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viernes, 2 de diciembre de 2022

211. Los intelectuales

211. Los intelectuales

Cuando nos fuimos de casa de Tito Vendaval, pasamos por el Bosque Triturado camino de casa de Alpin. Allí encontramos a Vicentico y su sobrino, Dolfitos. Este cargaba un libro miniatura, justo de un tamaño manejable para un hojita.

“¿Qué estás leyendo, Dolfitos?” le pregunté al sobrino de Vicentico.

“No sé. Supongo que nada. No sé leer.”

“Tenemos miedo a los libros,” nos explicó Vicentico. “Nos dan la sensación de que nos van a atrapar entre sus páginas y nos aplastarán y secarán ahí dentro del libro cerrado.”

“Recuerdo que me dijiste eso una vez,” dije yo. “Estábamos en la real biblioteca.”

“Ahí vamos ahora, Dolfitos encontró este libro miniatura y lo quiere leer. Es tan pequeño que no creo que pueda hacerle daño. ¿Qué te parece?”

“Hay montones de libros miniatura que no le atacarán. ¿Pero por qué tiene que ir a la biblioteca a leer este libro? Alguien se lo puede leer. Yo puedo. No llevará nada.”

“Muchas gracias. Pero es  que Dolfitos quiere leerlo él mismo. Quiere ser un intelectual.”

“¡Ah!” dije yo. Eso era raro. Los hojitas no son exactamente enemigos de la lectura, y les encanta que les cuenten cuentos, pero no tienen mucho interés en lo intelectual.

 “¿Qué cree que significa eso de ser intelectual?” preguntó Alpin. “Un libro no hace un intelectual. ¿Verdad, Arley?”

“Dolfitos quiere ser erudito, docto y mental. Cree que tal vez la bibliotecaria, Mildiu, le pueda prestar libros que él pueda leer,” dijo Vicentico.

“Este tonto quiere sentirse superior,” me dijo Alpin. “No sabe la que le va a caer encima si va presumiendo de listo.”

 “Pues no es mala idea,” les dije a los hojitas. “Iremos a ver que piensa Mildiu de esto. Y si ella no le puede enseñar a leer, no me importaría nada hacerlo yo mismo.”

 Los cuatro nos transportamos hasta el jardín del palacio de mis padres y una vez allí, pasamos por la puerta de oro forjado que lleva a la sidrería de Isla Manzana. De ahí nos fuimos paseando hasta la biblioteca, todos salvo Alpin que se quedó en la sidrería para aterrorizar a los sidreros. Yo dejé que hiciese eso, porque sentía mucha curiosidad por lo que Mildiu le iba a decir a Dolfitos. Ella es amable, y estaba casi seguro de que no le desilusionaría, pero por un niño que quiere ser intelectual, yo sentí que tenía que estar ahí para asegurarme de que todo fuese bien.

Al llegar a la biblioteca saludamos a Cascarrabias Finn, que estaba sentado en su butaca de oro y amatistas frente a su mansión, la que se construyó al lado de la biblioteca que dirige su hermana. Dentro de la biblioteca, hallamos a Don Alonso y a Michael O’Toora, que estaban devolviendo unas copias de un libro que habían leído en su club de lectura. Les explicamos porque estabamos ahí y Don Alonso pidió ver el libro miniatura de Dolfitos.

“¡Ah! The Tale of the Gingerbread Man! En español, el hombrecillo está hecho de mazapán. Pero su historia es la misma.”

 “Puedes hacerte miembro de nuestro club de lectura si realmente quieres ser un intelectual,” dijo Michael a Dolfitos.

“Me encantaría. Pero todavía no sé leer.”

“Mi primo te enseñará,” dijo Alpin, entrando por la puerta relamiendo los restos de azúcar de los buñuelos de la sidrería que le quedaban en los labios y dedos. “Arley está demasiado ocupado atendiéndome a mí, aunque sí que se escaquea del trabajo de vez en cuando. ¿Eh, Arley?”

“No te quejes, que si llegó a ir contigo a la sidrería no te comes todo lo que te habrás zampado. ¿Todo bien en la sidrería?” le pregunté.

“Han quedado bastante mosqueados porque me comí todo lo que esos vagos habían horneado para todo el día de hoy, pero estarán bien,” dijo Alpin.

“Se lo compensaré después,” dije yo.

“Supongo que podría enseñar a Dolfitos a leer. Es muy espabilado,” dijo Michael.

Eso decidido, Alpin y yo regresamos al palacio de mis padres donde él se entretuvo hostigando a los cocineros mientras yo le contaba a Mamá que tenía nuevas sobrinas y que iban a necesitar una fiesta del nombre.

Mamá se emocionó y dijo que por supuesto que organizaría ella misma una tal fiesta. Corrió a su bola de cristal gigante para decirle a todo el mundo lo de las recién llegadas y me dejó ahí de pie mientras hacía toda clase de planes con sus primas, las Siete Hadas.

Y vuelta al tema de Dolfitos. Realmente es muy listo. Al día siguiente le encontré leyéndole el libro del hombrecillo de jengibre o mazapán a su tío Vicentico.

 “Ahora quiere un amigo al que le pueda leer. Va a necesitar uno, porque los hojitas no odiamos a los intelectuales pero no tenemos tiempo para tonterías. Es decir, tenemos cosas que hacer y no podemos pasarnos el día escuchando a Dolfitos ilustrarnos, aunque somos conscientes de que sus nuevas habilidades son estupendas y nos serán útiles a todos algún día.”

“En mi cuento del hombrecillo este, hay un matrimonio que quiere tener un hijo, y la esposa crea al hombrecillo mientras piensa en tener un niño. Lo desea tanto que el hombrecillo adquiere vida.”

“¿Puedo ver ese librito?” pregunté. Vi que en esta versión la pareja sin hijos sí que quería tener uno, pero que se pensaban comer al hombrecillo al igual que todos los demás personajes, porque se trataba de una galleta.

“La Señora Estrella dice que me hará un hombre de mazapán y que mientras lo hace, yo puedo estar a su lado deseando que cobre vida y tal vez lo haga.”

Al día siguiente volví a ver a Dolfitos. Estaba sentado en una seta abrazando su librito con la carita muy triste. Tan triste que no podía halar. Sólo sacudir la cabeza. Vicentico tuvo que explicarme lo que pasaba. Por lo visto, habían ido a casa de Don Alonso, y en la cocina Doña Estrella tenía todo preparado para hacer un hombrecillo de mazapán. El muñeco se hizo, con dos pasas por ojos y media cereza confitada por nariz y una tira de piel de naranja por boca. El hombrecillo de mazapán sí que cobró vida cuando salió del horno. Pero justo antes de que Dolfitos pudiese decir hola, salió disparado por la puerta, corriendo como un loco, y desapareció en una nube de azúcar glas y polvo de la carretera.

“Es diciembre, y mis hermanas están en el polo norte colaborando con el juguetero Finbar, así que no podrán ayudarnos. Pero cuando estuve en casa de mi tío Vendaval vi que sus niñas habían estado comiendo galletas de pan de jengibre. Tal vez nos puedan ayudar allí. Acerquémonos por ahí. Tengo que ir a verle de todos modos. El pan de jengibre alemán es muy bueno.”

Cuando llegamos a la casa de mi tío, él dijo que Matilde no estaba, pero que su cuaderno de recetas sí que estaba en la cocina y que tenía una receta buenísima de galletas de jengibre. Nos pusimos manos a la obra. Las niñas se sentaron en la mesa de la cocina y observaron con gran interés cómo su padre preparaba la masa y recortaba las galletas, incluida una muy grande con forma de hombrecillo. Yo preparé  glasas de colores con colorantes alimenticios  y le dimos al hombrecillo una chaqueta amarilla y unos calzones naranjas. Al igual que Doña Estrella con el hombrecillo de mazapán, Vendaval usó pasas para los ojos del hombrecillo, una cereza para su nariz y una tira de naranja para su boca.

“Hola,” dijo Dolfitos cuando sacamos al hombrecillo del horno. El hombre se sentó y frotó los ojos. Pero antes de que Dolfitos pudiese preguntarle si quería ser su amigo, dio un tremendo salto y cayó justo dentro de la boca del dragoncito de las niñas, que estaba bostezando. El pobre dragón tosió para expulsarlo, sin saber que tenía en la boca, lanzando al hombrecillo por la puerta a un arbusto de acebo que había en el jardín. Se ve que no quedó dañado, porque este hombrecillo salió otra vez disparado y desapareció corriendo en la maleza antes de que pudiésemos reaccionar.

Y entonces Richenda, es decir, la menor de las niñas, tiró de la manga de la camisa de su padre y haciendo un gran esfuerzo logró decir. “No tiene oídos.”

“Tiene toda la razón,” dije yo. “Un amigo tiene que tener oídos. Los amigos tienen que saber escuchar. Haremos otro hombrecillo y esta vez lo primero que le daremos serán oídos, y tú empieza a decirle desde que los tenga cuanto quieres que sea tu amigo, Dolfitos. Y tranquilízale diciendo que nadie quiere comérselo.”

“¿Sabes qué?” me dijo Tito Vendaval. “Esta niña es muy lista. Y muy observadora. Matilde quiere que se encargue de la vigilancia de la muralla, pero yo insisto en que la pobre chiquilla no está en el ejército.”

Así que hicimos otro hombrecillo y le dimos buenas orejas, y cuando salió del horno fue el primero en hablar y le dijo a Dolfitos  hola antes de que Dolfitos abriese la boca. Dijo que se llamaba Kion Confucio Faxiano, pero que le podíamos llamar Jengibrillo. Y se convirtió en el amigo de Dolfitos.

“¿Crees que deberíamos llevar gafas?” Dolfitos le preguntó a su amigo.

 “Por ahora no. Pero seguro que con el tiempo,” contestó Jengibrillo.

“¡Puro postureo!” siseó Alpin.

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