Cuando nos fuimos de casa de Tito
Vendaval, pasamos por el Bosque Triturado camino de casa de Alpin. Allí
encontramos a Vicentico y su sobrino, Dolfitos. Este cargaba un libro
miniatura, justo de un tamaño manejable para un hojita.
“¿Qué estás leyendo, Dolfitos?” le
pregunté al sobrino de Vicentico.
“No sé. Supongo que nada. No sé leer.”
“Tenemos miedo a los libros,” nos explicó
Vicentico. “Nos dan la sensación de que nos van a atrapar entre sus páginas y
nos aplastarán y secarán ahí dentro del libro cerrado.”
“Recuerdo que me dijiste eso una vez,”
dije yo. “Estábamos en la real biblioteca.”
“Ahí vamos ahora, Dolfitos encontró este
libro miniatura y lo quiere leer. Es tan pequeño que no creo que pueda hacerle
daño. ¿Qué te parece?”
“Hay montones de libros miniatura que no
le atacarán. ¿Pero por qué tiene que ir a la biblioteca a leer este libro?
Alguien se lo puede leer. Yo puedo. No llevará nada.”
“Muchas gracias. Pero es que Dolfitos quiere leerlo él mismo. Quiere
ser un intelectual.”
“¡Ah!” dije yo. Eso era raro. Los hojitas
no son exactamente enemigos de la lectura, y les encanta que les cuenten
cuentos, pero no tienen mucho interés en lo intelectual.
“¿Qué
cree que significa eso de ser intelectual?” preguntó Alpin. “Un libro no hace
un intelectual. ¿Verdad, Arley?”
“Dolfitos quiere ser erudito, docto y
mental. Cree que tal vez la bibliotecaria, Mildiu, le pueda prestar libros que
él pueda leer,” dijo Vicentico.
“Este tonto quiere sentirse superior,” me
dijo Alpin. “No sabe la que le va a caer encima si va presumiendo de listo.”
“Pues
no es mala idea,” les dije a los hojitas. “Iremos a ver que piensa Mildiu de esto.
Y si ella no le puede enseñar a leer, no me importaría nada hacerlo yo mismo.”
Los
cuatro nos transportamos hasta el jardín del palacio de mis padres y una vez
allí, pasamos por la puerta de oro forjado que lleva a la sidrería de Isla
Manzana. De ahí nos fuimos paseando hasta la biblioteca, todos salvo Alpin que
se quedó en la sidrería para aterrorizar a los sidreros. Yo dejé que hiciese
eso, porque sentía mucha curiosidad por lo que Mildiu le iba a decir a
Dolfitos. Ella es amable, y estaba casi seguro de que no le desilusionaría,
pero por un niño que quiere ser intelectual, yo sentí que tenía que estar ahí
para asegurarme de que todo fuese bien.
Al llegar a la biblioteca saludamos a
Cascarrabias Finn, que estaba sentado en su butaca de oro y amatistas frente a
su mansión, la que se construyó al lado de la biblioteca que dirige su hermana.
Dentro de la biblioteca, hallamos a Don Alonso y a Michael O’Toora, que estaban
devolviendo unas copias de un libro que habían leído en su club de lectura. Les
explicamos porque estabamos ahí y Don Alonso pidió ver el libro miniatura de
Dolfitos.
“¡Ah! The
Tale of the Gingerbread Man! En español, el hombrecillo está hecho de
mazapán. Pero su historia es la misma.”
“Puedes
hacerte miembro de nuestro club de lectura si realmente quieres ser un
intelectual,” dijo Michael a Dolfitos.
“Me encantaría. Pero todavía no sé leer.”
“Mi primo te enseñará,” dijo Alpin, entrando
por la puerta relamiendo los restos de azúcar de los buñuelos de la sidrería que
le quedaban en los labios y dedos. “Arley está demasiado ocupado atendiéndome a
mí, aunque sí que se escaquea del trabajo de vez en cuando. ¿Eh, Arley?”
“No te quejes, que si llegó a ir contigo a
la sidrería no te comes todo lo que te habrás zampado. ¿Todo bien en la
sidrería?” le pregunté.
“Han quedado bastante mosqueados porque
me comí todo lo que esos vagos habían horneado para todo el día de hoy, pero
estarán bien,” dijo Alpin.
“Se lo compensaré después,” dije yo.
“Supongo que podría enseñar a Dolfitos a
leer. Es muy espabilado,” dijo Michael.
Eso decidido, Alpin y yo regresamos al
palacio de mis padres donde él se entretuvo hostigando a los cocineros mientras
yo le contaba a Mamá que tenía nuevas sobrinas y que iban a necesitar una fiesta
del nombre.
Mamá se emocionó y dijo que por supuesto que organizaría ella misma una tal fiesta. Corrió a su bola de cristal gigante para
decirle a todo el mundo lo de las recién llegadas y me dejó ahí de pie
mientras hacía toda clase de planes con sus primas, las Siete Hadas.
Y vuelta al tema de Dolfitos. Realmente
es muy listo. Al día siguiente le encontré leyéndole el libro del hombrecillo
de jengibre o mazapán a su tío Vicentico.
“Ahora
quiere un amigo al que le pueda leer. Va a necesitar uno, porque los hojitas no
odiamos a los intelectuales pero no tenemos tiempo para tonterías. Es decir,
tenemos cosas que hacer y no podemos pasarnos el día escuchando a Dolfitos
ilustrarnos, aunque somos conscientes de que sus nuevas habilidades son
estupendas y nos serán útiles a todos algún día.”
“En mi cuento del hombrecillo este, hay
un matrimonio que quiere tener un hijo, y la esposa crea al hombrecillo
mientras piensa en tener un niño. Lo desea tanto que el hombrecillo adquiere
vida.”
“¿Puedo ver ese librito?” pregunté. Vi
que en esta versión la pareja sin hijos sí que quería tener uno, pero que se
pensaban comer al hombrecillo al igual que todos los demás personajes, porque
se trataba de una galleta.
“La Señora Estrella dice que me hará un
hombre de mazapán y que mientras lo hace, yo puedo estar a su lado deseando que
cobre vida y tal vez lo haga.”
Al día siguiente volví a ver a Dolfitos.
Estaba sentado en una seta abrazando su librito con la carita muy triste. Tan
triste que no podía halar. Sólo sacudir la cabeza. Vicentico tuvo que
explicarme lo que pasaba. Por lo visto, habían ido a casa de Don Alonso, y en
la cocina Doña Estrella tenía todo preparado para hacer un hombrecillo de
mazapán. El muñeco se hizo, con dos pasas por ojos y media cereza confitada por
nariz y una tira de piel de naranja por boca. El hombrecillo de mazapán sí que
cobró vida cuando salió del horno. Pero justo antes de que Dolfitos pudiese
decir hola, salió disparado por la puerta, corriendo como un loco, y desapareció
en una nube de azúcar glas y polvo de la carretera.
“Es diciembre, y mis hermanas están en el polo norte colaborando
con el juguetero Finbar, así que no podrán ayudarnos. Pero cuando estuve en casa
de mi tío Vendaval vi que sus niñas habían estado comiendo galletas de pan de jengibre.
Tal vez nos puedan ayudar allí. Acerquémonos por ahí. Tengo que ir a verle de todos
modos. El pan de jengibre alemán es muy bueno.”
Cuando llegamos a la casa de mi tío, él
dijo que Matilde no estaba, pero que su cuaderno de recetas sí que estaba en la
cocina y que tenía una receta buenísima de galletas de jengibre. Nos pusimos
manos a la obra. Las niñas se sentaron en la mesa de la cocina y observaron con
gran interés cómo su padre preparaba la masa y recortaba las galletas, incluida
una muy grande con forma de hombrecillo. Yo preparé glasas de colores con colorantes
alimenticios y le dimos al hombrecillo
una chaqueta amarilla y unos calzones naranjas. Al igual que Doña Estrella con
el hombrecillo de mazapán, Vendaval usó pasas para los ojos del hombrecillo,
una cereza para su nariz y una tira de naranja para su boca.
“Hola,” dijo Dolfitos cuando sacamos al
hombrecillo del horno. El hombre se sentó y frotó los ojos. Pero antes de que
Dolfitos pudiese preguntarle si quería ser su amigo, dio un tremendo salto y
cayó justo dentro de la boca del dragoncito de las niñas, que estaba bostezando.
El pobre dragón tosió para expulsarlo, sin saber que tenía en la boca, lanzando
al hombrecillo por la puerta a un arbusto de acebo que había en el jardín. Se
ve que no quedó dañado, porque este hombrecillo salió otra vez disparado y
desapareció corriendo en la maleza antes de que pudiésemos reaccionar.
Y entonces Richenda, es decir, la menor
de las niñas, tiró de la manga de la camisa de su padre y haciendo un gran
esfuerzo logró decir. “No tiene oídos.”
“Tiene toda la razón,” dije yo. “Un amigo
tiene que tener oídos. Los amigos tienen que saber escuchar. Haremos otro
hombrecillo y esta vez lo primero que le daremos serán oídos, y tú empieza a
decirle desde que los tenga cuanto quieres que sea tu amigo, Dolfitos. Y
tranquilízale diciendo que nadie quiere comérselo.”
“¿Sabes qué?” me dijo Tito Vendaval. “Esta
niña es muy lista. Y muy observadora. Matilde quiere que se encargue de la vigilancia
de la muralla, pero yo insisto en que la pobre chiquilla no está en el ejército.”
Así que hicimos otro hombrecillo y le
dimos buenas orejas, y cuando salió del horno fue el primero en hablar y le
dijo a Dolfitos hola antes de que
Dolfitos abriese la boca. Dijo que se llamaba Kion Confucio Faxiano, pero que
le podíamos llamar Jengibrillo. Y se convirtió en el amigo de Dolfitos.
“¿Crees que deberíamos llevar gafas?”
Dolfitos le preguntó a su amigo.
“Por
ahora no. Pero seguro que con el tiempo,” contestó Jengibrillo.
“¡Puro postureo!” siseó Alpin.
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