197. Santiago y San Andrés
¡Y lo logramos! Entramos en Santiago de
Compostela como parte de una comitiva de peregrinos que habíamos conocido en el
hostal. Ellos cantaban con júbilo el Dum
Pater Familias, Hymnus Peregrinorum al son de tambores. Éramos todo un espectáculo, hasta para el país de las hadas,
con nuestras banderas revoloteando en el viento y vestidos de gala.
Y ahora una palabra sobre donde estábamos,
algo que debí decir antes de comenzar la peregrinación. Santiago el Mayor fue
decapitado en su tierra. Sus seguidores pusieron su cuerpo en una barca sin timón
que fue conducida por ángeles hasta la costa gallega. Allí fue enterrado en una
necrópolis sita en un campo abierto. Siglos después, un ermitaño que vivía cerca
de este campo vio algo extraño. Todas las noches, el campo quedaba
iluminado por estrellas. Pero había una estrella en particular que iluminaba un
lugar en particular y parecía estar queriendo decir algo. El ermitaño habló con
las autoridades locales que excavaron en el lugar señalado por la estrella
predominante. Y encontraron los restos de Santiago. Construyeron un edificio en
el que los enteraron, y en el que sigue siendo venerado este santo hoy. La
catedral de Santiago es un monumento magnifico que no voy a describir aquí
porque no podría hacerle justicia. Mi consejo es que lo comprobéis vosotros
mismos.
Admiramos la catedral desde fuera pero no
entramos en ella inmediatamente. Primero
estaba el delicado asunto de intentar conseguir certificados que avalasen que
habíamos completado la peregrinación. Yo saqué el maletín en el que guardaba
nuestros pasaportes y los revise. Todos teníamos más sellos de los que necesitábamos
para obtener certificados. Pero como somos hadas, las fechas nos importan un
bledo, y como los sellos los habían estampado seres sobrenaturales, ni siquiera
yo me había dado cuenta de que los sellos no llevaban las fechas
correspondientes. Pero en ese momento sí que me di cuenta y me entró el pánico.
Cuando le dije a Alpin que tal vez no obtendría un certificado por este motivo,
el sacó un bolígrafo y se puso a escribir fechas junto a los sellos. Pero se
hizo un lío y no casaban las fechas con el orden en que habíamos parado en los
establecimientos en los que nos sellaron los pasaportes.
“Arregla esto tú, Arley,” me dijo, encogiéndose
de hombros. “Es tu error y por lo tanto tu problema. Haz lo que tengas que
hacer pero vuelve con mi certificado. La gente en general es vaga, como lo has
sido tú, así que no me preocuparía mucho. Seguro que ni se dan cuenta del
problema.”
Mientras Alpin se inflaba comiendo tarta de
Santiago, yo entré en la oficina del peregrino preguntándome cuanto tardarían
en echarme de ahí. Y para mi sorpresa y subsiguiente felicidad, me encontré de
frente con Don Alonso, que estaba en compañía de Don Caralampio.
“¡Aquí los tienes, hijo!” dijo Don Caralampio
antes de que yo pudiese abrir la boca. Verdaderamente es el nuestro otro mundo
que el de los humanos. Yo cogí la carpeta que me entregó Don Caralampio y tras
comprobar que hasta las libélulas tenían su certificado, la guarde en el
maletín cual si fuese oro en polvo.
“¿Lo ves? No era imposible. Pide y se te
dará. ¿Has aprendido algo en este viaje? ¿Y cómo va tu alergia? Creo que te ha
dado más lata que Alpin.”
Yo había aprendido que si no te desanimas y
encuentras ayuda ahí fuera y la aceptas, puede que alcances tu meta. Y mi
alergia no me estaba dando ninguna lata en ese momento.
Le dije a Don Caralampio que no podía
agradecerle lo suficiente que me hubiese prestado la reliquia. Eso lo había
cambiado todo. Le pregunté si debía devolvérsela ya, pues había terminado
nuestra peregrinación.
“No,
no. Ahora no. Me la devolverás donde la recibiste, tal y como quedamos. Todavía
tienes que ir a San Andrés y al cabo del fin del mundo. ¿No es así?”
Yo estaba contentísimo de oír que todavía
podía contar con la reliquia.
Don Caralampio entonces dijo que teníamos que
darle un abrazo al santo, que es algo que hacen los peregrinos cuando llegan a
Santiago. Yo creía que iríamos detrás del magnífico altar dorado y daríamos un
golpecillo en la espalda de la imagen del santo que había ahí. Pero este es,
como he dicho antes, otro mundo. Fuera de la catedral había una cola que
terminaba en un grupo de gente que parecía estar cercando algo. Cuando llegamos
hasta esta gente, se apartaron, dejando una apertura en el círculo que formaban
para que pudiésemos pasar. Allí había un hombre con un gran sombrero oscuro y un
bastón y una capa marrón llena de conchas que estaba repartiendo abrazos
gratis. Claro, si es que en nuestro mundo los santos siempre tienen el don de
la ubicuidad. Yo sonreí mucho cuando recibí mi abrazo, pero soy tímido y no
encontré palabras. Alpin en cambio, comenzó a charlar con el Hijo del Trueno.
Yo me puse nerviosísimo pensando que iba a meter la pata y decir algo ofensivo,
pero me dije a mi mismo que tal vez habría suerte y nadie se ofendería. Ver a Alpin
con el santo me recordaba a los niños que le cuentan a San Nicolás que regalos
quieren por Navidad. Pero aquello pasó sin que hubiese un incidente y ya era el
turno de Dolfitos y Vicentico.
“¿De qué hablabais el santo y tú?” le
pregunté a Alpin.
“No es asunto tuyo,” me respondió Alpin. “Pero
él dijo que su tarta de almendra está igual de buena en todas partes, así que
no creo que las encuentre mejores que las que ya me he tomado. No es que esas
estuviesen malas. Quiero más. Pero me ha dicho que también hay unas rocas del
santo, que son bombones de chocolate con almendras.”
Invitamos a Don Caralampio y a toda la comitiva de Don Alonso a almorzar, y pasamos parte de la tarde contándonos como nos había ido. Luego nos fuimos a comprar recuerdos y regalitos para nuestros amigos y para nuestra familia.
Compramos capas con conchas cosidas por todas
partes y yo saqué mi lista y compré cantidad de piezas de cerámica de
Sargadelos para regalar. Mis piezas favoritas eran las pequeñas meigas fóra, amuletos
defensivos en rojo, azul y blanco, con toques de verde y amarillo. Compré
juegos enteros de estos amuletos para que mis hermanas pudiesen hacerse collares
muy bonitos con estas piezas. Como he dicho antes, las brujas y las hadas no
son lo mismo, y a nosotros no nos ofenden estos amuletos. Por cierto, las
brujas que abundan aquí son muy grandes y viajan en escobas gigantescas, las
más grandes que yo he visto en mi vida. En cambio las hadas locales son muy
pequeñitas y discretas. Vuelan en golondrinas, o en carritos tirados por dos
gorriones. Las pocas que vimos nos evitaron a Alpin y a mí, y solo hablaron un
poco con los hojitas. También compré tres juegos de té, una vajilla completa
para mi madre y un juego para chocolate para Doña Estrella. Y montones de ranas
de un verde esmeralda precioso y de búhos de la suerte de ojos enormes, y, en
fin, un montón de piezas para repartir y alguna para mí.
Don Alonso dijo que él y sus amigos iban a
permanecer un tiempo en Santiago, pero mi comitiva partió al día siguiente
hacia San Andrés de Teixido.
Mordisqueando rocas de Santiago, Alpin me
preguntó por qué no habíamos dejado piedras por el camino.
Hay una tradición entre los mortales de dejar
piedras en montículos llamados humilladeros o milladoiros en ciertas partes del
camino de Santiago. No está claro porque se hace esto. Algunos dicen que es
como señal de haber logrado algo difícil, pues se suelen encontrar en tramos
complicados del camino. Otros dicen que los peregrinos mortales depositan sus
pecados ahí al depositar una piedra, dejando ese lastre atrás y procurando no
volver a cargar con nada malo. Hay quién dice que en realidad estos montículos señalan
los lugares donde murieron peregrinos débiles o enfermos que no pudieron
terminar el viaje. En cualquier caso, esto es cosa de mortales. Las hadas no
movemos piedras si no nos lo piden ellas a no ser que queramos construir algo,
como un puente o una casa, o tengamos que marcar barreras.
“Bueno,” dijo Alpin cuando le expliqué esto, “lo
que sé seguro es que yo no pienso dejar ni una de estas piedras de chocolate
por ahí.”
Y entonces hizo una declaración de
intenciones.
“Arley,
quiero que sepas que este es el momento que he elegido para comenzar a degustar
el famoso marisco del lugar. Desde ahora falso marisco y falsos pescados y falso pulpo serán
los platos principales de mis menús. Puede que hayas observado que he evitado
el marisco hasta ahora, pero es porque solo quiero el mejor y el más fresco, y
pienso que aquí, viajando junto a la costa, lo voy a encontrar.”
“Me doy por advertido,” asentí yo. Miré a mi
alrededor, admirando la belleza de las vistas, pero también buscando algo que
me había estado preocupando. No había visto ni rastro de mis tíos en Santiago.
Y ahora, tampoco veía señal alguna de que pudiesen estar por aquí. Tal vez
estaban en otra cosa, y no en cortejar a Clepeta. Yo tenía sentimientos
encontrados sobre este asunto. Por una parte, la presencia de mis tíos podía
traer problemas. Problemas que ellos causarían. Pero por otra parte, su
presencia podría proporcionar protección. Protección contra Clepeta. No me
podía sacar el cuchillo de la cabeza.
Supe que habíamos llegado al territorio de
San Andrés en cuanto vi su barca de piedra. Es esta una roca con forma de barco
invertido, colocada encima de otras piedras. En el mundo mortal, esta roca no
se parece mucho a un barco, pero en el sobrenatural su aspecto es exactamente
el de algo que puede navegar. Se dice que la roca se balancea para adelante y
para atrás cuando quiere anunciar una catástrofe. Afortunadamente estaba quieta
parada cuando la divisé y así siguió.
Mientras que nuestros caballos y mulas
charlaban con vacas y caballos salvajes, Alpin y yo nos aproximamos a la
iglesia de San Andrés. Es un lugar muy distinto a la catedral de Santiago de
Compostela. Esta iglesia es en realidad una capilla que no tiene nada de
grandiosa. Pero es muy curiosa, hecha de piedra en un estilo llamado gótico
marinero. También tiene algo de barroca. San Andrés no está enterrado aquí.
Pero dentro de la capilla hay antiguos dibujos sobre él y se guarda ahí una
reliquia suya, creo que parte de un dedo. Había un montón de ex votos en ese
lugar. Pequeñas ofrendas para agradecer favores concedidos por el santo, la mayoría eran de cera, con la forma de
manos, pies, y extremidades, pero también había trenzas de pelo humano y otras
ofrendas.
Una vez fuera, bebimos de los tres caños de
una fuente santa cuyo origen se supone que está bajo el altar mayor. Luego
hicimos deseos y echamos trozos de pan al agua. Flotaron, y eso quería decir
que nuestros deseos probablemente se harían realidad.
“No vas a obsesionarte con lo que haya podido
desear Alpin, ni vas a preocuparte por las consecuencias de sus deseos
cumplidos,” me advertí a mí mismo. Intentaba poner en práctica lo que había aprendido
en el camino. "Te lo vas a tomar todo con calma."
“Bueno,” le dije a Alpin, “ahora que hemos
venido hasta aquí ya no tendremos que volver tres veces de muertos y
reencarnados en animales.”
“No nos vamos a morir nunca, bobalicón,” me
dijo Alpin. “Tienes miedo hasta de las cosas más absurdas, Arley. No hay nada
que no te asuste. Me has hecho venir hasta aquí en vez de llevarme directamente
a ver a Clepeta. Y esta gente no te da ni un papelito. ¿O sí?”
“No tengo ni idea, pero podemos comprar
sanandresiños para nuestras madres y hermanas,” dije yo. Los sanandresiños son
amuletitos muy monos y sencillitos que atraen suerte. Están hechos de miga de
pan y pintados con muchos colores. Un sanandresiño con forma de paloma te trae
paz interior y yo me compre uno y me lo colgué inmediatamente del cuello.
Hice esto porque Alpin quería comprar hierba
de enamorar. Esta planta, la armeria marítima, tiene una flor morada que si se
sabe utilizar puede hacer que alguien se enamore de ti si consigues meter un
poco en uno de sus bolsillos, o si la pulverizas y conviertes en algo que
puedas echar en su comida o bebida.
¿Para qué quieres comprar eso?” le pregunté a
Alpin.
“Por si Clepeta me rechaza. No pienso aceptar
un no por respuesta. Sería demasiado humillante.”
“¿Estás loco? ¡Ponte en su lugar!¿Te gustaría
que alguien te embrujase con una hierba así? ¿Cómo te sentirías?”
“Halagado. Entendería perfectamente que lo
hubiesen hecho. Significaría que estoy buenísimo y que no se me puede dejar
escapar.”
“De estar tan bueno, no tendrías ningún
problema con Clepeta. Deja eso donde lo encontraste, Alpin.”
Pero no lo hizo. Dijo que ya había pagado por
ello. Yo le dije que si se atrevía a usar eso con Clepeta no le volvería a
dirigir la palabra en la vida.
“Todo vale en el amor y la guerra, Arley.”
Al oír eso, yo le declaré en silencio la
guerra, y decidí en secreto que le robaría los hierbajos esos y los lanzaría al
mar o al fuego en cuanto tuviese la oportunidad de hacerlo.
“Ahora deja que te enseñé algo que debería
compensar a cualquiera por haber llegado hasta aquí,” le dije, aunque pensaba
que Alpin no iba a apreciar lo que iba a enseñarle.
Llevé a Alpin a una posada de hadas
construida junto a un mirador desde el cual se podía ver la mejor de las vistas
de los acantilados de Vixia Herbeira y del océano Atlántico. Son estos
acantilados los más altos de la Europa continental. Mientras Alpin chupaba
percebes y se hinchaba a comer pan de Neda con miel, yo contemplé las vistas
hasta que una niebla las cubrió y nos retiramos a dormir.
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