196. La voz y el autógrafo
En cuanto pisamos Galicia, mi mayor
preocupación era llegar a dormir bajo techo antes de que oscureciese, pues es
esta una región sobrepoblada de seres sobrenaturales de muchas clases, algunos
celtas, otros romanos, otros de quién sabe dónde y otros hasta del infierno. No todos estos seres son
amables. Ya nos lo había advertido Don Caralampio.
La campiña era muy bella, pero las subidas y
bajadas en el terreno y las curvas del camino que seguíamos a Laza acabaron por
marearnos. Pero paramos junto al río Camba, donde me deshice de todo el polvo y
polen del viaje en el agua más pura y más fría en la que me había adentrado
durante este viaje y ya nos sentimos mejor.
Alpin decidió probar ahí mismo los cuatro
grandes quesos de Galicia y los hojitas salieron volando a por ellos. Estos son
Cebreira, de leche de vaca, que se puede tomar fresco o curado y que sabe a
yogurt y huele a mantequilla, Arzua Ulloa, fresco o poco curado, blando y muy
cremoso, San Simón, cuidadosamente ahumado con leña de abedul sin corteza y que
sabe a lluvia y tierra, y Tetilla Gallega, que tiene forma de pecho de mujer y
es lechoso y un poquito salado. Alguien le había dicho a Alpin que este último
queso estaba riquísimo acompañado de espinacas y así se lo quiso tomar y se lo
tomó.
También se engulló mi amigo un caldero enorme
de leche con castañas, hinojo, canela y sal, y un segundo caldero todavía mayor
de sopa de nueces, ambos calderos acompañados de interminables rebanadas de pan
frito con nuez moscada. De postre tragó dos docenas de bicas, bizcochos con un
toque de limón. Luego dijo que había almorzado muy ligeramente porque sabía que
andábamos con prisas. Yo, como he dicho antes, por llegar a cubierto antes de
que lloviese o nos atacasen los peligros de la noche y él porque quería
acercarse a Medeiros, pues allí se hallaba la gran silla de piedra de la reina
celta. Le iba a dar un ataque si no lograba ver esa silla, me aseguró. Y yo le
creí, porque cuando amenaza con algo así suele decir la verdad.
Creo que llegamos a ver esa silla, porque
cuando nos acercábamos al valle, vimos en la distancia a una señora soberbia,
tal vez la mismísima reina celta supuesta propietaria de la silla, vigilando el
valle sentadita en lo más alto de una montaña. Tenía cara de pocos amigos y de
carecer de ganas de hacer nuevos. Así que no la molestamos. Abandonamos su
territorio lo más rápidamente que pudimos.
“¡Porras!”
exclamó Alpin. “Hay un tesoro enterrado debajo de esa tía. Pero supongo que no
tenemos la menor posibilidad de robarlo con ella esperándonos ahí cual una
araña con `soy el mismísimo demonio' escrito en su agría cara. No me extraña que la llamasen Lupa, la Loba. Si nos acercamos, nos muerde."
“De haber sabido que esas eran tus intenciones,
no hubiese perdido tiempo trayéndote aquí,” le conteste.
“Pues por eso nada te dije,” replicó Alpin.
“Deséame mejor suerte a la vuelta, Arley.”
Ni me moleste en responder. Y sin saber si
íbamos para adelante o para atrás, acabamos apareciendo en Laza, donde pasamos
la noche en un hostal para hadas supuestamente encantado. A la mañana siguiente
me contaron que habíamos tenido suerte, pues algunas noches aparecían por ahí unos
fantasmas de organizadores de un combate penoso y los pobres combatientes. Eran estos últimos las almas de dos tontos de
pueblo medio borrachos que habían sido provocados por los sinvergüenzas locales
para que luchasen como gladiadores con espadas de madera por el hueso de una
aceituna que uno se había tragado y el otro reclamaba. Los duendes de las nubes
y las tormentas debieron indignarse ante este espectáculo, porque durante el
mismo, un terrible rayo cayó sobre una cornisa de la posada que a su vez cayó
sobre los organizadores del combate, cargándose a toda esa gentuza. Los
combatientes lograron matarse entre sí,
y ya muertos, seguían con una fijación por ese hueso y
repetían el duelo al menos una vez al mes, rodeados de los imbéciles que les
habían incitado a matarse. Como no había previo aviso de cuándo se iba a
celebrar una de estas peleas, siempre pillaban a los del hostal por sorpresa.
Por lo visto los gritos que pegaban y el ruido que metían eran espantosos, así
que tuvimos suerte de no sufrirlos.
Al día siguiente llegamos a Orense, y paramos
en un viejo puente romano que divide la ciudad en una zona nueva y otra vieja.
Mientras Alpin se cebaba con croquetas de falso jamón, falso bacalao y
auténticas castañas, y también con bandeja tras bandeja de grelos y cachelos,
comiendo más verdura que las mulas y los caballos todos juntos, yo hacía planes
para parar en las charcas, unos pozos termales de agua caliente y también fría.
Me habían pedido que llevase muestras de esas aguas a casa en botellas y fui a
por ellas. Una vez allí, decidimos probar nosotros mismos esas aguas y nos vinieron de maravilla. Cuando terminamos
de bañarnos, partimos hacia Cea. Pasaríamos la noche en el Monasterio de
Oseira, que tiene un hostal de mortales y otro de hadas.
El monasterio estaba situado en una montaña
que asustaba por sus empinados riscos y difícil acceso, pero se trata de un
edificio magnifico, tanto en el mundo mortal como en el nuestro, algo que
realmente merece la pena ver. Puesto que las noches de verano son largas,
llegamos a tiempo de ver la puesta del sol. Por lo menos, la vimos los hojitas
y yo, mientras nuestras mulas y caballos charlaban con los fantasmas de osos
que habitan ese lugar. Estábamos tan absortos por aquella maravilla de puesta
del sol que no nos dimos cuenta de que Alpin se había ido por su cuenta en
busca de algo que le interesase más y había encontrado la tienda del hostal,
donde vendían galletas y otros dulces monacales. No había nadie en la tienda y
la dejó vacía de dulces. Esa fue la primera vez que perdía a Alpin de vista
durante el viajecito. Pero fue un problema, porque no podía yo pagar los dulces
con oro de hadas, pues este desaparece rápidamente si no se gasta enseguida,
volviendo a los bolsillos de su auténtico dueño. No podía dejar monedas de este
oro en la cajita donde los dueños guardaban el dinero, al no saber cuándo lo
hallarían. Por eso dejé ahí un pequeño pero valioso rubí que no desaparecería.
Llevaba unas cuantas piedras semejantes por si se daban situaciones parecidas.
A la mañana siguiente nos despertamos
tempranísimo, antes del amanecer, y pudimos escuchar a los monjes cantar
maitines sin presenciar este acto. Algo extraño sucedió mientras lo hacíamos, y
yo debí de haberme sentido avisado, pero no me di mucha cuenta de lo que estaba
pasando. Alguien cantó un solo, y esa voz, muy hermosa, me sonó familiar. Pero
no le di importancia a esto. Tal vez fue mejor así, pues sólo me hubiese
causado otra preocupación más. Al no reconocerla, me fui de ahí más tranquilo
de lo que hubiese estado de haberla reconocido.
Partimos por la mañana, vagando por entre
zarzas. Alpin paraba en cuanto veía una cargada de apetitosas moras, y yo, que
me preocupo por todo, no podía evitar preguntarle si no se le helaba la sangre
al ver esas frutas. Temía que le volviese a suceder algo horrible al comer
moras. Pero él se reía de mis temores, pues no sentía ninguno. Se zampó todas
las que pudo encontrar.
Paramos a almorzar en una zona de recreo
cerca de Lalín, donde Alpin se tragó cuenco tras cuenco de cocido y plato tras
plato de pimientos rellenos de arroz y hortalizas. Yo estoy acostumbrado a ver
a Alpin tragar su comida, pero de vez en cuando prefiero no hacerlo. Esta fue
una de esas veces. Me alejé un poco de él y me senté de espaldas a él sobre un
tronco que hacía de puente entre dos desniveles en la tierra. Cuando me levanté
y volví otra vez hacia él, vi que se había hecho amigo de una familia de
fantasmas que estaba mostrando demasiado interés en la cantidad de comida que
producía Frostina. Se alejaron en cuanto me vieron acercarme, pero habían
plantado la semilla de una idea en la cabeza de Alpin.
“Cuando lleguemos a Santiago, quiero pasar la
noche en casa de la Tía Pomba,” me dijo.
“¿Tú tienes una tía llamada Pomba?” le
pregunté.
“Nah, eso de tía es un título que le dan a
esa vieja bruja por respeto.”
“¿Tú quieres dormir en casa de una bruja? ¿De
que la conoces?”
Las hadas y las brujas son muy distintas. Las
brujas son mucho más conflictivas. No evitan los conflictos como hacemos las
hadas. O los crean o se enfrentan a ellos, pero siempre están metidas en
líos. Son seres mágicos fascinados por
el poder. Siempre están intentando controlar algo más que a sí mismas. Estos
las lleva a ser violentas en muchas ocasiones. Las hadas que han degenerado y
se han convertido en brujas están a un paso de convertirse en seres mortales.
Nosotros no hacemos daño a las brujas. Ni siquiera mostramos desprecio. Pero
mantenemos nuestra distancia y somos educados pero desconfiados si tenemos que
tratar con ellas, porque pueden ser muy peligrosas. Siempre quieren más de lo
que tienen, y pueden intentar conseguirlo robándonoslo a nosotras. No hay nada
que un hada valore más que la libertad. Y muchos brujos y brujas no vacilan en
esclavizar a espíritus libres. ¿Necesito decir más? Pues solo para añadir,
porque es cierto, que hay brujas buenas, a pesar de su agresividad y manía de
controlarlo todo.
“Estaba charlando sobre tesoros mágicos con
esa gente que estaba admirando mi nevera.”
“Van a querer robarla,” le advertí a Alpin,
pues yo siempre me pongo en lo peor para evitar problemas.
“Sí, claro,” dijo Alpin tranquilamente.
“¿Quién no querría una nevera como la mía? Lo que sé de esta tal Pomba es que
es una adivina. Quiero preguntarla…pues, qué aspecto tiene Clepeta. Este ha
sido un viaje pesadísimo, realizado a paso de caracol con cuernos al sol, y yo
necesito saber si todo este rollo de ir hasta el fin del mundo me va a
compensar.”
“Eso lo tenías que haber pensado antes de
empezar el viajecito,” dije yo.
“Tal vez.”
“Tú mismo puedes solucionar esto ahora.”
Nada me hubiese hecho más feliz que Alpin hubiese
sacado su bola de cristal y buscado a Clepeta y descubierto que era un espanto
y pudiésemos volver a casa nada más llegar a Santiago. Pero no hubo suerte.
“Ya he visto a Clepeta. Está buena,” dijo
Alpin. “En realidad lo que quiero es que la Pomba esa me hable de las mujeres
gallegas y como cortejarlas.”
“Tonterías,” dije yo. “Esta chica tiene que
estar desesperada por cazar un marido, o nunca hubiese contratado a las locas
de las gemelas azules. Mira, tú la sonríes y la ofreces flores frescas y
bombones selectos y perfume del caro y un anillo que brille tanto que sea la
envidia de sus amigas y lo más probable es que te acepte. Si no lo hace, será
porque ha llegado otro antes.”
“¿Sabes, Arley? Los diamantes son para
siempre. Son más para siempre que el amor de cualquier mujer.”
“¿Qué quieres decir?”
“Que me gustan los diamantes.”
“Estás diciendo que prefieres no casarte si
tienes que renunciar a un anillo de diamantes?”
“No. No es eso lo que estoy diciendo. Ya te enterarás
a su tiempo. Sé paciente.”
Me preocupaba más tener que dormir al aire libre
que eso de que los diamantes fuesen para siempre, así que no hice más
preguntas. Organicé a nuestro grupo y partimos para Silleda, por un camino más retorcido
que una serpiente enroscadísima.
Cuando llegamos al monasterio de San Lorenzo
de Carboeiro, vimos que en el mundo de las hadas este lugar estaba cuidadísimo
y tenía mucha vida y un hostal muy majo, pero en el mundo mortal estaba algo
abandonado. Alpin, que estaba muy charloso ese día, habló con algún huésped que
le dijo que Silleda era famosa por sus melindres. Estos eran distintos de los
que tomamos en Toledo, que eran muy pequeños y de mazapán con merengue. Aquí
los melindres eran rosquillas de tamaño mediano, fritas y rebozadas en azúcar.
Alpin se puso a comer rosquillas y yo me fui a atender a nuestras mulas y
caballos.
“Habéis hecho un trabajo ímprobo,” les dije.
“Si todo va bien, nuestra próxima parada será Santiago de Compostela. Quiero
que entréis en esa ciudad luciendo todo lo esplendidos que sois. Me han dicho
que hay un spa para equinos aquí mismo, al lado del hostal. Decís que os
encontráis bien, pero yo quiero que os vean los expertos y os dejen como brazos
de mar.”
Me dijeron que yo también había hecho un gran trabajo y aceptaron mi sugerencia con gusto.
El spa para caballos lo llevaban unas hadas
eslavas. No tengo ni idea de cómo llegaron hasta allí R.D. Krákula y sus
empleados, pero ellos quedaron impresionados al saber que nuestros animales
pertenecían a los establos de la Reina Titania y que los cuidaba el legendario
No no Darcy. Se tomaron muchas molestias con nuestros animales para quedar a la
altura del Hombre Oscuro y los dejaron relucientes. Incluso atendieron a los
caballitos del diablo de los hojitas, que si antes eran muy bonitos ahora
parecían joyas voladoras. Encanto me estaba enseñando lo bien que habían pulido
sus herraduras de oro macizo cuando, de reojo, pillé vista de unas banderas que
parecían decirme algo. Aunque mi cerebro vio varios dibujos, sólo se quedó con
uno parecido al escudo de armas de mi abuelo materno, AEternus Virbonus. ¿Pero
que iba a estar haciendo algo suyo aquí? El abuelo odiaba salir de casa y era
casi imposible lograr que lo hiciese incluso en ocasiones importantísimas.
También odiaba que le visitasen, y si querías verle, tenías que ir a su
castillo artificialmente iluminado y escondido hasta del sol y la luna por un
velo tupidísimo. Aunque lo más probable es que a ti también se te quitasen las
ganas de verle. Cuando no estaba divirtiéndose practicando alguno de sus
hobbies o jugando a sus juegos con sus sirvientes, estaba siempre de muy mal
humor, sobre todo si alguien había interrumpido su diversión. Nunca daba la
menor importancia a nada que pudiese decirle. Solo se ponía a chillar para que
sus criados solucionasen el problema que hubiese, aunque ese problema fuese
algo como que sus nietas Brezo y Cardo le hubiesen preparado una tarta de
cumpleaños estupenda y querían que se molestase en apagar las velas.
“No os preocupéis por vuestro abuelito,
niños,” nos decía siempre Mamá. Por lo menos no da la lata a nadie. Bueno, a
sus empleados sí, pero para eso les paga y muy bien.” Ella insistía en que él
era feliz en su propio mundo y ese era el menor de los problemas que podría
crear un viejo muy egoísta.
Yo estaba a punto de olvidarme de los
banderines cuando el Sr. Krákula en persona apareció haciendo señales de que
quería enseñarnos algo. Lo que andaba sacudiendo en el aire resultó ser un
libro de autógrafos.
“Es todo un honor recibir la visita de
miembros de vuestra ilustre familia dos veces hoy,” dijo Krákula. “Me imagino
que se encontrará usted con sus tíos en el hostal esta noche.”
“¿Mis tíos?”
“Sí, joven señor. Mire esto.”
“Demetrio Estrarico Ricatierra, joven señor.
Y aquí la firma de Intempestivo Vendaval.”
“No tenía ni idea…” empecé a decir, pero me
corté.
“¿Ni idea, señor?"
“¿Tiene usted idea de por qué están aquí mis tíos, Señor Krákula?”
“¡Ni idea, señor!”
Para mí, esto solo podía significar una cosa.
El caprichoso de Tito Richi seguía con la tontería de casarse con Clepeta.
Siendo como soy, firmé el libro también, y
mientras nuestras mulas y caballos dejaban en el mismo las huellas de sus
herraduras, empecé a tener pesadillas diurnas sobre lo que una pelea entre
Alpin y Tito Richi podría suponer. Sería un enfrentamiento muy desigual, sobre
todo si Tito Val decidía apoyar a su hermano. ¿Y yo qué tenía que hacer?
¿Apoyar a Alpin? Decidí que lo primero que debía hacer era sacar mi bola de
cristal y echar un vistazo a la tal Clepeta para ver si esta Helena merecía una guerra de Troya.
Cuando vi a Clepeta en la bola de cristal
inmediatamente recordé como la habían descrito las gemelas azules.
“Es un sol. Un solazo.”
La señora de unos cuarenta años que vi en la bola tenía la cara tan redonda y roja como el sol.
Incluso ahí fuera a la intemperie y bajo una fina lluvia su cara era la de un sol de esos que dibujaban en el medievo. Alborotados por la brisa marina, sus cabellos que efectivamente eran tan dorados como dijeron mis primas, parecían los rayos del sol alrededor de esa cara oronda.
Sus ojos, que también ciertamente eran del
color de las aguamarinas resultaban un tanto saltones, quizás por el esfuerzo que
estaba haciendo limpiando pescado con manos maltratadas por el trabajo y el mal
tiempo. Su boquita estaba más prietamente cerrada que una ostra así que no se
podía saber bien cómo era.
De pronto Clepeta atizó un pez enorme contra
una roca, dejándolo sin sentido. Desenvainó un cuchillo deba y de un golpe seco le cortó la cabeza.
Luego agarró las dos partes del pez y las echó dentro de un caldero y
se pasó la mano por la cara para sacudir sudor y lluvia.
No me gusta hablar mal de nadie, y menos de
una dama que busca marido. Además, sobre gustos no hay que discutir. Yo no
tenía ni idea que clase de pareja andaba buscando Tito Richi, que era el menor,
el más rico y, probablemente, como dijo mi hermana Brezo, el más mono de los
hermanos de la reina de las hadas. Tito Vendaval había dado a entender que
Richi era capaz de casarse con mujeres extrañas. Así que quizás…
Yo no podía entender cómo Alpin había podido
decir que Clepeta estaba buena porque no era en absoluto la clase de chica que
le gustaba a él. ¿Le cortaría de un golpe seco la cabeza a Alpin esta mujer si
él se negaba a casarse con ella? Tal vez Alpin solo había dicho que ya la había
visto pero en realidad había sido demasiado perezoso para echar un vistazo a su
pretendienta. Las hadas son muy maniáticas cuando eligen pareja. No se suelen juntar con alguien que no queda bien a su lado. Eso de la armonía es muy importante
para nosotros, y buscamos personas que se nos parecen o complementan para no
desentonar. Y Clepeta era demasiado mayor para quedar bien como pareja de
Alpin. Tal vez si el tío Ricatierra, que por lo menos tenía aspecto de veinteañero, o sea la mitad de lo que parecía Clepeta, llegaba hasta ella antes que nosotros yo no
tendría nada de qué preocuparme. Seguro que Ricatierra y sobre todo Vendaval
eran capaces de cuidar de sí mismos y el uno del otro. Seguro que sí, si debían
tener cientos de años cada uno y con lo locos que estaban seguro que habían ligado con individuas que manejaban cuchillos antes. ¿Pero sería decente por mi parte dejar que llegasen hasta
Clepeta primero en vez de intentar que Alpin llegase antes? Porque me sentía
seriamente tentado a dejar que eso sucediese...
“Sigue la corriente,” me dije a mí mismo. “No
cambies tus planes. Deja que las cosas fluyan de forma natural. No fuerces
nada. Que ocurra lo que tenga que ocurrir.” Y empecé a tararear, "¡Que será, será, lo que ha de ser ha de ser!"
Pero no dejaba de sentir que estaba siendo
muy malo. Yo nunca voy con la corriente. Siempre intento controlarla. Me sentía
como si me estuviese convirtiendo en un brujo malvado.
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