203. ¿Dónde está el príncipe?
“Psttt!”
Y entonces, una vez más, “Psttt!”
Y “Pstttttt!”
Fueron los hojitas Vicentico y Dolfos los que
me dijeron de que iba ese pst. Los
hojitas y mi hermano Cespuglios, que también estaba presente. Los tres
apuntaron a unos matorrales que crecían ahí en el Bosque Triturado y sí, ahí
estaba la fuente del ruidito. Un par de ojos verdes estaban clavados en mí,
brillando como esmeraldas entre la vegetación, que era de un verde algo más oscuro
y con toques de naranja.
“¡Es seguro, usted!” le dijeron los hojitas a
Papá.
Cuando ellos dicen que es seguro, puedes estar
seguro de que lo es. Ellos tienen más guardias y vigías que el rey Midas de las
orejas de asno tenía en su red de espías.
“Puede dejar de meter ruidos de serpiente y
salir de ahí, usted.”
Y Papá salió de entre los matorrales en los
que se había camuflado.
“Arley,” susurró, “¿estuviste en casa de tu
tío Gen el sábado pasado?”
Sentí la tentación de mentir.
“En lo que a ti respecta, pues no,” dije yo.
“¡Arley, que soy tu padre!” dijo Papá, algo
más fuerte y sonando una pizca irritado.
“Y Mamá es mi madre. No me hagas elegir entre
vosotros. No estaría bien. No es justo.”
“Vaya. Pues supongo que en tu caso no lo es.
Pero dime al menos dónde vive tu tío Vendaval. Ese malcontento seguro que
despotricará.”
“No puedo hacer ni eso. Una suposición es lo
único que te puedo ofrecer. Supongo que vivirá con Tito Ricatierra. Nunca les he
visto por separado salvo cuando Ricatierra esta sentado bajo un árbol leyendo
un libro. O cuando se pelean.”
“No,” suspiró Papá. “Eso no es así. Él tiene
su propia casa en alguna parte. Se larga ahí cuando se mosquea.”
Los hojitas estaban dando saltos y botes de
emoción. Era evidente que sabían contestar a la pregunta de Papá, pero también
que a pesar de sus ansias por demostrar sus extensos conocimientos, no iban a soltar
prenda hasta que Papá se la hiciese directamente a ellos.
“Está bien, tíos,” Papá les dijo a Vicentico
y Dolfitos, “Hablad y el rey os deberá un favor. ¿Dónde vive ese loqueras?”
“¿Usted está buscando al Príncipe Vendaval?”
“No,
al príncipe Yusupov. ¡Venga ya!” exclamó Papá.
Los hojitas se taparon las bocas y comenzaron
a dar todavía más saltos y botes.
“¿Ahora qué?” espetó Papá. “Os he dicho que
os deberé un favor. ¿Qué queréis por este cachito de información?”
Los hojitas empezaron a apuntar hacia mí.
“Podéis decírselo a mi padre,” dije yo. “Podría
enterarse fácilmente en cualquier otra parte, supongo. Probablemente sea algo
que todos sepan. Y vosotros no habéis prometido callar.”
“No. Nada de que lo sepa cualquiera. No. No
todo el mundo lo sabe,” susurró Vicentico.
“No, no lo sabe cualquiera,” asintió Dolfitos.
“Vale. Así que vosotros lo sabéis todo,
formidables localizadores. Ahora, ¡compartid esa información!” exclamó Papá.
Los hojitas se miraron el uno al otro.
“No pasa nada por decirlo. ¿Verdad?” Dolfitos
le preguntó a su tío.
“No creo que pase nada,” dijo Vicentico. “No
tenemos nada contra usted, usted.” Vicentico le miró a los ojos a Papá y le
dijo muy claramente, “Por lo general usted nos trata con respeto. Pero también
lo hace su señora esposa. Y tampoco queremos elegir entre ustedes. Así que sólo
se lo diremos a Arley. El será el que decida si conviene informarle a usted,
usted.”
Papá sacudió la cabeza fingiendo
desesperación e intentó no reírse. Normalmente encuentra a los hojitas muy
divertidos, aunque no sé si eso lo finge también.
Dolfitos saltó a mi hombro y se coló en mi
oreja. Susurró lo que tenía que decir ahí. La cara de Papá era digna de ser
vista.
“¡Niccolò, tenías razón!” dijo Papá, mirando
hacia el inframundo. “¿Me lo va a decir alguien o es que voy a tener que
asustaros?”
“¡Caray!”
dijo Vicentico. “Esto es nuevo. Quiere asustarnos.”
“O tal vez a Arley,” dijo Dolfitos.
“Intentó sobornarnos pero no lo logró.”
“Ahora quiere bronca con los hojitas,” dijo
Paquito, cayendo de un árbol y clavando los ojos en Papá.
“Está bien. Vosotros ganáis. Yo me voy,” dijo
Papá. Ya no intentaba esconder su risa. “No voy a perder más tiempo con unos
neuróticos. Podría encontrar lo que busco en mi bola de cristal. Pero odio
tener que cargar con ella. ¡Que les vaya bien, señores!”
“¡Espera Papá!” dije yo. “Yo te llevaré allí.”
“Gracias. ¡Qué amable!” dijo Papá, que no
paraba de reírse. “¡Ah! ¿Tú también vienes, hijo?” añadió al ver que Cespuglio
había salido del arbolito de acebo en el que andaba escondido y venía tras
nosotros. “Pues cuantos más mejor, y todo ese rollo.”
Al oír eso, los tres hojitas que estaban
abiertamente presentes en aquel lugar del bosque saltaron a los hombros de mi
hermano.
“Yo sé dónde vive Vendaval,” dijo Ces, en su
voz ronca y tras toser un par de veces. “He estado ahí.” Y se puso delante de
nosotros para guiarnos.
Cuando llevábamos como unos cinco minutos
caminando Papá dejó de troncharse de risa y empezó a gritar, “¿Dónde habitan
los vientos salvajes? En la isla de Eolo? ¿Más allá de la luna? ¿Detrás del
sol?”
“¡Qué no han pasado ni cinco minutos!” dije
yo.
“¿Esto que va a llevar? ¿Una hora? No tengo
esa clase de tiempo. No soy ni de cerca como el conejo blanco y jamás llegó
tarde a ninguna parte. ¿Pero dónde hallaremos a los rústicos vientos que
siembran?”
“En Isla Manzana,” tosió Cespuglio.
“¿Por qué no lo has dicho antes?” exclamó Papá.
“¡Quietos parados todos!” Y chasqueó los dedos y aparecimos delante de la
puertecita de oro que hay en el jardín de mis padres y que lleva a las
sidrerías de Isla Manzana.
Cruzamos la puerta y Papá suspiró mientras
contemplaba las sidrerías. “¡Ojala tuviese tiempo para echar un trago!” Su
deseo debió hacerse realidad, porque fue directamente hacia la sidrería más
cercana y adquirió botellas de sidra y rosquillas para todos nosotros, y
también una gran jarra para regalarle a Tito Val que le tocó cargar a Ces. Yo
me ofrecí a hacer turnos, pero él no quiso.
“Y ahora… ¿exactamente a dónde vamos?”
preguntó Papá a los hojitas.
“Siempre decimos que usted es un tío
esplendido, usted,” dijeron los hojitas, relamiéndose tras comer las
rosquillas. “Pero será mejor que pregunte a otro. Ya sabe que no es porque no
sepamos. Es por su señora que objetamos.”
“Supongo que preguntar a otros será lo más
sensato,” dijo Papá. “¿Ces?
“Muy cerca. En los páramos.”
“¿Qué?” exclamó Papá. “¿Vendaval vive en
Cumbres Borrascosas? ¡No me lo puedo creer! Bueno, pensándolo bien, supongo que
le pega todo. Él es tan hosco y sombrío.”
Resultó que Tito Val vivía en el único árbol
que crecía en medio de los páramos de Isla Manzana, los cuales eran todos de su
propiedad, ya que se los había regalado su padre a cambio de que cuidase de su
hermano menor. Yo no sé porque no se hizo construir una casa en condiciones
ahí, pero yo sí sabía que no era momento de hacerle preguntas. Ya le iba a
interrogar Papá sobre un asunto más oscuro. Delicado, he debido decir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario