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miércoles, 7 de septiembre de 2022

202. Los diamantes son para divertirse

202. Los diamantes son para divertirse

El sábado por la mañana volví a mi vieja nueva rutina y me acerqué a la casa de mis tíos Mabel y Gentillluvia. Encontré todo tal y como debería estar y me puse a trabajar felizmente en la biblioteca con mi tía.

Nuestros esfuerzos valieron la pena y solo paramos para tomar un almuerzo ligero, preparado por la Abuelita Sopitas con leche y su nieta Perla, bajo unos árboles que todavía decían que era verano y una brisa que murmuraba que pronto sería otoño. Yo estaba muy contento, pero cuando llegó la hora de tomar el té, el viento cambió.

La madre y las hijas de Mabel se presentaron sin avisar. Mabel empezó a alterarse cuando anunciaron a estas visitas.

“No! No! No!” rabiaba. “Tendré que bajar a recibirlas. ¿Qué le voy a decir a esas locas? ¿Qué pueden querer? Es seguro que algo querrán, porque si no, ¿a qué iban a venir hasta aquí? ¿Por qué vienen a molestarme? ¿De qué les va a servir? Yo no puedo hacer nada por nadie. No sé cómo hacer nada.”

Tito Gen intentó tranquilizarla y cuando no pudo, bajó él mismo a ver que querían su suegra y sus hijas gemelas.

“Tal vez solo quieren ver cómo estás, Tita,” dije yo.

“No. Siempre quieren algo. Y nunca es dinero. Si fuese eso, se lo daría y se irían. Fin de la historia. Pero no. Querrán que yo hable con alguien, y yo no habló con nadie. O querrán que vaya a alguna parte. ¡Y yo no voy a ningún lado! Yo no manipulo a  la gente, Arley, y no soporto que alguien me manipule a mí.”

“¿No sientes curiosidad por saber que quieren?”

“Si tú la sientes, baja tú. Luego me lo cuentas.”

“Yo no voy a dejarte aquí arriba sola,” dije yo. Y añadí para mis adentros, “Si pareces un caballo desesperado por salir corriendo.”

“Gracias,” dijo Tita Mabel. “Sí que necesito apoyo.”

Y entonces regresó Tito Gen.

“Baja, Mabel, que esto te va a interesar. Vas a querer defender a Richi.”

“¿Qué?” dijo Tita Mabel. Su cara cambió por completo. Ya no parecía un manojo de nervios. Parecía una tigresa.

La Abuelita Sopitas estaba reorganizando la mesa en la que tomamos el té, la de la gran galería que mira al mar. Estaba puesta para tres y ahora la estaba montando para seis. Y entonces llegó Mamá.

“Para diez, creo, Abuelita,” dijo Tito Gen. “Me parece que vamos a ser por lo menos nueve.”

“Para una docena, entonces,” dijo la Abuelita.

Tito Richi había salido en los hadaperiódicos. Había contactado con la Tía Pomba y se había llevado a la adivina y más de veinticuatro de sus palomas de compras en Nueva York. Había reservado una planta entera en el hotel humano más caro que había en esa ciudad para sus invitados. Las kellys que limpiaban estas habitaciones querían lincharle cuando vieron como tenían las habitaciones las palomas. Se pusieron en huelga y el tito las pago los sueldos de un año entero y las prometió otras doce mensualidades pagaderas el día que él se fuese. Y dijo que no tenían que limpiar nada hasta que se hubiesen ido él y sus invitados. El follón que hubo con los de la piscina fue más gordo, pero también lo arregló sin recurrir a los tribunales, y como a la Tía Pomba y a las palomas no les interesaba mucho el agua, decidieron quedarse siempre en sus aposentos cuando estaban en el hotel, haciendo gran uso del servicio a las habitaciones. Lo que realmente le gustó a la Tía Pomba era desayunar en cierta carísima joyería, que cerraron para que el Tito pudiese comprar todo lo que quisiera con tranquilidad. Ya le conocían de otras veces, y les merecía la pena atenderle así. Tito Richi le compró a Pomba toda clase de objetos que brillaban sin inhibición alguna, incluyendo un chal de abuelita generosamente bordado con diamantes del tamaño de huevos de chorlito en vez de trocitos de cristal. Ah, y mientras todo esto sucedía, Tito Vendaval, el tercero en discordia, se comía todas las patatas fritas y crunchitas de queso que podía encontrar.

“Podría haber hecho un buen negocio si esta gente no fuese humana. Les dije que el champán que servían era como pis de caballo comparado al que yo produzco. Cómo el champán que produzco, claro, no como…ya sabéis.”

“Calla, cielo,” dijo Tita Mabel. “No lo empeores.”

Tita Mabel estaba sentada a su lado y parecía dispuesta a tirarse a la yugular de cualquiera que se metiese con su cuñado favorito. Tito Ricatierra le dio una de sus embelesantes sonrisas, porque sabía que él era incluso más que eso para ella. Por lo visto, según me enteré después, si Tita Mabel no hubiese estado ya casada con Tito Gen cuando nació Ricatierra, podría haberse conformado con Tito Richi. Ahora era más como un hijo para ella que sus propias hijas.

Tito Ricatierra y Tito Vendaval habían llegado a tomar el té sin previo aviso también, invitados probablemente por mi madre. Tito Ricatierra estaba muy contento porque se lo había pasado muy bien en Nueva York. Tito Vendaval parecía estar arrepentido de haberse quejado a Mamá sobre el pique de Richi relacionado con el asunto de Clepeta. Creo que estaba deseando no haber dicho nada.

“Cariño, es septiembre. Deberías estar escondido,” dijo Tita Mabel a Tito Ricatierra.

“Y lo estaba. ¿Quién me iba a buscar en el Nueva York de los mortales? ¿Quién iba a pensar que los paparazzi humanos se interesarían por la Tía Pomba? ¿Sabéis qué? Ellos creían que yo era su gigoló. ¡Yo!”  Y empezó a troncharse al recordar eso.

“¿Por qué no ponemos fin a esta reunión y nos olvidamos de todo lo que ha pasado este verano?” preguntó Tito Vendaval. “Él no ha llegado a llevarse a la adivina esa a Las Vegas. Yo la soplé devuelta a su casa junto con sus palomas cuando él dijo que lo iba a hacer. Ella y esos bichos están perfectamente, sanos y salvos en su casita disfrutando del botín que han conseguido. Y ya no son asunto nuestro.”

“¿Qué hubiese pasado si esa viejita se hubiese muerto de repente de sobreexcitación?” preguntaron las Gemelas Azules al unísono. “Su fantasma te hubiese perseguido para siempre, Tito Richi.”

“Pomba me cae bien. Es muy divertida,” dijo el tito.

Y así llegamos a la auténtica razón por la que estábamos reunidos.

“¿Tú sabes por qué tus relaciones no duran, tesoro?” preguntó Cybela a Tito Ricatierra. “Porque son alianzas desiguales e imprudentes. Tu primera boda, por ejemplo. Tú no tuviste una boda de ensueño, de cuento de hadas. Que yo recuerde te fugaste a Las Vegas con una humana que acababa de asesinar a su primer marido para cobrar su póliza de seguro. Y se la llevó la policía, ¿no?”

“Se la llevaron antes de que yo pudiese decir eso de sí, quiero. No tuve ni que divorciarme. Pero la mandaba dinero para sus caprichitos a la cárcel hasta que murió allí. Su fantasma se me apareció para agradecérmelo.”

“La suerte estaba de tu parte. ¿Pero cuánto la vas a tentar?”

“Pues llevó más de un par de siglos, y nunca me falla.”

“Él que no te ha fallado soy yo. Yo delaté a la asesina. Me chivé a la policía,” dijo Tito Vendaval, “pero nadie me agradece mis esfuerzos.”

“Sabemos que tú siempre has hecho todo lo que has podido, precioso. ¿Pero cuánto más vas a aguantar? Esto ya ha pasado demasiadas veces,” dijo Cybela.

“¡Estaremos bien!” Tito Vendaval se encogió de hombros. “Siempre que no haga otro numerito de esos de desaparecer. Eso es lo que me puso del hígado.”

“Bonito, perdona que yo te diga esto, pero necesitas unas vacaciones, Val. Y una vida. Nos vamos a ocupar de ti en cuanto solucionemos lo de tu hermano.”

“En segundo lugar otra vez,” murmuró Tito Val. “Habéis sido vosotras. ¿Verdad?” dijo el tito volviéndose hacia las gemelas. “¡Pequeñas brujas entrometidas! ¿Acaso no habéis tenido bastante con el fiasco de la Clepeta del caldero del demonio ese, harpías infernales?”

“Nunca pretendimos que Clepeta fuese para Ricatierra,” dijeron las Gemelas Azules a la vez. “Él se metió en ese berenjenal sólito.”

“¿Por qué no os buscáis marido a vosotras mismas en vez de perseguir a muerte a la gente soltera?” bufó Tito Vendaval.

En un destello aparecieron sentaditos a la mesa Carlitos Andaraudo y Nicolás Dulcepluma, los novios eternos de las gemelas.

“¿Lo ves?” le dijo la Abuelita Sopitas a Perla. Habían estado sentadas junto a una de las puertas enterándose de todo lo que se estaba cociendo. “Ya me pareció que faltaban esos dos. ¿Ahora son once? Sí. Si aparece Oberón todavía no faltará un servicio.”

“Ni mencionéis a mi marido,” dijo Mamá. “No debe enterarse de esto.”

“Pero si está en los periódicos,” dijo Perla.

“No es eso lo que tenemos que esconder,” dijo Mamá.

Yo miré a Tito Vendaval y era evidente que estaba haciendo un esfuerzo para no largar de allí a los novietes de un soplido. Una cosa he de decir a favor de Andaraudo y Dulcepluma. Puede que no sean muy agraciados, y probablemente tendrían menos posibilidades de ganar una pelea incluso que yo, pero siempre están ahí cuando las gemelas les necesitan. Jamás he escuchado a cualquiera de los dos decir una sola palabra, pero tengo entendido que Dulcepluma es todo una Bárbara Cartland y escribe serie tras serie de novelas románticas recibidas con entusiasmo y hasta devoción por sus lectores, que incluyen un montón de tíos de pelo en el pecho, capaces de llorar a lagrima viva al leer de las desdichas de alguna heroína. Sobre Andaraudo, nada sé.

“¿Tenéis alguien para mí? Sí, claro que sí,” suspiró Tito Richi. “Pomba me leyó la mano y dijo que así sería. Dijo que nuestro amor no tenía futuro. Pero fue divertido mientras duro.”

“No solo tenemos algo para ti, amorcito,” dijo Cybela. “Tenemos lo mejor que hay en el mercado. Te llevarás dos mujeres extraordinarias en vez de una, y te deberán un favor. Son magníficas, pero te lo van a agradecer.”

“¡Jo!” pensé yo. “Le han buscado unas gemelas siamesas.”

 Pero no. No era eso. 

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