195. De Toledo a Puebla de Sanabria
Al salir de Toledo cabalgamos un par de horas
y paramos porque para Alpin era la hora del aperitivo. Cabalgamos otro par de
horas, y llegamos a Escalona, donde Alpin almorzó a base de falsos conejos al
ajillo y falsas liebres con arroz entre otras especialidades del lugar. De
postre tomamos cortadillos, que yo creía eran cosa de los andaluces, pero que
por lo visto en Escalona también los había buenos, y mucha fruta, que estaba
muy buena. Almorzamos junto al río Alberche, bajo la sombra de un árbol que
resultó ser algo más que un melocotonero cualquiera. Se nos aparecieron dos doncellas,
una que surgió de la tierra que rodeaba el árbol y otra que saltó a tierra
desde sus ramas. No había manera de saber cuál era más hermosa, porque a veces
una lo parecía y luego lo parecía la otra, aunque esta otra no parecía cambiar
de aspecto. Aunque las dos nos saludaron, hablar solo una habló. La otra se
dedicaba mientras a hacer muecas detrás de su compañera, como burlándose de lo
que decía.
“Este,” nos dijo la doncella que hablaba, “es
el famoso árbol de la mentira y la verdad. Lo sabíais, ¿no? Por eso os habéis
sentando aquí.”
“No, no lo sabíamos,” dije yo. “¿No estará a
punto de derrumbarse?”
“Ya no hace eso,” dijo la doncella sonriendo.
“Ahora solo se cuenta aquí su historia al que no la sabe.”
Por si alguno no la sabe, era este un árbol
que se habían repartido entre las dos la Mentira y la Verdad. La Mentira
convenció a la Verdad para que esta se quedase con las raíces, que dijo eran la
mejor parte del árbol, puesto que lo sostenían. La mentira se quedó con las
ramas, las flores y frutas y la sombra que daba el árbol. Como la Verdad no
tenía fruta con la que alimentarse, acabó comiéndose las raíces. Y el árbol se
colapsó.
“Ese cuento es tonto,” dijo Alpin. “Contarme
otro.”
“Nosotras no sabemos otro, pero por ahí viene
Patronio, que sabe unos cuantos.”
“Vaya,” dije yo. “No pensé que hallaríamos a
este señor en Escalona. Bueno, ni en ninguna otra parte. Pero es un honor.”
Patronio se acercó y nos preguntó si éramos
los amigos de Don Quijote. Este había pasado por ahí el día anterior y le había
contado que tras él venía otro grupo de peregrinos. Nos había reconocido
primero por la gualdrapa que llevaba mi caballo, que era de un verde claro con
el dibujo de tres liebres saltando en un prado de un verde más oscuro. Eso es
lo que significa mi nombre, Arley, prado de liebres. Y luego Patronio nos
reconoció más allá de la duda al ver la enorme nevera de Alpin, que nos volvía
inconfundibles.
Patronio a mi apenas me miró a la cara, pero
no le quitaba ojo de encima a Alpin, que parecía tenerle fascinado. Pienso que
algún cuento sapiencial estaría elaborando en torno a mi amigo. Claro que el
que por vez primera ve comer a Alpin difícilmente no queda estupefacto. Alpin
no tardo en exigirle que nos contase alguno de esos cuentos que se sabía y yo
le invite a compartir nuestro almuerzo.
“¿Pero habrá bastante?” me preguntó sotto
voce Patronio.
“Sí, sí. El tema de las viandas lo tenemos
milagrosamente resuelto.”
Patronio nos contó tres cuentos, siendo solo
el último del agrado de Alpin, que lo encontró demasiado interesante.
Era ese que va de un hombre cargado de
piedras preciosas que tiene que cruzar un río y prefiere ahogarse en él antes
que desprenderse de las piedras.
“Usted es de aquí, ¿no? Pues seguro que el
debilucho de las piedras también. Mi instinto me dice que se ahogó aquí mismo
en esta parte del Alberche.”
Para sorpresa de todos Alpin dejó de comer la
mitad de los cortadillos que tenía en su más que plato bandeja, se quitó los
zapatos y se metió en el Alberche.
“Seguro que ese tesoro sigue por aquí. Arley,
¿ves esa gran piedra que hay ahí? Álzala. Que tal vez el tesoro esté debajo.”
“En eso estoy pensando,” dije yo, que entre
la cabalgata y mi alergia al polvo del camino estaba como para dedicarme al
pulseo de piedras enormes.
“Eres bobo y aguafiestas. Y egoísta. No
quieres que yo encuentre ese tesoro. Si no lo quieres hacer tú, al menos ata la
piedra a alguno de los caballos y que tiren de ella.”
“Para eso están los caballos,” dije yo. “Ni
modo, que ya tienen bastante con aguantarnos a nosotros. A ver si se van a
encabritar y largar a casa dejándonos aquí tirados. Que el nuestro es un país
libre, Alpin.”
“Pues atraviesa tú la piedra, que se te da
mejor que a mí atravesar paredes.”
Al final, yo también acabe metido en el agua,
fingiendo ayudar a Alpin a buscar el tesoro. La verdad es que con el agua se me
fueron la alergia y el polvo, así que me vino bien. Para cuando Alpin se cansó de
nadar por ahí, estaba el sol por ponerse. Yo me senté en la gran roca que había
tenido que atravesar para ver la puesta del sol y un gran número de carpas y
barbos la rodearon, supongo que para hacer lo mismo, porque no me mordieron ni
mostraron agresividad.
“¿Dónde vais a dormir esta noche?” me
preguntó Patronio.
“Por lo que estoy viendo, yo en esta roca,”
le contesté.
“Podéis dormir en el fantasma del castillo
del condestable. No es albergue, pero yo lo arreglaré para que podáis cobijaros
ahí.”
Y sí, allí dormimos esa noche.
A la mañana siguiente, reemprendimos el
viaje. Las mulas nos pidieron que parasemos a saludar a los toros de Guisando,
cosa que nos agradó mucho hacer, pues resultaron ser muy simpáticos y hasta
cariñosos. En nuestro mundo tienen sus cuernos bien puestos y te hablan de
cosas que han visto pasar por ahí desde la edad de hierro, pues saben la tira
de cosas, aunque de su territorio no se mueven nunca. Alpin se quejó de que estaba harto de mazapán
y se puso a comer yemas de Santa Teresa por un tubo. Los toros, maravillados,
le propusieron un concurso. Él contra los cuatro, todos comiendo yemas, a ver
quién podía con más. Alpin logró comer más que ellos cuatro juntos. Los toros
tomaron bien su derrota. Felicitaron a Alpin, dijeron que no se olvidarían de
él jamás, y que ya tenían otra cosa más que contar. Alpin se sintió muy
halagado. Antes de irnos, los toros nos sellaron los pasaportes con un sello
muy chulo que les representaba a los cuatro.
Seguimos por una carretera que dicen del oso,
y luego llegamos de algún modo, la verdad es que a estas alturas yo ya no sabía
lo que estaba haciendo, al río Adaja. Allí almorzamos. Llegamos al castillo de
Arévalo, donde yo tenía intención de que pasásemos la noche, pues hoy, como
muchos castillos, es albergue de seres sobrenaturales. Pero resultó que la zona
humana de ese castillo ahora tiene algo que ver con un ministerio de
alimentación de mortales, y me dio reparo entrar ahí, por si se cruzaban los
dos mundos y Alpin entrase en contacto con comida de los humanos. Así que
tiramos para adelante hasta llegar al castillo de la Mota, ya muy tarde.
“Tú eres el tío ese que decía eso de César o
reviento. ¿A qué sí? Por la pinta que traes, supongo que hoy ha tocado
reventar. ¿Supongo bien? ¿O es que siempre vas hecho un asco?”
César Borgia había vuelto a por algo que en ese lugar había
dejado olvidado. Estaba sólo, manchado con barro y sangre, y sí, como lleno de heridas
de lanza o algo así, y me dio pena, y por eso, y porque le había echado una
miradita a Alpin de esas que hielan la sangre y se traducen en un mal rollo inmediato, le pregunté amablemente si
quería cenar con nosotros.
“Un mal día lo tenemos todos. Que acabe al menos con una buena cena. Te invito a
cenar. Va a estar todo buenísimo. Ya lo verás.”
Algo de miedo me dio invitar a un Borgia a cenar, pero como la comida era nuestra y no suya, me dije a mi mismo que no pasaría
nada. César debía estar hambriento, porque aceptó. Vicentico y Dolfitos se pasaron la cena
vigilando de cerca las sortijas que César lucía, que eran varias, grandes y
vistosas, con piedras esplendidas que no ocultaban del todo la presencia de
bisagras y cerraduras pero, quitando el comentario impertinente de Alpin, que
se concentró en la comida y no volvió a dirigirle la palabra a César, él fantasma no tenía razones para querer
envenenarnos y no lo hizo. Nos explicó que cuando vivía, tenía un mal pronto,
pero que no era para menos, al estar amenazado por todas partes. Ahora que se
le había pasado algo la ansiedad, estaba más tranquilo. No todo el mundo puede
decir que ha cenado con este fantasma, y nosotros ahora sí. Hasta nos dijo que
nos devolvería la invitación si pasábamos por Roma. Ya veremos.
A la mañana siguiente salimos algo tarde pero
pitando para Benavente. Llegamos a la Iglesia de Santa María del Azogue justo a
tiempo de ver al sol del mediodía iluminar a la hermosa imagen de la Virgen de
la Anunciación. De lo que comió Alpin, destacan los pimientos, pues se puso más
rojo que morado comiendo toneladas de ellos, y las falsas ancas de rana también
le privaron. Y también tomó bollos y rosquillas en cantidades ingentes.
Rosquillas de trancalapuerta, rosquillas de ángel, rosquillas del ramo, de
todas devoró. La verdad es que de tarta cister, con su relleno de almendra, sus
cerezas, huevo hilado, canela y almíbar, nos pusimos desvergonzadamente morados todos.
Tras la comilona, salimos de Benavente y
empezó a cambiar el paisaje, viéndose cada vez más verde. Cabalgamos hasta
Santa Marta de Tera, dónde pudimos saludar a otra imagen famosa, la más antigua
que hay de Santiago Peregrino. Nos pusimos muy contentos al verla, porque ahora
sí que sentíamos que estábamos avanzando en el camino.
Tiramos para adelante, y llegamos a un río
llamado Río Negro, y entre zarzas, Alpin volvió a degustar especialidades locales,
entre ellas un arroz con setas y una ensalada de frutas preparadas por el hada
Cebollo, que tenía por ahí un Parador, aptamente llamado El Parador del Hada Cebollo, y que salió a nuestro encuentro, porque era amigo desde la adolescencia
de Finisterre Fishfín, que le dijo que veníamos y en cuanto sus vigías le avisaron que estábamos a tiro, en lugar de salir con una escopeta se manifestó con cantidades ingentes de comida que había preparado con entusiasmo porque estaba obsesionado con conocer el fenómeno Alpin. Según dijo, se
había fugado de casa de niño para ser contrabandista en Galicia y vivir la vida pirata y allí se conocieron los dos cocineros. Pasamos la noche en el parador y al despedirnos
la mañana siguiente, Cebollo selló nuestros pasaportes con un sello con, como
no, una gran cebolla. Y como era un tío valiente, o mejor dicho, temerario, le
dijo a Alpin que si volvíamos a pasar por ahí, le prepararía una sopa de
cebolla según la receta de la abuela burgalesa de su novia. Sí que le tenía que
gustar correr riesgos a ese.
A Puebla de Sanabria llegamos al día
siguiente. Su castillo tiene un museo humano muy majo, que supimos apreciar, recorriéndolo
invisibles, al igual que el Museo de Gigantes y Cabezudos. Hay dos secciones en
este segundo museo. La humana, que está muy bien, y la sobrenatural, en la que
se encuentran gigantes y cabezudos fabricados por seres sobrenaturales y
también fantasmas de otros gigantes y cabezudos, fabricadas por humanos, que
pasaron a mejor vida. Muy simpáticas, casi todas estas máscaras.
Y tras comer junto al Tera, donde Alpin se
puso morado a base de habones, berzas y cucurriles, reinetas asadas y arroz con
leche vuelto marrón por la cantidad de canela que le echó, todo regado con una sidra estupenda, proseguimos nuestro camino
con intención de entrar ya, a ser posible, triunfalmente, en Galicia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario