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sábado, 22 de octubre de 2022

206. Maridito Azúcar

 

206. Maridito Azúcar

No nos fue mal en Nueva York, a pesar de que estábamos en compañía de Alpin. A Tito Ricatierra le gusta mucho esta ciudad, tanto en su versión mágica como en la  mortal. Conoce ambas al dedillo. Cuando Alpin le preguntó, “Si vas a comprar moda femenina, ¿por qué no vas a París?”, el tito respondió que solo los americanos iban a París. “Incluso hoy, que ha cambiado tanto, está lleno de fantasmas de yankees que se creen que han sido buenos y se merecen eternizar ahí. Los malditos yankees se van a Sírap, que es el París del infierno.”

“No tenía ni idea que hubiese un París en el infierno,” dije yo.

“Ahí no falta de nada,” dijo el tito, “pero en versión infernal siempre. Como esos días que todo va mal.”

“¿Has estado?”

“¿Qué dices? Yo no me acerco por ese lugar ni cuando se me llevan los demonios. Preferiría vagar entre tinieblas con Juanito el Farol hasta el final de los tiempos que ingresar ahí. Bueno, una vez tuve que ir a sacar de ahí a una gente que tenía que estar fuera. Pero no profundicé. Reuní a esa gente en la entrada y cogimos puerta.  Yo no, pero algunas de mis ex mujeres sí lo conocían bien. Y me contaban cosas. Hay que tener amigos hasta en el infierno, Arley. Bueno, amigos lo que se dice amigos, los tengo mejores aquí en el Nueva York feérico. Y vamos a verles.”

 Los amigos del tito resultaron ser unos enanos holandeses con los que jugaba a los bolos de niño y que ahora le vendían diamantones. Nos recomendaron un restaurante llamado Van Winkle’s cuando el tito les contó quién era Alpin.

“Yo no sé nada de la cocina holandesa más que lo del queso ese que se viste de rojo para disfrazarse de bola, no sé con qué propósito, probablemente para que nadie lo coma,” dijo Alpin. “Y tampoco creo que nadie sepa nada de esa cuisine. Los holandeses no deben ser nadie en el mundo gastronómico. Pero estoy dispuesto a darle a esos calzazuecos una oportunidad de sorprender y agradarme.”

El restaurante resultó ser un acierto, dadas nuestras circunstancias. No era muy lujoso. Un montón de mobiliario de madera por todas partes y unos molinos de viento canijos decorando las mesas junto a unos floreritos con tulipanes diminutos. Los camareros dijeron que ellos se ocuparían de servirnos un largo y ancho que incluiría todas sus especialidades y que no hacía falta que pidiésemos nada. En la mesa había como aperitivo un bandejado de patatas fritas junto a un cuenco de mayonesa. Cuando Alpin agarró la bandeja e hizo que todas las patatas se deslizasen al interior de su boca, uno de los enanitos se le acercó como con curiosidad. Alpin alzó el cuenco para tragarse la mayonesa y el enanito dijo, “Oops!” y dejó caer unos polvos que brillaban sobre la mayonesa. Alpin se la tragó igualmente, tras decirle, “¡Torpe! ¡Trae más!” al duendecillo. Y en cuestión de segundos, Alpin estaba roque. Los enanos le tendieron sobre el largo banco en el que estaba sentado y pusieron un cojín naranja bajo su cabeza.

“Y ahora, señores, pueden pedir ustedes lo que deseen comer. Ahí tienen la carta. Su invitado dormirá hasta que le despertemos. Pueden comer tranquilos, que los primeros veinte años de sueño están totalmente garantizados. Soñará con stamppot y bitterbollen, salchichas ahumadas y arenque en salmuera, oliebollen, tarta de manzana con toneles de nata, panqueques dulces y salados, langosta de los mares del norte, sopa de guisantes, un rijsttafel muy completito  y mucho más, y despertará creyendo que ha comido más que los equipos de fútbol de la liga de gigantes. Este banquete de ensueño es lo más barato que hay en nuestro menú, así que ni por dinero hay que preocuparse.”

Entonces el camarero tomó nuestra comanda y el tito y yo comimos con relativa tranquilidad, estropeada únicamente por los ronquidos de Alpin.

Los camareros nos dijeron que le podíamos dejar allí durmiendo y soñando mientras nos íbamos de compras. También dijeron que si queríamos, ellos le enviarían a la dirección que les diésemos a la hora que quisiéramos siempre que fuese dentro de los siguientes veinte años. El tito les pidió que no le tentasen y dijo que le recogeríamos nosotros al anochecer. Y de compras nos fuimos. El tito debía de ser muy popular entre los dependientes de las tiendas, tanto las mortales como las feéricas, porque nada más verle entrar por la puerta, estos gritaba “¡Hurrah!” En el salón  del modisto Lukinotakis nos encontramos con Polilla, que nos dijo que trabajaba ahí desde ayer, y que ayudó al tito a elegir lo mejor de lo mejor para Matilde, incluyendo el vestido de novia más femenino y romántico que hubiese diseñado el griego jamás. Polilla debió llevarse una buena comisión. No creo que nadie la ganase a empleada del año.  En fin, que ayudé a Tito Ricatierra a comprarle a Matilde toda clase de ropa lujosísima y un montón de joyas y hasta algún que otro tesoro mágico. Cuando salíamos de una tienda, hasta los demás clientes se ponían de pie y aplaudían, gritándole at tito cosas como: ¡Así se compra! ¡Enhorabuena!  ¡Tu prometida te va a adorar, maridito azúcar! ¿Por qué no te casas conmigo? ¿Dónde los hacen como tú? Y el tito se reía y saludaba como un rey. Por la noche, todos, y eso incluye a Alpin, que no se enteró de lo que le habían hecho los enanos holandeses, volvimos a casa encantados con esta excursión. 

Dos días después los tres nos reunimos otra vez para ir juntos a la boda de Clepeta y Finisterre. Fishfin contrató un enorme autobús de lujo tirado por nueve cuélebres asturianos para transportar a sus invitados. Entre estos estábamos nosotros y mis abuelos maternos. El abuelo estaba hecho un energúmeno porque la abuela le había obligado salir de su casa para asistir a la boda.

“Ha sido tu fiel empleado durante dos siglos. Se lo debes. Así que deja de rugir como un león enloquecido y métete de una vez en el autobús,” le decía la abuela al abuelo.

“¿Yo ir en autobús? ¿Y tirado por unas serpientes que no conozco de nada? Seguro que son unas indocumentadas.”

“Pero que tonterías dices. Si tú eres el primero que nunca ha querido saber nada de documentos.”

 “¿Dónde está mi carro de dragones?”

“¡Te digo que subas! ¡Ya está bien, Aeterno! ¡Qué eres un pesado! ¡Y deja de llamar traidor al novio! Tiene derecho a casarse y vivir donde quiera.”

“¿Yo? ¿Yo pesado? ¡Sí yo no le doy la lata a nadie! Yo me escondo de todos. Ellos me persiguen para dármela a mí.”

“Venga, Papá, sube de una vez, que vas a hacer que lleguemos tarde,” le dijo Tito Ricatierra a su padre. “No es para tanto. Sólo serán unas horas de tu eternidad.”

“Sí lo es. Y para colmo, esto se repite. Porque tú también te vas a casar.”

“Lo he hecho mil veces y tú sabes muy bien que nunca te he invitado a mis bodas. He hecho todo lo posible por no molestarte. Es que esta vez va en serio y Tía Cybela dice que si tú no asistes no lo va a parecer.”

Tito Ricatierra consiguió meter al abuelo en el autobús casi en volandas y los cuélebres pudieron arrancar a volar. Pero mis abuelos y el tito se pasaron el viaje discutiendo. El tito no dejaba de contar hasta diez, hasta que la cosa se puso bastante turbia porque él se enfrentó con la abuela.

“¿A qué demonios vas a casarte a lo grande tú ahora?” quería saber el abuelo.

“La verdad es que sí,” dijo la abuela. “¿Es qué no te has dado cuenta ya, hijo, de que estar casado no es lo tuyo? ¿Para qué te molestas?”

“¡Quédate en casa y juega al golf como yo!” sugirió el abuelo.

“No creo que este niño pueda jugar al golf. Empezaría a crecer la hierba por todas partes y las bolas se perderían,” dijo la abuela.

“¡Pues que juegue al ajedrez!” sugirió el abuelo.

“Quizás deberíamos dejar  al chico en paz, que esta vez lo está intentando hacer bien,” dijo la abuela. “Aunque no estoy segura de que ha acertado al elegir suegra. ¿Cómo puedes aguantar a esa mandona, hijo?”

“Dígale usted a esa señora que está sentada a su lado que si yo he tenido problemas en mis matrimonios es por su culpa,” dijo el tito a su padre.

“No le llames ‘esa señora´  a esta señora, que es tu madre,” dijo el abuelo.

“Pero si es como si no lo fuese. Yo soy su hijo menor, el pequeño, y siempre me ha tratado como a los demás.”

“¡Ay, eso otra vez no!” dijo el abuelo.

“Tengo derecho a buscar cariño por ahí si no lo recibo en casa,” dijo el tito.

“No digas bobadas. Tú mismo lo has dicho,” se defendió la abuela,  “yo os he querido y os he tratado igual a todos.”

“Pero esta señora tenía que haberme mimado más a mí porque soy el pequeño. Y así es como se hace.”

“Yo no tengo que hacer diferencias entre mis hijos.” insistió la abuela. “Y no pienso elegir un favorito.”

“Escucha, hijo, tienes que saber que una madre siempre mima más al más débil de sus hijos.  Ese no eres tú. Deja en paz a tu madre. Ya te he consentido más que a ninguno yo,” dijo el abuelo.

“¿Y por qué? Porque soy el más débil. ¿Es eso? No produzco huracanes, ni incendios, ni inundaciones. Pero un día puede que me enfade de verdad y tal vez la tierra tiemble y se abra, y vais a saber lo que es bueno. Por cierto, ¿qué podría hacer Caelanoche? ¿Lanzarnos un meteorito? Apagar el cielo. Sí, seguro que eso.”

Y entonces Alpin, que había estado escuchando todas estas discusiones con mucho interés en vez de asaltando el cocktail bar, dijo, “Tiene razón el ricachón. Menos mal que mi madre a mí me ha mimado más que a ninguno. O estaría tan loco como tu tío. Claro que ha sido porque soy el más pequeño. No soy el más débil. Oye, Ricatierra, ¿por qué no competimos tú y yo para ver quién es el más fuerte? Tú te pones a producir comida y yo me la voy comiendo toda. ¡Te reto! ¡A ver quién aguanta más!”

“No te metas conmigo, niño, que si algo tengo es recursos,” dijo el tito.

“Ese señor que dice ser tu padre puede ser el árbitro. No me importa que sea pariente tuyo. Tiene pinta de respetable. Da el pego.”  

El abuelo, a gritos, amenazó con tirarse por la ventana del autobús y estamparse contra las montañas si alguien no sacaba de ahí a Alpin. La escasez siempre ha sido su peor pesadilla.

“No digas bobadas, Aeterno. Esa amenaza no funcionará con nosotros. Sabemos que tienes alas,” dijo mi abuela, haciéndome señas para que me llevase a Alpin.

Así estuvimos todo el viaje, que afortunadamente fue corto. La boda fue muy bonita, en un rincón bellísimo de una playa preciosa. La novia estaba muy guapa y como no disponía de padre, fue Alpin quién la entrego al novio, que parecía estar muy feliz. Ni que decir tiene que los amigos cocineros de Finisterre se esmeraron en preparar de todo para el banquete. Parecía aquello un concurso culinario en el que todos los participantes eran ganadores. El Sol, que se prodiga poco por esa zona, quiso asistir, y no llovió hasta el amanecer, cuando todos nos estábamos volviendo a subir al autobús. ¡Ah! Y Clepeta le lanzó el ramo directamente a Tito Richi, que lo cazó al vuelo.  

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