El sábado por la mañana volví a mi vieja
nueva rutina y me acerqué a la casa de mis tíos Mabel y Gentillluvia. Encontré
todo tal y como debería estar y me puse a trabajar felizmente en la biblioteca
con mi tía.
Nuestros esfuerzos valieron la pena y solo
paramos para tomar un almuerzo ligero, preparado por la Abuelita Sopitas con
leche y su nieta Perla, bajo unos árboles que todavía decían que era verano y
una brisa que murmuraba que pronto sería otoño. Yo estaba muy contento, pero
cuando llegó la hora de tomar el té, el viento cambió.
La madre y las hijas de Mabel se presentaron
sin avisar. Mabel empezó a alterarse cuando anunciaron a estas visitas.
“No! No! No!”
rabiaba. “Tendré que bajar a recibirlas. ¿Qué le voy a decir a esas locas? ¿Qué
pueden querer? Es seguro que algo querrán, porque si no, ¿a qué iban a venir
hasta aquí? ¿Por qué vienen a molestarme? ¿De qué les va a servir? Yo no puedo
hacer nada por nadie. No sé cómo hacer nada.”
Tito Gen intentó tranquilizarla y cuando no
pudo, bajó él mismo a ver que querían su suegra y sus hijas gemelas.
“Tal vez solo quieren ver cómo estás, Tita,”
dije yo.
“No. Siempre quieren algo. Y nunca es dinero.
Si fuese eso, se lo daría y se irían. Fin de la historia. Pero no. Querrán que
yo hable con alguien, y yo no habló con nadie. O querrán que vaya a alguna
parte. ¡Y yo no voy a ningún lado! Yo no manipulo a la gente, Arley, y no soporto que alguien me
manipule a mí.”
“¿No sientes curiosidad por saber que
quieren?”
“Si tú la sientes, baja tú. Luego me lo
cuentas.”
“Yo no voy a dejarte aquí arriba sola,” dije
yo. Y añadí para mis adentros, “Si pareces un caballo desesperado por salir
corriendo.”
“Gracias,” dijo Tita Mabel. “Sí que necesito
apoyo.”
Y entonces regresó Tito Gen.
“Baja, Mabel, que esto te va a interesar. Vas
a querer defender a Richi.”
“¿Qué?”
dijo Tita Mabel. Su cara cambió por completo. Ya no parecía un manojo de
nervios. Parecía una tigresa.
La Abuelita Sopitas estaba reorganizando la
mesa en la que tomamos el té, la de la gran galería que mira al mar. Estaba
puesta para tres y ahora la estaba montando para seis. Y entonces llegó Mamá.
“Para diez, creo, Abuelita,” dijo Tito Gen.
“Me parece que vamos a ser por lo menos nueve.”
“Para una docena, entonces,” dijo la
Abuelita.
Tito Richi había salido en los
hadaperiódicos. Había contactado con la Tía Pomba y se había llevado a la
adivina y más de veinticuatro de sus palomas de compras en Nueva York. Había
reservado una planta entera en el hotel humano más caro que había en esa ciudad
para sus invitados. Las kellys que limpiaban estas habitaciones querían
lincharle cuando vieron como tenían las habitaciones las palomas. Se pusieron
en huelga y el tito las pago los sueldos de un año entero y las prometió otras
doce mensualidades pagaderas el día que él se fuese. Y dijo que no tenían que
limpiar nada hasta que se hubiesen ido él y sus invitados. El follón que hubo
con los de la piscina fue más gordo, pero también lo arregló sin recurrir a los
tribunales, y como a la Tía Pomba y a las palomas no les interesaba mucho el
agua, decidieron quedarse siempre en sus aposentos cuando estaban en el hotel,
haciendo gran uso del servicio a las habitaciones. Lo que realmente le gustó a la Tía Pomba era desayunar en cierta carísima joyería, que cerraron para que
el Tito pudiese comprar todo lo que quisiera con tranquilidad. Ya le conocían
de otras veces, y les merecía la pena atenderle así. Tito Richi le
compró a Pomba toda clase de objetos que brillaban sin inhibición alguna,
incluyendo un chal de abuelita generosamente bordado con diamantes del tamaño
de huevos de chorlito en vez de trocitos de cristal. Ah, y mientras todo esto
sucedía, Tito Vendaval, el tercero en discordia, se comía todas las patatas
fritas y crunchitas de queso que podía encontrar.
“Podría haber hecho un buen negocio si esta
gente no fuese humana. Les dije que el champán que servían era como pis de
caballo comparado al que yo produzco. Cómo el champán que produzco, claro, no
como…ya sabéis.”
“Calla, cielo,” dijo Tita Mabel. “No lo
empeores.”
Tita Mabel estaba sentada a su lado y parecía
dispuesta a tirarse a la yugular de cualquiera que se metiese con su cuñado
favorito. Tito Ricatierra le dio una de sus embelesantes sonrisas, porque sabía
que él era incluso más que eso para ella. Por lo visto, según me enteré
después, si Tita Mabel no hubiese estado ya casada con Tito Gen cuando nació
Ricatierra, podría haberse conformado con Tito Richi. Ahora era más como un hijo para ella que sus propias hijas.
Tito Ricatierra y Tito Vendaval habían
llegado a tomar el té sin previo aviso también, invitados probablemente por mi
madre. Tito Ricatierra estaba muy contento porque se lo había pasado muy bien
en Nueva York. Tito Vendaval parecía estar arrepentido de haberse quejado a
Mamá sobre el pique de Richi relacionado con el asunto de Clepeta. Creo que
estaba deseando no haber dicho nada.
“Cariño, es septiembre. Deberías estar
escondido,” dijo Tita Mabel a Tito Ricatierra.
“Y lo estaba. ¿Quién me iba a buscar en el
Nueva York de los mortales? ¿Quién iba a pensar que los paparazzi humanos se
interesarían por la Tía Pomba? ¿Sabéis qué? Ellos creían que yo era su gigoló. ¡Yo!” Y empezó a troncharse al recordar eso.
“¿Por qué no ponemos fin a esta reunión y nos
olvidamos de todo lo que ha pasado este verano?” preguntó Tito Vendaval. “Él no
ha llegado a llevarse a la adivina esa a Las Vegas. Yo la soplé devuelta a su
casa junto con sus palomas cuando él dijo que lo iba a hacer. Ella y esos
bichos están perfectamente, sanos y salvos en su casita disfrutando del botín
que han conseguido. Y ya no son asunto nuestro.”
“¿Qué hubiese pasado si esa viejita se hubiese
muerto de repente de sobreexcitación?” preguntaron las Gemelas Azules al
unísono. “Su fantasma te hubiese perseguido para siempre, Tito Richi.”
“Pomba me cae bien. Es muy divertida,” dijo
el tito.
Y así llegamos a la auténtica razón por la
que estábamos reunidos.
“¿Tú sabes por qué tus relaciones no duran,
tesoro?” preguntó Cybela a Tito Ricatierra. “Porque son alianzas desiguales e
imprudentes. Tu primera boda, por ejemplo. Tú no tuviste una boda de ensueño,
de cuento de hadas. Que yo recuerde te fugaste a Las Vegas con una humana que
acababa de asesinar a su primer marido para cobrar su póliza de seguro. Y se la
llevó la policía, ¿no?”
“Se la llevaron antes de que yo pudiese decir
eso de sí, quiero. No tuve ni que divorciarme. Pero la mandaba dinero
para sus caprichitos a la cárcel hasta que murió allí. Su fantasma se me
apareció para agradecérmelo.”
“La suerte estaba de tu parte. ¿Pero cuánto
la vas a tentar?”
“Pues llevó más de un par de siglos, y nunca
me falla.”
“Él que no te ha fallado soy yo. Yo delaté a
la asesina. Me chivé a la policía,” dijo Tito Vendaval, “pero nadie me agradece
mis esfuerzos.”
“Sabemos que tú siempre has hecho todo lo que
has podido, precioso. ¿Pero cuánto más vas a aguantar? Esto ya ha pasado
demasiadas veces,” dijo Cybela.
“¡Estaremos bien!” Tito Vendaval se encogió
de hombros. “Siempre que no haga otro numerito de esos de desaparecer. Eso es
lo que me puso del hígado.”
“Bonito, perdona que yo te diga esto, pero
necesitas unas vacaciones, Val. Y una vida. Nos vamos a ocupar de ti en cuanto
solucionemos lo de tu hermano.”
“En segundo lugar otra vez,” murmuró Tito
Val. “Habéis sido vosotras. ¿Verdad?” dijo el tito volviéndose hacia las
gemelas. “¡Pequeñas brujas entrometidas! ¿Acaso no habéis tenido bastante con
el fiasco de la Clepeta del caldero del demonio ese, harpías infernales?”
“Nunca pretendimos que Clepeta fuese para
Ricatierra,” dijeron las Gemelas Azules a la vez. “Él se metió en ese
berenjenal sólito.”
“¿Por qué no os buscáis marido a vosotras
mismas en vez de perseguir a muerte a la gente soltera?” bufó Tito Vendaval.
En un destello aparecieron sentaditos a la
mesa Carlitos Andaraudo y Nicolás Dulcepluma, los novios eternos de las
gemelas.
“¿Lo ves?” le dijo la Abuelita Sopitas a
Perla. Habían estado sentadas junto a una de las puertas enterándose de todo lo
que se estaba cociendo. “Ya me pareció que faltaban esos dos. ¿Ahora son once?
Sí. Si aparece Oberón todavía no faltará un servicio.”
“Ni mencionéis a mi marido,” dijo Mamá. “No
debe enterarse de esto.”
“Pero si está en los periódicos,” dijo Perla.
“No es eso lo que tenemos que esconder,” dijo
Mamá.
Yo miré a Tito Vendaval y era evidente que
estaba haciendo un esfuerzo para no largar de allí a los novietes de un
soplido. Una cosa he de decir a favor de Andaraudo y Dulcepluma. Puede que no
sean muy agraciados, y probablemente tendrían menos posibilidades de ganar una
pelea incluso que yo, pero siempre están ahí cuando las gemelas les necesitan.
Jamás he escuchado a cualquiera de los dos decir una sola palabra, pero tengo
entendido que Dulcepluma es todo una Bárbara Cartland y escribe serie tras
serie de novelas románticas recibidas con entusiasmo y hasta devoción por sus
lectores, que incluyen un montón de tíos de pelo en el pecho, capaces de llorar a lagrima viva al leer de las desdichas de alguna heroína. Sobre Andaraudo, nada sé.
“¿Tenéis alguien para mí? Sí, claro que sí,”
suspiró Tito Richi. “Pomba me leyó la mano y dijo que así sería. Dijo que
nuestro amor no tenía futuro. Pero fue divertido mientras duro.”
“No solo tenemos algo para ti, amorcito,”
dijo Cybela. “Tenemos lo mejor que hay en el mercado. Te llevarás dos mujeres
extraordinarias en vez de una, y te deberán un favor. Son magníficas, pero te
lo van a agradecer.”
“¡Jo!” pensé yo. “Le han buscado unas gemelas
siamesas.”
Pero no. No era eso.
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