cuando llegó a casa le contó a su
madre que había tomado un almuerzo pasable, algo estropeado por un cocinero que
se había emborrachado.
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