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domingo, 10 de julio de 2022

192. Gabriot el Incansable

 

192. Gabriot el Incansable

Con ningún tiempo que perder, Alpin y yo comenzamos a preparar nuestro viaje a Galicia. Teníamos menos de dos días para dejar todo listo, pero incluso con tan poca antelación, corrió la voz de que nos íbamos al fin del mundo y un montón de gente se acercó a nosotros para darnos consejos o para pedir que visitásemos a amigos o parientes suyos que vivían en algún punto de nuestra ruta. Como no se me da bien negarle nada a nadie, nada le negué a nadie y esto complicó algo nuestros planes. Decidir qué camino íbamos a seguir no fue fácil. Yo quería seguir el Camino de las Hadas, que es el más bonito y, creía yo, que el más fácil. Estaba equivocadísimo. La ruta que siguen las hadas que salen de peregrinaje a Compostela es más enrevesada que ninguna. Esto es así porque a las hadas les encanta detenerse o desviarse un rato para visitar a la familia, echar un ojo a tesoros ocultos, explorar una cueva o un pozo, observar cómo crecen las setas y conceder deseos a cualquiera que se cruce en su camino. Así que decidí que tomaríamos el Camino de los Mandados, es decir, aquel que nos permitiese hacer todos los favores que habíamos prometido hacer. También, claro, había que tener en cuenta que mientras yo estaba atendiendo a las visitas Alpin estaba consultando guías gastronómicas y tenía una larga lista de platos que merecía la pena probar y lugares en los que se preparaban.     

Seleccionar lo que íbamos a llevar con nosotros también era un problema agobiante. Para cuando habíamos terminado de empaquetar todo lo que se venía con nosotros, no éramos sólo Alpin y yo y nuestros caballos los que partiríamos al amanecer. Vendría también una recua de diez mulas, cargadas con cosas tan esenciales como ochenta y seis pares de calcetines por si aparecía un tomate en alguno, veinticuatro pares de sandalias y doce pares de botas aunque íbamos a caballo, no andando, y no era probable que desgastásemos el calzado, trece teléfonos móviles con las mejores cámaras, para que pudiésemos llamar a casa todas las noches y mandar también un par de fotos como prueba de vida, ciento setenta y cinco rollos de papel de baño, que tiene más usos de los esperados, cien cajas de kleenex por si mi alergia decidía fastidiar debido a algún tropezón con flora molesta, media docena de impermeables para cada uno, incluyendo los caballos y las mulas, porque ya se sabe que allí lo de la humedad es una constante, dieciocho navajas suizas, un kit de primeros auxilios que sería la envidia de los proveedores de cualquier gran hospital y más pomadas y aceites de para repeler insectos que yo creía que podrían existir, todos elaborados personalmente por gente que se preocupaba por nosotros. Esto que menciono aquí sólo da una vaga idea de lo que portábamos. Claro que también estaba el tema de la comida de Alpin, casí toda fresca y energética, pero no voy a entrar en eso ahora. Tiempo habrá. Mi consejo para vosotros si decidís hacer este viajecito es que llevéis la mitad de las cosas que se os ocurra llevar y el doble de dinero. Pero lo más probable es que eso ya lo sepáis.

El día de partir llegó y yo salí de casa a oscuras, una hora antes del amanecer. Crucé el Bosque Triturado, y allí recogí a Vicentico y a su sobrinito Dolfos, que se habían apuntado al viaje también. Nos fuimos a casa de Alpin, donde su madre le sacó de la cama empujando y tirando de él y le arrastró por los suelos hasta el baño, donde le empapó en la ducha y logró que se despertase. Tuvimos que esperar a que desayunase, lo que le lleva rato, claro. Y mientras estaba en ello, conseguimos colocar a su nevera, Frostina Isberta, en una vagoneta que la haría portátil. Nos ayudó un dragón llamado Hastaelcielo, que nos había prestado mi tío Gen, para que nos acompañase a la ida y a la vuelta tirando de Frostina. Frostina estaba algo llorosa, porque no podía caminar hasta Santiago y temía que no la darían su credencial y su certificado, pero yo la dije que tenía que haber alguna manera de que obtuviesen estos documentos los que iban en sillas de ruedas y que lo averiguaríamos en nuestra primera parada.

Y ahora hablaré de nuestras monturas. Yo tenía a Encanto, Vinny iría en un caballito del diablo colorado llamado Ascua y su sobrinito en otra libélula más pequeña de color rosa y de nombre Pitiminí. Y Darcy apareció con un maravilloso caballo que iba a prestar a Alpin, quizás el más interesante que tenía en su establo. Este corcel gris era muy famoso, y contestaba al nombre de Gabriot el Incansable. Era un caballo muy campechano, que entendía de filosofía y que siempre se tomaba las cosas como venían. Cuando Alpin se subió a Gabriot el Incansable, le ordenó que galopase lo más rápido que pudiese, pero el caballo se puso a pasear a pasito lento por el jardín de la Señora Dulajan, olisqueando las flores y disfrutando del sol de la mañana.

Darcy jamás usa espuelas o fustas con los caballos. Ningún hada en su sano juicio lo hace. Darcy sólo les susurra, así que cuando Alpin se puso a berrear y chillar que quería otro caballo, uno que se moviese, el hombre oscuro le comunico a su hermanito que no iba a poder bajarse de este caballo hasta que llegase a su destino.

“¿Pero qué dices?” gritó Alpin. “¿Es que voy a tener que seguir aquí sentado hasta que lleguemos al fin del mundo?”

“No,”  dijo Darcy. “Al fin del mundo no. A dónde ibas. Él sabe dónde te tiene que llevar. Lo sabe antes de que te subas a él.”

“¿Pero cómo voy a poder montarle si no me puedo desmontar?” se quejaba Alpin, sin comprender nada.

“Podrás desmontar cuando llegues al lugar al que vas.”

“¿Pero cómo voy a llegar a algún lado si no se mueve?”

“Se moverá cuando haga falta. Y ahora calla la boca o la pediré a Mamá que cancele este viaje y te mande a tu habitación.”

“Sepa usted, joven Alpin,” dijo Gabriot, “que nunca me canso porque casi nunca corro, y jamás hago sobreesfuerzos. Pero siempre llego a mi meta. Seré yo quien decida a qué velocidad nos moveremos a lo largo del viaje, y llegaremos a todas partes cuando nos merezcamos llegar. Ni antes ni después.”

“¡Será posible este caballo!” gritó Alpin. “¿Pero quién se ha creído que es?”

No voy a repetir aquí las cosas que Alpin soltó por la boca, pero sí, aquello se llenó de sapos y culebras. Pero ni Darcy ni Gabriot se dejaron impresionar.

“En cuanto pueda bajarme de esta bestia me vas a dejar tu caballo, Arley,” me dijo Alpin.

Antes de que yo pudiese negarme, habló Encanto.

“Cada vez que me montes, resbalarás. Nadie puede montarme, salvo mi jinete elegido, y ese es Arley. No me puede regalar a un chantajista, así que no intentes montarme si no quieres caer de culo vez tras vez. Yo no tendré que tirarte. Esto es automático. Así que yo tampoco me cansaré.”

Alpin amenazó con cancelar el viaje, pero nos pusimos todos tan contentos al escuchar eso que decidió no hacerlo.

Cuando Alpin estaba listo, su madre, con lágrimas en los ojos, se despidió de nosotros. Me dio un abrazo y dos besos. Pude disfrutar su perfume de jazmines y lirios del valle durante horas. Lo cual quiere decir que comencé el viaje algo mareado, viendo florecitas con forma de estrellas y escuchando el tintinear de campanillas blancas y verdes, y casi ni me entero cuando llegamos a nuestra primera parada.

Lo único que recuerdo es gritar, “¡Adelante, Gabriot! ¡Adelante, Encanto! ¡Adelante, Ascua! ¡Adelante, Pitiminí! ¡Adelante, Paradoja y Premisa! ¡Adelante, Cambio y Ocasión! ¡Adelante, Causa y Efecto! ¡Adelante, Axioma y Dilema! ¡Adelante, Ergón y Mónada! ¡Adelante, Hastaelcielo, adelante con Frostina!”

Y habíamos partido para el Campo de Estrellas que es lo que significa Compostela. 

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