190. Un desaparecido y un buen partido
Cada noche de San Juan, mis padres dan una
fiesta para celebrar el comienzo del verano. Primero, nada más caer el sol, Los Alegres Cómicos de Atenas y sus
Delicadas Damas interpretan una fabulosa obra en los jardines de palacio
para deleite de mis padres y sus invitados. Sorprende ver como estos actores,
una vez tan ridículamente graciosos, han mejorado con los siglos. Demuestran
que hacemos bien al animar a los artistas a persistir en su arte. Nicolás
Fondón es hoy el mejor actor del mundo de las hadas. Su compañía se supera año
tras año y el público les adora.
Después, el fantasma del Maestro Mendelssohn
alza su batón y comienza la fiesta cuando su orquesta estalla en música que no
muere hasta el amanecer. Los invitados comienzan a dispersarse por los jardines
principales. Quienes prefieren bailar lo hacen en una gran pista de baile
redonda y de plata pulida y presidida por nada menos que la gran Terpsícore y
sus geniales hermanas. Se sirven refrescos en las mesas que salpican el césped
y… Alpin intenta devorar toda la cena. Esto último ha sucedido este año por
primera vez, ya que mi amigo hambrón nunca había sido invitado antes a esta
fiesta. Me pregunto si volverá a serlo.
Nada más llegar, mis hermanas Brezo y Cardo y
yo nos pusimos a buscar a Finisterre Fishfín por todo el lugar para darle la
pebelbraitita con la que queríamos agradecerle el haber participado en la
elaboración del primer almuerzo de Alpin fuera de casa después de sus años como
manzana. Pero no hubo manera de dar con Finisterre. Nadie nos podía decir por
qué estaba ausente ni dónde podríamos hallarle.
“¿Por qué os obstináis en localizar a uno de
los cocineros?” nos preguntó nuestro Tío Ricatierra algo irritado. “Dejad que
hagan su trabajo tranquilos. Tomad asiento aquí en esta mesa y disfrutad de los
aperitivos con nosotros antes de que el monstruo los devore.”
“¿Qué monstruo?” preguntó Alpin, apareciendo
detrás de mí con un brinco.
Tío Ricatierra cerró sus ojos verdes como la
hierba verde prietamente. Sacudió su magnífica cabellera de león y apretó los
puños. Despacito, contó hasta diez, algo que siempre hace cuando se enfurece y
entonces volvió a abrir los ojos sonriendo.
Pero ahora era Tío Vendaval el que estaba
airado. Nuestro tío, cuando respira, puede cambiar de color, y cuanto más
profundamente lo hace, más intensos los colores se vuelven. Aunque le quedaba algo para ponerse morado,
ya estaba tiñéndose de un frío azul y un rojo caliente.
“¿Qué estás haciendo tú aquí?” le preguntó a
Alpin, soplándole en la cara de forma que todo el pelo se le retiró de la
frente y casi hasta de la cabeza. “¿Quién ha sido el cretino que te ha
invitado? Apuesto a que ha sido Gen. ¿Quién más osaría imponernos tu presencia?”
Brezo pensó que era el momento de responder a
la primera de las preguntas que se habían hecho, es decir, la que había
formulado Tío Ricatierra.
“Estamos intentando encontrar a Finisterre
porque queremos darle algo,” dijo mi hermana.
“¿Es algo valioso?” preguntó Alpin.
“Mira, Alpin, te están preparando una fondue
de queso,” dijo Cardo.
“No intentes distraerme. Me estoy enfrentando
al soplado de tu tío.”
“Sólo es una piedrecilla que encontramos,”
dijo Brezo, muy bajito.
“¿Ese beodo pierde una chinita y vosotros le
buscáis hasta debajo de las piedras para poder devolvérsela? Siempre os he
tenido a vosotros y a vuestra familia por unos chalados,” sentenció Alpin.
“¿Y si le expulso de un soplido?” preguntó el
Tío Vendaval a su hermano, ofendido por el comentario de Alpin sobre nuestra
familia. Tío Ricatierra agarró a Tío Vendaval del brazo y le obligó a sentarse
y mis hermanas lograron llevarse a Alpin a una mesa en la que una fondue
gigantesca estaba siendo preparada solo para él.
“Venga, Arley. Explícanos eso de la
piedrecita,” dijo el Tío Ricatierra. De todos nuestros tíos, el más curioso es
Ricatierra. Lo pregunta todo. No hay nada que no quiera saber. Ni nada a lo que
no saque partido.
“¿Qué piedrecita?” resopló Tío Vendaval.
“¡Contra la roca de Gibraltar le voy a estampar yo a ese! Cuando se quede
plano, puede que termine esta pesadilla.”
“¿Te quieres calmar, Val?” gruñó Tío
Ricatierra. “Quiero enterarme de lo de la china. Algún interés debe tener.”
Yo les expliqué a mis tíos para que servían
las pebelbraititas y dónde y cuándo las habíamos encontrado.
“No tenía ni idea de que existiese semejante
piedra,” dijo Tío Ricatierra. “A la cama no te irás sin saber una cosa más,
supongo. Bueno, yo por lo menos. ¿Cómo te has enterado de que existen estas
piedras, Arley?”
“Tío Caelanoche nos lo ha contado.”
“¡Ah, Caelanoche!”
Nuestros tíos se miraron como si eso lo
explicase todo y se pusieron a reír, sacudiendo la cabeza y burlándose de su
hermano.
“¡Cherchez
le fou!”
“Apuesto a que las puso él mismo ahí,” dijo
Vendaval. “Sí, para que las encontrasen los críos y maravillados pensasen lo
guay que es su tito.”
Tío Ricatierra asintió con la cabeza.
“Cae resultaba muy divertido cuando éramos
niños, hay que reconocerlo. Sabes, nuestro hermano podría ser útil si quisiese.
Es muy ingenioso. No me sorprendería que él mismo haya fabricado estas
piedras.”
“¡Hábil, muy hábil!” suspiró Tío Vendaval.
“¿Cómo has dicho que se llaman estas piedras,
Arley?” preguntó Tío Ricatierra. “Voy a pedirle alguna a tu tío. Podrían ser
útiles para conservar las cosechas y eso.”
El Tío Vendaval lo tenía claro.
“¡Ja!” espetó. “No tienes
la menor posibilidad de conseguir algo de ese amargado, rico. No te las va a
dar. Yo ni me molestaría en pedírselas. Cae solo es amable con los que son
niños de corazón. Desprecia y ningunea a cualquiera que se porte como un
adulto.”
“Vaya…pues
aun así se las pediré. Ese es un regalo estupendo, Arley, el que le vais a
hacer al cocinero. ¿Supongo que no querrás venderme esa piedrecilla? No pasa
nada. Probaré con Cae.”
“¡Ah de la mesa! ¡Bienhallados, tíos y primo!”
Arabela y Belinda, hablando al unísono,
aparecieron de pronto ante nosotros, flanqueadas por sus prometidos, o sus
actuales maridos o lo que fuesen dos jóvenes que las acompañaban.
“¡La tenemos, Arley!”
Inmediatamente en guardia, pregunté, “¿A quién?”
“Al amor verdadero de Alpin.”
Por lo menos no era el mío el que pretendían
haber encontrado. Respiré aliviado por un segundo y acto seguido se me
volvieron a abrir las carnes.
“¡Ni hablar!” protesté.
“Y ahora…¿Pero de qué va esto?” preguntó Tío
Ricatierra, sonriendo pícaramente. “Deja hablar a las niñas, Arley. No seas
patán.”
“Se llama Señorita Clepeta Aprietos Bivalva. Y
es perfecta para él.”
“¿Cómo podría serlo, perversas entrometidas?”
bufó Tío Vendaval, indignado. “¿Cómo podéis hacerle esto a alguien, liantas?
¡Pobre chica!”
Yo le hice eco a mi tío. “¡Sí! ¿Cómo?”
“Uy, nunca pondríamos a Alpin en manos de
alguien que no pudiese controlarle,” dijeron las chicas. “Somos profesionales,
familia. No lo dudéis. Hemos contado a Clepeta todo sobre Alpin. Y se está
muriendo por comerle. ¡Uy, no! Por
conocerle. Sí, eso.”
Las chicas se miraron la una a la otra y
comenzaron a hablar muy rápido, diciendo a veces lo mismo a la vez, a veces hablando
cada una por su cuenta, pero siempre de modo tan confuso que era imposible
saber cuál de ellas había dicho qué.
“¡Comer, comer, comer! Tanto comer nos está
volviendo locas. He llegado a odiar ese verbo. ¡Sí, hermana, lo odiamos! Este
trabajito nos va a convertir en anoréxicas. ¡Menos mal que ya está hecho!
¡Alabado sea Angus!” suspiraron. Alzaron los ojos al cielo estrellado y se
dirigieron al dios celta del amor. “¡Gracias, Og!”
“¿Qué exactamente le habéis dicho a la chica
esa?” quiso saber Tío Ricatierra, obviamente fascinado por el tema. Yo, en
cambio, tenía miedo de saber.
“Pues que Alpin es un joven apuesto y presentable,
de una familia encantadora. Dijimos que tiene un hermano de un encanto
innegable y una madre cautivadora, ambos irresistibles. Y que tiene dos
hermanas monísimas y muy listas a las que cualquiera querría parecerse. Si los
hijos le salen a Clepeta como esas niñas, puede darse con un canto en los
dientes. Dijimos que el padre de Alpin tiene mucho pull y está muy bien
conectado,” nos explicó Beli.
“Sobre todo la cabeza al cuello,” protestó Tío
Vendaval.
“Hombre, no hemos dicho mucho sobre la cabeza
del Señor Dulajan. Cuando hablamos de conexiones, nos referimos a contactos. Al
pez gordo para el que trabaja Ernesto. Pero no dijimos mucho sobre su trabajo
porque la gente siempre se guarda alguna sorpresita para más adelante,” nos
aseguró Bela.
“Es lo natural,” nos explicó Beli. “Nadie
quiere ahuyentar a una posible pareja antes de que sepa lo conveniente que una
unión podría resultar.”
“Sí que sabéis vender vuestro producto, princesas,”
dijo Tío Ricatierra, y frotándose las manos, le susurró a su hermano, “Esto
promete. Y yo que creía que está iba a ser otra noche aburrida.” Volviéndose
una vez más a las gemelas preguntó, mirando por todo su alrededor, “¿Anda por
aquí la afortunada?”
“No, no está aquí. No te molestes en
buscarla, títo.”
“¿Y cuándo se conocerán los tortolitos?”
“Eso no va a pasar, porque esto no está
pasando. No vais a decirle ni mu sobre esa tal Cleopatra a Alpin,” dije yo,
intentando sonar todo lo antipático y riguroso que podía. Algo así como mi
madre cuando se pone borde.
“¡Pero si ya se lo hemos dicho! Ahí, en la
mesa de los quesos. ¿A ti que te pasa, Arley? ¿No estarás celoso? No tienes
motivo. Ya te dijimos que podíamos encontrar a alguien para ti también.”
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