Para encontrar tu camino en este bosque:

Para llegar al Índice o tabla de contenidos, escribe Prefacio en el buscador que hay a la derecha. Si deseas leer algún capítulo, escribe el número de ese capítulo en el buscador. La obra se puede leer en inglés en el blog Tales of a Minced Forest (talesofamincedforest.blogspot.com)

sábado, 27 de agosto de 2022

199. Un grave caso de D.E.

199. Un grave caso de D.E.

Cuando llegamos  a  la posada para hadas donde íbamos a pasar la noche ahí había una comitiva esperándonos. Y menuda comitiva era.


“¿Dónde están esos payasos?” me preguntó Mamá nada más verme.

“¿Payasos? ¿Pero qué haces aquí, Mamá?”

“Los bobos de mis hermanos. Tus tíos  tontos,  Arley.”

Yo decidí que no iba a decir nada hasta que Mamá no llamase a Vendaval y a Ricatierra por sus nombres, no fuese que su agravio no fuese con ellos y les metiese yo en un lío sin querer.

“¿Pero de qué me hablas?”

“¿Con quién se va a casar el hada de la cueva esa?” preguntó Mamá.

“¿Hada de la cueva?”

“¡No te hagas el tonto tú también! ¡No funcionará! Sé que no lo eres. ¡Qué esto es muy serio! ¡Nos podemos  morir de hambre todos! ¡Porque un par de yoyos se hayan ido de picos pardos!”

“Verás,  Arley,” dijo mi prima Arabela, porque las gemelas azules también estaban ahí, “tu madre se refiere a los tíos Ricatierra y Vendaval, que por lo visto se fueron a fisgar a Clepeta para ver si merecía la pena cortejarla y ahora no hay quién los encuentre. Se han desvanecido.”

“¡Ah!” dije yo. “Pues yo tampoco sé dónde están.”

Eso era verdad. No toda la verdad, pero la verdad. De Ricatierra, ni flores. Y de Vendaval…pues tampoco sabía exactamente dónde estaba en ese momento.

“¿No les has visto por ningún lado?”

Esa pregunta ya era más difícil de contestar. Decidí retroceder en el tiempo.

“Cuando llevé a los caballos al spa para equinos de un rumano llamado Krákula…”

“¡Lo que faltaba!” gritó Mamá “¡Hadas rumanas! ¿Esos son los gitanos? ¿O los gitanos son los húngaros? No creo que se hayan fugado mis hermanos con una tribu de hadas gitanas. Son demasiado comodones  para la vida vagabunda.”

Ya sabía yo que con eso de las hadas rumanas iba a desviar la conversación y ganar algo de tiempo. Dejar caer un nombrecito como Krákula tenía que encender sirenas y luces rojas.

“¿Qué te han hecho?”

“¡No! Nada. Todo bien. Yo…yo sólo vi que los titos habían firmado el libro ese que firman las visitas. El dueño del spa me lo dio para que lo firmase, y vi que lo habían firmado también los tíos. Pero ya se habían ido. No llegué a verles.”

“¿La cavernícola esa también es rumana? Son muy monas, pero no sé más de esas niñas. ¿Alguien sabe algo de cómo funcionan las hadas rumanas? ¿Son peligrosas? Ahí lo que hay es vampiros, ¿no? ¡Ay, qué espanto! ¡Quien no querría morder a mis pobres hermanitos tan lozanos!”

Mamá se volvió hacía el resto de la comitiva. Ahí estaban Don Alonso, Michael O’Toora  y Finisterre Fishfin, con la boca abierta pero sin palabras. Buscándonos a nosotros, Mamá y las  gemelas azules habían aparecido ante ellos en Santiago. Finisterre conocía bien la zona de la Costa de la Muerte y había insistido en acompañarlas hasta este hostal, que era donde habíamos dicho que íbamos a pernoctar. Los otros tres se unieron a la comitiva por si Mamá tenía que vérselas con peligros todavía por conocer. Por ejemplo, con  alguien llamado Krákula.    

“¡No, qué va! Si Clepeta no es rumana, tía,” dijo la prima Belinda. “Y tampoco es peligrosa. No creo que se haya bebido la sangre de los tíos.”

“Si no se ha comido a Alpin,” contribuyó  la prima Arabela, “hirviéndolo en su caldero mágico, seguro que tampoco a los tíos.”

“La gente que vive en cuevas hace cosas como comerse a gente. ¿Pero cómo se os ocurre mandar a vuestros tíos incautos a ver a una caníbal?” gritó Mamá. “¡Sí son cortos, pobrecitos! ¡No se les puede llevar a ninguna parte, y mucho menos mandarles por ahí solos!”

“¡Qué no te estás enterando, tía! ¡Qué te lo hemos dicho mil veces! ¡Qué mandamos a Alpin a ver a Clepeta, no a esos idiotas!”

“¿Vosotras queríais  que me comiesen?” preguntó de pronto Alpin.

“Nadie te va a comer,  Alpin. Y los idiotas han ido a ver a Clepeta por cuenta suya, tía,” insistió Belinda.  “¿Cómo te lo tenemos que decir?”

“Si no os importa,  Alpin y yo nos vamos a retirar,” dije yo. “Estamos muy cansados y Alpin tiene que dormir bien para estar guapo mañana y gustarle a Clepeta.”

Mientras Mamá y las gemelas discutían sobre vampiros y caníbales y tribus de hadas y hasta el circo, Alpin y yo logramos escabullirnos  y llegar a nuestra habitación.

“Yo quiero saber que hacen esos idiotas cortejando a mi chica,” dijo Alpin.

“No están haciendo eso,  Alpin. Puedes estar tranquilo.”

“¿Cómo qué no? ¿Cómo lo sabes? ¡Tú sabes algo! Y no lo estás diciendo.”

“Sé que Clepeta no va a casarse con ninguno de mis tíos. Si se casa con alguien, será contigo.”

“¿Cómo puedes saber eso?”

“Porque mis tíos serán idiotas  pero no son robacunas. Van a por tías broncas. Beligerantes mujeres wagnerianas o viperinas harpías tipo viudas negras con las que poder correr riesgos disputando. Y, Alpin, porque Clepeta parecía estar muy ilusionada contigo.”

“¿Tú crees que yo la he gustado?”

“¡Uy, sí! Por eso te ha invitado a comer pulpo mañana. Si no, ¿de qué?”

“Pues ya me quedo más tranquilo.”

Eso pretendía yo. Que se quedase tranquilo y pudiésemos dormir algo, que estábamos muy cansados. La playa me había bajado la tensión. Mañana sería otro día.

Y menudo día resultó ser.

Mientras estábamos desayunando con Mamá y las gemelas y Don Alonso y Michael y  Finisterre, sonó mi bola de cristal, que no había sonado en meses.

“Contesta, Arley,” dijo Arabela. “Que ese ruido me está atacando los nervios.”

“Luego lo cojo,” dije yo. “Estoy desayunando.”

¿Cómo no se me había ocurrido apagar la bola?

“Contesta que puede ser la abuela,” me dijo Mamá.  “Ya me ha llamado a mí siete veces esta mañana. Está histérica solo de pensar que va a tener que decirle al abuelo que Richi ha desaparecido.”

“Que quede claro que nuestra culpa no es,” dijo Belinda.

“Ya veremos,” dijo Mamá. “¡Que contestes, Arley! ¡Ese ruido es muy molesto!”

Mamá y las gemelas clavaron sus ojos en mí y tuve que contestar. Y sí, claro que sí. Era Tito Vendaval.


“No he podido esperar,” dijo, muy emocionado. “¡Mira  lo que tengo para ti!”

Y Tito Val empezó a proyectar foto tras foto de Clepeta.


“Clepeta niña,” dijo, proyectando una foto de la chiquilla regordeta que nos había recibido el día antes. “Foto tomada hoy a las ocho de la mañana.”

Entonces proyectó otra foto.


“Clepeta ahora mismo. Parece tener unos doce o trece años. La foto más reciente. La acabo de tomar. Y hay más.”


“Esta  es la Clepeta que vimos nosotros,  Richi y yo,  Arley. Clepeta entre los  veinticinco  y treinta y cinco años. La vimos sobre las  diecinueve horas de hace un par de días. Foto tomada ayer, sobre esa misma hora.”

Y todavía otra más.


“Esto es lo que debiste ver tú en la bola de cristal, Arley.  Clepeta cuarentona, cincuentona, foto tomada a las diez menos cuarto de la noche.”

Y había una última foto.


“Clepeta anciana. Después de las doce. Como Cenicienta solo que peor.”

“¡Og nuestro!” chillaron las gemelas a la vez. “¡Es el peor caso de D. A. que hemos visto en la vida! ¡Qué fuerte! ¿Cómo ha podido guardarse esto?”

  “¿Qué hacen esas liantas ahí?” gritó Tito Vendaval. “¡No las habrás llamado tú,  Arley!”

“¡Las he llamado yo!” gritó Mamá, arrancándome la bola de cristal.  “Y ahora te llamo a ti, tonto. Ven aquí ahora mismo. Y no culpes a mi hijo de nada, que se ha callado como un muerto y no nos ha dicho que estaba conchabado contigo. Menudos sois los hombres cuando decidís  encubriros los unos a los otros. Deja de acosar a esa pobre mujer y ven aquí ya mismo, Vendaval.”

“No, no voy, que me vas a gritar y eso no me gusta.”

“Ya te estoy gritando,” dijo Mamá.

“De lejos. De cerca suena peor.”

“¿Dónde está el memo de nuestro hermano?”

“Eso quisiera yo saber. Si sabes algo, dímelo tú.”

“¿Qué es D. E.?” pregunté yo.

“Desorden de edad. Es una enfermedad. O una tara. Un hándicap,” dijo Belinda.

“Las hadas podemos aparentar la edad que queremos aparentar. El cuerpo es el espejo de la mente. Normalmente nuestro cuerpo se fija en una edad que va con nuestro carácter e intereses y esa es la que proyectamos siempre, o hasta que cambiemos de carácter o intereses. Pero podemos aparentar ser lo que no somos si queremos. ¿Nunca has cambiado de edad, Arley?” me preguntó Arabela.

“Una vez me hice pasar por mi abuelo para poder comprar lotería,“ dije yo.

“Pues eso. Podemos cambiar durante un rato sin problemas. Pero hay hadas que no pueden controlar los cambios. Algunas se atascan para siempre en una edad,” dijo Belinda.

“Peter Pan, por ejemplo,” dijo Arabela. “No puede pasar por abuelo ni de lejos.”

“Otras lo tienen peor. Clepeta es un caso gravísimo. Se ve que cambia de aspecto por lo menos cuatro o cinco veces al día.  ¿No tienes fotos de Clepeta bebé, verdad Tito Val?” dijo Belinda.

“No. No se ha convertido en bebé en ningún momento. La anciana se quedó dormida y amaneció con siete años.”

“Menos mal. Porque convertirte en bebé, pues ese es el peor grado del desorden,” dijo Belinda.

“Alguien te tiene que cuidar,” dijo Arabela. “No puedes vivir solo.”

“Un D. E. de segundo grado es lo que tiene esa. Siempre es mayor de edad, pero no pasa un día sin que vaya de sieteañera a centenaria,” dijo Belinda.

“¡Vaya cosas!” dijo Don Alonso. “Yo estaba pensando que esta señorita era como la Dama Repugnante del caballero Galván, la que estaba bajo una maldición que la volvía bella la mitad del día y horrenda la otra mitad.”

“Es algo parecido,” dijeron las gemelas. “Eso de la Dama Repugnante debe ser un grado cuatro,” dijo Belinda.

“El mago Merlín también está afectado. En lugar de envejecer, se vuelve más joven conforme pasa el tiempo,” dijo Michael.

“¿Qué va a pasar con la pobre Clepeta?” dije yo. “¿Todavía quieres  casarte con ella,  Alpin?”

“En realidad lo que quiero es ese caldero. Decidle, niñas, a esa bruja que yo la encontraré un marido si me regala el caldero. No seré yo, pero yo de ella me conformaría con lo que yo la encuentre.”

“¿Qué tú vas a encontrar un marido para Clepeta? ¿Pero quién eres tú para hacer eso? Sería intrusismo.”

“Soy alguien que lo va a hacer mejor que vosotras,” dijo Alpin. “¿Nos apostamos algo?”

“¡Nada de apuestas!” dijo Mamá. “Esa  pobre mujer tiene que estar agotada, con tanto cambio diario. Solo de pensarlo, me siento envejecer. No me extraña que nadie haya querido casarse con ella. Debe ser agotador estar a su lado.”

“Claro que podríamos compartirla entre Ricatierra y yo,” dijo Alpin. “Yo me quedo a la niña y a la joven  y él a la mujerona y a la anciana. Pero el caldero será mío. Ese no lo quiero compartir con nadie.”

“¡Por favor, Alpin!” dije yo. “¡Si es lo único que tiene! Deja de querer quedarte el caldero.”

“Nada de bigamia,” dijo Mamá. “¡Es lo que le falta a Richi añadir a su currículum!”

“Clepeta no quiere saber nada de Ricatierra,” dijo Tito Vendaval, atreviéndose a asomar la cabeza en la pantalla de mi bola de cristal.

“¡Menos mal!” dijo Mamá. “¿Esta enfermedad es contagiosa?”

Arabela y Belinda se miraron la una a la otra.

“No creo,” dijeron al unísono. “Lo que pasa es que sí que debe resultar agotador vivir con alguien que está cambiando a cada minuto más que el río de Heráclito.”

“Ricatierra no debe agotarse. Tiene que estar en forma para poder trabajar,” dijo Mamá. “No puede casarse con Clepeta. No queremos cosechas defectuosas.”  

“¿Cómo se coge esta enfermedad?” pregunté yo.

“Pues si no es de nacimiento, que sería rarísimo pero pasa,  la coges porque alguien te ha maldecido.”

“Entonces, si es por nacimiento, ¿qué se puede hacer? Porque si es por una maldición, solo hay que deshacerla.”

“Deshacerla, pues  la tiene que deshacer quien la hizo. Habría que encontrar a esa persona y torcerla el brazo. Pero yo creo que lo de Clepeta tiene que ser de nacimiento, porque si no, ya hubiese hecho algo al respecto.”

“Se puede poner una denuncia,” dijo Mamá. “Hay asociaciones que luchan contra  los que maldicen injustificadamente.”

“Sí. Por eso, si no la ha puesto, pues será que esto es de toda la vida.”

“¿Me permite, reinecita?” le dijo Alpin a Mamá.

Mamá le cedió mi bola de cristal.

“Vuelve a proyectar las fotos de Clepeta, Vendaval,” le dijo Alpin a mi tío. Le dio un empujón a Finisterre Fishfín, puso la bola delante de sus narices y le preguntó. “¿Qué te parece esta tía?”

“Preciosa,” dijo Finisterre.

“¿Te casarías con ella?”

“Sin dudarlo,” dijo Finisterre.

“Ahí le tenéis, inútiles,” dijo Alpin. “El marido perfecto para Clepeta.”

“¡Ahhhhhhhhhhh!” exclamaron las gemelas.

“¿A usted no le importa  el desorden de edad?” le preguntó Mamá a Finisterre.

Finisterre se encogió de hombros.

“Si esa condición se adquiere por una maldición, pues que me la echen a mí también y estaremos igual, ¿no?”

“¡Abuela nuestra!” clamaron las gemelas. “¡Este es adecuadísimo! Y nosotras sin darnos cuenta.”

“Ya os he dicho que yo lo haría mejor,” dijo Alpin. “A cada Juan su Juana. Este es el mejor partido.”

Yo me encontraba ante un dilema. Había visto a Alpin meter las hierbas de enamorar en el bolsillo de Finisterre cuando le dio el empujón. Pero no eran realmente las hierbas de enamorar. Yo había dado el cambiazo. Lo que sentía Fishfín era amor de verdad, no vil encantamiento. Pero si Alpin creía que habían sido las hierbas, las volvería a usar en otra ocasión a no ser que yo deshiciese aquello. Miré a Finisterre que no le quitaba ojo a las fotos de Clepeta. Decidí que por el momento me tenía que callar. Había que darle una oportunidad con Clepeta.

“¿No te va a importar quedarte a vivir aquí en la cueva, Terri?” le pregunto Vendaval a Finisterre. “Es condición que ha puesto Clepeta. No quiere irse de su casa.”

“Su tierra será mi tierra y  su gente mi gente,” dijo Finisterre.

“Pero su caldero será mi caldero,” dijo Alpin.

Entre Mamá y yo nos pusimos a disuadir a Alpin de eso de quedarse con el caldero. Cuando Mamá le amenazó con convertirle en un sapo imbesable, pareció entrar en razón. Pero no dejó de refunfuñar.

Para entonces eran casi las doce y nos fuimos todos  volando a ver a Clepeta, para proponerla matrimonio con Finisterre.  Fue amor a primera vista y antes de que Alpin pudiese meterle hierbas en el bolsillo a ella también.  Solo quedaba aquello de echarle una maldición al novio.

“Lo haremos nosotras,” dijeron las gemelas, ansiosas por participar en algo en esta unión.

“Ni hablar, que no tenéis experiencia,” dijo Mamá. Y ella misma hizo los honores. De lo que Mamá murmuró, estás son las palabras que pude captar:

"Tictac de relojes, manillas que corréis, ...de verde a plata ... de siete a cien...Todo en un día, mañana también, y todos los días, siempre ya, el ritmo que ella marque, él seguirá...Él lo ha buscado y yo se lo he dado." 

En cuestión de segundos Finisterre parecía un quinceañero delgaducho.  

Celebramos la pedida de mano ahí mismo, con una comilona en la que no faltaron falsas vieiras al natural, falsas almejas  a la marinera, falsísimas ostras a la viguesa, arroz con falso bogavante y por supuesto, caldeirada de pulpo resucitable. La feliz pareja nos prometió que las bodas que celebrarían antes de un mes no tendrían nada que envidiar a las de Camacho. Mamá sería la madrina, las gemelas las damas de honor y Alpin el padrino. 

“Verás cómo se va a poner Papi cuando se entere de que ha perdido a uno de sus chefs,” dijo Mamá. “No va a volver a dejar que se vaya de vacaciones un empleado suyo en la vida.”

“¡Qué le dinamiten al tirano ese!” dijo Vendaval.

“No digas eso de nuestro padre. Y ve pensando donde buscar a Ricatierra.”

“¡Qué le dinamiten a ese malcriado también!”

“No te enfades, que te va a sentar mal la comida,” le aconsejó Mamá.

 “Arley, ¿tienes crunchitas?” me preguntó el tito.

No tenía crunchitas, pero tenía una corazonada.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario