201. Pomba y el fantasma suizo
“Tú me has ayudado a mí a buscar a este
imbécil, y ahora me toca ayudarte a ti a buscar el tuyo,” dijo Tito Vendaval.
“Una cosa sabemos. No está ahí dentro. Ya le hubiesen tirado un cuenco de
agua.”
“El imbécil eres tú,” dijo Tito Ricatierra,
“alarmista exagerado, que te ahogas en un vaso de agua y has molestado a
nuestra hermana que ha tenido que venir hasta aquí por tu culpa. Habéis hecho
el ridículo aquí fuera, y me habéis avergonzado delante de mis amigos. Por
cierto, Arley, como no estoy enfadado contigo te voy a ayudar a encontrar a
Alpin yo. Le he visto dejar una nota en ese árbol. A lo mejor dice dónde ha
ido.”
La nota que había dejado Alpin decía lo
siguiente:
“A quien le pueda interesar. Sepa que tengo
negocios en Santiago y, harto de esperar a que el necio que se ha atrincherado
en el monasterio se decida a entregarse y salga de una vez, me he ido a ver a
la Tía Pomba ya mismo, porque mi tiempo es oro. Esto lo firma Alpin Dulajan.”
“No salimos de una y ya estamos metidos en
otra,” dije yo.
En realidad no habíamos salido de la primera,
porque mis tíos acababan de llegar a las manos y parecía que iban a matarse.
Tío Ricatierra es, de aspecto, el más aguerrido de los hermanos de mi madre.
Tío Vendaval parece el más frágil, etéreo, pero no lo es, y aunque los hermanos
de mi madre todos tienen un aspecto delicado, lo cierto es que cuando se
enfadan se transforman en unas bestias pardas, a cual peor. Pero a Mamá le pasa
lo mismo. Ella le dio a uno de sus hermanos en todo el morro con su bolsa de
viaje para cosméticos extra grande y acto seguido hizo lo mismo con el otro. Y
ahí se acabó el lio. Al menos de momento. Es curioso. Yo con mis hermanos y
hermanas no recuerdo haber llegado a las manos nunca. Creo que ni con nadie.
Ignoro que diversión puede haber en ello. Será cosa de mayores, o de otra
generación.
“A mí no me ha llamado nadie, Richi. Me he
enterado porque no os localizaba. Y tengo que irme a casa, porque no quiero que
esto transcienda, que entonces sí que vamos a hacer el ridículo todos. Hacedme
el favor de acompañar a mi hijo a buscar a ese desgraciado que se le ha
escapado. A ver si podéis colaborar al menos en esto, que él colabora con todos
siempre que puede.”
“Mamá, ¿puedes llevarte a los caballos y las
mulas a casa? Son de tu establo. Tengo un montón de regalos, pero ya os los
daré mañana. Nosotros vamos a salir volando.”
Mamá se fue tan deprisa como pudo llevándose
a las gemelas, todo mi equipaje y a los equinos. Y hasta a la nevera de Alpin,
Frostina.
“¿Quién es la Tía Pomba? ¿Está buena?”
preguntó Tito Ricatierra.
Tito Vendaval hizo ademán de atizarle pero se
contuvo.
Yo miré en mi bola de cristal.
“Es una abuelita,” dijo Tito Ricatierra, tras
echar un vistazo él también. “Habrá que respetarla.”
Tito Vendaval alzó los ojos como gesto de
agradecimiento al cielo.
La Tía Pomba aparentaba tener unos setenta
años y debía de peinar canas, pero llevaba el pelo teñido de un negro
intensísimo y con moño en el coco y unos ricitos de esos que llaman bésames. También tenía los dedos llenos de sortijas de oro. Pero esta señora era la menor de mis
preocupaciones. Lo que vi en la bola me puso los pelos de punta.
“¡Lo que faltaba!” grité yo. “¡A Alpin le ha
cogido la Santa Compaña!”
Salimos todos escopetados, mis tíos, Don
Alonso, Michael y yo y en cuestión de minutos aparecimos frente a una casucha
rodeada de palomares.
Aunque era de noche, las palomas estaban
alborotadas, pegando alaridos, y la Tía Pomba también alborotaba y gritaba.
“¡Tira, rapaz, tira! ¡Qué ya es tuyo!”
Se refería a un caldero que Alpin le estaba
intentando arrancar a un hombre con sombrero andaluz que maldecía en alemán.
“¡Suéltalo, Alpin! ¡Que todavía puedes!”
grité yo, convencido de que se le llevaban las ánimas por coger ese caldero.
“¿Y ese individuo por qué invoca a las huestes de
Odín?” dijo el Tío Ricatierra. “¿Eso qué tiene que ver con la Santa Compaña? ¿Y
por qué no se le cae el sombrero? ¿Lo lleva pegado con cola? Sopla, Val, que lo
vamos a comprobar.”
“Las ánimas han atrapado a uno de esos alemanes
que han emigrado a Andalucía. Y debe ser tonto, porque no se quiere liberar. Si
suelta el caldero, Alpin ocupará su lugar. ¿Seguro que queremos intervenir?”
“Hombre, está a cargo de nuestro sobrino.”
“¿Tienes agua bendita del monasterio?” dijo
Tito Vendaval. “¿Y si se la echamos a ese? A lo mejor se desvanece.”
Yo agarré a Alpin del cuello de la camiseta y
empecé a tirar de él. Don Alonso le agarró de la cintura y se puso a tirar
también mientras Michael arañaba las manos de Alpin para que soltase el
caldero. De pronto el contenido del caldero se esparramó por el suelo. No era
agua bendita, que es lo que lleva el caldero de la Santa Compaña. Eran
diamantes y monedas de oro.
“¡Usted!” exclamó Michael. “¡Yo sé quién es
usted! Usted es el fantasma del suizo del tesoro brasileño de Santiago.”
Tanto el suizo como la Tía Pomba se habían
tirado al suelo a recoger el tesoro. Antes de que se pegasen entre ellos, Tito
Vendaval dio un soplido y los mandó a cada uno a un extremo de aquel lugar.
“Vamos a recoger todo esto y devolvérselo a
ese señor,” dijo Michael, “que su trabajo le tiene que haber costado hacerse
con ello.”
“¡Ni hablar!” gritó Alpin, todavía blandiendo
el caldero.
Tito Ricatierra se fue a ayudar, como todo un
caballero, a la Tía Pomba a levantarse
del suelo.
“¡Pero qué guapo eres, rapaziño!” le dijo la
señora, mirándole de arriba abajo.
“¿A que sí?” dijo el tito sonriendo, con lo cual se volvió todavía más guapo, que es lo que pasa cuando sonríe. “Y además estoy más forrado que Baldomero. Usted también es muy guapa. La que tuvo retuvo.”
Tito Vendaval dio otro soplido y esta vez estampó a Tito Ricatierra contra la puerta de uno de los palomares.
Michael y Don Alonso habían recogido todo el
tesoro y ya estaba otra vez en el caldero que había tenido que soltar Alpin,
porque yo le di un golpe en el codo. Yo, que hacía nada había presumido de no
haberme pegado con nadie, estaba forcejeando con Alpin, intentando que no
llegase otra vez hasta el caldero.
“¿Tú conoces a ese fulano?” Vendaval le
preguntó a Michael.
“Es famoso,” dijo Michael.
“Le conocemos de un bestseller que hemos
leído en nuestro club de lectura,” dijo Don Alonso.
“Yo también lo he leído,” añadió Tito
Ricatierra. Eso no me sorprendió nada. Antes de saber que a Tito Richi le daban
brotes de locura, la imagen que yo tenía de él era la de un hombre sentado bajo
un árbol leyendo un libro. “Si eso no es suyo, debería serlo. Dáselo, Val.”
“Pues tenga usted, caballero,” dijo Tito
Vendaval, y le entregó el caldero al
suizo. “¡Todos a casa!” Pegó otro soplido que recorrió el lugar y alzó a todos
los nuestros y nos dejó en la puerta del palacio de mis padres.
Darcy, que estaba ahí llevándose a los
caballos, se llevó también a Frostina y a Alpin. Tuvo que pedirle que se
callase, porque estaba jurando más que lo había estado el suizo. Al día
siguiente, en el desayuno, me enteré de que iba todo el follón de la noche
anterior. Alpin había ido a consultar a la adivina Pomba. Quería saber dónde
podía encontrar un tesoro. Ella le dijo que le daría esa información si él a
cambio la regalaba su nevera mágica. Alpin no tenía ninguna intención de hacer
eso, pero cruzó los dedos detrás de su espalda y accedió. Ella le dijo que en
unos minutos iba a pasar por su puerta un fantasma cargando un caldero lleno de
oro y diamantes. Alpin solo tenía que arrancárselo al fantasma. “Por tu culpa
he vuelto de Galicia sin uno de sus tesoros. Ese fantasma ni siquiera era el
dueño de ese tesoro. Lo eran unos soldados que se lo habían robado a otra
gente. Me debes un tesoro, Arley.”
Después del desayuno, yo devolví el relicario
de San Caralampio a su legítimo dueño y así di por concluida nuestra aventura gallega.
Por si no estás enterado, el bestseller que leímos es "La Biblia en España."
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