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jueves, 25 de agosto de 2022

198. Caldero de merluza y crunchitas de queso

 

198. Caldero de merluza y crunchitas de queso

Contemplamos el amanecer ante el Altar del Sol. Y tuvimos la suerte de ver como dos serpientes marinas retozaban en el agua, pendientes también de la salida del astro real. Entonces avanzamos por la Costa de la Muerte, dejando lugar mágico tras lugar mágico tras nosotros hasta que llegamos a una pequeñísima villa de hadas pescadoras. Alli paramos y preguntamos si alguien conocía a Clepeta Aprietos Bivalva. Las nueve hadas que vivian allí todas apuntaron a un acantilado y dijeron al unisono que la casa de Clepeta estaba ahí arriba.

Volabamos hacia el acantilado cuando vimos a una niña de unos siete u ocho años mirándonos fijamente entre las rocas. Su cara era tan redonda como el sol  y algo roja. Su pelo era de oro y sus ojos azules como el cielo en un día claro, eran algo saltones. 

 “Niña,” le dije a la chiquilla, “¿conoces a alguien que se llame Clepeta?”

La niña asintió con la cabeza.

“Dicen que su casa está aquí arriba, pero no vemos casa alguna.”

“La casa está dentro de una cueva,” dijo la niña. Apuntó a dos rocas, una encima de la otra, que se proyectaban desde el acantilado.

“El espacio entre esas piedras es la puerta principal. ¿Por qué preguntas por Clepeta?”

“Tenemos un asunto que tratar. Las gemelas azules nos han mandado aquí.”

La niña asintió como si supiese de qué estaba yo hablando. Nos miró de arriba abajo y preguntó, “¿Cuál de vosotros es Alpin?”

“Él es Alpin,” dije yo, señalando a mi amigo que estaba muy callado.

“Volved al mediodía,” dijo la niña. “Pero no os vayáis demasiado lejos. Tenéis que pescar el almuerzo.”

“¿Pescar?”

“Bajad ahí abajo y entrad en el mar y volved con siete merluzas grandes. Vamos a hacer una caldeirada de merluza.”

“Suena bien,” masculló Alpin. 

“Sólo comemos peces falsos,” dije yo.

“Fíate de mí. Todo irá bien,” dijo la niña. “Solo id a por los peces.”

Nos dio siete cestos de mimbre y descendimos hasta la playa. Yo no tenía ni idea de cómo se pesca merluza. Algo de un pincho me sonaba. Alguna barbaridad.

“Metete en el agua y agarra a una de la cola,” dijo Alpin.

“Yo no quiero hacer esto,” le dije. “Hazlo tú. Tú vas a comértelas.”

“Vas a portarte como un grosero y despreciar la comida que te va a ofrecer Clepeta?"

“Es lo más probable.”

“Hay que ver lo que uno tiene que hacer por su amada,” dijo Alpin.

Se metió en el mar y nadó y buceó y resurgió con un pequeño pulpo en la cabeza.

“¿Qué aspecto tiene una merluza?” me preguntó.

“No tengo ni la menor idea. Aspecto de pez, probablemente.”

“Estáis pescando para Clepeta?” preguntó el pulpito.

“Sí,” dijo Alpin.

“Pues llamaré a las merluzas,” dijo el pulpo. Se lanzó al mar y pasó un cuarto de hora hasta que una escuela de peces alargados, de cabeza grande y fuertes mandíbulas apareció ante nosotros.

“¿Mordéis?” Alpin preguntó a los peces.

“¿A cuantos de nosotros necesita Clepetiña?” preguntaron ellos.

“Una niña que había ahí arriba nos dijo que pescásemos siete.”

“Más de lo habitual,” dijo un pez.

“Tendrá muchos invitados,” dijo otro.

“Vale. Os los daremos,” dijo un tercer pez. “Traed los cestos hasta el agua.”

Alpin lo hizo y siete peces grandes saltaron dentro de los cestos.

Esperamos hasta que el sol nos indicó que era casi mediodía. Entonces volvimos a volar hasta el acantilado. No había nadie a la vista y estábamos a punto de meter ruido para que alguien acudiese cuando una chica salió arrastrándose de entre las dos piedras que hacían de puerta. Parecía tener unos trece años. Su cara no era tan redonda como la de la niña, que era más gordita que esta chica. La cara de la adolescente estaba menos roja y llevaba una cinta azul que la favorecía entre sus ondulados cabellos de oro.

“Tú eres Clepeta. ¿A qué sí?” dijo Alpin.

La chica asintió con la cabeza.

“Veo que habéis traído los peces. No hacía falta que los subieseis hasta aquí. Bajaré y los cocinaré en la playa para vosotros.”

Entro en la cueva y empezó a sacar cosas que necesitaba para preparar la caldeirada. Cuatro sacos de patatas, tres cestos de tomates, un cesto grande de cebollas y ristras de ajos, botellas de aceite de oliva y vinagre, un contenedor de cristal con sal y otro con pimentón, todo eso sacó Clepeta de la cueva. También sacó un par de cajas de botellas de sidra. La ayudamos a bajar todo eso a la playa y ella volvió a subir y bajo con un caldero enorme. Cuando intentamos ayudarla a bajarlo, Clepeta grito, “¡No lo toquéis!”

Una vez abajo, miró al cielo y dijo que no parecía que fuese a llover. Recogimos trozos de madera que había esparcidos por la playa e hicimos una pequeña hoguera. Ella metió casi todo lo que había bajado en el caldero, más las siete merluzas, y dejó que todo se cociese ahí sobre el fuego, de vez en cuanto revolviéndolo todo con un gran cucharon y murmurando palabras que nos eran ininteligibles.

Alpin parecía estar hechizado por la comida y yo estaba atento y vigilante, observando el bolsillo en el que guardaba la hierba de enamorar.

“No voy a usar la hierba ahora,” murmuró. “Es demasiado pronto para saber si me va a rechazar. Puedes mirar para otra parte, Arley.”

Lo que Alpin no sabía es que yo ya había dado el cambiazo a esas hierbas. Por el camino había recolectado unas de aspecto parecido pero inofensivas y se las había endilgado, tras llevarme las suyas.

Cuando la comida estaba lista, nos sentamos en unas rocas y comenzamos a comer.

“Tú no me sirves,” me dijo Clepeta. “No te fías de mí y eso no me gusta. No te estás comiendo la merluza. La apartas y solo comes las patatas.”

Yo me disculpe como pude.

“Sí que me he dado cuenta de que esto tiene que estar buenísimo,” dije. Las patatas, tomates y cebolla estaban en su punto de cocción y de sal.

Ella se alejó de mí y fue a sentarse junto a Alpin. Yo decidí darles algo de privacidad y desaparecí detrás de unas rocas y me senté para comer la primera comida basura que había tomando durante el viaje.

“¿Qué estás comiendo?” me preguntó una voz que sonaba familiar. Aparté mis ojos del mar y vi al Tío Vendaval sentado ante mí. Se le veía algo triste, y su aspecto era muy azul. De por si que su piel es un pelín azulada y su pelo es clarísimamente azul, a veces de tono turquesa, otras como las aguamarinas, y aun otras azul marino.

“Crunchitas de queso,” contesté. Eso era lo que estaba comiendo. Eso, una bolsa de cacahuetes, y refrescos con burbujas.


“Arley, dame crunchitas de queso,” dijo Tito Vendaval. 
Yo le di la bolsa, él cogió lo que quiso y me la devolvió. Mientras el las mordisqueaba, yo me atreví a interrogarle.

“¿Qué estás haciendo aquí, Tito Val?”

“Lo mismo que tú. Velar por un memo.”

“¿Títo Ricatierra también está aquí?”

“Dame más crunchitas,” dijo Títo Val.

“¿Dónde está?”

“He perdido a mi memo, Arley. ¿El tuyo está con Clepeta?”

“Lo está,” dije yo.

“Y supongo que tú no tienes ni idea de dónde está Ricatierra o no me hubieses hecho esa pregunta…”

“¿Habéis venido a cortejar a Clepeta vosotros también?”

“Ya hemos cenado dos veces con la Clepetona esa. Anoche ella dijo que yo le gustaba más que Richi y él se lo tomó por la tremenda y desapareció para que pudiésemos estar juntos. Pero a mí no me interesa nada la tal Clepeta. Yo ya tengo una mujer. Tampoco le interesa Clepeta a Richi. Si no hubiese dicho ella que prefería al airiño, es decir, a mí, ya estaríamos de vuelta en casa. Pero él se está escondiendo en alguna parte para castigarme por lo que ha dicho Clepeta. Nunca nadie me ha preferido a Richi. Ni siquiera mi mujer. Por eso mi mujer y yo no nos hablamos. Pero yo he sido civilizado y me he portado como un caballero, mientras que el fatuo ese está haciendo el imbécil obligándome a jugar al escondite. No tengo ni idea de dónde empezar a buscarle. Y la verdad es que no tengo ganas de encontrarle. Pero tengo que hacerlo antes de que empiece septiembre o nos moriremos de hambre este invierno.”

Yo no entendía nada y así lo dije.

“Por supuesto que no entiendes nada. Vale, te lo voy a explicar desde el principio. En el principio, tu abuelo Virbonus trabajaba muy duro para alimentar a su pueblo y para tenerlos contentos. Organizaba todo tan bien que nada le faltaba a nadie. Tenía a montones de gente trabajando en sus campos y había tres cosechas más una para los animales salvajes. Tu tío Gentillluvia era un buen hijo y le ayudaba regando las plantas. Lo justo y necesario, ya sabes. Caelanoche, que tiene más clase y es artista, estaba inmerso en su mundo medio onírico y nadie le molestaba. Mantenían a Fuegovivo alejado de los campos salvo cuando había que quemar rastrojos y sarmientos. Y yo no le era útil a nadie porque no utilizaban el viento para sembrar. Todos estos rústicos de cuello rojo no hacían más que gritarme para que no tumbase sus árboles y plantas. A veces me pedían que crease una brisita agradable para refrescarse un poco. Yo lo hacía, porque no soy tan resentido como la gente cree. Y eso estaba haciendo cuando, un gran día, Ricatierra el Grande nació. Yo me percaté de que había una zona en un campo donde la hierba estaba creciendo a marchas forzadas. Avisé a Papá, que se fue hasta la zona esa, y allí estaba el pequeño Richi, ya casi perdido entre la hierba, cantando muy bajito. Papi le vio primero y le cogió en brazos, radiante de felicidad. “Si esto es lo que creo que es, nunca volveremos a pasar hambre,” dijo Papá.

"Ninguno de nosotros había pasado hambre jamás, pero eso era porque mucha gente trabajaba para evitarlo. Ahora teníamos entre nosotros un portento que iba a ponerlo todo más fácil. Era un día de júbilo para los vagos redomados y los buscaplaceres. Solo aquellos a los que les gustaba trabajar iban a hacerlo. Richi se portó tal y como Papá esperaba de él. Dio sus primeros pasos en un campo yermo y no hizo falta prepararlo ni nada. La tierra empezó como a rotar por si misma y brotes verdes surgieron por donde el bebé pisaba. Lo opuesto a Othar.”

“¿Othar?”

“El caballo de Atila.”

“¡Ah!”

“Ah, y cuando la monadita de nene este cantaba, una plantación crecía a su alrededor. Cuanto más crecía y más fuerte era su voz, mas grandes y hermosos eran los huertos y plantaciones que brotaban junto a él. Papá le enseñó a organizarse y ya nadie necesitaba trabajar en los campos salvo Richi. Si es que se puede llamar trabajar a pasear por un campo o volar por encima de él. Solo tenía que hacerlo unas cuantas veces al año, de sol a sol, eso era todo lo que hacía falta para que tuviésemos todo lo que nos hacia falta. A tu abuelito se le caía la baba con su pequeño Anfión y decidió jubilarse y dejar que Richi se ocupase de dar de comer a la gente. Nos reunió a sus hijos y repartió todo lo que le daba trabajo y molestaba entre nosotros. A Ricatierra le dejó todos los campos que producían algo de interés. A Gen le dejó los montes y montañas, las fuentes,  los ríos y todo el agua, incluyendo las nubes que flotaban por nuestro espacio aereo. Caelanoche no quería nada más que vivir en su mundo. Decía que ya tenía bastante. Pero Papá le dejo el cielo nocturno. No da trabajo, pues las estrellas y la luna funcionan por su cuenta y son muy disciplinadas. Desviar algún meteorito, quizás, pero tenemos barreras que los ahuyentan. Fuegovivo sí era un problema. No tenemos desiertos, los odiamos, así que Papá no sabía que darle. No se atrevía  a dejar el sol en sus manos, pues podría pasarse de ardiente y quemarlo todo. Al final, sí se lo dejó, pero con la condición de que se dejase supervisar por Gentillluvia. Cuando Gentillluvia se tuvo que ir, Cae se ocupó de Fu. Ahora viven en casas contiguas y Fu ejerce de herrero. Pero esa es otra historia. ¡Ah! Y tu madre se llevó la corona, la pompa y la circunstancia y todo lo que eso conlleva. En cuanto a mí, Papá me dijo que me daría marismas, paramos y lugares donde no crecía nada de interés y yo podría tumbar todos los árboles que quisiera. Pero me lo daba con una condición. Yo tenía que cuidar de Ricatierra y asegurarme de que siempre hiciese su trabajo. Porque algo frívolo estaba resultando ser esta gloria de hadalandia."  

De pronto el Tío Val empezó a gritar, “¡Y yo fui tonto y avaricioso y acepte! ¡Por que no quería quedarme fuera del reparto!”

“Tú no fuiste ni tonto ni avaricioso, tito,” le dije yo. “Solo necesitabas un poco más de atención de la que estabas recibiendo.”

“¡Atención! Atención es lo que le he estado dando a ese cabeza hueca durante siglos. Y ahora tengo que salir a cazar a nuestra reina del drama porque una habitacuevas ha dicho que yo soy más mono que él. `¡Me gusta más el airiño!’ dijo esa loca y ese memo se lo tomó como algo personal.”

“Supongo que habrás mirado en tu bola de cristal. Él se habrá hecho invisible. ¿No es así? Puede que esté aquí mismo escuchándonos. Sentado entre nosotros.”

 “Si estuviese aquí el musgo estaría creciendo como loco en estas piedras y él se dejaría ver para pedirte crunchitas de queso. Dame crunchitas de queso, Arley. ¿Dónde las has conseguido?”

“Toma algún refresco también,” le dije. “Tienen burbujas. He comprado la comida basura en el pueblecito ese. ¿Cacahuetes?”

“¿Esos nueve persiguepeces y comebellotas tienen comida basura? ¿En un pueblo cateto como ese? ¡Vivir para ver! Yo como basura cuando estoy deprimido,” confesó Títo Vendaval. “Obra milagros para mi estado de ánimo.”

“Lo que acabas de decir me hace pensar que tal vez yo también esté deprimido. Estoy intentando no estarlo. En serio. Muy mucho.” Empujé la comida basura lejos de mí al decir eso.

“¿Por qué ibas tú a estar deprimido? No creo que Clepeta quiera casarse con Alpin. Es vieja hasta para mí.”

“No es para tanto. Parece como que tiene trece años. Puede que catorce o quince, tal vez.”

“¿Cómo?”

“Sabes, antes de venir aquí yo miré en mi bola de cristal y vi a una mujer de mediana edad limpiando pescado. Pensé que esa era Clepeta. Pero resultó que no. Esta mañana temprano vimos a una niña aquí entre las rocas y yo pensé, vaya, Clepeta tiene hijos. Alpin va a ser padrastro. Pero no. Porque Clepeta resultó ser una adolescente. La mujer que yo vi debe ser su madre también.”

“Arley, nos vamos a hacer  invisibles,” dijo Tito Vendaval. “Quiero echarle un vistazo a la adolescente esa sin que ella nos vea.”

“¿Por qué?”

“Te lo diré cuando sepa lo que decirte.”

Alpin y Clepeta estaban terminando de almorzar. Yo había traído un cuenco enorme de arroz con leche con canela y cobertura de azúcar quemado de esa que hay que partir con la cuchara. Era para contribuir a la comida si Clepeta nos invitaba a comer. Como lo hizo, le di el cuenco. Y ahora ella estaba probando un poquito mientras que Alpin lo finiquitaba. Cuando terminaron, ella y Alpin echaron todas las sobras en el caldero, y vaciaron este en el mar. Ella gritó “¡Muchas gracias, preciosos!” mientras lo volcaba.

Siete merluzas salieron del caldero y cayeron al agua, y gritaron, “¡De nada, Clepetiña!”

“Es un caldero mágico,” susurré yo. “¡Los peces han vuelto a la vida!”

“¡Sí!” dijo Títo Val. “¿No lo sabías? Es la única razón por la que las gemelas liantes esas emparejaron a esta mujer con Alpin. Pensaron que le encantaría casarse con alguien que le pudiese alimentar. Lo que yo no entendía es porque esta mujer no está ya casada.”

“¿Y ahora lo entiendes?”

“Te contestaré mañana por la mañana,” dijo el tito.

“¡Arley!” empezó a gritar Alpin mirando hacia las rocas. “¿Dónde te has metido? Tenemos que irnos ya. Esta dice que ahora va a estar ocupada pero que mañana nos preparará pulpo. Misma hora, mismo lugar.”

Yo me despedí del tío, que me volvió a decir que nos encontraríamos ahí mismo al día siguiente.

“¿Pero dónde vas a dormir, tito?”

“Tú no te preocupes por mí. Asegúrate de estar aquí mañana al mediodía. Puede que tenga algo gordo que contarte.” 

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