198. Caldero de merluza y crunchitas de queso
Contemplamos el
amanecer ante el Altar del Sol. Y tuvimos la suerte de ver como dos serpientes
marinas retozaban en el agua, pendientes también de la salida del astro real.
Entonces avanzamos por la Costa de la Muerte, dejando lugar mágico tras lugar
mágico tras nosotros hasta que llegamos a una pequeñísima villa de hadas
pescadoras. Alli paramos y preguntamos si alguien conocía a Clepeta Aprietos
Bivalva. Las nueve hadas que vivian allí todas apuntaron a un acantilado y
dijeron al unisono que la casa de Clepeta estaba ahí arriba.
Volabamos hacia el
acantilado cuando vimos a una niña de unos siete u ocho años mirándonos
fijamente entre las rocas. Su cara era tan redonda como el sol y algo roja. Su pelo era de oro y sus ojos
azules como el cielo en un día claro, eran algo saltones.
“Niña,” le dije a la chiquilla, “¿conoces a
alguien que se llame Clepeta?”
La niña asintió con
la cabeza.
“Dicen que su casa
está aquí arriba, pero no vemos casa alguna.”
“La casa está dentro
de una cueva,” dijo la niña. Apuntó a dos rocas, una encima de la otra, que se
proyectaban desde el acantilado.
“El espacio entre
esas piedras es la puerta principal. ¿Por qué preguntas por Clepeta?”
“Tenemos un asunto
que tratar. Las gemelas azules nos han mandado aquí.”
La niña asintió como
si supiese de qué estaba yo hablando. Nos miró de arriba abajo y preguntó,
“¿Cuál de vosotros es Alpin?”
“Él es Alpin,” dije
yo, señalando a mi amigo que estaba muy callado.
“Volved al mediodía,”
dijo la niña. “Pero no os vayáis demasiado lejos. Tenéis que pescar el
almuerzo.”
“¿Pescar?”
“Bajad ahí abajo y
entrad en el mar y volved con siete merluzas grandes. Vamos a hacer una caldeirada de merluza.”
“Suena bien,”
masculló Alpin.
“Sólo comemos peces
falsos,” dije yo.
“Fíate de mí. Todo
irá bien,” dijo la niña. “Solo id a por los peces.”
Nos dio siete cestos
de mimbre y descendimos hasta la playa. Yo no tenía ni idea de cómo se pesca
merluza. Algo de un pincho me sonaba. Alguna barbaridad.
“Metete en el agua y
agarra a una de la cola,” dijo Alpin.
“Yo no quiero hacer
esto,” le dije. “Hazlo tú. Tú vas a comértelas.”
“Vas a portarte como
un grosero y despreciar la comida que te va a ofrecer Clepeta?"
“Es lo más probable.”
“Hay que ver lo que
uno tiene que hacer por su amada,” dijo Alpin.
Se metió en el mar y
nadó y buceó y resurgió con un pequeño pulpo en la cabeza.
“¿Qué aspecto tiene
una merluza?” me preguntó.
“No tengo ni la menor
idea. Aspecto de pez, probablemente.”
“Estáis pescando para
Clepeta?” preguntó el pulpito.
“Sí,” dijo Alpin.
“Pues llamaré a las
merluzas,” dijo el pulpo. Se lanzó al mar y pasó un cuarto de hora hasta que
una escuela de peces alargados, de cabeza grande y fuertes mandíbulas apareció
ante nosotros.
“¿Mordéis?” Alpin
preguntó a los peces.
“¿A cuantos de
nosotros necesita Clepetiña?” preguntaron ellos.
“Una niña que había
ahí arriba nos dijo que pescásemos siete.”
“Más de lo habitual,”
dijo un pez.
“Tendrá muchos
invitados,” dijo otro.
“Vale. Os los daremos,”
dijo un tercer pez. “Traed los cestos hasta el agua.”
Alpin lo hizo y siete
peces grandes saltaron dentro de los cestos.
Esperamos hasta que
el sol nos indicó que era casi mediodía. Entonces volvimos a volar hasta el
acantilado. No había nadie a la vista y estábamos a punto de meter ruido para
que alguien acudiese cuando una chica salió arrastrándose de entre las dos
piedras que hacían de puerta. Parecía tener unos trece años. Su cara no era tan
redonda como la de la niña, que era más gordita que esta chica. La cara de la
adolescente estaba menos roja y llevaba una cinta azul que la favorecía entre
sus ondulados cabellos de oro.
“Tú eres Clepeta. ¿A
qué sí?” dijo Alpin.
La chica asintió con
la cabeza.
“Veo que habéis
traído los peces. No hacía falta que los subieseis hasta aquí. Bajaré y los
cocinaré en la playa para vosotros.”
Entro en la cueva y
empezó a sacar cosas que necesitaba para preparar la caldeirada. Cuatro sacos
de patatas, tres cestos de tomates, un cesto grande de cebollas y ristras de ajos,
botellas de aceite de oliva y vinagre, un contenedor de cristal con sal y otro
con pimentón, todo eso sacó Clepeta de la cueva. También sacó un par de cajas
de botellas de sidra. La ayudamos a bajar todo eso a la playa y ella volvió a
subir y bajo con un caldero enorme. Cuando intentamos ayudarla a bajarlo,
Clepeta grito, “¡No lo toquéis!”
Una vez abajo, miró
al cielo y dijo que no parecía que fuese a llover. Recogimos trozos de madera
que había esparcidos por la playa e hicimos una pequeña hoguera. Ella metió
casi todo lo que había bajado en el caldero, más las siete merluzas, y dejó que
todo se cociese ahí sobre el fuego, de vez en cuanto revolviéndolo todo con un
gran cucharon y murmurando palabras que nos eran ininteligibles.
Alpin parecía estar
hechizado por la comida y yo estaba atento y vigilante, observando el bolsillo
en el que guardaba la hierba de enamorar.
“No voy a usar la
hierba ahora,” murmuró. “Es demasiado pronto para saber si me va a rechazar.
Puedes mirar para otra parte, Arley.”
Lo que Alpin no sabía
es que yo ya había dado el cambiazo a esas hierbas. Por el camino había
recolectado unas de aspecto parecido pero inofensivas y se las había endilgado,
tras llevarme las suyas.
Cuando la comida
estaba lista, nos sentamos en unas rocas y comenzamos a comer.
“Tú no me sirves,” me
dijo Clepeta. “No te fías de mí y eso no me gusta. No te estás comiendo la
merluza. La apartas y solo comes las patatas.”
Yo me disculpe como
pude.
“Sí que me he dado
cuenta de que esto tiene que estar buenísimo,” dije. Las patatas, tomates y
cebolla estaban en su punto de cocción y de sal.
Ella se alejó de mí y
fue a sentarse junto a Alpin. Yo decidí darles algo de privacidad y desaparecí
detrás de unas rocas y me senté para comer la primera comida basura que había
tomando durante el viaje.
“¿Qué estás
comiendo?” me preguntó una voz que sonaba familiar. Aparté mis ojos del mar y
vi al Tío Vendaval sentado ante mí. Se le veía algo triste, y su aspecto era
muy azul. De por si que su piel es un pelín azulada y su pelo es clarísimamente
azul, a veces de tono turquesa, otras como las aguamarinas, y aun otras azul
marino.
“Crunchitas de
queso,” contesté. Eso era lo que estaba comiendo. Eso, una bolsa de
cacahuetes, y refrescos con burbujas.
“¿Qué estás haciendo
aquí, Tito Val?”
“Lo mismo que tú.
Velar por un memo.”
“¿Títo Ricatierra
también está aquí?”
“Dame más
crunchitas,” dijo Títo Val.
“¿Dónde está?”
“He perdido a mi
memo, Arley. ¿El tuyo está con Clepeta?”
“Lo está,” dije yo.
“Y supongo que tú no
tienes ni idea de dónde está Ricatierra o no me hubieses hecho esa pregunta…”
“¿Habéis venido a
cortejar a Clepeta vosotros también?”
“Ya hemos cenado dos veces con la Clepetona esa.
Anoche ella dijo que yo le gustaba más que Richi y él se lo tomó por la
tremenda y desapareció para que pudiésemos estar juntos. Pero a mí no me
interesa nada la tal Clepeta. Yo ya tengo una mujer. Tampoco le interesa
Clepeta a Richi. Si no hubiese dicho ella que prefería al airiño, es decir, a mí, ya estaríamos de vuelta en casa. Pero él se
está escondiendo en alguna parte para castigarme por lo que ha dicho Clepeta.
Nunca nadie me ha preferido a Richi. Ni siquiera mi mujer. Por eso mi mujer y yo no
nos hablamos. Pero yo he sido civilizado y me he portado como un caballero,
mientras que el fatuo ese está haciendo el imbécil obligándome a jugar al
escondite. No tengo ni idea de dónde empezar a buscarle. Y la verdad es que no
tengo ganas de encontrarle. Pero tengo que hacerlo antes de que empiece
septiembre o nos moriremos de hambre este invierno.”
Yo no entendía nada y así lo dije.
“Por supuesto que no entiendes nada. Vale, te
lo voy a explicar desde el principio. En el principio, tu abuelo Virbonus
trabajaba muy duro para alimentar a su pueblo y para tenerlos contentos.
Organizaba todo tan bien que nada le faltaba a nadie. Tenía a montones de gente
trabajando en sus campos y había tres cosechas más una para los animales
salvajes. Tu tío Gentillluvia era un buen hijo y le ayudaba regando las
plantas. Lo justo y necesario, ya sabes. Caelanoche, que tiene más clase y es
artista, estaba inmerso en su mundo medio onírico y nadie le molestaba.
Mantenían a Fuegovivo alejado de los campos salvo cuando había que quemar
rastrojos y sarmientos. Y yo no le era útil a nadie porque no utilizaban el
viento para sembrar. Todos estos rústicos de cuello rojo no hacían más que
gritarme para que no tumbase sus árboles y plantas. A veces me pedían que
crease una brisita agradable para refrescarse un poco. Yo lo hacía, porque no
soy tan resentido como la gente cree. Y eso estaba haciendo cuando, un gran
día, Ricatierra el Grande nació. Yo me percaté de que había una zona en un
campo donde la hierba estaba creciendo a marchas forzadas. Avisé a Papá, que se
fue hasta la zona esa, y allí estaba el pequeño Richi, ya casi perdido entre la
hierba, cantando muy bajito. Papi le vio primero y le cogió en brazos, radiante
de felicidad. “Si esto es lo que creo que es, nunca volveremos a pasar hambre,”
dijo Papá.
"Ninguno de nosotros había pasado hambre jamás, pero
eso era porque mucha gente trabajaba para evitarlo. Ahora teníamos entre
nosotros un portento que iba a ponerlo todo más fácil. Era un día de júbilo
para los vagos redomados y los buscaplaceres. Solo aquellos a los que les
gustaba trabajar iban a hacerlo. Richi se portó tal y como Papá esperaba de él.
Dio sus primeros pasos en un campo yermo y no hizo falta prepararlo ni nada. La
tierra empezó como a rotar por si misma y brotes verdes surgieron por donde el
bebé pisaba. Lo opuesto a Othar.”
“¿Othar?”
“El caballo de Atila.”
“¡Ah!”
“Ah, y cuando la monadita de nene este
cantaba, una plantación crecía a su alrededor. Cuanto más crecía y más fuerte
era su voz, mas grandes y hermosos eran los huertos y plantaciones que brotaban
junto a él. Papá le enseñó a organizarse y ya nadie necesitaba trabajar en los
campos salvo Richi. Si es que se puede llamar trabajar a pasear por un campo o
volar por encima de él. Solo tenía que hacerlo unas cuantas veces al año, de
sol a sol, eso era todo lo que hacía falta para que tuviésemos todo lo que nos
hacia falta. A tu abuelito se le caía la baba con su pequeño Anfión y decidió
jubilarse y dejar que Richi se ocupase de dar de comer a la gente. Nos reunió a
sus hijos y repartió todo lo que le daba trabajo y molestaba entre nosotros. A
Ricatierra le dejó todos los campos que producían algo de interés. A Gen le
dejó los montes y montañas, las fuentes, los ríos y todo el agua, incluyendo las nubes
que flotaban por nuestro espacio aereo. Caelanoche no quería nada más que vivir
en su mundo. Decía que ya tenía bastante. Pero Papá le dejo el cielo nocturno.
No da trabajo, pues las estrellas y la luna funcionan por su cuenta y son muy
disciplinadas. Desviar algún meteorito, quizás, pero tenemos barreras que los
ahuyentan. Fuegovivo sí era un problema. No tenemos desiertos, los odiamos, así
que Papá no sabía que darle. No se atrevía
a dejar el sol en sus manos, pues podría pasarse de ardiente y quemarlo
todo. Al final, sí se lo dejó, pero con la condición de que se dejase
supervisar por Gentillluvia. Cuando Gentillluvia se tuvo que ir, Cae se ocupó
de Fu. Ahora viven en casas contiguas y Fu ejerce de herrero. Pero esa es otra
historia. ¡Ah! Y tu madre se llevó la corona, la pompa y la circunstancia y
todo lo que eso conlleva. En cuanto a mí, Papá me dijo que me daría marismas, paramos y lugares donde no crecía nada de interés y yo podría
tumbar todos los árboles que quisiera. Pero me lo daba con una condición. Yo
tenía que cuidar de Ricatierra y asegurarme de que siempre hiciese su trabajo.
Porque algo frívolo estaba resultando ser esta gloria de hadalandia."
De pronto el Tío Val empezó a gritar, “¡Y yo
fui tonto y avaricioso y acepte! ¡Por que no quería quedarme fuera del
reparto!”
“Tú no fuiste ni tonto ni avaricioso, tito,”
le dije yo. “Solo necesitabas un poco más de atención de la que estabas
recibiendo.”
“¡Atención! Atención es lo que le he estado
dando a ese cabeza hueca durante siglos. Y ahora tengo que salir a cazar a
nuestra reina del drama porque una habitacuevas ha dicho que yo soy más mono
que él. `¡Me gusta más el airiño!’ dijo esa loca y ese memo se lo tomó como algo
personal.”
“Supongo que habrás mirado en tu bola de
cristal. Él se habrá hecho invisible. ¿No es así? Puede que esté aquí mismo
escuchándonos. Sentado entre nosotros.”
“Si
estuviese aquí el musgo estaría creciendo como loco en estas piedras y él se
dejaría ver para pedirte crunchitas de queso. Dame crunchitas de queso, Arley.
¿Dónde las has conseguido?”
“Toma algún refresco también,” le dije. “Tienen
burbujas. He comprado la comida basura en el pueblecito ese. ¿Cacahuetes?”
“¿Esos nueve persiguepeces y comebellotas tienen
comida basura? ¿En un pueblo cateto como ese? ¡Vivir para ver! Yo como basura
cuando estoy deprimido,” confesó Títo Vendaval. “Obra milagros para mi estado
de ánimo.”
“Lo que acabas de decir me hace pensar que
tal vez yo también esté deprimido. Estoy intentando no estarlo. En serio. Muy
mucho.” Empujé la comida basura lejos de mí al decir eso.
“¿Por qué ibas tú a estar deprimido? No creo
que Clepeta quiera casarse con Alpin. Es vieja hasta para mí.”
“No es para tanto. Parece como que tiene trece
años. Puede que catorce o quince, tal vez.”
“¿Cómo?”
“Sabes, antes de venir aquí yo miré en mi
bola de cristal y vi a una mujer de mediana edad limpiando pescado. Pensé que
esa era Clepeta. Pero resultó que no. Esta mañana temprano vimos a una niña
aquí entre las rocas y yo pensé, vaya, Clepeta tiene hijos. Alpin va a ser
padrastro. Pero no. Porque Clepeta resultó ser una adolescente. La mujer que yo
vi debe ser su madre también.”
“Arley, nos vamos a hacer invisibles,” dijo Tito Vendaval. “Quiero
echarle un vistazo a la adolescente esa sin que ella nos vea.”
“¿Por qué?”
“Te lo diré cuando sepa lo que decirte.”
Alpin y Clepeta estaban terminando de
almorzar. Yo había traído un cuenco enorme de arroz con leche con canela y
cobertura de azúcar quemado de esa que hay que partir con la cuchara. Era para
contribuir a la comida si Clepeta nos invitaba a comer. Como lo hizo, le di el
cuenco. Y ahora ella estaba probando un poquito mientras que Alpin lo
finiquitaba. Cuando terminaron, ella y Alpin echaron todas las sobras en el
caldero, y vaciaron este en el mar. Ella gritó “¡Muchas gracias, preciosos!” mientras lo
volcaba.
Siete merluzas salieron del caldero y cayeron
al agua, y gritaron, “¡De nada, Clepetiña!”
“Es un caldero mágico,” susurré yo. “¡Los
peces han vuelto a la vida!”
“¡Sí!” dijo Títo Val. “¿No lo sabías? Es la
única razón por la que las gemelas liantes esas emparejaron a esta mujer con
Alpin. Pensaron que le encantaría casarse con alguien que le pudiese alimentar.
Lo que yo no entendía es porque esta mujer no está ya casada.”
“¿Y ahora lo entiendes?”
“Te contestaré mañana por la mañana,” dijo el
tito.
“¡Arley!” empezó a gritar Alpin mirando hacia
las rocas. “¿Dónde te has metido? Tenemos que irnos ya. Esta dice que ahora va
a estar ocupada pero que mañana nos preparará pulpo. Misma hora, mismo lugar.”
Yo me despedí del tío, que me volvió a decir
que nos encontraríamos ahí mismo al día siguiente.
“¿Pero dónde vas a dormir, tito?”
“Tú no te preocupes por mí. Asegúrate de
estar aquí mañana al mediodía. Puede que tenga algo gordo que contarte.”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario