199. Un grave caso de D.E.
Cuando llegamos a la posada
para hadas donde íbamos a pasar la noche ahí había una comitiva esperándonos. Y
menuda comitiva era.
“¿Payasos? ¿Pero qué haces aquí, Mamá?”
“Los bobos de mis hermanos. Tus tíos tontos, Arley.”
Yo decidí que no iba a decir nada hasta
que Mamá no llamase a Vendaval y a Ricatierra por sus nombres, no fuese que su
agravio no fuese con ellos y les metiese yo en un lío sin querer.
“¿Pero de qué me hablas?”
“¿Con quién se va a casar el hada de la
cueva esa?” preguntó Mamá.
“¿Hada de la cueva?”
“¡No te hagas el tonto tú también! ¡No
funcionará! Sé que no lo eres. ¡Qué esto es muy serio! ¡Nos podemos morir de hambre todos! ¡Porque un par de
yoyos se hayan ido de picos pardos!”
“Verás, Arley,” dijo mi prima Arabela, porque las
gemelas azules también estaban ahí, “tu madre se refiere a los tíos Ricatierra
y Vendaval, que por lo visto se fueron a fisgar a Clepeta para ver si merecía
la pena cortejarla y ahora no hay quién los encuentre. Se han desvanecido.”
“¡Ah!” dije yo. “Pues yo tampoco sé dónde
están.”
Eso era verdad. No toda la verdad, pero
la verdad. De Ricatierra, ni flores. Y de Vendaval…pues tampoco sabía
exactamente dónde estaba en ese momento.
“¿No les has visto por ningún lado?”
Esa pregunta ya era más difícil de
contestar. Decidí retroceder en el tiempo.
“Cuando llevé a los caballos al spa para
equinos de un rumano llamado Krákula…”
“¡Lo que faltaba!” gritó Mamá “¡Hadas
rumanas! ¿Esos son los gitanos? ¿O los gitanos son los húngaros? No creo que se
hayan fugado mis hermanos con una tribu de hadas gitanas. Son demasiado
comodones para la vida vagabunda.”
Ya sabía yo que con eso de las hadas
rumanas iba a desviar la conversación y ganar algo de tiempo. Dejar caer un
nombrecito como Krákula tenía que encender sirenas y luces rojas.
“¿Qué te han hecho?”
“¡No! Nada. Todo bien. Yo…yo sólo vi que
los titos habían firmado el libro ese que firman las visitas. El dueño del spa
me lo dio para que lo firmase, y vi que lo habían firmado también los tíos.
Pero ya se habían ido. No llegué a verles.”
“¿La cavernícola esa también es rumana?
Son muy monas, pero no sé más de esas niñas. ¿Alguien sabe algo de cómo
funcionan las hadas rumanas? ¿Son peligrosas? Ahí lo que hay es vampiros, ¿no?
¡Ay, qué espanto! ¡Quien no querría morder a mis pobres hermanitos tan lozanos!”
Mamá se volvió hacía el resto de la
comitiva. Ahí estaban Don Alonso, Michael O’Toora y Finisterre Fishfin, con la boca abierta pero
sin palabras. Buscándonos a nosotros, Mamá y las gemelas azules habían aparecido ante ellos en
Santiago. Finisterre conocía bien la zona de la Costa de la Muerte y había
insistido en acompañarlas hasta este hostal, que era donde habíamos dicho que
íbamos a pernoctar. Los otros tres se unieron a la comitiva por si Mamá tenía
que vérselas con peligros todavía por conocer. Por ejemplo, con alguien llamado Krákula.
“¡No, qué va! Si Clepeta no es rumana,
tía,” dijo la prima Belinda. “Y tampoco es peligrosa. No creo que se haya
bebido la sangre de los tíos.”
“Si no se ha comido a Alpin,” contribuyó la prima Arabela, “hirviéndolo en su caldero
mágico, seguro que tampoco a los tíos.”
“La gente que vive en cuevas hace cosas
como comerse a gente. ¿Pero cómo se os ocurre mandar a vuestros tíos incautos a
ver a una caníbal?” gritó Mamá. “¡Sí son cortos, pobrecitos! ¡No se les puede
llevar a ninguna parte, y mucho menos mandarles por ahí solos!”
“¡Qué no te estás enterando, tía! ¡Qué te
lo hemos dicho mil veces! ¡Qué mandamos a Alpin a ver a Clepeta, no a esos
idiotas!”
“¿Vosotras queríais que me comiesen?” preguntó de pronto Alpin.
“Nadie te va a comer, Alpin. Y los idiotas han ido a ver a Clepeta
por cuenta suya, tía,” insistió Belinda. “¿Cómo te lo tenemos que decir?”
“Si no os importa, Alpin y yo nos vamos a retirar,” dije yo.
“Estamos muy cansados y Alpin tiene que dormir bien para estar guapo mañana y
gustarle a Clepeta.”
Mientras Mamá y las gemelas discutían
sobre vampiros y caníbales y tribus de hadas y hasta el circo, Alpin y yo
logramos escabullirnos y llegar a
nuestra habitación.
“Yo quiero saber que hacen esos idiotas
cortejando a mi chica,” dijo Alpin.
“No están haciendo eso, Alpin. Puedes estar tranquilo.”
“¿Cómo qué no? ¿Cómo lo sabes? ¡Tú sabes
algo! Y no lo estás diciendo.”
“Sé que Clepeta no va a casarse con
ninguno de mis tíos. Si se casa con alguien, será contigo.”
“¿Cómo puedes saber eso?”
“Porque mis tíos serán idiotas pero no son robacunas. Van a por tías
broncas. Beligerantes mujeres wagnerianas o viperinas harpías tipo viudas
negras con las que poder correr riesgos disputando. Y, Alpin, porque Clepeta
parecía estar muy ilusionada contigo.”
“¿Tú crees que yo la he gustado?”
“¡Uy, sí! Por eso te ha invitado a comer
pulpo mañana. Si no, ¿de qué?”
“Pues ya me quedo más tranquilo.”
Eso pretendía yo. Que se quedase
tranquilo y pudiésemos dormir algo, que estábamos muy cansados. La playa me
había bajado la tensión. Mañana sería otro día.
Y menudo día resultó ser.
Mientras estábamos desayunando con Mamá y
las gemelas y Don Alonso y Michael y Finisterre, sonó mi bola de cristal, que no
había sonado en meses.
“Contesta, Arley,” dijo Arabela. “Que ese
ruido me está atacando los nervios.”
“Luego lo cojo,” dije yo. “Estoy
desayunando.”
¿Cómo no se me había ocurrido apagar la
bola?
“Contesta que puede ser la abuela,” me
dijo Mamá. “Ya me ha llamado a mí siete veces
esta mañana. Está histérica solo de pensar que va a tener que decirle al abuelo
que Richi ha desaparecido.”
“Que quede claro que nuestra culpa no es,” dijo Belinda.
“Ya veremos,” dijo Mamá. “¡Que contestes,
Arley! ¡Ese ruido es muy molesto!”
Mamá y las gemelas clavaron sus ojos en
mí y tuve que contestar. Y sí, claro que sí. Era Tito Vendaval.
“No he podido esperar,” dijo, muy
emocionado. “¡Mira lo que tengo para ti!”
Y Tito Val empezó a proyectar foto tras
foto de Clepeta.
“Clepeta niña,” dijo, proyectando una
foto de la chiquilla regordeta que nos había recibido el día antes. “Foto
tomada hoy a las ocho de la mañana.”
Entonces proyectó otra foto.
“Clepeta ahora mismo. Parece tener unos doce o trece años. La foto más reciente. La acabo de tomar. Y hay más.”
“Esta
es la Clepeta que vimos nosotros, Richi y yo, Arley. Clepeta entre los veinticinco y treinta y cinco años. La vimos sobre
las diecinueve horas de hace un par de
días. Foto tomada ayer, sobre esa misma hora.”
Y todavía otra más.
“Esto es lo que debiste ver tú en la bola
de cristal, Arley. Clepeta cuarentona,
cincuentona, foto tomada a las diez menos cuarto de la noche.”
Y había una última foto.
“¡Og nuestro!”
chillaron las gemelas a la vez. “¡Es el peor caso de D. A. que hemos visto en
la vida! ¡Qué fuerte! ¿Cómo ha podido guardarse esto?”
“¿Qué
hacen esas liantas ahí?” gritó Tito Vendaval. “¡No las habrás llamado tú, Arley!”
“¡Las he llamado yo!” gritó Mamá,
arrancándome la bola de cristal. “Y
ahora te llamo a ti, tonto. Ven aquí ahora mismo. Y no culpes a mi hijo de nada,
que se ha callado como un muerto y no nos ha dicho que estaba conchabado
contigo. Menudos sois los hombres cuando decidís encubriros los unos a los otros. Deja de
acosar a esa pobre mujer y ven aquí ya mismo, Vendaval.”
“No, no voy, que me vas a gritar y eso no
me gusta.”
“Ya te estoy gritando,” dijo Mamá.
“De lejos. De cerca suena peor.”
“¿Dónde está el memo de nuestro hermano?”
“Eso quisiera yo saber. Si sabes algo,
dímelo tú.”
“¿Qué es D. E.?” pregunté yo.
“Desorden de edad. Es una enfermedad. O
una tara. Un hándicap,” dijo Belinda.
“Las hadas podemos aparentar la edad que
queremos aparentar. El cuerpo es el espejo de la mente. Normalmente nuestro
cuerpo se fija en una edad que va con nuestro carácter e intereses y esa es la
que proyectamos siempre, o hasta que cambiemos de carácter o intereses. Pero
podemos aparentar ser lo que no somos si queremos. ¿Nunca has cambiado de edad,
Arley?” me preguntó Arabela.
“Una vez me hice pasar por mi abuelo para
poder comprar lotería,“ dije yo.
“Pues eso. Podemos cambiar durante un
rato sin problemas. Pero hay hadas que no pueden controlar los cambios. Algunas
se atascan para siempre en una edad,” dijo Belinda.
“Peter Pan, por ejemplo,” dijo Arabela. “No
puede pasar por abuelo ni de lejos.”
“Otras lo tienen peor. Clepeta es un caso
gravísimo. Se ve que cambia de aspecto por lo menos cuatro o cinco veces al
día. ¿No tienes fotos de Clepeta bebé,
verdad Tito Val?” dijo Belinda.
“No. No se ha convertido en bebé en
ningún momento. La anciana se quedó dormida y amaneció con siete años.”
“Menos mal. Porque convertirte en bebé,
pues ese es el peor grado del desorden,” dijo Belinda.
“Alguien te tiene que cuidar,” dijo
Arabela. “No puedes vivir solo.”
“Un D. E. de segundo grado es lo que
tiene esa. Siempre es mayor de edad, pero no pasa un día sin que vaya de sieteañera
a centenaria,” dijo Belinda.
“¡Vaya cosas!” dijo Don Alonso. “Yo
estaba pensando que esta señorita era como la Dama Repugnante del caballero
Galván, la que estaba bajo una maldición que la volvía bella la mitad del día y
horrenda la otra mitad.”
“Es algo parecido,” dijeron las gemelas.
“Eso de la Dama Repugnante debe ser un grado cuatro,” dijo Belinda.
“El mago Merlín también está afectado. En
lugar de envejecer, se vuelve más joven conforme pasa el tiempo,” dijo Michael.
“¿Qué va a pasar con la pobre Clepeta?”
dije yo. “¿Todavía quieres casarte con
ella, Alpin?”
“En realidad lo que quiero es ese caldero.
Decidle, niñas, a esa bruja que yo la encontraré un marido si me regala el
caldero. No seré yo, pero yo de ella me conformaría con lo que yo la encuentre.”
“¿Qué tú vas a encontrar un marido para
Clepeta? ¿Pero quién eres tú para hacer eso? Sería intrusismo.”
“Soy alguien que lo va a hacer mejor que
vosotras,” dijo Alpin. “¿Nos apostamos algo?”
“¡Nada de apuestas!” dijo Mamá. “Esa pobre mujer tiene que estar agotada, con tanto
cambio diario. Solo de pensarlo, me siento envejecer. No me extraña que nadie
haya querido casarse con ella. Debe ser agotador estar a su lado.”
“Claro que podríamos compartirla entre
Ricatierra y yo,” dijo Alpin. “Yo me quedo a la niña y a la joven y él a la mujerona y a la anciana. Pero el
caldero será mío. Ese no lo quiero compartir con nadie.”
“¡Por favor, Alpin!” dije yo. “¡Si es lo
único que tiene! Deja de querer quedarte el caldero.”
“Nada de bigamia,” dijo Mamá. “¡Es lo que
le falta a Richi añadir a su currículum!”
“Clepeta no quiere saber nada de
Ricatierra,” dijo Tito Vendaval, atreviéndose a asomar la cabeza en la pantalla
de mi bola de cristal.
“¡Menos mal!” dijo Mamá. “¿Esta
enfermedad es contagiosa?”
Arabela y Belinda se miraron la una a la
otra.
“No creo,” dijeron al unísono. “Lo que
pasa es que sí que debe resultar agotador vivir con alguien que está cambiando
a cada minuto más que el río de Heráclito.”
“Ricatierra no debe agotarse. Tiene que
estar en forma para poder trabajar,” dijo Mamá. “No puede casarse con Clepeta.
No queremos cosechas defectuosas.”
“¿Cómo se coge esta enfermedad?” pregunté
yo.
“Pues si no es de nacimiento, que sería
rarísimo pero pasa, la coges porque
alguien te ha maldecido.”
“Entonces, si es por nacimiento, ¿qué se
puede hacer? Porque si es por una maldición, solo hay que deshacerla.”
“Deshacerla, pues la tiene que deshacer quien la hizo. Habría
que encontrar a esa persona y torcerla el brazo. Pero yo creo que lo de Clepeta
tiene que ser de nacimiento, porque si no, ya hubiese hecho algo al respecto.”
“Se puede poner una denuncia,” dijo Mamá.
“Hay asociaciones que luchan contra los
que maldicen injustificadamente.”
“Sí. Por eso, si no la ha puesto, pues
será que esto es de toda la vida.”
“¿Me permite, reinecita?” le dijo Alpin a
Mamá.
Mamá le cedió mi bola de cristal.
“Vuelve a proyectar las fotos de Clepeta,
Vendaval,” le dijo Alpin a mi tío. Le dio un empujón a Finisterre Fishfín, puso
la bola delante de sus narices y le preguntó. “¿Qué te parece esta tía?”
“Preciosa,” dijo Finisterre.
“¿Te casarías con ella?”
“Sin dudarlo,” dijo Finisterre.
“Ahí le tenéis, inútiles,” dijo Alpin.
“El marido perfecto para Clepeta.”
“¡Ahhhhhhhhhhh!” exclamaron
las gemelas.
“¿A usted no le importa el desorden de edad?” le preguntó Mamá a
Finisterre.
Finisterre se encogió de hombros.
“¡Abuela nuestra!” clamaron las gemelas.
“¡Este es adecuadísimo! Y nosotras sin darnos cuenta.”
“Ya os he dicho que yo lo haría mejor,”
dijo Alpin. “A cada Juan su Juana. Este es el mejor partido.”
Yo me encontraba ante un dilema. Había
visto a Alpin meter las hierbas de enamorar en el bolsillo de Finisterre cuando
le dio el empujón. Pero no eran realmente las hierbas de enamorar. Yo había
dado el cambiazo. Lo que sentía Fishfín era amor de verdad, no vil encantamiento. Pero si Alpin
creía que habían sido las hierbas, las volvería a usar en otra ocasión a no ser
que yo deshiciese aquello. Miré a Finisterre que no le quitaba ojo a las fotos
de Clepeta. Decidí que por el momento me tenía que callar. Había que darle una
oportunidad con Clepeta.
“¿No te va a importar quedarte a vivir
aquí en la cueva, Terri?” le pregunto Vendaval a Finisterre. “Es condición que
ha puesto Clepeta. No quiere irse de su casa.”
“Su tierra será mi tierra y su gente mi gente,” dijo Finisterre.
“Pero su caldero será mi caldero,” dijo
Alpin.
Entre Mamá y yo nos pusimos a disuadir a
Alpin de eso de quedarse con el caldero. Cuando Mamá le amenazó con convertirle
en un sapo imbesable, pareció entrar en razón. Pero no dejó de refunfuñar.
Para entonces eran casi las doce y nos
fuimos todos volando a ver a Clepeta,
para proponerla matrimonio con Finisterre.
Fue amor a primera vista y antes de que Alpin pudiese meterle hierbas en el bolsillo a ella también. Solo quedaba aquello de echarle una maldición
al novio.
“Lo haremos nosotras,” dijeron las
gemelas, ansiosas por participar en algo en esta unión.
“Ni hablar, que no tenéis experiencia,” dijo Mamá. Y ella misma hizo los honores. De lo que Mamá murmuró, estás son las palabras que pude captar:
"Tictac de relojes, manillas que corréis, ...de verde a plata ... de siete a cien...Todo en un día, mañana también, y todos los días, siempre ya, el ritmo que ella marque, él seguirá...Él lo ha buscado y yo se lo he dado."
En cuestión de segundos Finisterre
parecía un quinceañero delgaducho.
Celebramos la pedida de mano ahí mismo, con una comilona en la que no faltaron falsas
vieiras al natural, falsas almejas a la
marinera, falsísimas ostras a la viguesa, arroz con falso bogavante y por
supuesto, caldeirada de pulpo resucitable. La feliz pareja nos prometió que las bodas que celebrarían antes de un mes no tendrían nada que envidiar a las de Camacho. Mamá sería la madrina, las gemelas las damas de honor y Alpin el padrino.
“Verás cómo se va a poner Papi cuando se
entere de que ha perdido a uno de sus chefs,” dijo Mamá. “No va a volver a
dejar que se vaya de vacaciones un empleado suyo en la vida.”
“¡Qué le dinamiten al tirano ese!”
dijo Vendaval.
“No digas eso de nuestro padre. Y ve
pensando donde buscar a Ricatierra.”
“¡Qué le dinamiten a ese malcriado también!”
“No te enfades, que te va a sentar mal la comida,” le aconsejó Mamá.
“Arley, ¿tienes crunchitas?” me preguntó el
tito.
No tenía crunchitas, pero tenía una
corazonada.
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