193. Irradiando Alegría
Hicimos
nuestra primera parada en una plaza cercana a la casa de Don Alonso. Allí había
una iglesia donde él había obtenido su credencial o pasaporte y también el
primero de sus sellos. En el centro de
la plaza había una bonita estatua de Santiago, y alrededor de esta un banco
circular. En el banco estaba sentado el fantasma de Don Caralampio, que es el
encargado de atender a los que toman el camino de las hadas hasta Santiago de
Compostela. Yo sabía que la persona sentada ahí era Don Caralampio, porque se
ajustaba perfectamente a la descripción que Don Alonso me había hecho de él.
Para ser el Don Caralampio que yo buscaba tenía que ir vestido como Fray Tuck,
pero con una enorme tonsura y por debajo de eso su cabello plateado tenía que
rozar sus hombros. También tenía que tener una barba larga y plateada. Y al
caminar, debía de cojear un poquito. Y aunque dicen las malas lenguas que la
mayoría de los cojos tienen malas pulgas, este hombre siempre estaba de buen
humor. Y esta alma tenía que tener y tenía un aura de un azul cielo y un oro liquido que la hacía agradable de ver.
Yo
deje a mis compañeros un poco detrás y me adelanté para poder hablar con Don
Caralampio en privado. Para mí, ya era suficiente problema tener que llevar a
Alpin a conocer a la que podría convertirse en su futura esposa. Lo de hacer el
camino en ese momento era una complicación añadida. Se trata de un viaje
espiritual, que hay que emprender en serio y conociendo a Alpin yo me sentía
como si estuviese participando en algo irrespetuoso. Para los humanos hay dos
maneras de ir de peregrinación y obtener el certificado de haber completado el
viaje con éxito. Los auténticos creyentes obtienen un certificado muy especial
al final del viaje, que les proporciona beneficios espirituales. Los peregrinos
que no son estrictamente creyentes también pueden obtener un certificado, de
otro tipo, si han emprendido el viaje buscando iluminación espiritual, aunque
sea por sus razones personales. Yo pensaba que las razones de Alpin para querer
realizar este viaje no le darían derecho ni a este segundo documento. Así que
me sentía como un hipócrita o algo peor al tener que hablar con Don Caralampio.
“¿Eres
el muchacho FitzOberon? Don Alonso ya te habrá dado tu pasaporte. ¿Vienes a por
el primer sello?” preguntó Don Caralampio. “Don Alonso dijo que vendrías.”
“No
me lo merezco,” dije. “No puedo concentrarme en nada serio ahora mismo. Tengo
que llevar a toda esta comitiva al fin del mundo y esto está minando mi
cordura. Además, todos esos que hay ahí atrás, incluyendo a la nevera, van a
pedirle un pasaporte y el primer sello. Les he intentado explicar que no íbamos
a conseguir nada de eso, porque hacer el camino sólo va a complicar este viaje
conflictivo que hemos de hacer. Al final les he traído hasta aquí engañados
porque no podía seguir discutiendo. No daba más de mí, así que les dije, vale,
haremos el camino, pero no lo dije en serio.”
“¿Y
por qué no han de conseguir lo que buscan? Tú les has traído hasta aquí. Ya van
de camino.”
“Yo
no sé si entienden bien de qué va el camino.”
“¿Lo
entiendes tú?” me preguntó Don Caralampio.
“Dime, hijo, ¿estás al borde de un ataque de nervios? Ese es el único
problema que yo veo aquí.”
“Créame,
usted no quiere ver el problema que traigo conmigo,” dije yo, cada vez con
menos ganas de contarle quién era Alpin.
“Esto
no es sobre comienzos. Es sobre finales. Es sobre cuando has alcanzado tu meta.
Entonces es cuando puedes juzgar lo que has conseguido o no. Nunca antes. Todas
esas criaturas que te siguen están alegres y sonrientes y felices de haber
comenzado a andar. No seas un aguafiestas. No intentes detenerles, pues han de
llegar allí donde el camino les lleve. Detenerles no te ayudará a ti a llegar a
ninguna parte. Bien, pues deja que les dé sus pasaportes y el primer sello y lo
que haga falta para que podáis hacer esto como está mandado. Y deja de
preocuparte. Un cazo invertido no contiene nada bueno, a una herradura en omega
se le escapa la buena suerte y a una boca que hace pucheros también. Sonríe. Un
líder ha de mostrar entusiasmo. No tienes ni idea lo que he visto venir por el
camino de las hadas. La mayoría de los peregrinos que toman este camino en
realidad van a San Andrés. Ya sabes como se dice que si has visitado a Santiago
en vida pero no has llegado a saludar a San Andrés, tendrás que acercarte a ver
a ese otro apóstol cuando estés muerto. Pues eso hace la mayoría de los pelegrinos
que cogen este camino. Pero sí que han pasado por aquí unos cuantos
personajillos. No voy a entrar en detalles, pero no hay nada que no hayamos
visto tirar por el camino de las hadas.”
Yo
sabía lo que Don Caralampio quería decir sobre viajar a San Andrés. Los
peregrinos que visitan la catedral de Santiago suelen prolongar su
peregrinación algo más para llegar hasta San Andrés de Teixido, que está en el
fin del mundo. Los que terminan su peregrinación en Santiago tendrán que
peregrinar hasta San Andrés una vez que hayan muerto si es que quieren entrar
en el cielo. En cuanto a lo que hubiese visto Don Caralampio pasar por el
camino, pues estaba a punto de ver a Alpin si mi amigo se decidía a mostrar su peor lado.
“Nosotros
vamos a ambos sitios, me temo,” dije yo.
“¿Tú
temes? ¿Quieres dejar de asustarte?
¿Cómo te vas a enfrentar a los peligros que pueda haber ahí fuera si estás tan
asustado?”
“No
tengo ningún miedo de lo que me pueda encontrar ahí fuera. Lo que yo voy a
sacar ahí fuera es lo que me tiene asustado. Sé que voy a causar problemas.”
“¡Bah!” dijo Don Caralampio. Dejo de
intentar animarme y se fue a entregar credenciales y sellar pasaportes. Para mi
gran alivio, hasta las mulas y la nevera recibieron pasaportes con un primer
sello. “De camino a San Andrés, gran cuidado habréis de tener de no matar a
ningún animal, ni siquiera al insecto más pequeño. Muchos de los que no han ido
a San Andrés en vida, van ahora bajo la humilde forma de animalillos, sobre
todo de pájaros y hormigas.” Al oír esto, supe que él era mucho más abierto de
lo que yo había temido que iba a ser, y me di cuenta de que mis temores me
habían hecho juzgar mal, y el poco sofisticado era yo.
Antes
de irnos, Don Caralampio me advirtió que tuviese mucho cuidado con la Santa
Compaña.
“Si
tenéis que dormir bajo las estrellas alguna noche, asegúrate de que todos se
escondan entre los matorrales. Que nadie se quede a plena vista de la
carretera. Podría pasar por ahí la Santa Compaña. Si te ven, te forzarán a
acompañarles, y tendrás que vagar por ahí ensombreciendo la noche hasta que
atrapen a otro desgraciado que te sustituya.”
Yo estaba enterado de lo de la Santa Compaña. No había pensado en ella, por lo preocupado que me tenía el hambre de Alpin y los posibles estragos que podría causar. Nauta nos había contado como en una ocasión le había atrapado el equivalente clásico de la Santa Compaña. Este era la pavorosa banda de Melínoe, princesa del inframundo. Hija de Hades y de Perséfone, Melínoe, mitad blanca y mitad negra, era la diosa de los fantasmas. Salía todas las noches del averno, acompañada por una jauría de perros horrísonos, y una horda de fantasmas que todavía tenían cosas que hacer en el mundo de los vivos. Si tenías la desgracia de topar con ella, te morías del susto ahí mismo. Y la banda apresaba tu alma y se la llevaba al infierno. Daba lo mismo que ya fueses un fantasma. Te cogían igual. Y a Nauta le llevó meses salir del inframundo si recuerdo bien, puesto que a ese lugar es fácil entrar pero casi imposible es salir sin un permiso.
En
cuanto a la Santa Compaña, no tiene nada de santa. Sólo le aplican ese adjetivo
para no ofender a sus quisquillosos miembros, ánimas de las más perturbadas que hay en el Purgatorio. Don Caralampio me explicó que la
mayoría de los mortales sólo podían ver al ser que lideraba esta procesión. El líder era visible porque se trataba de un mortal abducido por
la compaña. Este desdichado o desdichada pasaba el día entre su gente, que se preocupaba
porque le veía cada vez más pálido y enfermo. Eso era porque de noche tenía que
salir de su cama para unirse a la procesión y liderarla cargando una gran cruz
y un caldero con agua bendita. Tras noche tras noche sin dormir, la pobre víctima al fin quedaba extenuada y era hallada
muerta en su cama una mañana. Un mortal sólo se podía librar de este triste
destino si conseguía que otro le sustituyese. Para evitar convertirse en
víctima, una persona que estuviese deambulando fuera de casa por la noche tenía
que esconderse en cuanto le llegase el olor de cera ardiendo, o escuchase
lamentos o rezos que no venían de ninguna parte, o sintiese como se movía el
aire de forma extraña debido al paso de seres amortajados. Si el humano que
encabezaba la procesión te veía, te pediría que sostuvieses la cruz por él un
segundo. Tenías que contestar que tú ya cargabas una cruz. Y correr. Si te daba
tiempo, también tenías la opción de dibujar un círculo en el suelo y saltar
dentro.
“No
llevas ningún mortal en tu grupo, creo yo,” dijo Don Caralampio. “¿Pues sabes
qué? Mucho peor. Las almas estas no pueden ver a seres sobrenaturales que no
sean de su especie. Os cogerían a todos y os encerrarían en el purgatorio para
siempre. O puede que os arrastrasen hasta el infierno y os vendiesen como esclavos a los demonios.”
Me
di cuenta de que teníamos que salir ya mismo si queríamos llegar a Toledo antes
de que oscureciese. Di las gracias a Don Caralampio por sus atenciones y nos
despedimos con celeridad.
Él
me detuvo un segundo más. Tenía que advertirme de más peligros.
“Bajo
ninguna circunstancia entréis en una iglesia ocupada después de las doce de la
noche. Aunque estén cayendo chuzos de punta ahí fuera, si ves luces en una
iglesia y te parece escuchar a gente rezando ahí dentro, no cometas el error de
pensar que quien haya ahí te va a ayudar. Lo que hay ahí dentro en ese momento
no lo va a hacer. Ah, y anda por ahí también una cosa llamada la Procesión de
Meigas. Si se cruzan en tu camino, te invitarán a unirte a ellas. Si puedes
fingir que nada viste ni oíste, hazlo. Y si no, rechaza la invitación amable
pero brevísimamente y sal pitando. O nunca llegarás a tu meta.”
Volví
a despedirme y nos fuimos de inmediato. A pesar de lo rápido que nos marchamos,
pude oír a Don Caralampio gritar, “¡Anímo, muchacho! ¡Sonríe! ¡Irradia alegría!”
“¿Por qué de pronto estamos corriendo?”
protestó Alpin.
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