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jueves, 24 de noviembre de 2022

210. La puertecita verde en la pared de la cocina

210. La puertecita verde en la pared de la cocina

“Deberías ir a ver a tu tío, Arley,” Alpin me dijo una mañana. “Solo dejarte caer un poquito para ver cómo le va y para decirle que todo está bien por aquí y que nadie le quiere picotear el hígado por haberse fugado con Matilde.”

Normalmente, cuando Alpin hace una sugerencia, es porque quiere algo. Pero yo no podía adivinar que podía querer que requiriese que yo visitase a mi tío, así que opuse poca resistencia.

“No sé,” dije yo. “Tito Richi y tu hermana siguen de luna de miel. Quizás el tío Val y Matilde también estén ocupados en eso.”

“Mira en tu bola de cristal. A ver que ves.”

Miré en mi bola de cristal y lo que vi fue a Tito Val echando basura en una pila de compostaje. No había ni rastro de Matilde.

“No parece que esté pasando nada especial. Supongo que podríamos dejarnos caer, decir lo que tengamos que decir e irnos,” asentí.

Así que nos transportamos hasta los páramos de Tito Vendaval y aparecimos junto a la pila de compostaje.

Mi tío parecía contento de vernos. Pero dijo que tenía una cosita que hacer antes de atendernos.

“La puerta de la cocina está abierta. Entrar y esperarme ahí. Sólo será un minuto.” Entonces añadió algo que no escuché bien o no entendí. Sonó algo así. “Ahora tengo una botolfa.”

Se fue a donde se tenía que ir y nosotros entramos en la cocina. Era un lugar eso que las chicas llaman cuco, con papel en la pared pintado con rayas moradas, rosas y azul lavanda. Había una bandeja con unas tartaletas de melocotón en la mesa de la cocina y yo estaba a punto de decirle a Alpin que no las tocase hasta que volviese el tito cuando alguien estornudo.

“¿Y eso que ha sido?” preguntó Alpin.

Miramos a nuestro alrededor y vimos que debajo de la mesa había un dragón pequeñísimo y plateado, que estaba justo delante de una puerta verde muy pequeña y cerrada con un pestillo que había en la pared. Era tan pequeña la puerta que no se veía porque no llegaba a la altura de la mesa.

“Vaya.  ¿Y esto?” preguntó Alpin.

“Él es Alpin y yo Arley,” le dije al dragoncito. “¿Y tú eres…?”

El dragón gruño. Un gruñido canijo, pero enseñó unos dientecitos muy afilados.

“No pasa nada,” le dije. “Soy sobrino de Vendaval. Y también conozco a Matilde.”

El dragón me olfateó. Así es cómo saben quién está emparentado con quién. Debió oler que mi sangre y la de Vendaval eran parecidas, porque ya no volvió a gruñir.

“Es monín este dragoncete,” dijo Alpin. “A lo mejor me pido uno así por Navidad.”

Antes de que yo pudiese decir algo, oí como si alguien estuviese arañando la puertecita verde desde dentro.

“¿Y eso que ha sido?” preguntó Alpin. “Viene de detrás de esa puertecita. ¿Qué es eso? Una fresquera?”

Alpin se refería a uno de esos agujeros en una pared de algunas cocinas donde la gente mete alimentos para que se mantengan frescos. Normalmente tiene una puerta delante, un suelo debajo, y ninguna pared detrás, sólo tela metálica o barrotes de madera para dejar pasar el aire fresco. La puerta de delante es precisamente para que ese aire frío no llegue a la cocina.

“Serán ratas,” dijo Alpin. “Abre la puerta, a lo mejor las espanta el dragón.”

Abrí la puerta y para mi sorpresa me encontré con dos niñas muy pequeñas, una un poco mayor que la otra.

“¿Quiénes sois?” las pregunté, pero solo sonrieron.

“¡No las toques, Arley!” chilló Alpin, “¡O tendrás dos hijas!”

Aquello en lo que estaban metidas era un cuartito enano con dos cunitas azules de madera y mimbre. Había luz en el cuarto y pude ver que había ahí también un platito con restos de galletas de jengibre. El dragoncito entró como pudo en el hueco ese. Olfateó a las niñas y luego se acercó a mí y me volvió a olfatear. Entendí que me decía que las niñas y yo éramos parientes.

“Creo que ya tienen padres,” dije. Pero tuve cuidado de no acercarme demasiado a ellas.

“Matilde y yo encontramos a la mayor sentada ante la puerta principal de nuestra casa cuando volvimos de casa de Mamá,” dijo Tito Vendaval, que acababa de entrar en la cocina. “No habíamos hecho más que fugarnos y allí estaba esa chiquilla esperándonos. ¿Qué podíamos hacer? La acogimos, claro. Y tres días después encontramos a esa más pequeña tumbada en la hierba debajo de mi árbol, jugando con los dientes de león. Yo no he tenido hijos nunca, en cientos de años. Y ahora tengo dos. Estaba aterrado pensando que a lo mejor aparecían veinte más a lo largo del mes, pero hace ya una semana que no ha aparecido ningún crío más, así que me voy tranquilizando.”

La niña más  grandecita salió dando tumbos del cubil, demostrando que apenas sabía andar, y fue hasta Tito Vendaval y le abrazó la pantorrilla. Él la cogió en brazos y me preguntó, “Te puedes creer que Matilde quiere llamar a esta enana Botolfa?”

“¿Qué?” dije yo.

“Mi padre tenía un jardinero llamado Botolfo. Probablemente todavía lo tenga. Los que trabajan para Papá le son muy fieles, porque saben que nadie más les emplearía. Todos están tan locos como él. El tal Botolfo era un enanito de jardín muy antipático. No nos dejaba acercarnos a las flores e insistía en que no pisásemos la hierba. Solo nos dejaba volar por encima y eso a regañadientes. Yo no quiero que esta niña se llamé Botolfa. ¿Qué clase de nombre es ese para una niña?”

“Pues díselo a Matilde cuanto antes.”

“¿A Matilde? No, le tengo miedo.”

“Pues se lo diré yo por ti, si quieres. ¿Es que no sabe que son los niños los que eligen sus propios nombres? Tienen que deciros como se llaman y eso es lo que sella el pacto entre padres e hijos. Hasta que no os digan sus nombres, no os habrán aceptado del todo.”

Tito Vendaval sacudió la cabeza con tristeza. “No creo que estas pobres niñas tengan un día del nombre. Todo el mundo está rabioso con nosotros. Si diésemos una fiesta del nombre, no vendría nadie.”

“Yo sí. Y Mamá seguro que también. Y traeríamos regalos estupendos. Ese es el momento en que la mayoría de nosotros adquirimos nuestros dones y talentos. Tú no querrás privar a estas niñas de sus regalos. Y nadie está enfadado con vosotros. No sé si habéis oído que Tito Richi se ha casado con la hermana de Alpin?”

Tito Vendaval ya no parecía triste. Ahora parecía horrorizado.

“¡Socorro, cielo protector!” exclamó. “Todo el mundo debe odiarnos. Dime que ella no es como Alpin.”

¡No!” grité yo.

¡Eh!” protestó Alpin.

“Es encantadora. Es como su madre.”

Pero eso no sonaba bien tampoco.

“¿La Novia Diabólica?” preguntó el tito, todavía más asustado.  

“No. Sí. Quiero decir que se parece físicamente a su madre. Es muy agraciada. Pero no es …peligrosa.”

“¡Venga! ¡Escuchemos lo que tenéis que decir de mi madre, tíos!” dijo Alpin, muy enfadado.

“Las dos son mujeres muy guapas, pero Brana es muy tranquila y muy casera,” acerté en decir yo.

“Mi hermana ha sido vampira, si eso es lo que os tiene asustados,” dijo Alpin. “Pero hace años que no ha vuelto a chupar sangre. Eso se acabó. Tu hermano es mucho más peligroso que mi pobre hermana, Vendaval. Parece un pelele pero no hay quién pueda con él. Bueno, salvo yo, tal vez. Todavía nos estamos midiendo.”

“Créeme, tito, Brana es muy  buena gente. Tito Richi tiene mucha suerte de haber dado con ella.”

“Siendo ese el caso,  ¿tú crees, Arley, que mi madre me hablaría si yo quisiese contactar con ella?”

“¿La Abuela Divina? Pues claro que sí. No veo por qué no.”

“Verás, he estado pensando, y no quiero que mis niñas se queden sin regalos de bautizo. Matilde jamás consentirá que yo haga una fiesta aquí. Pero Mamá podría dar una para las niñas en su casa. Matilde y yo no asistiríamos, pero seguro que todo el mundo querrá ver a las niñas, aunque solo sea por cotillear. Y como darán pena por los padres que tienen, recibirán buenos regalos para compensar, yo creo.”

“No necesitas pedirle eso a la abuela. Mamá seguro que querrá dar una fiesta del nombre para sus nuevas sobrinas. Todos mis hermanos y hermanas estarán entusiasmados y querrán asistir. No necesitáis regalos de chismosos. Tu hermana y tus sobrinos os quieren.”

“Tal vez Matilde no quiera que sea tu madre la que de esa fiesta. Por lo de tu padre, ya sabes.”

“¡Qué tontería! Ahora ella está contigo. ¿Y la otra niña? ¿Esa ha hablado?”

“No. Matilde quiere llamarla Richenda. ¿Te lo puedes creer? Yo la he dicho que no quiero que a mi niña la llamen Richi delante de mis narices. Matilde dice que estoy siendo absurdo.”

El tito se arrodilló delante de la puertecita y sacó a la otra niña del cubículo también.

“Estoy seguro de que Matilde entenderá que estas niñas tienen que hablar por sí mismas y decir que nombres quieren tener. Ella tendría que entender eso mejor que nadie. ¿Pero por qué las encerráis en ese agujero? Esta casa es grande. Tiene que haber más de una habitación que pueda servir de cuarto de los niños, tito.”

“Matilde tiene miedo de que venga alguien y nos las quite. Las esconde y encierra siempre que tiene que salir de casa. Está ahora mismo en China comprando un dragón. Quiere tener cuatro. Uno para cada una de las cuatro direcciones. Piensa que así protegerán mejor la muralla. El pequeñito ese es para las niñas, para que jueguen con él yse vayan acostumrando a los dragones. También necesita un nombre. Tienen que darle uno ellas mismas.”

“¡Pero que ocurrencia!¿Por qué iba alguien a querer secuestrar a vuestras hijas? No tenéis enemigos por lo de la fuga. ¿Es qué hay algo más?”

“Si tu mujer no está en casa, yo me voy a comer esas tartaletas de melocotón ya mismo,” dijp Alpin.

“Sí, cómetelas todas,” dijo el tito. Pero Botolfa, es decir, la niña mayor, salió volando del hombro de su padre en el que estaba sentada y le dio una torta en la mano a Alpin en cuanto la estiró para coger una tartaleta.

¡EH!” dijo Alpin.

“No pasa nada, tesoro,” dijo Tito Val, recuperando a Botolfa. “Esta niña ha salido a su abuela materna,” nos explicó. “Menos mal que la caigo bien a la chiquilla.”

“Ese parecido debería animar a Ula a quererla,” dije yo.

“Probablemente. Pero Matilde no quiere que se acerquen por aquí sus parientes. Se cree que van a intentar dominarla. Se cree que todo el mundo quiere dominarla, por eso yo nunca le digo nada.”

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