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domingo, 21 de agosto de 2022

197. Santiago y San Andrés

197. Santiago y San Andrés

¡Y lo logramos! Entramos en Santiago de Compostela como parte de una comitiva de peregrinos que habíamos conocido en el hostal. Ellos cantaban con júbilo el Dum Pater Familias, Hymnus Peregrinorum al son de tambores. Éramos todo un espectáculo, hasta para el país de las hadas, con nuestras banderas revoloteando en el viento y vestidos de gala.

Y ahora una palabra sobre donde estábamos, algo que debí decir antes de comenzar la peregrinación. Santiago el Mayor fue decapitado en su tierra. Sus seguidores pusieron su cuerpo en una barca sin timón que fue conducida por ángeles hasta la costa gallega. Allí fue enterrado en una necrópolis sita en un campo abierto. Siglos después, un ermitaño que vivía cerca de este campo vio algo extraño. Todas las noches, el campo quedaba iluminado por estrellas. Pero había una estrella en particular que iluminaba un lugar en particular y parecía estar queriendo decir algo. El ermitaño habló con las autoridades locales que excavaron en el lugar señalado por la estrella predominante. Y encontraron los restos de Santiago. Construyeron un edificio en el que los enteraron, y en el que sigue siendo venerado este santo hoy. La catedral de Santiago es un monumento magnifico que no voy a describir aquí porque no podría hacerle justicia. Mi consejo es que lo comprobéis vosotros mismos.

Admiramos la catedral desde fuera pero no entramos en ella  inmediatamente. Primero estaba el delicado asunto de intentar conseguir certificados que avalasen que habíamos completado la peregrinación. Yo saqué el maletín en el que guardaba nuestros pasaportes y los revise. Todos teníamos más sellos de los que necesitábamos para obtener certificados. Pero como somos hadas, las fechas nos importan un bledo, y como los sellos los habían estampado seres sobrenaturales, ni siquiera yo me había dado cuenta de que los sellos no llevaban las fechas correspondientes. Pero en ese momento sí que me di cuenta y me entró el pánico. Cuando le dije a Alpin que tal vez no obtendría un certificado por este motivo, el sacó un bolígrafo y se puso a escribir fechas junto a los sellos. Pero se hizo un lío y no casaban las fechas con el orden en que habíamos parado en los establecimientos en los que nos sellaron los pasaportes.    

“Arregla esto tú, Arley,” me dijo, encogiéndose de hombros. “Es tu error y por lo tanto tu problema. Haz lo que tengas que hacer pero vuelve con mi certificado. La gente en general es vaga, como lo has sido tú, así que no me preocuparía mucho. Seguro que ni se dan cuenta del problema.”

Mientras Alpin se inflaba comiendo tarta de Santiago, yo entré en la oficina del peregrino preguntándome cuanto tardarían en echarme de ahí. Y para mi sorpresa y subsiguiente felicidad, me encontré de frente con Don Alonso, que estaba en compañía de Don Caralampio.

“¡Aquí los tienes, hijo!” dijo Don Caralampio antes de que yo pudiese abrir la boca. Verdaderamente es el nuestro otro mundo que el de los humanos. Yo cogí la carpeta que me entregó Don Caralampio y tras comprobar que hasta las libélulas tenían su certificado, la guarde en el maletín cual si fuese oro en polvo.

“¿Lo ves? No era imposible. Pide y se te dará. ¿Has aprendido algo en este viaje? ¿Y cómo va tu alergia? Creo que te ha dado más lata que Alpin.”

Yo había aprendido que si no te desanimas y encuentras ayuda ahí fuera y la aceptas, puede que alcances tu meta. Y mi alergia no me estaba dando ninguna lata en ese momento.

Le dije a Don Caralampio que no podía agradecerle lo suficiente que me hubiese prestado la reliquia. Eso lo había cambiado todo. Le pregunté si debía devolvérsela ya, pues había terminado nuestra peregrinación.

“No, no. Ahora no. Me la devolverás donde la recibiste, tal y como quedamos. Todavía tienes que ir a San Andrés y al cabo del fin del mundo. ¿No es así?”  

Yo estaba contentísimo de oír que todavía podía contar con la reliquia.

Don Caralampio entonces dijo que teníamos que darle un abrazo al santo, que es algo que hacen los peregrinos cuando llegan a Santiago. Yo creía que iríamos detrás del magnífico altar dorado y daríamos un golpecillo en la espalda de la imagen del santo que había ahí. Pero este es, como he dicho antes, otro mundo. Fuera de la catedral había una cola que terminaba en un grupo de gente que parecía estar cercando algo. Cuando llegamos hasta esta gente, se apartaron, dejando una apertura en el círculo que formaban para que pudiésemos pasar. Allí había un hombre con un gran sombrero oscuro y un bastón y una capa marrón llena de conchas que estaba repartiendo abrazos gratis. Claro, si es que en nuestro mundo los santos siempre tienen el don de la ubicuidad. Yo sonreí mucho cuando recibí mi abrazo, pero soy tímido y no encontré palabras. Alpin en cambio, comenzó a charlar con el Hijo del Trueno. Yo me puse nerviosísimo pensando que iba a meter la pata y decir algo ofensivo, pero me dije a mi mismo que tal vez habría suerte y nadie se ofendería. Ver a Alpin con el santo me recordaba a los niños que le cuentan a San Nicolás que regalos quieren por Navidad. Pero aquello pasó sin que hubiese un incidente y ya era el turno de Dolfitos y Vicentico.

“¿De qué hablabais el santo y tú?” le pregunté a Alpin.

“No es asunto tuyo,” me respondió Alpin. “Pero él dijo que su tarta de almendra está igual de buena en todas partes, así que no creo que las encuentre mejores que las que ya me he tomado. No es que esas estuviesen malas. Quiero más. Pero me ha dicho que también hay unas rocas del santo, que son bombones de chocolate con almendras.”

Invitamos a Don Caralampio y a toda la comitiva de Don Alonso a almorzar, y pasamos parte de la tarde contándonos como nos había ido. Luego nos fuimos a comprar recuerdos y regalitos para nuestros amigos y para nuestra familia.

 Compramos capas con conchas cosidas por todas partes y yo saqué mi lista y compré cantidad de piezas de cerámica de Sargadelos para regalar. Mis piezas favoritas eran las pequeñas meigas fóra, amuletos defensivos en rojo, azul y blanco, con toques de verde y amarillo. Compré juegos enteros de estos amuletos para que mis hermanas pudiesen hacerse collares muy bonitos con estas piezas. Como he dicho antes, las brujas y las hadas no son lo mismo, y a nosotros no nos ofenden estos amuletos. Por cierto, las brujas que abundan aquí son muy grandes y viajan en escobas gigantescas, las más grandes que yo he visto en mi vida. En cambio las hadas locales son muy pequeñitas y discretas. Vuelan en golondrinas, o en carritos tirados por dos gorriones. Las pocas que vimos nos evitaron a Alpin y a mí, y solo hablaron un poco con los hojitas. También compré tres juegos de té, una vajilla completa para mi madre y un juego para chocolate para Doña Estrella. Y montones de ranas de un verde esmeralda precioso y de búhos de la suerte de ojos enormes, y, en fin, un montón de piezas para repartir y alguna para mí.

Don Alonso dijo que él y sus amigos iban a permanecer un tiempo en Santiago, pero mi comitiva partió al día siguiente hacia San Andrés de Teixido.

Mordisqueando rocas de Santiago, Alpin me preguntó por qué no habíamos dejado piedras por el camino.

Hay una tradición entre los mortales de dejar piedras en montículos llamados humilladeros o milladoiros en ciertas partes del camino de Santiago. No está claro porque se hace esto. Algunos dicen que es como señal de haber logrado algo difícil, pues se suelen encontrar en tramos complicados del camino. Otros dicen que los peregrinos mortales depositan sus pecados ahí al depositar una piedra, dejando ese lastre atrás y procurando no volver a cargar con nada malo. Hay quién dice que en realidad estos montículos señalan los lugares donde murieron peregrinos débiles o enfermos que no pudieron terminar el viaje. En cualquier caso, esto es cosa de mortales. Las hadas no movemos piedras si no nos lo piden ellas a no ser que queramos construir algo, como un puente o una casa, o tengamos que marcar barreras.

“Bueno,” dijo Alpin cuando le expliqué esto, “lo que sé seguro es que yo no pienso dejar ni una de estas piedras de chocolate por ahí.”

Y entonces hizo una declaración de intenciones.

 “Arley, quiero que sepas que este es el momento que he elegido para comenzar a degustar el famoso marisco del lugar. Desde ahora falso marisco y falsos pescados y falso pulpo serán los platos principales de mis menús. Puede que hayas observado que he evitado el marisco hasta ahora, pero es porque solo quiero el mejor y el más fresco, y pienso que aquí, viajando junto a la costa, lo voy a encontrar.”  

“Me doy por advertido,” asentí yo. Miré a mi alrededor, admirando la belleza de las vistas, pero también buscando algo que me había estado preocupando. No había visto ni rastro de mis tíos en Santiago. Y ahora, tampoco veía señal alguna de que pudiesen estar por aquí. Tal vez estaban en otra cosa, y no en cortejar a Clepeta. Yo tenía sentimientos encontrados sobre este asunto. Por una parte, la presencia de mis tíos podía traer problemas. Problemas que ellos causarían. Pero por otra parte, su presencia podría proporcionar protección. Protección contra Clepeta. No me podía sacar el cuchillo de la cabeza.

Supe que habíamos llegado al territorio de San Andrés en cuanto vi su barca de piedra. Es esta una roca con forma de barco invertido, colocada encima de otras piedras. En el mundo mortal, esta roca no se parece mucho a un barco, pero en el sobrenatural su aspecto es exactamente el de algo que puede navegar. Se dice que la roca se balancea para adelante y para atrás cuando quiere anunciar una catástrofe. Afortunadamente estaba quieta parada cuando la divisé y así siguió.  

Mientras que nuestros caballos y mulas charlaban con vacas y caballos salvajes, Alpin y yo nos aproximamos a la iglesia de San Andrés. Es un lugar muy distinto a la catedral de Santiago de Compostela. Esta iglesia es en realidad una capilla que no tiene nada de grandiosa. Pero es muy curiosa, hecha de piedra en un estilo llamado gótico marinero. También tiene algo de barroca. San Andrés no está enterrado aquí. Pero dentro de la capilla hay antiguos dibujos sobre él y se guarda ahí una reliquia suya, creo que parte de un dedo. Había un montón de ex votos en ese lugar. Pequeñas ofrendas para agradecer favores concedidos por el santo,  la mayoría eran de cera, con la forma de manos, pies, y extremidades, pero también había trenzas de pelo humano y otras ofrendas.

Una vez fuera, bebimos de los tres caños de una fuente santa cuyo origen se supone que está bajo el altar mayor. Luego hicimos deseos y echamos trozos de pan al agua. Flotaron, y eso quería decir que nuestros deseos probablemente se harían realidad.

“No vas a obsesionarte con lo que haya podido desear Alpin, ni vas a preocuparte por las consecuencias de sus deseos cumplidos,” me advertí a mí mismo. Intentaba poner en práctica lo que había aprendido en el camino. "Te lo vas a tomar todo con calma."

“Bueno,” le dije a Alpin, “ahora que hemos venido hasta aquí ya no tendremos que volver tres veces de muertos y reencarnados en animales.”

“No nos vamos a morir nunca, bobalicón,” me dijo Alpin. “Tienes miedo hasta de las cosas más absurdas, Arley. No hay nada que no te asuste. Me has hecho venir hasta aquí en vez de llevarme directamente a ver a Clepeta. Y esta gente no te da ni un papelito. ¿O sí?”

“No tengo ni idea, pero podemos comprar sanandresiños para nuestras madres y hermanas,” dije yo. Los sanandresiños son amuletitos muy monos y sencillitos que atraen suerte. Están hechos de miga de pan y pintados con muchos colores. Un sanandresiño con forma de paloma te trae paz interior y yo me compre uno y me lo colgué inmediatamente del cuello.


Hice esto porque Alpin quería comprar hierba de enamorar. Esta planta, la armeria marítima, tiene una flor morada que si se sabe utilizar puede hacer que alguien se enamore de ti si consigues meter un poco en uno de sus bolsillos, o si la pulverizas y conviertes en algo que puedas echar en su comida o bebida.

¿Para qué quieres comprar eso?” le pregunté a Alpin.

“Por si Clepeta me rechaza. No pienso aceptar un no por respuesta. Sería demasiado humillante.”

“¿Estás loco? ¡Ponte en su lugar!¿Te gustaría que alguien te embrujase con una hierba así? ¿Cómo te sentirías?”

“Halagado. Entendería perfectamente que lo hubiesen hecho. Significaría que estoy buenísimo y que no se me puede dejar escapar.”

“De estar tan bueno, no tendrías ningún problema con Clepeta. Deja eso donde lo encontraste, Alpin.”

Pero no lo hizo. Dijo que ya había pagado por ello. Yo le dije que si se atrevía a usar eso con Clepeta no le volvería a dirigir la palabra en la vida.

“Todo vale en el amor y la guerra, Arley.”

Al oír eso, yo le declaré en silencio la guerra, y decidí en secreto que le robaría los hierbajos esos y los lanzaría al mar o al fuego en cuanto tuviese la oportunidad de hacerlo.

“Ahora deja que te enseñé algo que debería compensar a cualquiera por haber llegado hasta aquí,” le dije, aunque pensaba que Alpin no iba a apreciar lo que iba a enseñarle.

Llevé a Alpin a una posada de hadas construida junto a un mirador desde el cual se podía ver la mejor de las vistas de los acantilados de Vixia Herbeira y del océano Atlántico. Son estos acantilados los más altos de la Europa continental. Mientras Alpin chupaba percebes y se hinchaba a comer pan de Neda con miel, yo contemplé las vistas hasta que una niebla las cubrió y nos retiramos a dormir.

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