Mi madre y sus primas, las Siete Hadas,
decidieron que el trece de diciembre era día favorable para dar la fiesta del
nombre de mis primitas, las niñas de Matilde y Vendaval. Aunque yo le había
dicho a Mamá que Mati y Val iban a preferir una fiestecita íntima y familiar en vez de un fiestorro
pretencioso y descontrolado, los organizadores de eventos siempre tienen
compromisos y acaban invitando a gente que se creen obligados a invitar, y ocho
organizadoras, como era el caso, traen a
muchos imprescindibles que realmente no tienen nada que ver con el motivo de la
fiesta en cuestión. Alpin y toda su familia, por ejemplo, acabó siendo invitada porque eran contraparientes,
es decir, porque eran la familia de la mujer de Tito Ricatierra. Y yo estaba en
casa de Alpin cuando, tempranito por la mañana, llegó Alegría O. Tristeza, la
cartera, con sus invitaciones.
“¡Vaya, vaya!” bufó Aislene. “Ahora se
acuerdan de nosotros. ¿Sabes que, Alegría? Gracias por traer estas invitaciones,
pero no creo que vayamos a hacer acto de presencia.”
“¿Pero
por qué no? Seguro que será una fiesta preciosa. Es época festiva, y todos
compiten para lucirse. Resultará muy divertido. Seguro que tienen preparada una
fiesta estupenda.”
“No me invitaron a la boda de mi propia
hija,” sollozó Aislene. “Claro que nadie sabía que mi niña iba a ser la novia.
Ni siquiera ella lo sabía. Pero aun así, tengo esa espinita clavada en el
corazón, la de no haer asistido a la boda de mi niña. ¿Por qué he de negarlo?
Me ha sentado fatal.”
“¿Cómo que no te invitaron a la boda de
Ricatierra?” preguntó Alegría, muy sorprendida. “Me acuerdo perfectamente de
haber traído invitaciones para todos y cada uno de los miembros de tu familia.”
“Imposible,” dijo Aislene, sacudiendo la
cabeza y secando una lágrima. “Sólo Alpin y Brana recibieron invitaciones. A
Alpin le invitaron para que pudiese asistir Arley. Y a Branna para que vigilase
a Alpin para que Arley pudiese disfrutar un poco de la boda. Yo pensé que los
Buenosvecinos estaban siendo muy cutres.”
“¿Me estás diciendo que no sé cómo hacer mi
trabajo? Porque recuerdo cada carta y cada paquete que entrego, cuándo, dónde y a quién. Recuerdo
perfectamente haberle entregado a tu hijo Alpin las invitaciones porque insistió
en que así lo hiciese. Fue aquí fuera. Él estaba debajo de ese árbol, como si
me estuviese esperando., ahora que lo pienso. Era un lunes, y la hora, las once
menos diez. Hasta me pidió las invitaciones de Fiona y el hada vasca. ¿Sabes
qué? Creo que deberíamos preguntarle a Alpin que pasó con las invitaciones en
lugar de estar especulando aquí. ¿Dónde está?”
“Acaba de despertar y se está vistiendo.
Arley está esperando que desayune antes de irse por ahí con él. ¿Arley, tienes
idea de que fue de esas invitaciones?”
Yo tenía mis sospechas, pero elegí callar y
sacudí la cabeza vehementemente.
“Sí, por supuesto,” dijo Alpin cuando se le
encaró Alegría. “Había invitaciones para todos vosotros y esta mujer me las
entregó. Eso debería enseñarte a no entregar el correo a cualquiera, Alegría.”
Alegría hizo ademán de atizar a Alpin con la
bolsa del correo, pero yo me metí por medio y se cortó.
“Creo que le debes una explicación a tu
madre, Alpin,” le dije.
“¿Acaso perdiste nuestras invitaciones,
hijo?” preguntó la Señora Dulajan, algo consternada.
“No. Están debajo de mi cama. Deberías barrer
ahí debajo de vez en cuando. Encontrarías cosas muy interesantes, Mamá.”
“¡Ah! Se
te olvidó dárnoslas. Pero si hablamos de esto, Alpin. Yo comenté lo cutre que
fue Ricatierra al no invitarnos.”
“Y yo te dije que no te preocupases por
Ricatierra, que pronto te hartarías de verle. ¿Acaso no dije eso?”
“Y yo
no entendía porque decías eso.”
“Mira Mamá. Yo no me avergüenzo de mi
familia. Estoy orgulloso de pertenecer a gente a la que todos temen y a la que
es imposible decir que no. ¿Cómo podría ser de otro modo? Pero hubiese sido
mucho más difícil conseguir que ese creído cabeza hueca se casase con Brana
estando vosotros presentes. Su papi engreído y soplado estuvo a punto de
fastidiar mis planes, pero la tonta de su mujer consiguió que se lo
tranquilizase y cuando la tirana esa que es tan amiga de Fiona, la Señora
Parry, se puso de nuestra parte, aquello quedó hecho. Créeme. Cuando intercepté
las invitaciones, estaba haciendo lo mejor para nuestra familia. Y tal y como
te dije, vas a ver más a Ricatierra de lo que casi cualquiera podría tolerar.
Sólo espero que Brana sea capaz de aguantar a ese fatuo más que sus otras
mujeres. Porque si se harta de él, eso no sería en interés de nuestra familia.”
“¡Eres un cínico descomunal!” espetó Alegría,
dejando caer su bolsa.
Yo la devolví su bolsa y la aseguré que nada
de esto era culpa suya y que lo mejor era olvidar todo el asunto cuando antes.
“Bueno, pues si sí que nos invitaron a la
boda de Ricatierra, supongo que no tengo pleito contra los suegros de Brana. Y
soy yo la que debe un buen regalo a mi hija y a su marido. Voy a empezar a
compensar dándole a las hijas de ese otro cabeza hueca un regalo monísimo. Voy
a hacer a cada una de esas niñas un vestidito que crecerá con ellas para que se
lo puedan poner toda la vida y que cambie de color y hasta de tono para que
siempre luzca precioso. ¿Son dos tus primitas, Arley? Pues dos vestiditos
confeccionaré. Y te pido disculpas por haber llamado cabeza hueca a tu tío
Vendaval. Lo que pasa es que siempre que me ve, ese chico se evapora en el
aire. ¡Cómo si yo fuese a acosarle, pobre chiquillo! Siempre pienso en él como
el hermanito asustado de Gentillluvia. Pero no es la única persona que me
rehúye, pobrecillo. ¿Son guapas sus niñas? Él es guapito. Y tengo entendido que su mujer es un
bellezón.”
“Monísimas
son. Sí, mucho,” dije yo.
“¿Y cómo se llaman?”
Yo no quería decir que Botolfa. Y decir
Richenda, más que provocar una carcajada, podría alzar cejas. Así que sólo dije
que no estaba seguro y que habría que esperar a que las niñas se pronunciasen
durante la fiesta para saber sus nombres.
“¿Acaso son muditas, como lo fue tu hermana
Valentina? Ella está perfectamente bien. Una niña estupenda. ¿Por qué no quería
hablar?”
“Valentina no podía pensar más que en su
novio,” dije yo. “Supongo que era el nombre de él el que tenía en la cabeza y
por eso no podía darnos el suyo.”
“Ah, ya recuerdo. Era esa mujer que fue
guardaespaldesa de Alpin la que logró que hablase. Sí.”
“Gregoria. Todavía se ocupa de mi hermana.”
“No me sorprende. Se llevaba mucho mejor con
esa niña que con mi Alpin,” suspiró Aislene, “pero no importa porque ahora te
tiene a ti vigilándole. Y a toda esa red de histéricos con los que trabaja tu
tío Gentillluvia.”
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