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martes, 30 de agosto de 2022

200. Asilo

200. Asilo

“¡Qué no!” gritaba Títo Vendaval. “¡No voy a consentir que me echen encima un cuenco de agua y me llamen demonio y me expulsen de un lugar en el que ni siquiera quiero estar! ¡No quiero entrar ahí dentro! Y no lo voy a hacer.”

Estábamos ante la puerta principal del monasterio en el que yo había escuchado una espléndida voz masculina que me sonaba algo familiar cantar maitines.

“Nadie te va a hacer nada de eso,” dijo Don Alonso, intentando razonar con mi tío. “Eso pasaba en la Edad Media. Las cosas han cambiado. Es verdad que con la iglesia hemos topado y con los monjes tendremos que tratar. Pero estos monjes son ánimas. Almas, les gusta llamarse. Entre los mortales, las gentes de distintas fes e ideologías compiten por el poder. Siempre están en discordia. Siempre a la defensiva. Siempre desconfían. Pero aquí es distinto. Aquí cada uno tiene su espacio.”

“¡Razón de más para no invadir el suyo!” protestaba el tito.

“No vas a invadir nada, Val,” intervino Mamá. “Vas a llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a esta gente si alguno de ellos sabe algo de tu hermano menor. ¿Qué te puede pasar?”

“Tú visítales. Tú eres reina. Eso quizás imponga respeto.”

“No lo creo. Y soy una mujer. Puede que ni quieran hablar conmigo.”

“Manda un embajador. Manda a Darcy. Nadie le puede decir que no.”

“¡No, no y no! No vamos a dar publicidad a este asunto, Val.  Mira, yo ni debería estar aquí. Tengo que llegar a casa antes de que Oberón se entere de lo que está sucediendo. Si me pregunta dónde he estado le diré que me invitaron a la pedida de mano de uno de los chefs de mi padre. No debe sospechar nada, porque nada le gustaría más que ser él quien vaya con este cuento a Papá, para ver la cara que pone cuando sepa que Richi se ha dado a la fuga.”

“¿Y qué puede pasar? ¿Le va a dar un infarto al viejo? Pues no. Eterno Virbono es inmortal. Puede fingir un ataque de corazón, pero no le puede dar uno de verdad. ¡Qué venga él mismo a reclamar a Richi! No podrá jugar al golf durante cosa de media hora. O al ajedrez, si es que viene ahora mismo, que eso es lo que hace a estas horas.”

Cuando le dije a Tito Vendaval que yo tenía una corazonada y que su hermano podría estar escondido en este monasterio, pensé que lo más probable era que me equivocase. ¿Por qué iba a estar Tito Richi en un monasterio? Pero al escucharme, Tito Vendaval empezó a gritar, “¡Si! ¡Siiiiiiiiiiiiiii! ¡Sí, sí, siiiiiiiiiiiiiiiiiiii!”

Yo no sabía que Ricatierra era miembro de una asociación de amigos de monasterios. Contribuía generosamente al mantenimiento de unos cuantos. Y cada Navidad les mandaba a los monjes difuntos cajas y más cajas de vinos espumosos que él fabricaba y que le salían mejor que el champán a Dom Pérignon. A cambio, los monjes le consentían el capricho de cantar de vez en cuando en su capilla. De camino a la Costa de la Muerte, los titos habían llegado hasta aquí la misma noche que nosotros. Pero nosotros nos alojábamos en la posada del monasterio, Títo Ricatierra en la zona reservada para los monjes, que creo que se llama la clausura o algo así y Tito Vendaval había dormido a la intemperie, empapándose con lluvia y rocío por aquello de que no le echasen agua bendita encima. Así que no llegamos a vernos. Pero ahora parecía posible que Ricatierra hubiese encontrado refugio en este lugar.

“Michael y yo le sacaremos de ahí,” dijo Don Alonso. Llamó a la puerta, y cuando esta se abrió, dos hombres salieron. Uno, por lo visto, era el tornero, Don Casiano. El otro era…sí, lo habéis adivinado, Don Caralampio.

“Sí,” dijo Don Caralampio antes de que preguntásemos.  “El muchacho ese está aquí. Como yo soy la persona responsable de tratar con seres de otras ocurrencias, es decir, de ideas distintas a las nuestras, me han llamado para que razone con el chico este.”

“¿Usted es el Inquisidor General?” no pude evitar exclamar.

“¡Chitón!” dijo Don Caralampio, cogiéndome del hombro y mirando por encima del suyo. “Ni menciones eso aquí. Corramos un tupido velo sobre el pasado. Ahora las cosas las hacemos de otra manera. Bueno, yo siempre las he hecho de otra manera. Mirad, cuando tengáis que tratar con nosotros por cualquier asunto, procurad hacerlo con alguien antiquísimo, de los de muy al principio, o con alguien muy, muy moderno. El caso es que he estado intentando razonar con su hermano, señora, me imagino que será su hermana usted. Perdonen, ni siquiera les he saludado como Dios manda. ¡Buenas noches  a todos! ¡Alonso!  ¡Miguel! Pasen, pasen todos, por favor.”

“Estamos bien aquí fuera,” dijo Tito Vendaval.

“Bueno, como gusten. Su hermano está bajo la impresión de que no le quiere nadie y quiere renunciar al mundo y hacerse monje. Yo le he explicado que los monjes que hay aquí lo fueron en vida, pero ahora solo son almas que prefieren disfrutar de la gloria viviendo como siempre lo hicieron. La misma rutina, ya saben, conservadores. Vuestro hermano creía que como los monjes trabajan en huertos apreciarían lo útil que él puede ser en esto. Pero lo que nosotros valoramos es el trabajo, no los frutos del mismo. También dijo que podía producir nuevos licores y vinos, y eso desde luego que lo valorarían mucho nuestros compañeros que siguen con vida ahí en el mundo de los mortales. Pero los fantasmas son de costumbres fijas. No les gustan demasiado las novedades. Todos los monjes que hay aquí fueron mortales. No hay tal cosa como un espíritu que  se haga monje. Los espíritus que se convierten a nuestra fe pasan a ser ángeles, y suben al cielo a servir allí. Bien, pues yo le dije a vuestro hermano que se podía convertir en un ángel y cantar ahí arriba en el coro celestial. Hay bastante competencia, pero la voz de este chico es tan buena que no creo que tuviese problemas por eso. Sin embargo creo que no se hallaría a gusto ahí.”

“Sabemos  que no es ningún ángel,” dijo Mamá. “En eso tiene usted razón.”

“¿Lo veis? Os dije que no tardarían en echarle de aquí y lo único que teníamos que hacer era esperar,” dijo Tito Val. “Cuando vea que nadie le quiere, tendrá que volver a casa con el rabo entre las piernas.”

“Yo también creo que es mejor que vuelva con su rebaño,” dijo Don Caralampio. “Pero no le vamos a echar de aquí. De eso nada.”

¡Ja!” se rio el tito. “Usted no sabe con quién está tratando. Si sube ahí arriba le arrojarán en el acto a una zarza de moras. No esperarán hasta noviembre para hacerlo. No aguantarían.”

“¡No, no!” dijo Don Caralampio. “No le vamos a mandar para arriba. Pero puede quedarse vagando por este lugar toda la eternidad si él quiere. Hasta que se aburra.”

“La verdad es que se aburre de todo,” dijo Mamá.

“Chinchar a los demás no le aburre. Nos está haciendo sufrir y está disfrutando con eso,” le dijo Tito Val a Mamá. “Por eso no va a salir de inmediato. Cuanto más nos alteremos, más difícil será que salga.”

 “No,” dijo Don Caralampio. “Yo no puedo creer eso de él. Es un espíritu muy dulce.”

“Es increíble como camela a todos los viejecitos,” Val murmuró.

“Dígale que si sale vamos a poner su nombre al auditorio de Isla Manzana,” le dijo Mamá a Don Caralampio. “Y que su cumpleaños será siempre día festivo. Es algo vanidosillo. A lo mejor con eso sale.”

“Deje que nosotras hablemos con él,” dijeron las gemelas azules. “Le diremos que le vamos a encontrar una esposa estupenda que le quiera muchísimo.”

“No quiere hablar con ninguno de ustedes, señora y señoritas,” dijo Don Caralampio. “Sabe que están todos ustedes aquí fuera pero se ha negado a recibirles.”

“Debe estar partiéndose de risa ahí dentro,” dijo Tito Vendaval.

Michael O’Toora y yo intercambiamos una mirada y de pronto se me ocurrió una idea de las que tiene Brezo en estas situaciones.

“Michael, ¿te importaría dar tu fiesta de Halloween en casa de Tío Ricatierra este año?  Siempre está dando fiestas. Seguro que eso le hace ilusión. Brezo y Cardo podrían colaborar contigo para organizarlo todo.”

“Me encantaría,” dijo Michael. “¡Claro que sí!”

“No. Eso no puede ser,” dijo Mamá.

“¿Pero por qué no?” pregunté yo.

“Tal vez sea hora de que se lo expliquemos,” dijo Tito Val. “Son mayores de siete años. Siento ser un aguafiestas pero aunque Richi da toda clase de fiestas, jamás celebra Halloween. Y nunca lo hará. Papá le advirtió que algún psicópata podría perder los papeles ese día y rebanarle la cabeza con una hoz, por ser el rey de la fiesta. Aunque es el auténtico Señor de la Cosecha, siempre evita dejarse ver en público en el otoño.”

“¡Ay, Dios mío!” exclamó Don Casiano, persignándose.  

“A punto de caer, un cubo de agua,” murmuró Tito Vendaval.  

“No se alarmen. Entre nosotros también hay a quienes les cuesta dejar atrás ciertas costumbres equívocas que tuvieron,” dijo Mamá.

“¡Estáis asustando a mis amigos!” grito Tío Ricatierra, apareciendo de pronto en la puerta como un energúmeno. “¡Lo que queréis es aislarme  para poder manipularme a vuestro antojo!” Se volvió hacia Don Casiano y Don Caralampio y dijo muy suavemente,  tanto que parecía que estaba hablando otra persona totalmente distinta, una que nunca habíamos visto, “Me voy para que mi familia les deje de molestar. Ya les hemos importunado más que suficiente. Les doy las gracias de corazón por su hospitalidad  y espero que no me culpen demasiado por lo sucedido. Quisiera poder volver a visitarles alguna vez.”

“No tienes por qué irte, hijo,” dijo Don Caralampio. “Te podemos conceder asilo en sagrado, tú lo sabes.”  

“También sé que debo irme,” dijo Tito Ricatierra. “Es lo mejor para todos.”

“¿Así de fácil? Este trama algo,” me susurró Tito Vendaval.

“¿Pero cómo pueden matarle?” preguntaron las gemelas horrorizadas. “¿Es que no es inmortal como el abuelo? ¿Cómo todos?”

“No pueden matarme, pero me pueden cortar la cabeza,” dijo Tito Ricatierra. “Yo quedaría como el padre de Alpin. ¿Por qué tenía tanta prisa en irse? ¡Con lo cotilla que es, me extraña que no se quedase para ver el desenlace de esta comedia.”

“¿El padre de Alpin?” dije yo, muy sorprendido.

“No. Tu amigo odioso.”

Miré a mi alrededor. Ahora era Alpin el que había desaparecido.

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