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martes, 14 de junio de 2022

188. Las Casamenteras

 

188.  Las Casamenteras

El lunes siguiente al sábado de nuestra visita a la casa redecorada de los tíos Mabel y Genillluvia, yo me levanté temprano para ir a trabajar. Es decir, para visitar a Alpin.

Para llegar hasta su casa pasé por el Bosque Triturado y saludé a los Hojitas y también a Artemio, rey del bosque, al que prometí que haría todo lo posible para que Alpin no destrozase su reino.

Cuando llegué a casa de los Dulajan, la Señorita Aislene me recibió con los brazos abiertos. Admito que me asusté un poco cuando me abrazó con entusiasmo, después de haber visto lo que le había pasado a mi tío con la ex Novia Diabólica. Pero tengo que admitir que fue muy  agradable saber que ella me apreciaba.

Desafortunadamente, Alpin no sentía lo mismo que su madre. Mientras que ella dijo que me quería más que nunca por haberme ofrecido voluntariamente a ser amigo de Alpin, este era de otro parecer. 

“¡Traidor!” gritó, lanzándome a la cabeza el bol con frutas de cera en el que había habitado estos últimos años. “¡Renegado!”

Afortunadamente, cacé el bol al vuelo antes de que se estampase contra el suelo y se rompiese en mil pedazos. No pude salvar todas las frutas, que al salir despedidas en mil direcciones cayeron por todas partes y se abollaron.

“¿Dónde has estado todos estos años, falso amigo? ¿Por qué no estabas sentado aquí junto a mí, en este comedor, atento y vigilante por si yo necesitaba algo? Estabas hechizado. Tenías que servirme y serme útil. Pero te largaste a rodar por el bosque con unos ositos trasnochados. ¿Qué clase de servicio me prestabas?”

“Yo…yo pensé que a tu familia le incomodaría tenerme aquí permanentemente, en tu…no, en su comedor.”

“¿Incómodos? Estarían encantados. Ellos saben que eres importante para mí. ¡Que eras importante! Porque ahora te odio,” escupió Alpin.

“¿Tú ya no quieres que yo sea tu amigo? Porque yo me he comprometido a serlo durante un año entero. Pero si esto acaba aquí, pues entonces yo-”

“¡Por supuesto que quiero que seas mi amigo! No pienses que te vas a zafar fácilmente. Lo que estoy diciendo es que yo ya no soy amigo tuyo. Pero si crees que eres libre de largarte a vagar por ahí otra vez, estás muy equivocado. ¡Cumple con tu deber! Y hazlo bien esta vez. ¡No te atrevas a abandonarme, vagabundo!”

“Si no lo hice nunca. Acudí en cuanto me llamaste.”

“Cierto. Tuve que llamarte. Porque no estabas aquí atendiéndome, como tenías que haber estado.”

“¿Sabes qué?” le dije a Alpin. No me pude contener. “Eras mucho más agradable cuando eras una manzana, o un joven devora basuras. No me necesitabas  para casi nada entonces, pero eras mucho más amable que ahora que eres tú mismo otra vez.”

“¿Qué piensas hacer para compensarme por no haber conseguido romper los hechizos que sobre mí pesaban? Ni siquiera lo intentaste.”

“Nadie tenía la más remota idea de cómo se podía hacer eso.”

“Tenías que haber salido a buscar la solución a mi problema, como en una sagrada misión, ahijado de Don Quijote. Mira lo fácil que le fue a tu tío transformarme. Tenías que haber ido a por él y habérmelo traído de la oreja.”

“Pero si yo ni sabía que él existía. Mira, Alpin, he venido para invitarte a almorzar con dos de mis hermanas y dos de mis primas. Nos hemos preparado para recibirte. Tenemos comida suficiente. Y la están preparando dos excelentes cocineras. Una viejecita genial y su nieta favorita. Las dos se llaman Margalida, pero a la nieta la llamamos Perla.”

“Hmm,” dijo Alpin. “Esto me podría interesar. ¿Estás seguro de que son buenas cocineras?”

No le dije que lo podría comprobar él mismo ya mismo. Había muchas razones para no decir eso. Por ejemplo, él podría recordar que tenía un ojo que todo lo veía y podría visualizar la cocina de la Abuelita Sopitas con leche y presentarse ahí y comérselo todo antes de que estuviese preparado el almuerzo. Alpin parecía haber olvidado las habilidades especiales que tenía bajo los dos hechizos. Esa de verlo todo no convenía que la recuperase.

“¿A ti qué te importa que sean buenas cocineras o no?” le pregunté. “Te vas a zampar todo igual.”

“Que yo coma rápido no quiere decir que no saboreó mi comida. Sé distinguir entre lo sabroso y lo asqueroso.”

“Pues entonces creo que disfrutarás de este almuerzo.”

Alpin se tomó un segundo desayuno gigantesco antes de salir de su casa. Su madre no quería que él fuese por ahí dando la impresión de que ella no le alimentaba. Pobrecita. Se había vuelto muy consciente de esto cuando Alpin se comía la basura de los vecinos y  estos se acercaban para felicitarla por tener un hijo tan útil. Yo me tomé limonada y un par de galletas de azúcar porque la Señorita Aislene insistió. Estaban buenas.

Después de eso, nos fuimos paseando por el bosque hasta el palacio de mis padres, yo con los dedos siempre cruzados para que no tuviésemos problemas con Artemio. No paramos en el palacio. Pasamos a Isla Manzana por la puerta que hay en el jardín que te lleva a la zona de la sidrería. Yo seguía con los dedos cruzados, esta vez para que Alpin no se diese cuenta de dónde estábamos y pudiésemos llegar a casa de Cardo antes de que acabase con las existencias de la sidrería.

Cardo había montado una mesa delante de su tremendamente moderna casa ideal con su jardín oriental lleno de estatuas de leones, tigres y perros y estanques con peces dorados. La mesa era para dieciséis  y estaba repleta de bandejas con aperitivos. El asiento de Alpin era el de la cabecera, y en la otra punta había cinco platos de tamaño normal con muestras de todos los aperitivos. Estos platos eran para Cardo, Brezo, nuestras primas Bela (Arabela) y Beli (Belinda) y para mí. Por una ventana podíamos ver a la Abuelita Sopitas con leche y a Perla faenando en la cocina. Había otros seis espíritus colaborando allí también.

“Me alegro de que vuestra madre pudiese prestarnos a la Abuelita Sopitas,” le dije a mis primas.

“Fue Papá. A Mamá le importa un bledo lo que come,” dijo Beli. “Es fácil de envenenar.”

“No se entera. Como si padeciese de anosmia,” dijo Bela. “Sólo que no.” Miró a su hermana y la preguntó, “¿No, verdad?”

“No, que va. Verás,  Arley, Papi dijo que era lo menos que podía hacer para ayudarte. Preparar la primera comida de Alpin fuera de casa, ya sabes,” dijo Beli. “No le supone ningún sacrificio. Él cocina muy bien. Y no es vago. No necesita que nadie lo haga por él. Puede prescindir de profesionales. Aprendió de los mejores. Ya sabéis, en casa de nuestro común abuelo.”

Para evitar confusiones en el futuro, pues los lazos entre las familias de hadas son muy estrechos y todo el mundo está en alguna medida emparentado con todos los demás,  lo sepa o no lo sepa, diré que Abuelo y Abuela a secas son los abuelos que Brezo, Cardo y yo compartimos con Beli y Bela, o sea, los padres de Titania y Gentilluvia,  mientras que Abuelukis, Abueluca, Abuelina, Abuelucha y otros términos cariñosos empleados por las gemelas designan a Cybela, la madre de Mabel, que es quién crío a las gemelas y a la que estas adoran. En cuanto al padre de Mabel, abuelo materno de las gemelas, sólo sé de él que echa granos de pimienta a los libros para que no se los coman los bichos. Algún día preguntaré de quién se trata.

“Y de Finisterre Fishfín, él de las algas y el marisco vegetariano. Y de… ¿Cómo se llama ese otro cocinero? ¿El del bigote tieso?” preguntó Bela a su hermana.

“Arnaud es el de la cocina francesa y está Luigi, también con bigote, para la pasta y otros platos italianos. Esos son algunos de los que trabajan para nuestro común abuelo.”

Tuve que interrumpir.

“Sugiero que empecéis a comeros los aperitivos. Alpin ya está comiendo los suyos.”

“¿Es realmente tan hambrón como dicen?” preguntaron las gemelas al unísono.

“Peor,” se quejó Brezo.

“No ha dicho ni hola,” dijo Cardo con asco. “¡Cuánto tiempo sin verte, Alpin!” le gritó a mi amigo. Él alzo la mano con la que empuñaba el tenedor a modo de saludo y siguió comiendo.

Nos sentamos en nuestro lado de la mesa y las gemelas siguieron informándonos sobre quienes había en la cocina.

“Abueluchi Cy, esa es la mami de nuestra mami,” nos explicó  Beli,  “nos mandó aquí con tres de sus profesionales para que ayudasen también. De esos de las bodas. Van a servir la comida. Harán de camareros.”

“Y ahora, hablemos de negocios,” dijo Bela.

Y ella y Beli intercambiaron sonrisas. Estaba claro que iban a hacer lo que más disfrutaban haciendo.

“¿Por qué ninguno de vosotros está casado?

“¿Y quién iba a querernos?” contestó Cardo sin pensárselo.

“Ha dicho las palabras mágicas,” sonrieron Beli y Bela a la vez.

Yo le di con el codo en las costillas a Cardo. Estaba claro que no tenía ni idea de cómo eran las gemelas.

“Acabas de contratarlas,” murmuré muy bajito y algo maleducadamente, pero había que advertir a Cardo de lo que se le venía encima.

“¿Qué?” dijo Cardo.

“Niña de miel, vamos a encontrar enjambres enteros de abejas para tu polen, dulce Cardito. Tú no tienes ni idea lo que hay ahí fuera, pero nosotras sí.”

“Casamenteras,” volví a murmurar.

“¡Uy, no!” exclamó Cardo dándose cuenta de lo que estaba pasando. “No, todavía no. ¡Ni modo! NO!”

“Aprendieron de su abuela. Es la mejor casamentera de todas,” aclaré yo.

“¿Dónde está el primer plato?” preguntó Alpin.

“¡Ahhhhhhhhhhh!” exclamaron las  gemelas a la vez. “Lo ha hecho. Se ha zampado toda esa comida que le habían puesto en la mesa. ¿Cómo es posible?”

Lorenzo, el de la verdura asada, Dili, la maestra coctelera, y Clodoveo, el del famoso falso jamón al horno, salieron de la cocina con doble ración de aperitivos para Alpin para que nosotros pudiésemos tener la oportunidad de tomar los nuestros. Tenían los ojos como platos. No se podían creer lo que estaban viendo. En el mundo de las hadas, el que trabaja lo hace por compulsión, nadie tiene necesidad de hacerlo. Esta gente, amante de las artes culinarias, había acudido para comprobar si era verdad la leyenda del crío que se había cargado La Cataplasma. Ver como se miraban entre ellos era en sí todo un espectáculo también. 

Durante un rato, mis primas, mis hermanas y yo estuvimos callados, comiendo. Y cuando terminamos, mis hermanas rápidamente explicaron a las gemelas que preferían esperar a que surgiese algo espontaneo.

“Como gustéis,” dijeron las gemelas. “Pero nada bueno surge espontáneamente en realidad. Y es una imprudencia casarse con alguien que ha aparecido como una seta cuando llueve. Las bodas hay que estudiarlas y requetepensárselas. Dentro de unos años estaréis llamando a nuestra puerta pidiéndonos que busquemos sustitutos para Messieurs Spontanés, de los que estaréis hasta el moño. Y no es fácil deshacerse aquí en el país de las hadas de los primeros cónyuges sin recurrir al asesinato.”

Eso era cierto. Bueno, salvo que nunca se llega al asesinato. Eso no se hace. Una vez que la gente se casa, el vínculo perdura, al menos en la mente de los demás. La única boda que realmente se celebra es la primera. Esto es así porque se trata de la boda de comer perdices, la de ser felices por siempre jamás, la que todo el mundo espera que te salga perfecta. Esto no quiere decir que vaya a salir bien realmente. Si no es así, uno puede largarse e irse a vivir con otra persona, o disfrutar ocasionalmente con quién le plazca cuando le plazca. Esto no es el mundo mortal y funcionamos de otra manera. Aquí los celos están peor vistos que la infidelidad. Pero para bien o para mal,  el vínculo con un primer cónyuge es como eterno, y es el que perdura en la memoria de los demás. Así, aunque lleves un milenio conviviendo con otra persona, siempre que te preguntan por tu marido o tu mujer, se refieren a la primera persona con la que te casaste. Esto incluso en la presencia de tu actual pareja milenaria. La gente no se molesta en enterarse ni en recordar a tus siguientes parejas salvo que se trate de un escándalo de magnitud, como los de la madre de Alpin, que fundía parejas y era un peligro. Y nadie se molesta en divorciarse. Casi todos prefieren seguir guerreando de lejos con la primera pareja.

“Arley dice que está tonteando con una chica,  pero no le vemos futuro a esa relación. No, no, no. ¿Sigues encaprichado con la científica loca, Arley?”

“Sí,” mentí descaradamente. Tenía demasiado entre manos. No era el momento de buscar esposa. No me podría concentrar en ello.

“Vaya,” dijeron las gemelas mirándose la una a la otra y encogiéndose de hombros. Entonces sus ojos cayeron sobre Alpin. “¿Y este qué? ¿Tiene más de siete años?”

“Supongo que se podría decir que sí. Técnicamente, por lo menos,” solté yo, antes de darme cuenta de lo que se me venía encima. Hablar de Rosina me había despistado.

“¡Por supuesto que tengo más de siete años!” gritó Alpin, dejando de comer para recriminarme.  “Hasta he tenido como treinta años durante un tiempo. ¿O no? Eso es más de lo que puede decir Arley. ¿A qué sí? Y sí que quiero tener una esposa. Es mejor que un amigo traicionero.”

“No, tú no quieres nada semejante,” dije yo, firmemente. “No tienes ni idea de lo que es eso. No le hagáis ni caso, chicas. Ya tenemos bastantes problemas. Y su madre me mataría si le dejase casarse.”

“Su madre,” las chicas volvieron a sonreír  entre ellas. Entonces me miraron a mí y dijeron, “Tú sabes, primo, hay una historia que circula por ahí…una leyenda ya, de lo mucho que se ha repetido, sobre como los cuatro pilares de la viejísima sociedad liberaron a nuestro papi de los encantos de la mamá de Alpin. Pues es una papaverada.”

Comenzaron a reírse entre ellas.

“¿Por qué os reís?” preguntó Alpin.

“Porque hemos mencionado a las amapolas. Las hadas de las campanillas azules siempre nos reímos cuando alguien menciona a las amapolas. Es algo entre nosotras y las hadas de las amapolas. No hagáis caso, no es cosa vuestra. No nos estábamos riendo de tu madre, Alpin. La pobre sólo intentaba encontrar una pareja estable. Si hubiese acudido a nosotras,  sí, a nosotras, que aunque no lo parezca tenemos más de trescientos años y estábamos aprendiendo el oficio por aquel entonces, la pobre se hubiese ahorrado un montón de sufrimiento. No fueron las ancianitas de Hadalandia las que consiguieron que Aislene soltase a nuestro padre antes de que se quedase irremediablemente tonto. Fue nuestra Abuelukis. Cybela. Tú pregunta a tu madre por Cybela,  Alpin. Te dirá que nuestra  Abuelilla encontró para ella el mejor marido del mundo.  Sin resentimiento alguno porque tu mami había intentado desgastar a su yerno, se puso a buscar y encontró a Ernesto. Sí, a tu papi, Alpin. Abuelina es tan comprensiva. Se acercó a  Aislene y la presentó al Señor Adecuado. Él era el hombre. Ninguno de ellos ha vuelto a ir por ahí causando estragos amorosos. Caminan por el claro, recto y estrecho sendero, sin salirse de él ya más. Nunca.”

Yo podía haber dicho que hubo el incidente ese con mi tío Gen la víspera de mayo, pero supongo que eso era sólo un incidente desafortunado y no una aventura galante.

Las gemelas comenzaron a asentir con la cabeza y a reírse y a cantar a la vez, tintineando como campanitas, “¡Una pareja perfecta, si es que alguna vez hubo una! ¡Ahí estaba la solución,  a la vista de todos, pero sólo nuestra Abueluchita la detectó!”

Pero cuando las chicas y yo llegamos a los postres...


“Este muchacho,” murmuró Dili, la reina de los cócteles, “trata a la comida como si fuese un coco a batir.”

“Es su enemiga y la tiene que aniquilar. No sabe amarla y disfrutarla,” añadió Clodoveo.

“No la valora y mima primero y luego la hace el honor de convertirla delicadamente en parte de sí mismo," suspiró Lorenzo.

“¡É un bárbaro!” gritó de pronto Finisterre, blandiendo una plancha de cocina,  y los otros tres restauradores  se lo llevaron en volandas  a la cocina antes de que pudiese aplastarle los sesos a Alpin con ella.

He de decir unas palabras sobre Finisterre Finfísh. Hace siglos este hombre era una de esas parahadas con cierta inestabilidad mental pero dotadas de habilidades especiales. En el mundo mortal vivió primero, que se sepa, en una cueva junto al mar en Irlanda. Fue amigo de los piratas locales y enemigo acérrimo de los invasores extranjeros, sobre todo de los ingleses y los turcos. Debido a problemas con esas gentes, se mudó a la costa de Galicia, donde perfeccionó el arte de convertir algas en falsas langostas, ostras y almejas que sabían mucho mejor que el auténtico artículo. Por esto atrajo la atención de nuestro abuelo, que le permitió entrar en el mundo de las hadas, donde encontró un paraíso en la cocina del viejo.       

 “¡Bárbaro!” escuchábamos gritar a Finfísh desde la despensa en la que le habían encerrado sus colegas. “¡Endemoniado y sangriento pirata de Barbaria! ¡Si te pillo te frío, pasto de tiburones!” Esa fue la banda sonora que aguantamos durante el resto de la comida.

“Cardo,” preguntó Brezo, “¿no tendrás algo que le podamos dar a este pobre hombre?”

“No,” dijo Cardo. “Tú eres la única que almacena tranquilizantes. Estos problemas yo los arreglo con una bofetada.”

Pero era a Alpin al que miraba cuando dijo eso.

En cuanto a Alpin, él parecía no estar enterado de lo que estaba sucediendo. Pero cuando llegó a casa le contó a su madre que había tomado un almuerzo pasable, algo estropeado por un cocinero que se había emborrachado.    

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