194. Efraín Ruiz de Toledo
Alpin fingió ser manso y civilizado mientras
estuvimos con Don Caralampio. Y permaneció bastante quieto y callado mientras
cabalgábamos a Toledo. Solo abrió la boca dos veces. La primera para preguntar
porque corríamos, como dije en el capítulo anterior, y la segunda para exigir
un aperitivo tras haber cabalgado una hora. Afortunadamente se conformó con que
se lo proporcionase Frostina de lo que traía con ella. Esta le dio toneladas de
fruta y pan y queso. Pero antes de empezar a comer todo eso, Alpin nos advirtió
que en cuanto llegásemos a Toledo iba a
querer probar las especialidades del lugar. Sacó el mapa gastronómico que se
había fabricado y dijo que tocaba tomar carcamusa y arroz a la toledana al
mediodía. Y el postre sería mazapán de Peces, porque había leído que ese era el
mejor. Mientras Alpin se zampaba su desayuno, yo estaba intentando elucubrar
algún plan para que Alpin pudiese conseguir las especialidades locales sin que
nos corriesen a sartenazos de las casas de comidas y a palos y pedradas de los
pueblos y ciudades. Por supuesto que íbamos a evitar los restaurantes de los
mortales. Pero incluso en los de las hadas iba a haber turbulencias. El
problema no era el precio de toda la comida que íbamos a requerir. Los bolsillos
de las hadas siempre tintinean con oro feérico. Era que las cantidades que
íbamos a necesitar asustarían a los nativos hasta el punto de agredirnos. Yo no
encontraba solución, pero Frostina me hizo señas para que fuese a hablar con
ella. Y me la proporcionó. La mejor de las soluciones.
“Manda a Vicentico y a ese sobrinillo suyo
que se adelanten a nosotros en cuanto nos acerquemos a Toledo. Que vayan a las
mejores casas de comidas de hadas y pidan raciones diminutas, como para ellos,
de todo lo que pide en su lista la fiera. Que las traigan aquí consigo, y tú meterás esas raciones
diminutas dentro de mí y yo las multiplicaré hasta que todos quedemos
saciados. Solo tendrás que calentar la comida.”
“¿Tu puedes hacer eso?” dije yo, estupefacto.
“Creía que Finbar te había fabricado para que produjeses una cantidad ilimitada
de cinco comidas diarias, distintas cada día de la semana. Creía que los menús
eran fijos y que no podías producir nada más que lo que estas programada para
producir.”
“Correcto,” dijo Frostina. “Así es. Pero
ahora tengo un arma secreta. Secreta porque la tengo que devolver cuando
regresemos a casa. Alpin no debe saber que la tengo, porque querrá quedársela y
no es posible.”
“¿Y yo puedo saber qué es?”
“Don Caralampio me ha dado una pequeña
reliquia de San Caralampio. Cuando este santo fue martirizado y su cuerpo
despedazado por sus verdugos, los fieles se hicieron con los restos como
pudieron y se los llevaron a distintos templos. El santo pidió al Altísimo un
favor que le fue concedido. Nadie pasaría hambre en los lugares en los que se
venerase alguna reliquia suya.”
“¿Tú tienes una reliquia y esta va a funcionar?”
“Don Caralampio dice que eso de nadie incluye
a Alpin. Así que sí.”
Y sí, sí era sí. Y yo me sentí en la gloria
al haberme quitado este peso de encima. Lo único que teníamos que hacer era
enseñarle la comida elegida a Alpin antes de que gritase que quería ir a este o
aquel restaurante en particular y él no podía resistirse a zampársela ahí mismo
en el rincón junto a la carretera que hubiésemos elegido para comer. Así
logramos que no tuviese contacto alguno con los restauradores, fuesen mortales
o hadas. Sólo teníamos que acercarnos a los sitios en los que nos sellarían los
pasaportes. Jamás podré agradecerle esto a Don Caralampio lo suficiente.
“¿Dónde puedo conseguir falsas perdices?”
preguntó Alpin. “Las quiero para la cena.”
Vicentico y Dolfitos consiguieron todo lo que
Alpin exigía. Almorzó espléndidamente en cuanto entramos en la provincia de
Toledo y luego vagamos por ahí admirando el río y sus meandros y otras vistas
maravillosas de los cigarrales y la ciudad. Alpin tomó helado y pasteles para
merendar y falsas perdices y mazapán con merengue para cenar. Cuando había
acabado de cenar, estando ya el cielo oscuro, yo llamé a la puerta de Efraín de
Toledo. Era un poco tarde, pero yo había pensado que era mejor llegar cenados.
Efraín Ruiz de Toledo es el tío de mi amigo
Ariel, que también es sobrino de María Profetissima. María, que enseña alquimia
a mis hermanas, es muy buena amiga de mi madre, al igual que Ariel es muy buen
amigo mío. Cuando Ariel, un muchacho humano de gran promesa murió a la
prematura edad de once años, su fantasma quedó al cuidado de María, que le
trajo a casa de mis padres para que jugase conmigo y me enseñase hebreo. Yo
tenía entonces cinco años, pero los niños hada somos muy espabilados y Ariel
era amable con niños menores que él y nos llevamos estupendamente. Todos mis
hermanos y hermanas hablan latín y entienden griego antiguo, y la mayoría se
han interesado por otras lenguas supuestamente muertas o agonizantes.
Cuando los abuelos de Ari murieron año y pico
después que él, principalmente de tristeza, Ariel se fue a pulular por los
mismos lugares que ellos encantaban. Pero no perdimos el contacto del todo. Nos
escribíamos cartas, y en ocasiones señaladas comunicábamos por nuestras bolas
de cristal. Cuando yo llamé a Ari para explicarle que había desaparecido
durante años por culpa de una depresión, retomamos nuestras antiguas
costumbres. Cuando él se enteró que iba a hacer el Camino, me dijo que
contactase con su tía María, porque ella iba a querer que le hiciese un favor.
María me pidió que llevase una caja llena de papeles a su pariente Efraín de
Toledo. Me aseguró que el contenido de la caja no causaría ningún daño a nadie
y me dijo que yo la podía abrir y leer su contenido cuando quisiera. Yo
respondí que no iba a hacer falta, ya que en el mundo de las hadas no hay aduanas.
Yo me fiaba de ella plenamente. María también me dio una bolsita con dieciocho monedas
antiguas, para que hiciese una buena obra con ellas cuando llegase a mi
destino.
Aunque yo le dije a Efraín que ya habíamos
cenado, él respondió que nos estaba esperando y nos hizo volver a cenar. Era
evidente que alguien le había avisado sobre como comía Alpin, por la cantidad
de comida que había preparado. Alpin comió tanto que se fue a la cama en cuanto
acabó de recenar. Yo me quede para charlar un poco con Efraín. Antes de que pudiese
darle la caja de María, él dijo, “Quiero enseñarte algo por si tienes algún
problema de camino al fin del mundo. O a la vuelta.”
Efraín me llevó a una habitación donde abrió
un armario y alzó una trampilla. Descendimos por una escalera de piedra con una
barandilla de hierro. Llegamos a una doble puerta que abrió y pasamos a un
lugar maravilloso. Se trataba de una cámara muy bien iluminada cuyas paredes y
techo estaban totalmente decoradas con conchas marinas que formaban
espectaculares símbolos. Cruzamos otras dos cámaras decoradas también con
conchas. Y llegamos a un ancho túnel también bien iluminado y con techo y
paredes también recubiertas de conchas. Me dijo que ese túnel llegaba al mar,
ahí en Finisterre, el fin del mundo.
“Si tienes algún problema a la ida, puede que
te convenga utilizar esta ruta. Y lo tengas o no a la vuelta, puede que te
convenga utilizarla por ser muy rápida, todo recto. Te daré un mapa que señala
los lugares de acceso al túnel.”
Estudié brevemente, por lo rápido que
pasamos, los patrones que las conchas formaban en las paredes y vi que los
diseños de la primera cámara eran símbolos de planetas y estrellas. Los de la
segunda cámara eran símbolos utilizados por alquimistas. Los de la tercera, no
pude entender. No me sonaban de nada. Pero ya en el túnel pude volver a leer
las paredes.
“Esto son sigilos. Se trata de nombres
de…¿ángeles?”
Efraín asintió con la cabeza.
“¿Es una lista completa? ¿Están en este túnel
todos los nombres de todos los ángeles?”
“No, porque cada vez que alguien hace una
buena obra nace un ángel y yo no puedo abarcar tanto. Y no cabrían aquí, a
pesar de lo largo que es el túnel. Esta es una lista de los ángeles que yo
conozco.”
“Estoy impresionado y he de admitirlo,” dije
yo.
Volvimos a casa de Efraín y él me dio el mapa
que había mencionado y yo le entregué la caja que me había dado María para él.
“¿Te ha dado algo más?”
“Me ha dado dieciocho monedas para hacer una
buena obra al final del camino.”
“Entonces yo te daré diecisiete conjuntos de
dieciocho monedas para que puedas hacer el bien, si no te importa molestarte en
hacerlo. ¿Pido demasiado?”
Yo le aseguré que no me suponía ninguna
molestia y me encantaría ser de utilidad. Él me advirtió que tuviese cuidado si
utilizaba las monedas para ayudar a humanos, que sería lo más probable.
“Estas son monedas antiguas. Asegúrate de que
los que las reciban sepan que son las únicas disponibles, o puede que caven la
tierra bajo tus pies para buscar más.”
Yo tenía claro que dejaría las monedas de noche con una nota que explicase que eran antiguas y no había más. Nadie me vería entregarlas, y esperaba que los que las recibiesen no fuesen tontos y contasen a cualquiera lo que habían recibido. También advertiría sobre eso en las notas que dejaría. Si las personas que las iban a recibir no me parecían muy listas, cambiaría las monedas antiguas por su equivalente en monedas actuales.
Dormí poco esa noche. Me levanté mucho antes
de que amaneciese y fui a ver a Frostina, para que ella y yo pudiésemos
preparar el desayuno de Alpin antes de que la cocinera de Efraín tuviese que
hacerlo. Cuando los demás se despertaron, todo estaba listo y la mesa puesta
para todos.
“Esto no era necesario,” dijo Efraín, pero
parecía contento. La cocinera sin duda lo estaba. Añadió bagels y latkes y
cholent y challah y unas aceitunas estupendamente aliñadas a nuestra comida,
pero parecía mucho más feliz que la noche anterior.
Y en cuanto acabamos de desayunar y recoger y
despedirnos, volvimos al Camino.
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