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domingo, 31 de julio de 2022

195. De Toledo a Puebla de Sanabria

 

195. De Toledo a Puebla de Sanabria

Al salir de Toledo cabalgamos un par de horas y paramos porque para Alpin era la hora del aperitivo. Cabalgamos otro par de horas, y llegamos a Escalona, donde Alpin almorzó a base de falsos conejos al ajillo y falsas liebres con arroz entre otras especialidades del lugar. De postre tomamos cortadillos, que yo creía eran cosa de los andaluces, pero que por lo visto en Escalona también los había buenos, y mucha fruta, que estaba muy buena. Almorzamos junto al río Alberche, bajo la sombra de un árbol que resultó ser algo más que un melocotonero cualquiera. Se nos aparecieron dos doncellas, una que surgió de la tierra que rodeaba el árbol y otra que saltó a tierra desde sus ramas. No había manera de saber cuál era más hermosa, porque a veces una lo parecía y luego lo parecía la otra, aunque esta otra no parecía cambiar de aspecto. Aunque las dos nos saludaron, hablar solo una habló. La otra se dedicaba mientras a hacer muecas detrás de su compañera, como burlándose de lo que decía.  

“Este,” nos dijo la doncella que hablaba, “es el famoso árbol de la mentira y la verdad. Lo sabíais, ¿no? Por eso os habéis sentando aquí.”

“No, no lo sabíamos,” dije yo. “¿No estará a punto de derrumbarse?”

“Ya no hace eso,” dijo la doncella sonriendo. “Ahora solo se cuenta aquí su historia al que no la sabe.”

Por si alguno no la sabe, era este un árbol que se habían repartido entre las dos la Mentira y la Verdad. La Mentira convenció a la Verdad para que esta se quedase con las raíces, que dijo eran la mejor parte del árbol, puesto que lo sostenían. La mentira se quedó con las ramas, las flores y frutas y la sombra que daba el árbol. Como la Verdad no tenía fruta con la que alimentarse, acabó comiéndose las raíces. Y el árbol se colapsó.

“Ese cuento es tonto,” dijo Alpin. “Contarme otro.”

“Nosotras no sabemos otro, pero por ahí viene Patronio, que sabe unos cuantos.”

“Vaya,” dije yo. “No pensé que hallaríamos a este señor en Escalona. Bueno, ni en ninguna otra parte. Pero es un honor.”

Patronio se acercó y nos preguntó si éramos los amigos de Don Quijote. Este había pasado por ahí el día anterior y le había contado que tras él venía otro grupo de peregrinos. Nos había reconocido primero por la gualdrapa que llevaba mi caballo, que era de un verde claro con el dibujo de tres liebres saltando en un prado de un verde más oscuro. Eso es lo que significa mi nombre, Arley, prado de liebres. Y luego Patronio nos reconoció más allá de la duda al ver la enorme nevera de Alpin, que nos volvía inconfundibles.

Patronio a mi apenas me miró a la cara, pero no le quitaba ojo de encima a Alpin, que parecía tenerle fascinado. Pienso que algún cuento sapiencial estaría elaborando en torno a mi amigo. Claro que el que por vez primera ve comer a Alpin difícilmente no queda estupefacto. Alpin no tardo en exigirle que nos contase alguno de esos cuentos que se sabía y yo le invite a compartir nuestro almuerzo.

“¿Pero habrá bastante?” me preguntó sotto voce Patronio.

“Sí, sí. El tema de las viandas lo tenemos milagrosamente resuelto.”

Patronio nos contó tres cuentos, siendo solo el último del agrado de Alpin, que lo encontró demasiado interesante.

Era ese que va de un hombre cargado de piedras preciosas que tiene que cruzar un río y prefiere ahogarse en él antes que desprenderse de las piedras.

“Usted es de aquí, ¿no? Pues seguro que el debilucho de las piedras también. Mi instinto me dice que se ahogó aquí mismo en esta parte del Alberche.”

Para sorpresa de todos Alpin dejó de comer la mitad de los cortadillos que tenía en su más que plato bandeja, se quitó los zapatos y se metió en el Alberche.

“Seguro que ese tesoro sigue por aquí. Arley, ¿ves esa gran piedra que hay ahí? Álzala. Que tal vez el tesoro esté debajo.”

“En eso estoy pensando,” dije yo, que entre la cabalgata y mi alergia al polvo del camino estaba como para dedicarme al pulseo de piedras enormes.

“Eres bobo y aguafiestas. Y egoísta. No quieres que yo encuentre ese tesoro. Si no lo quieres hacer tú, al menos ata la piedra a alguno de los caballos y que tiren de ella.”

“Para eso están los caballos,” dije yo. “Ni modo, que ya tienen bastante con aguantarnos a nosotros. A ver si se van a encabritar y largar a casa dejándonos aquí tirados. Que el nuestro es un país libre, Alpin.”

“Pues atraviesa tú la piedra, que se te da mejor que a mí atravesar paredes.”

Al final, yo también acabe metido en el agua, fingiendo ayudar a Alpin a buscar el tesoro. La verdad es que con el agua se me fueron la alergia y el polvo, así que me vino bien. Para cuando Alpin se cansó de nadar por ahí, estaba el sol por ponerse. Yo me senté en la gran roca que había tenido que atravesar para ver la puesta del sol y un gran número de carpas y barbos la rodearon, supongo que para hacer lo mismo, porque no me mordieron ni mostraron agresividad.

“¿Dónde vais a dormir esta noche?” me preguntó Patronio.

“Por lo que estoy viendo, yo en esta roca,” le contesté.

“Podéis dormir en el fantasma del castillo del condestable. No es albergue, pero yo lo arreglaré para que podáis cobijaros ahí.”

Y sí, allí dormimos esa noche.

A la mañana siguiente, reemprendimos el viaje. Las mulas nos pidieron que parasemos a saludar a los toros de Guisando, cosa que nos agradó mucho hacer, pues resultaron ser muy simpáticos y hasta cariñosos. En nuestro mundo tienen sus cuernos bien puestos y te hablan de cosas que han visto pasar por ahí desde la edad de hierro, pues saben la tira de cosas, aunque de su territorio no se mueven nunca.  Alpin se quejó de que estaba harto de mazapán y se puso a comer yemas de Santa Teresa por un tubo. Los toros, maravillados, le propusieron un concurso. Él contra los cuatro, todos comiendo yemas, a ver quién podía con más. Alpin logró comer más que ellos cuatro juntos. Los toros tomaron bien su derrota. Felicitaron a Alpin, dijeron que no se olvidarían de él jamás, y que ya tenían otra cosa más que contar. Alpin se sintió muy halagado. Antes de irnos, los toros nos sellaron los pasaportes con un sello muy chulo que les representaba a los cuatro.  

Seguimos por una carretera que dicen del oso, y luego llegamos de algún modo, la verdad es que a estas alturas yo ya no sabía lo que estaba haciendo, al río Adaja. Allí almorzamos. Llegamos al castillo de Arévalo, donde yo tenía intención de que pasásemos la noche, pues hoy, como muchos castillos, es albergue de seres sobrenaturales. Pero resultó que la zona humana de ese castillo ahora tiene algo que ver con un ministerio de alimentación de mortales, y me dio reparo entrar ahí, por si se cruzaban los dos mundos y Alpin entrase en contacto con comida de los humanos. Así que tiramos para adelante hasta llegar al castillo de la Mota, ya muy tarde.

Allí, para nuestra sorpresa, nos encontramos con un fantasma alucinante. Fue Alpin quien reconoció a la triste y solitaria figura, acribillada de lo que parecían ser heridas de lanza, que apareció ante nosotros.

“Tú eres el tío ese que decía eso de César o reviento. ¿A qué sí? Por la pinta que traes, supongo que hoy ha tocado reventar. ¿Supongo bien? ¿O es que siempre vas hecho un asco?”

César Borgia  había vuelto a por algo que en ese lugar había dejado olvidado. Estaba sólo, manchado con barro y sangre, y sí, como lleno de heridas de lanza o algo así, y me dio pena, y por eso, y porque le había echado una miradita a Alpin de esas que hielan la sangre y se traducen en un mal rollo inmediato, le pregunté amablemente si quería cenar con nosotros.

“Un mal día lo tenemos todos. Que acabe al menos con una buena cena. Te invito a cenar. Va a estar todo buenísimo. Ya lo verás.”

Algo de miedo me dio invitar a un Borgia a cenar, pero como la comida era nuestra y no suya, me dije a mi mismo que no pasaría nada. César debía estar hambriento, porque aceptó.  Vicentico y Dolfitos se pasaron la cena vigilando de cerca las sortijas que César lucía, que eran varias, grandes y vistosas, con piedras esplendidas que no ocultaban del todo la presencia de bisagras y cerraduras pero, quitando el comentario impertinente de Alpin, que se concentró en la comida y no volvió a dirigirle la palabra a César,  él fantasma no tenía razones para querer envenenarnos y no lo hizo. Nos explicó que cuando vivía, tenía un mal pronto, pero que no era para menos, al estar amenazado por todas partes. Ahora que se le había pasado algo la ansiedad, estaba más tranquilo. No todo el mundo puede decir que ha cenado con este fantasma, y nosotros ahora sí. Hasta nos dijo que nos devolvería la invitación si pasábamos por Roma. Ya veremos.       

A la mañana siguiente salimos algo tarde pero pitando para Benavente. Llegamos a la Iglesia de Santa María del Azogue justo a tiempo de ver al sol del mediodía iluminar a la hermosa imagen de la Virgen de la Anunciación. De lo que comió Alpin, destacan los pimientos, pues se puso más rojo que morado comiendo toneladas de ellos, y las falsas ancas de rana también le privaron. Y también tomó bollos y rosquillas en cantidades ingentes. Rosquillas de trancalapuerta, rosquillas de ángel, rosquillas del ramo, de todas devoró. La verdad es que de tarta cister, con su relleno de almendra, sus cerezas, huevo hilado, canela y almíbar, nos pusimos desvergonzadamente morados todos.

Tras la comilona, salimos de Benavente y empezó a cambiar el paisaje, viéndose cada vez más verde. Cabalgamos hasta Santa Marta de Tera, dónde pudimos saludar a otra imagen famosa, la más antigua que hay de Santiago Peregrino. Nos pusimos muy contentos al verla, porque ahora sí que sentíamos que estábamos avanzando en el camino.

Tiramos para adelante, y llegamos a un río llamado Río Negro, y entre zarzas, Alpin volvió a degustar especialidades locales, entre ellas un arroz con setas y una ensalada de frutas preparadas por el hada Cebollo, que tenía por ahí un Parador, aptamente llamado El Parador del Hada Cebollo, y que salió a nuestro encuentro, porque era amigo desde la adolescencia de Finisterre Fishfín, que le dijo que veníamos y en cuanto sus vigías le avisaron que estábamos a tiro, en lugar de salir con una escopeta se manifestó con cantidades ingentes de comida que había preparado con entusiasmo porque estaba obsesionado con conocer el fenómeno Alpin. Según dijo, se había fugado de casa de niño para ser contrabandista en Galicia y vivir la vida pirata y allí se conocieron los dos cocineros. Pasamos la noche en el parador y al despedirnos la mañana siguiente, Cebollo selló nuestros pasaportes con un sello con, como no, una gran cebolla. Y como era un tío valiente, o mejor dicho, temerario, le dijo a Alpin que si volvíamos a pasar por ahí, le prepararía una sopa de cebolla según la receta de la abuela burgalesa de su novia. Sí que le tenía que gustar correr riesgos a ese.

A Puebla de Sanabria llegamos al día siguiente. Su castillo tiene un museo humano muy majo, que supimos apreciar, recorriéndolo invisibles, al igual que el Museo de Gigantes y Cabezudos. Hay dos secciones en este segundo museo. La humana, que está muy bien, y la sobrenatural, en la que se encuentran gigantes y cabezudos fabricados por seres sobrenaturales y también fantasmas de otros gigantes y cabezudos, fabricadas por humanos, que pasaron a mejor vida. Muy simpáticas, casi todas estas máscaras.

Y tras comer junto al Tera, donde Alpin se puso morado a base de habones, berzas y cucurriles, reinetas asadas y arroz con leche vuelto marrón por la cantidad de canela que le echó, todo regado con una  sidra estupenda, proseguimos nuestro camino con intención de entrar ya, a ser posible, triunfalmente, en Galicia.       

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