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viernes, 1 de julio de 2022

190. Un desaparecido y un buen partido

190. Un desaparecido y un buen partido

Cada noche de San Juan, mis padres dan una fiesta para celebrar el comienzo del verano. Primero, nada más caer el sol, Los Alegres Cómicos de Atenas y sus Delicadas Damas interpretan una fabulosa obra en los jardines de palacio para deleite de mis padres y sus invitados. Sorprende ver como estos actores, una vez tan ridículamente graciosos, han mejorado con los siglos. Demuestran que hacemos bien al animar a los artistas a persistir en su arte. Nicolás Fondón es hoy el mejor actor del mundo de las hadas. Su compañía se supera año tras año y el público les adora.

Después, el fantasma del Maestro Mendelssohn alza su batón y comienza la fiesta cuando su orquesta estalla en música que no muere hasta el amanecer. Los invitados comienzan a dispersarse por los jardines principales. Quienes prefieren bailar lo hacen en una gran pista de baile redonda y de plata pulida y presidida por nada menos que la gran Terpsícore y sus geniales hermanas. Se sirven refrescos en las mesas que salpican el césped y… Alpin intenta devorar toda la cena. Esto último ha sucedido este año por primera vez, ya que mi amigo hambrón nunca había sido invitado antes a esta fiesta.  Me pregunto si volverá a serlo.

Nada más llegar, mis hermanas Brezo y Cardo y yo nos pusimos a buscar a Finisterre Fishfín por todo el lugar para darle la pebelbraitita con la que queríamos agradecerle el haber participado en la elaboración del primer almuerzo de Alpin fuera de casa después de sus años como manzana. Pero no hubo manera de dar con Finisterre. Nadie nos podía decir por qué estaba ausente ni dónde podríamos hallarle.

“¿Por qué os obstináis en localizar a uno de los cocineros?” nos preguntó nuestro Tío Ricatierra algo irritado. “Dejad que hagan su trabajo tranquilos. Tomad asiento aquí en esta mesa y disfrutad de los aperitivos con nosotros antes de que el monstruo los devore.”

“¿Qué monstruo?” preguntó Alpin, apareciendo detrás de mí con un brinco.

Tío Ricatierra cerró sus ojos verdes como la hierba verde prietamente. Sacudió su magnífica cabellera de león y apretó los puños. Despacito, contó hasta diez, algo que siempre hace cuando se enfurece y entonces volvió a abrir los ojos sonriendo.

Pero ahora era Tío Vendaval el que estaba airado. Nuestro tío, cuando respira, puede cambiar de color, y cuanto más profundamente lo hace, más intensos los colores se vuelven.  Aunque le quedaba algo para ponerse morado, ya estaba tiñéndose de un frío azul y un rojo caliente.   

“¿Qué estás haciendo tú aquí?” le preguntó a Alpin, soplándole en la cara de forma que todo el pelo se le retiró de la frente y casi hasta de la cabeza. “¿Quién ha sido el cretino que te ha invitado? Apuesto a que ha sido Gen. ¿Quién más osaría imponernos tu presencia?”

Brezo pensó que era el momento de responder a la primera de las preguntas que se habían hecho, es decir, la que había formulado Tío Ricatierra.

“Estamos intentando encontrar a Finisterre porque queremos darle algo,” dijo mi hermana.

“¿Es algo valioso?” preguntó Alpin.

“Mira, Alpin, te están preparando una fondue de queso,” dijo Cardo.

“No intentes distraerme. Me estoy enfrentando al soplado de tu tío.”

“Sólo es una piedrecilla que encontramos,” dijo Brezo, muy bajito.

“¿Ese beodo pierde una chinita y vosotros le buscáis hasta debajo de las piedras para poder devolvérsela? Siempre os he tenido a vosotros y a vuestra familia por unos chalados,” sentenció Alpin.

“¿Y si le expulso de un soplido?” preguntó el Tío Vendaval a su hermano, ofendido por el comentario de Alpin sobre nuestra familia. Tío Ricatierra agarró a Tío Vendaval del brazo y le obligó a sentarse y mis hermanas lograron llevarse a Alpin a una mesa en la que una fondue gigantesca estaba siendo preparada solo para él.

“Venga, Arley. Explícanos eso de la piedrecita,” dijo el Tío Ricatierra. De todos nuestros tíos, el más curioso es Ricatierra. Lo pregunta todo. No hay nada que no quiera saber. Ni nada a lo que no saque partido.

“¿Qué piedrecita?” resopló Tío Vendaval. “¡Contra la roca de Gibraltar le voy a estampar yo a ese! Cuando se quede plano, puede que termine esta pesadilla.”

“¿Te quieres calmar, Val?” gruñó Tío Ricatierra. “Quiero enterarme de lo de la china. Algún interés debe tener.”

Yo les expliqué a mis tíos para que servían las pebelbraititas y dónde y cuándo las habíamos encontrado.

“No tenía ni idea de que existiese semejante piedra,” dijo Tío Ricatierra. “A la cama no te irás sin saber una cosa más, supongo. Bueno, yo por lo menos. ¿Cómo te has enterado de que existen estas piedras, Arley?”

“Tío Caelanoche nos lo ha contado.”

 “¡Ah, Caelanoche!

Nuestros tíos se miraron como si eso lo explicase todo y se pusieron a reír, sacudiendo la cabeza y burlándose de su hermano.

“¡Cherchez le fou!”

“Apuesto a que las puso él mismo ahí,” dijo Vendaval. “Sí, para que las encontrasen los críos y maravillados pensasen lo guay que es su tito.”

Tío Ricatierra asintió con la cabeza.

“Cae resultaba muy divertido cuando éramos niños, hay que reconocerlo. Sabes, nuestro hermano podría ser útil si quisiese. Es muy ingenioso. No me sorprendería que él mismo haya fabricado estas piedras.”

“¡Hábil, muy hábil!” suspiró Tío Vendaval.

“¿Cómo has dicho que se llaman estas piedras, Arley?” preguntó Tío Ricatierra. “Voy a pedirle alguna a tu tío. Podrían ser útiles para conservar las cosechas y eso.”

El Tío Vendaval lo tenía claro.

“¡Ja!” espetó. “No tienes la menor posibilidad de conseguir algo de ese amargado, rico. No te las va a dar. Yo ni me molestaría en pedírselas. Cae solo es amable con los que son niños de corazón. Desprecia y ningunea a cualquiera que se porte como un adulto.”

 “Vaya…pues aun así se las pediré. Ese es un regalo estupendo, Arley, el que le vais a hacer al cocinero. ¿Supongo que no querrás venderme esa piedrecilla? No pasa nada. Probaré con Cae.”

 “¡Ah de la mesa! ¡Bienhallados, tíos y primo!”

Arabela y Belinda, hablando al unísono, aparecieron de pronto ante nosotros, flanqueadas por sus prometidos, o sus actuales maridos o lo que fuesen dos jóvenes que las acompañaban.

“¡La tenemos, Arley!”

Inmediatamente en guardia, pregunté,  “¿A quién?”

“Al amor verdadero de Alpin.”

Por lo menos no era el mío el que pretendían haber encontrado. Respiré aliviado por un segundo y acto seguido se me volvieron a abrir las carnes.

“¡Ni hablar!” protesté.

“Y ahora…¿Pero de qué va esto?” preguntó Tío Ricatierra, sonriendo pícaramente. “Deja hablar a las niñas, Arley. No seas patán.”

“Se llama Señorita Clepeta Aprietos Bivalva. Y es perfecta para él.”

“¿Cómo podría serlo, perversas entrometidas?” bufó Tío Vendaval, indignado. “¿Cómo podéis hacerle esto a alguien, liantas? ¡Pobre chica!”

Yo le hice eco a mi tío. “¡Sí! ¿Cómo?”    

“Uy, nunca pondríamos a Alpin en manos de alguien que no pudiese controlarle,” dijeron las chicas. “Somos profesionales, familia. No lo dudéis. Hemos contado a Clepeta todo sobre Alpin. Y se está muriendo por comerle. ¡Uy, no! Por conocerle. Sí, eso.”

Las chicas se miraron la una a la otra y comenzaron a hablar muy rápido, diciendo a veces lo mismo a la vez, a veces hablando cada una por su cuenta, pero siempre de modo tan confuso que era imposible saber cuál de ellas había dicho qué.

“¡Comer, comer, comer! Tanto comer nos está volviendo locas. He llegado a odiar ese verbo. ¡Sí, hermana, lo odiamos! Este trabajito nos va a convertir en anoréxicas. ¡Menos mal que ya está hecho! ¡Alabado sea Angus!” suspiraron. Alzaron los ojos al cielo estrellado y se dirigieron al dios celta del amor. “¡Gracias, Og!”

“¿Qué exactamente le habéis dicho a la chica esa?” quiso saber Tío Ricatierra, obviamente fascinado por el tema. Yo, en cambio, tenía miedo de saber.

“Pues que Alpin es un joven apuesto y presentable, de una familia encantadora. Dijimos que tiene un hermano de un encanto innegable y una madre cautivadora, ambos irresistibles. Y que tiene dos hermanas monísimas y muy listas a las que cualquiera querría parecerse. Si los hijos le salen a Clepeta como esas niñas, puede darse con un canto en los dientes. Dijimos que el padre de Alpin tiene mucho pull y está muy bien conectado,” nos explicó Beli.

“Sobre todo la cabeza al cuello,” protestó Tío Vendaval.

“Hombre, no hemos dicho mucho sobre la cabeza del Señor Dulajan. Cuando hablamos de conexiones, nos referimos a contactos. Al pez gordo para el que trabaja Ernesto. Pero no dijimos mucho sobre su trabajo porque la gente siempre se guarda alguna sorpresita para más adelante,” nos aseguró Bela.

“Es lo natural,” nos explicó Beli. “Nadie quiere ahuyentar a una posible pareja antes de que sepa lo conveniente que una unión podría resultar.”

“Sí que sabéis vender vuestro producto, princesas,” dijo Tío Ricatierra, y frotándose las manos, le susurró a su hermano, “Esto promete. Y yo que creía que está iba a ser otra noche aburrida.” Volviéndose una vez más a las gemelas preguntó, mirando por todo su alrededor, “¿Anda por aquí la afortunada?”  

“No, no está aquí. No te molestes en buscarla, títo.”

“¿Y cuándo se conocerán los tortolitos?”

“Eso no va a pasar, porque esto no está pasando. No vais a decirle ni mu sobre esa tal Cleopatra a Alpin,” dije yo, intentando sonar todo lo antipático y riguroso que podía. Algo así como mi madre cuando se pone borde.

“¡Pero si ya se lo hemos dicho! Ahí, en la mesa de los quesos. ¿A ti que te pasa, Arley? ¿No estarás celoso? No tienes motivo. Ya te dijimos que podíamos encontrar a alguien para ti también.”

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