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sábado, 24 de septiembre de 2022

203. ¿Dónde está el príncipe?


203. ¿Dónde está el príncipe?

“Psttt!”

Y entonces, una vez más, “Psttt!”

Y “Pstttttt!”

Fueron los hojitas Vicentico y Dolfos los que me dijeron de que iba ese pst. Los hojitas y mi hermano Cespuglios, que también estaba presente. Los tres apuntaron a unos matorrales que crecían ahí en el Bosque Triturado y sí, ahí estaba la fuente del ruidito. Un par de ojos verdes estaban clavados en mí, brillando como esmeraldas entre la vegetación, que era de un verde algo más oscuro y con toques de naranja.

“¡Es seguro, usted!” le dijeron los hojitas a Papá.

Cuando ellos dicen que es seguro, puedes estar seguro de que lo es. Ellos tienen más guardias y vigías que el rey Midas de las orejas de asno tenía en su red de espías.

“Puede dejar de meter ruidos de serpiente y salir de ahí, usted.”

Y Papá salió de entre los matorrales en los que se había camuflado.

“Arley,” susurró, “¿estuviste en casa de tu tío Gen el sábado pasado?”

Sentí la tentación de mentir.

“En lo que a ti respecta, pues no,” dije yo.

“¡Arley, que soy tu padre!” dijo Papá, algo más fuerte y sonando una pizca irritado.

“Y Mamá es mi madre. No me hagas elegir entre vosotros. No estaría bien. No es justo.”

“Vaya. Pues supongo que en tu caso no lo es. Pero dime al menos dónde vive tu tío Vendaval. Ese malcontento seguro que despotricará.”

“No puedo hacer ni eso. Una suposición es lo único que te puedo ofrecer. Supongo que vivirá con Tito Ricatierra. Nunca les he visto por separado salvo cuando Ricatierra esta sentado bajo un árbol leyendo un libro. O cuando se pelean.”

“No,” suspiró Papá. “Eso no es así. Él tiene su propia casa en alguna parte. Se larga ahí cuando se mosquea.”

Los hojitas estaban dando saltos y botes de emoción. Era evidente que sabían contestar a la pregunta de Papá, pero también que a pesar de sus ansias por demostrar sus extensos conocimientos, no iban a soltar prenda hasta que Papá se la hiciese directamente a ellos.

“Está bien, tíos,” Papá les dijo a Vicentico y Dolfitos, “Hablad y el rey os deberá un favor. ¿Dónde vive ese loqueras?”

“¿Usted está buscando al Príncipe Vendaval?”

 “No, al príncipe Yusupov. ¡Venga ya!” exclamó Papá.

Los hojitas se taparon las bocas y comenzaron a dar todavía más saltos y botes.

“¿Ahora qué?” espetó Papá. “Os he dicho que os deberé un favor. ¿Qué queréis por este cachito de información?”

Los hojitas empezaron a apuntar hacia mí.

“Podéis decírselo a mi padre,” dije yo. “Podría enterarse fácilmente en cualquier otra parte, supongo. Probablemente sea algo que todos sepan. Y vosotros no habéis prometido callar.”

“No. Nada de que lo sepa cualquiera. No. No todo el mundo lo sabe,” susurró Vicentico.

“No, no lo sabe cualquiera,” asintió Dolfitos.

“Vale. Así que vosotros lo sabéis todo, formidables localizadores. Ahora, ¡compartid esa información!” exclamó Papá.

Los hojitas se miraron el uno al otro.

“No pasa nada por decirlo. ¿Verdad?” Dolfitos le preguntó a su tío.

“No creo que pase nada,” dijo Vicentico. “No tenemos nada contra usted, usted.” Vicentico le miró a los ojos a Papá y le dijo muy claramente, “Por lo general usted nos trata con respeto. Pero también lo hace su señora esposa. Y tampoco queremos elegir entre ustedes. Así que sólo se lo diremos a Arley. El será el que decida si conviene informarle a usted, usted.”

Papá sacudió la cabeza fingiendo desesperación e intentó no reírse. Normalmente encuentra a los hojitas muy divertidos, aunque no sé si eso lo finge también.

Dolfitos saltó a mi hombro y se coló en mi oreja. Susurró lo que tenía que decir ahí. La cara de Papá era digna de ser vista.

“¡Niccolò, tenías razón!” dijo Papá, mirando hacia el inframundo. “¿Me lo va a decir alguien o es que voy a tener que asustaros?”

 “¡Caray!” dijo Vicentico. “Esto es nuevo. Quiere asustarnos.”

“O tal vez a Arley,” dijo Dolfitos.

“Intentó sobornarnos pero no lo logró.”

“Ahora quiere bronca con los hojitas,” dijo Paquito, cayendo de un árbol y clavando los ojos en Papá.

“Está bien. Vosotros ganáis. Yo me voy,” dijo Papá. Ya no intentaba esconder su risa. “No voy a perder más tiempo con unos neuróticos. Podría encontrar lo que busco en mi bola de cristal. Pero odio tener que cargar con ella. ¡Que les vaya bien, señores!”

“¡Espera Papá!” dije yo. “Yo te llevaré allí.”

“Gracias. ¡Qué amable!” dijo Papá, que no paraba de reírse. “¡Ah! ¿Tú también vienes, hijo?” añadió al ver que Cespuglio había salido del arbolito de acebo en el que andaba escondido y venía tras nosotros. “Pues cuantos más mejor, y todo ese rollo.”

Al oír eso, los tres hojitas que estaban abiertamente presentes en aquel lugar del bosque saltaron a los hombros de mi hermano.

“Yo sé dónde vive Vendaval,” dijo Ces, en su voz ronca y tras toser un par de veces. “He estado ahí.” Y se puso delante de nosotros para guiarnos.

Cuando llevábamos como unos cinco minutos caminando Papá dejó de troncharse de risa y empezó a gritar, “¿Dónde habitan los vientos salvajes? En la isla de Eolo? ¿Más allá de la luna? ¿Detrás del sol?”

“¡Qué no han pasado ni cinco minutos!” dije yo.

“¿Esto que va a llevar? ¿Una hora? No tengo esa clase de tiempo. No soy ni de cerca como el conejo blanco y jamás llegó tarde a ninguna parte. ¿Pero dónde hallaremos a los rústicos vientos que siembran?”

“En Isla Manzana,” tosió Cespuglio.

“¿Por qué no lo has dicho antes?” exclamó Papá. “¡Quietos parados todos!” Y chasqueó los dedos y aparecimos delante de la puertecita de oro que hay en el jardín de mis padres y que lleva a las sidrerías de Isla Manzana.

Cruzamos la puerta y Papá suspiró mientras contemplaba las sidrerías. “¡Ojala tuviese tiempo para echar un trago!” Su deseo debió hacerse realidad, porque fue directamente hacia la sidrería más cercana y adquirió botellas de sidra y rosquillas para todos nosotros, y también una gran jarra para regalarle a Tito Val que le tocó cargar a Ces. Yo me ofrecí a hacer turnos, pero él no quiso.  

“Y ahora… ¿exactamente a dónde vamos?” preguntó Papá a los hojitas.

“Siempre decimos que usted es un tío esplendido, usted,” dijeron los hojitas, relamiéndose tras comer las rosquillas. “Pero será mejor que pregunte a otro. Ya sabe que no es porque no sepamos. Es por su señora que objetamos.”   

“Supongo que preguntar a otros será lo más sensato,” dijo Papá. “¿Ces?

“Muy cerca. En los páramos.”

“¿Qué?” exclamó Papá. “¿Vendaval vive en Cumbres Borrascosas? ¡No me lo puedo creer! Bueno, pensándolo bien, supongo que le pega todo. Él es tan hosco y sombrío.”

Resultó que Tito Val vivía en el único árbol que crecía en medio de los páramos de Isla Manzana, los cuales eran todos de su propiedad, ya que se los había regalado su padre a cambio de que cuidase de su hermano menor. Yo no sé porque no se hizo construir una casa en condiciones ahí, pero yo sí sabía que no era momento de hacerle preguntas. Ya le iba a interrogar Papá sobre un asunto más oscuro. Delicado, he debido decir.

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