“¡Si no se casa con ella, lo haré yo mismo!” grito de pronto Tío Ricatierra.
Esto no se lo esperaba nadie.
Ricatierra siempre nos había dado la
impresión de ser algo más serio que nuestro otro tío sentado ahí a la mesa.
Pero ahora pegó un tremendo salto y quedo plantado de pie en dicha mesa. “¡Clepeta
Aprietos Bivalva, me casaré yo mismo contigo!” rugió.
“¿Por qué se ha despendolado este?” preguntó
Cardo, la primer en recuperar el habla. “¿Es que ha estado bebiendo?”
“Pues…sí,” dije yo. Él había estado bebiendo
más que comiendo, pero no me había parecido para tanto.
“¡Bájate
de esa mesa ahora mismo, Tito Richi,” le regañó Bela. “¡Que te bajes ya mismo!”
Y cuando él respondió repitiendo y repitiendo
y repitiendo el nombre de la Señorita Clepeta, rugiendo como una fiera desesperada
y enjaulada, Bela comenzó a reñir a Tío Vendaval también, instándole a que
controlase a su hermano.
“¡Haz que se baje de ahí, Tío Val! ¡Haz que
se calle! ¡Está asustando a la gente!”
“¡Peor!” contribuyó Beli. “Todo el mundo nos
mira. Nos está dejando en ridículo!”
“No,” dijo
rotundamente Tío Vendaval. “No me da la gana.”
Y
siguió sentado en su silla, de brazos cruzados.
“¡Carlitos!
¡Nicolás! ¡Bajadle de ahí! ” Bela ordenaba a su
acompañante y al de su hermana. Ambos chicos sí que intentaron bajar a Tío
Ricatierra de la mesa, tirando de él todo lo que podían. Pero no daban la
talla. Se los quitaba de encima como si fuesen moscas. Cuando Bela vio que los
chicos no iban a conseguir nada a pesar del tremendo forcejeo, se dirigió a mí.
Y entre rugidos de “¡CLEPETA APRIETOS
BIVALVA!” la escuché decir “¡Arley, haz
algo!”
Yo consideré subirme también a la mesa como
los otros dos chicos para añadir mis esfuerzos a los suyos, pero antes de que
me decidiese a hacerlo la mesa cedió con gran estruendo y sus patas se
esparcieron por el césped.
“¡Eh! ¡Cuidado!” gritó Tío Vendaval
que casi se había visto sorbido por la tabla de la mesa. Pero logró evitarlo,
rescató su silla y volvió a sentarse en ella de brazos cruzados.
Y no había quién pudiese callar a Tío
Ricatierra.
“¡He
dicho que me caso con ella y me voy a casar!”
rugía. “¿Cómo podría no casarme con una
mujer con ese nombre? ¡Amo a esa mujer! ¡CLEPETA APRIETOS BIVALVA, ERES AMADA!”
“¡No puedes casarte con ella! Ya tienes una
mujer!” le recordó Beli.
“¡No,
no tengo una esposa!” gritó el tío sacudiendo su
cabeza de melena leonina en feroz negación. “¿Dónde está esa tal esposa? ¿Veis a mi esposa aquí junto a mí? ¡Es
dónde debería estar! ¡A MI LADO! ¿Lo está? ¿No la veis, verdad? Pues yo
tampoco. Y eso es porque no está aquí. ¡No existe! ¡NO TENGO UNA ESPOSA!”
“¡Desde este momento no la tienes!”
una voz de mujer le gritó devuelta al tío. Yo no logré ver quién había sido.
“¡Pero la voy a tener! ¡PORQUE ME VOY A CASAR CON
CLEPETA! ¡Quiero a Clepeta!” rugía y rugía Tío
Ricatierra. “¡No me voy a conformar con
otra!”
“¡Que no puedes casarte con Clepeta!” gritó
Beli. “No seas necio. ¡Sé lo que te digo! ¡No es adecuada para ti!”
“No tienes ni idea con lo que es capaz de
casarse este, niña,” intervino Tío Vendaval. “¿Qué número hará Clepeta, Richi??”
“¡Sólo quieren mi dinero!” vociferaba
Tío Ricatierra. “¡Hijas de…de padres por educar!”
“No. No, eso no puede ser cierto, Tito Richi.
¿Tú te has mirado en un espejo? Cuando nosotras éramos pequeñas, estábamos
todas enamoradas de ti,” dijo Brezo intentando apaciguarle. “Pensábamos que
eras el más mono de todos nuestros tíos. Y sois todos muy guapos, así que eso
quiere decir que estás buenísimo.”
“¿Lo
dices en serio?” preguntó Tío Richi. “¿Quiere eso decir que Clepeta me aceptará?”
En algún momento nuestro tío Caelanoche, que
había estado durmiendo el sueño de los justos en su sillón ambulante a poca
distancia de nuestra malograda mesa, debió despertar.
“Llévate a nuestro hermano de aquí, Val,” dijo
Tío Caelanoche por encima de mi hombro a Vendaval. “Por Dios o por caridad. No
se encuentra bien.”
“No,” dijo Tío Vendaval rotundamente. “No me
da la gana.” Y siguió con los brazos cruzados.
Tito Caelanoche sabía que no iba a servir de
nada discutir con Vendaval. Él mismo cogió a Ricatierra del brazo para
llevárselo de allí.
“¿Me vas a llevar a ver a Clepeta?” Tío
Ricatierra le preguntó a Tito Caelanoche.
“Pues claro. ¿A dónde si no?” Tito Cae le
aseguró a Ricatierra.
“No puedes hacer eso,” comenzó a protestar
Beli, pero Brezo la hizo callar.
“¡Fenomenal!” dijo Tío Richi. “Porque ahí es
dónde quiero ir. ¡Oh, Clepeta! ¡Mi Clepeta! ¡Mi amadísima Clepeta Aprietos Bivalva!
¡Vaya nombrecito! ¡Escucharlo es amarla!”
Tío Cae consiguió que Tío Richi se sentase en
su sillón ambulante y se lo llevó empujando el sillón, Ricatierra todavía lanzando
el nombre de Clepeta a los ocho vientos, pero ahora cantando en francés. “¡Clepeta, mi Clepeta, yo busco a mi Clepeta! Je cherche après Clepeta, Clepeta oh, ma Clepeta! Je cherche après Clepeta et ne la trouve pa!" Y hasta se atrevió a cantar ópera. "¡Clepetá! ¡Clepetá!
¡J´taimeeeee! ” A pesar de lo triste de la situación, escuchándole cantar la canción de amor de Samson et Dalila, yo no pude evitar
pensar que una voz tan profunda y sonora como la del tío estaba desperdiciada
en un caballero granjero.
“Bueno, eso fue emocionante,” murmuró Cardo.
“¿Y si le han echado algo en la copa?” dijo
Brezo, mirando a su alrededor temerosa.
“No os preocupéis por Richi, niños,” dijo Tío
Vendaval al ver lo estupefactos que habíamos quedado todos. “Esto no es porque
su corazón partido le haya convertido en esclavo de la uva pisada. Cae se lo
llevará a su casa esta noche y mañana él caradura este volverá a la suya con un
cesto lleno de pebelbraititas, relamiéndose como un zorro que se acaba de tragar una gallina robada. Y allí le
estarán esperando en la puerta cincuenta locas, todas diciendo que se llaman
Clepeta y a las que alguien tendrá que echar como sea del lugar. Si él no
encuentra quién las eche, puede que las anime a matarse entre ellas y quizás se
case con la que quede de pie. Y eso sí que se lo tendrá merecido.”
“¿De eso iba todo este escándalo?” preguntó
Cardo. “¿Él tío quería unas pebelbraites?
Odio tener que decir esto, pero puede que Alpin tuviese razón cuando dijo
que nuestra familia está toda grillada.”
“Pues claro que estamos todos locos, bonita. No
hay de que avergonzarse. La locura es la aristocracia de la enfermedad,” Tío
Vendaval se encogió de hombros y luego frunció el ceño. “Pero Alpin no es quién para andar
criticándonos. Por cierto, ¿dónde anda?”
“Aquí mismo estoy,” dijo Alpin. “Pero será
mejor que Clepeta no se encuentre entre esas cincuenta mujeres que van a
esperar al memo ese. La quiero para mí. Sobre todo ahora que la quiere ese
fijota también.”
Yo desperté a la mañana siguiente con un
dolor de cabeza peor que el que debía de tener Tito Richi. O tal vez era a Tito
Cae al que le tocaría tenerlo.
Mi malestar no mejoró cuando vi que Beli y
Bela se habían dejado caer por ahí antes de que me sentase a desayunar.
“Te robaremos un segundito y nada más,
Arley,” dijeron. “Tenemos muchísima prisa. Papá nos ha dicho que te dijésemos
que si necesitas encontrar a Finisterre te dejes caer por casa de vuestro
padrino. Eso es todo, primito. ¡Adiosito y auguria!”
Pensé que resultaría tranquilizante cambiar
de atmósfera haciendo una visita a Don Alonso. Y a su casa me fui. Alpin
probablemente dormiría hasta el atardecer, para reposar la cena de la noche
anterior como una boa, así que era probable que yo pudiese librar un buen rato.
Empaqueté unos bollos de canela y recogí unas rosas estivales para Doña
Estrella y me fui caminando por el bosque. Llevaba también la pebelbraitita por
si veía a Fishfín. Esa piedrecita por lo menos estaba manteniendo los bollos y
las flores frescas, y hasta hacía que yo me sintiese algo mejor, aunque yo ya
no podía verla con los mismos ojos. No podía evitar pensar que tal vez debí de
haberle regalado la sexta piedra que encontramos a Tío Ricatierra, y tal vez
así hubiese evitado el escándalo de anoche. Pero algo me decía entonces y me
seguía diciendo ahora que a ese no le iba a bastar con una sola piedrecita. Y entonces la voz de Tío
Caelanoche sonó en mis oídos. “No es como Alpin. Es como la tierra. Se
lleva todo, pero lo da todo.” Recordé
que Tío Ricatierra cultivaba la mayor parte de la comida con la que
se alimentaba nuestra gente, y que regalaba con liberalidad toda la que no
necesitaba para cultivar la siguiente cosecha.
Encontré a Don Alonso sentado en su jardín en
compañía nada menos que de Finisterre Fishfín. Le di al chef la pebelbraitita y
se puso muy contento.
“Cuando tu tío Augusto me sacó de la
despensa, dijo que quería que conociese a alguien. Por eso estoy aquí.
Normalmente, yo hubiese tirado abajo la puerta, pero las puertas de las casas
ideales son infranqueables. Podría haberme conformado con destrozar todo lo que
había en la despensa, pero la pequeña dueña de todo eso no tenía culpa alguna
de que yo estuviese encerrado ahí. Yo no quería hacer daño a esa niña. Sólo
quería coger al bárbaro ese del pescuezo y estrangularle como a un pollo."
“Entiendo,” dije yo.
“Tu tío me dijo que era mejor que me tomase
unas vacaciones para que se me pasase todo el estrés que me había generado
aquel almuerzo. Al principio, yo no lo veía claro, pero ahora sí. Mi nuevo
amigo, Alonso, me ha hecho ver que un viajecito me vendría muy bien.”
“Vamos a hacer el camino,” dijo Don Alonso. “Mañana
a primera hora saldremos de peregrinaje a Santiago de Compostela. ¿Te gustaría
venir con nosotros? Nos encantaría que vinieses. Fishfín será nuestro guía.
Conoce bien Galicia.”
“Soy casi gallego, pero nunca he ido de
peregrinación a Santiago, ni a San Andrés ni a ningún otro lugar santo. ¿Crees
que esto me hará bien? ¡Ojala me ayude a controlar mi mal genio!”
“¿Vendrás con nosotros?” me preguntó Don
Alonso. “Michael también vendrá. ¿Tienes una bicicleta? Haremos el camino en
bici. Uno puede caminar hasta allí, o ir en bici, o ir a caballo. De otras
maneras, no vale. Tiene que hacerse así.”
“Daría lo que fuese por poder ir. Pero tengo
que trabajar,” dije yo.
“Cierto, gandul. Me levanté esta mañana y ¿estabas
tú ahí al pie de mi cama preparado para atenderme? No, claro que no. Tú estabas
faltando al trabajo. Y he tenido que venir hasta aquí para encontrarte.”
“¡Ah! Pero si es él, ¿no es así?” masculló
Fishfín, sus ojos negros reluciendo como brasas vivas. “El bárbaro que necesita
ser estrangulado.”
“Nos tenemos que ir, supongo,” dije yo. “Me
alegra haberos visto. Y me hubiese encantado acompañaros.”
“¡Claro que nos tenemos que ir!” dijo Alpin.
“Pero a Galicia.”
“No. No creo que tú quieras ir allí, Alpin,” dije
yo. “No se te ha perdido nada allí. Y no es un lugar fácil.”
“¿Sabes lo que hay allí y que yo no quiero
perderme? ¿Lo que necesito encontrar antes de que lo encuentre algún fijota?”
“¿Tú
has perdido algo en Galicia?” Miedo me daba escuchar su respuesta.
“A Clepeta. Mi prometida. Vive en alguna
parte de allí. Al menos eso me han dicho tus primas.”
“No!” exclamé yo. Esto era
fuerte hasta para ser una coincidencia. Como poco era una fatalidad.
Alpin sacó de su bolsillo un mapa dibujado en
un pergamino.
“La X señala el lugar,” me dijo.
“Esto es el fin del mundo,” dije yo,
estudiando el mapa. “Tú no querrás ir hasta allí.”
“¿Dan algo si completas eso de la ruta de la peregrinación?
Podría matar dos pájaros de un tiro si tengo que ir hasta el fin del mundo.”
“Te dan un certificado. Un trozo de papel que
acredita que has estado allí.”
“¡Es más que un pedazo de papel!” exclamó Don
Alonso.
Yo le hice muecas para que no animase a
Alpin, pero ya era tarde.
“Tienes que salir por la puerta de tu casa y
andar hasta allí, Alpin, para que te den el papel. Demasiado caminar.”
“No. Muy fácil. Volaremos en avión hasta
Santiago y alquilaremos una casita allí, a dos pasos de la catedral. Si pagas por
una casa, es como si es tuya. Nuestra residencia. Salimos por la puerta de nuestra
casa una mañanita y recogemos el papelín. Eso nos llevará unos dos minutos. Si
hay cola, ya encontrarás la manera de que nos la saltemos. Luego nos vamos a
ver a mi prometida, ahí en el fin del mundo. Tú ve buscando una casita de
alquiler, que yo me ocupo de los billetes de avión.”
Tras mucho discutir, yo cedí, como siempre.
Acordamos que el grupo de Don Alonso saldría la mañana siguiente, en bicicleta,
según lo que ellos habían planeado. Alpin y yo partiríamos el día siguiente a
ese, para dar ventaja a Don Alonso y los suyos. Así ellos llegarían antes que
nosotros a todas partes, lo cual garantizaría su posibilidad de encontrar
comida. También evitaría encontronazos entre algunos de nosotros. Alpin y yo
decidimos ir a caballo, puesto que a él no le gustan las bicis. Dice que hacer
que se muevan supone mucho esfuerzo. No se les puede dar con un látigo, ni
clavar unas espuelas. Mi principal preocupación pasó entonces a ser encontrar
un caballo que aguantase a Alpin. ¿Tal vez uno mecánico?
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