“¡Qué no!” gritaba Títo Vendaval. “¡No voy a
consentir que me echen encima un cuenco de agua y me llamen demonio y me
expulsen de un lugar en el que ni siquiera quiero estar! ¡No quiero entrar ahí
dentro! Y no lo voy a hacer.”
Estábamos ante la puerta principal del
monasterio en el que yo había escuchado una espléndida voz masculina que me
sonaba algo familiar cantar maitines.
“Nadie te va a hacer nada de eso,” dijo Don
Alonso, intentando razonar con mi tío. “Eso pasaba en la Edad Media. Las cosas
han cambiado. Es verdad que con la iglesia hemos topado y con los monjes
tendremos que tratar. Pero estos monjes son ánimas. Almas, les gusta llamarse.
Entre los mortales, las gentes de distintas fes e ideologías compiten por el
poder. Siempre están en discordia. Siempre a la defensiva. Siempre desconfían. Pero
aquí es distinto. Aquí cada uno tiene su espacio.”
“¡Razón de más para no invadir el suyo!”
protestaba el tito.
“No vas a invadir nada, Val,” intervino Mamá.
“Vas a llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a esta gente si alguno
de ellos sabe algo de tu hermano menor. ¿Qué te puede pasar?”
“Tú visítales. Tú eres reina. Eso quizás
imponga respeto.”
“No lo creo. Y soy una mujer. Puede que ni
quieran hablar conmigo.”
“Manda un embajador. Manda a Darcy. Nadie le
puede decir que no.”
“¡No, no y no! No vamos a dar publicidad a
este asunto, Val. Mira, yo ni debería
estar aquí. Tengo que llegar a casa antes de que Oberón se entere de lo que
está sucediendo. Si me pregunta dónde he estado le diré que me invitaron a la pedida
de mano de uno de los chefs de mi padre. No debe sospechar nada, porque nada le
gustaría más que ser él quien vaya con este cuento a Papá, para ver la cara que
pone cuando sepa que Richi se ha dado a la fuga.”
“¿Y qué puede pasar? ¿Le va a dar un infarto
al viejo? Pues no. Eterno Virbono es inmortal. Puede fingir un ataque de
corazón, pero no le puede dar uno de verdad. ¡Qué venga él mismo a reclamar a
Richi! No podrá jugar al golf durante cosa de media hora. O al ajedrez, si es
que viene ahora mismo, que eso es lo que hace a estas horas.”
Cuando le dije a Tito Vendaval que yo tenía
una corazonada y que su hermano podría estar escondido en este monasterio,
pensé que lo más probable era que me equivocase. ¿Por qué iba a estar Tito
Richi en un monasterio? Pero al escucharme, Tito Vendaval empezó a gritar, “¡Si! ¡Siiiiiiiiiiiiiii! ¡Sí, sí,
siiiiiiiiiiiiiiiiiiii!”
Yo no sabía que Ricatierra era miembro de una
asociación de amigos de monasterios. Contribuía generosamente al mantenimiento
de unos cuantos. Y cada Navidad les mandaba a los monjes difuntos cajas y más
cajas de vinos espumosos que él fabricaba y que le salían mejor que el champán
a Dom Pérignon. A cambio, los monjes le consentían el capricho de cantar de vez
en cuando en su capilla. De camino a la Costa de la Muerte, los titos habían
llegado hasta aquí la misma noche que nosotros. Pero nosotros nos alojábamos en
la posada del monasterio, Títo Ricatierra en la zona reservada para los monjes,
que creo que se llama la clausura o algo así y Tito Vendaval había dormido a la
intemperie, empapándose con lluvia y rocío por aquello de que no le echasen agua bendita encima. Así que no llegamos a
vernos. Pero ahora parecía posible que Ricatierra hubiese encontrado refugio
en este lugar.
“Michael y yo le sacaremos de ahí,” dijo
Don Alonso. Llamó a la puerta, y cuando esta se abrió, dos hombres salieron.
Uno, por lo visto, era el tornero, Don Casiano. El otro era…sí, lo habéis
adivinado, Don Caralampio.
“Sí,” dijo Don Caralampio antes de que
preguntásemos. “El muchacho ese está
aquí. Como yo soy la persona responsable de tratar con seres de otras ocurrencias,
es decir, de ideas distintas a las nuestras, me han llamado para que razone con
el chico este.”
“¿Usted es el Inquisidor General?” no pude
evitar exclamar.
“¡Chitón!”
dijo Don Caralampio, cogiéndome del hombro y mirando por encima del suyo. “Ni
menciones eso aquí. Corramos un tupido velo sobre el pasado. Ahora las cosas
las hacemos de otra manera. Bueno, yo siempre las he hecho de otra manera.
Mirad, cuando tengáis que tratar con nosotros por cualquier asunto, procurad
hacerlo con alguien antiquísimo, de los de muy al principio, o con alguien muy,
muy moderno. El caso es que he estado intentando razonar con su hermano,
señora, me imagino que será su hermana usted. Perdonen, ni siquiera les he
saludado como Dios manda. ¡Buenas noches a todos! ¡Alonso! ¡Miguel! Pasen, pasen todos, por favor.”
“Estamos bien aquí fuera,” dijo Tito Vendaval.
“Bueno, como gusten. Su hermano está bajo la
impresión de que no le quiere nadie y quiere renunciar al mundo y hacerse
monje. Yo le he explicado que los monjes que hay aquí lo fueron en vida, pero
ahora solo son almas que prefieren disfrutar de la gloria viviendo como siempre
lo hicieron. La misma rutina, ya saben, conservadores. Vuestro hermano creía
que como los monjes trabajan en huertos apreciarían lo útil que él puede ser en
esto. Pero lo que nosotros valoramos es el trabajo, no los frutos del mismo. También
dijo que podía producir nuevos licores y vinos, y eso desde luego que lo
valorarían mucho nuestros compañeros que siguen con vida ahí en el mundo de los
mortales. Pero los fantasmas son de costumbres fijas. No les gustan demasiado
las novedades. Todos los monjes que hay aquí fueron mortales. No hay tal cosa
como un espíritu que se haga monje. Los
espíritus que se convierten a nuestra fe pasan a ser ángeles, y suben al cielo
a servir allí. Bien, pues yo le dije a vuestro hermano que se podía convertir
en un ángel y cantar ahí arriba en el coro celestial. Hay bastante competencia,
pero la voz de este chico es tan buena que no creo que tuviese problemas por eso.
Sin embargo creo que no se hallaría a gusto ahí.”
“Sabemos
que no es ningún ángel,” dijo Mamá. “En eso tiene usted razón.”
“¿Lo veis? Os dije que no tardarían en
echarle de aquí y lo único que teníamos que hacer era esperar,” dijo Tito Val.
“Cuando vea que nadie le quiere, tendrá que volver a casa con el rabo entre las
piernas.”
“Yo también creo que es mejor que vuelva con
su rebaño,” dijo Don Caralampio. “Pero no le vamos a echar de aquí. De eso
nada.”
“¡Ja!” se rio el tito. “Usted no sabe
con quién está tratando. Si sube ahí arriba le arrojarán en el acto a una zarza
de moras. No esperarán hasta noviembre para hacerlo. No aguantarían.”
“¡No, no!” dijo Don Caralampio. “No le vamos
a mandar para arriba. Pero puede quedarse vagando por este lugar toda la
eternidad si él quiere. Hasta que se aburra.”
“La verdad es que se aburre de todo,” dijo
Mamá.
“Chinchar a los demás no le aburre. Nos está
haciendo sufrir y está disfrutando con eso,” le dijo Tito Val a Mamá. “Por eso
no va a salir de inmediato. Cuanto más nos alteremos, más difícil será que
salga.”
“No,”
dijo Don Caralampio. “Yo no puedo creer eso de él. Es un espíritu muy dulce.”
“Es increíble como camela a todos los viejecitos,” Val murmuró.
“Dígale que si sale vamos a poner su nombre al auditorio de Isla Manzana,” le dijo Mamá a Don Caralampio. “Y que su cumpleaños será siempre día festivo. Es algo vanidosillo. A lo mejor con eso sale.”
“Deje que nosotras hablemos con él,” dijeron
las gemelas azules. “Le diremos que le vamos a encontrar una esposa estupenda
que le quiera muchísimo.”
“No quiere hablar con ninguno de ustedes, señora
y señoritas,” dijo Don Caralampio. “Sabe que están todos ustedes aquí fuera
pero se ha negado a recibirles.”
“Debe estar partiéndose de risa ahí dentro,”
dijo Tito Vendaval.
Michael O’Toora y yo intercambiamos una
mirada y de pronto se me ocurrió una idea de las que tiene Brezo en estas
situaciones.
“Michael, ¿te importaría dar tu fiesta de
Halloween en casa de Tío Ricatierra este año?
Siempre está dando fiestas. Seguro que eso le hace ilusión. Brezo y
Cardo podrían colaborar contigo para organizarlo todo.”
“Me encantaría,” dijo Michael. “¡Claro que
sí!”
“No. Eso no puede ser,” dijo Mamá.
“¿Pero por qué no?” pregunté yo.
“Tal vez sea hora de que se lo expliquemos,”
dijo Tito Val. “Son mayores de siete años. Siento ser un aguafiestas pero
aunque Richi da toda clase de fiestas, jamás celebra Halloween. Y nunca lo
hará. Papá le advirtió que algún psicópata podría perder los papeles ese día y
rebanarle la cabeza con una hoz, por ser el rey de la fiesta. Aunque es el
auténtico Señor de la Cosecha, siempre evita dejarse ver en público en el
otoño.”
“¡Ay, Dios mío!” exclamó Don Casiano, persignándose.
“A punto de caer, un cubo de agua,” murmuró
Tito Vendaval.
“No se alarmen. Entre nosotros también hay a quienes
les cuesta dejar atrás ciertas costumbres equívocas que
tuvieron,” dijo Mamá.
“¡Estáis
asustando a mis amigos!” grito Tío Ricatierra,
apareciendo de pronto en la puerta como un energúmeno. “¡Lo que queréis es aislarme
para poder manipularme a vuestro antojo!”
Se volvió hacia Don Casiano y Don Caralampio y dijo muy suavemente, tanto que parecía que estaba hablando otra
persona totalmente distinta, una que nunca habíamos visto, “Me voy para que mi familia les deje de molestar.
Ya les hemos importunado más que suficiente. Les doy las gracias de corazón por
su hospitalidad y espero que no me
culpen demasiado por lo sucedido. Quisiera poder volver a visitarles alguna
vez.”
“No tienes por qué irte, hijo,” dijo Don
Caralampio. “Te podemos conceder asilo en sagrado, tú lo sabes.”
“También sé que debo irme,” dijo Tito
Ricatierra. “Es lo mejor para todos.”
“¿Así de fácil? Este trama algo,” me susurró
Tito Vendaval.
“¿Pero cómo pueden matarle?” preguntaron las
gemelas horrorizadas. “¿Es que no es inmortal como el abuelo? ¿Cómo todos?”
“No pueden matarme, pero me pueden cortar la
cabeza,” dijo Tito Ricatierra. “Yo quedaría como el padre de Alpin. ¿Por qué
tenía tanta prisa en irse? ¡Con lo cotilla que es, me extraña que no se quedase
para ver el desenlace de esta comedia.”
“¿El padre de Alpin?” dije yo, muy
sorprendido.
“No. Tu amigo odioso.”
Miré a mi alrededor. Ahora era Alpin el que
había desaparecido.
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