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lunes, 12 de diciembre de 2022

213. La fiesta de las hijas de la valquiria y del viento

213. La fiesta de las hijas de la valquiria y del viento

Y llegó el día de la fiesta del nombre de mis nuevas primas. Aunque Mamá quería celebrar la fiesta en su propio palacio, la Abuela Divina se empeñó en que tenía que celebrarse en casa del  Abuelo Aeterno. Decía que allí nadie se atrevería a pasarse con nadie y que si alguno daba señales de salirse de madre, el abuelo y su gente le llamarían al orden mejor que cualquier otro.

“Porque tu marido ya sabes que pasa de todo lo que puede, con eso de ser pacifista y de que todo el mundo es bueno. Hay que ver lo tranquilamente que contempla las barbaridades que ocurren ante sus narices. ¡Qué pachorra tiene ese hombre! Y cuando no le queda otra que intervenir, se lía todavía más gorda siempre. Tú lo sabes mejor que nadie, que ese tiene ideas que dejan a los bomberos al nivel de jardín de infancia. Ya, ya sé que no es por violento. Pero es por majareta. Se cree que tiene que ser más listo que nadie, y lo que está es más zumbado que ninguno. Además, así no tengo que sacar a tu padre de casa, Titania. Sólo le vigilaré un poquito para que no se escabulla de la fiesta y se vaya a su biblioteca a jugar al ajedrez con Amón. Pero eso lo tengo que hacer siempre, esté donde esté. No se le puede quitar ojo cuando está en algún festejo.”

Amón el Momio es una momia egipcia que resucitó mi hermano Timiano, el egiptólogo. El momio,  como le llaman mis tíos, resultó ser un genio de este deporte de gente sedentaria, y derrota a cualquiera, menos, de vez en cuando, al abuelo, aunque todos piensan que le deja ganar para agradecer su hospitalidad, ya que lleva viviendo a cuerpo de rey en la biblioteca de mi abuelo casi desde que volvió a la vida.

En fin, que la fiesta era en casa del Abuelo Aeterno Virbono, y que lo primero que nos encontramos Alpin y yo al llegar a la puerta, detrás de los  guardas que controlaban la entrada, era un gnomo furibundo pegando alaridos y lanzando piedras a diestra y siniestra.

“¡Imbéciles! ¡Qué he envenenado el jardín! ¡He echado pesticidas por todas partes para que nadie lo pise! ¡Desfilen por el sendero de piedras, cojan el camino derecho o el izquierdo que darán la vuelta a la casa igual, y llegarán a la zona de la fiesta ahí detrás! ¡Ay del que pise mi hierba de las bermudas!”

Ese era el gnomo de jardín que iba a ser tocayo de mi prima Botolfa si ella finalmente optaba por ese nombre. Y era tal y como nos había advertido Tito Vendaval. Yo no había tenido un encontronazo con este gnomo nunca, porque cuando voy a visitar al abuelo voy literalmente volando. En esa casa hay que estar el menor tiempo posible, así que siempre sobrevuelo el jardín bien rápido y por eso no he tenido ocasión de ver al gnomo en su salsa.

“¿Has visto?” dijo Tito Vendaval volando hasta la puerta para recibirnos, acompañado por el tío Gentilluvia. “El Señor Jardinero sabe que hoy va a haber aquí una fiesta con niños y por eso ha envenenado todo lo que ha podido aquí fuera. Le da igual que ocurra una desgracia. Por eso la fiesta es en el cielo, en unas nubes que han creado Gen y Caelanoche para la ocasión. Así no pisaremos el césped.”

“O eso espero,” dijo Tito Gentillluvia. “Porque es inútil quejarse a Papá de ese energúmeno. Papá le da carta blanca y  la razón en todo a sus empleados mientras no le fallen personalmente a él.”

“Botolfo odia hasta a Gen,” nos aseguró Tito Val. “Mira que es difícil hacer eso.”

“Pero al que más, a Richi,”  sonrió Tito Gen.

“Uy, a Ricatierra no le puede ni ver. Cada vez que Richi se paseaba cantando por el jardín, Don Botolfo tenía que podar de todo, que las plantas se le salían de madre.  ¿Por dónde va a entrar Richi? Si lo intenta por la puerta principal, ese le lapida seguro.”

“Le he dicho que venga volando en carro de dragones y se baje ahí arriba. Unos guardas llevarán el carro a un parking que he puesto ahí fuera.”   

“Más vale que a ninguno de los dragones se les ocurra soltar bosta y caiga en el jardín. No creo que el gnomo quiera esa clase de fertilizante.”

“¡Qué no, hombre! ¡Qué eso no ocurre con los animales bien entrenados!”

“Hombre, si se mosquean…y con ese loco gritando ahí. Desestabiliza a cualquiera.”

 “¿Cómo era la canción que le cantábamos a ese para hacerle rabiar?”

Y Tito Caelanoche, que había aparecido sobrevolando el jardín en su butaca ambulante por el sendero de piedras, se puso a cantar.

¡Ave, augusto Botolfo, gran Señor de los Jardines, millonario en azaleas, tulipanes y jazmines y más cutre que los más ruines! Denos una sola flor, por piedad, señor. La deshojaremos, y en ello preguntaremos, ¿Me quiere Botolfo? ¿O no me quiere? La respuesta es no. ¡Pues a usted tampoco yo! ¡Ave, sublime Botolfo! ¡Terror del caminante! ¡Martillo del peatón y perdición del paseante! ¡Quiero jugar al fútol, a ras de tierra, como un mortal cualquiera, y entre las adelfas meter un gol! Lo haremos a medianoche. Tú no te levantes hasta el amanecer No merece la pena perseguirnos con tus tijeras, se nos da muy bien correr. Y piedras no nos tires, que en zigzag huiremos. Y no nos llames malditos maleantes, que eso nosotros no semos. ¡Ave, insigne Botolfo,  no nos busques las cosquillas! No nos gusta escuchar los improperios que nos chillas. Papá dice que a ti hay que tratarte de Don. Pero, Don Botolfo, tú lo que eres es un ….lo dejaremos en gruñón.” 

“¡CIRCULEN!” gritó Botolfo, esta vez armado con un cuerno megáfono que le había arrancado a un guarda. “¡BASTA DE CHÁCHARA, MALEFACTORES!”

Arriba en las nubes, muy cómodas por cierto, pues eran vaporosas hasta nuestras rodillas pero solidas bajo nuestros pies, nos encontramos con las Siete Hadas, primas carnales de Mamá y nuestros tíos, rodeando a las nenas de Matilde y Val. A las nenas las habían sentado en unas tronas pequeñitas pero altas, de oro macizo, sitas en una plataforma de honor. Como era el día de Santa Lucía, las habían coronado con tiaras de luces  y estrenaban los vestiditos que  les había regalado la Señorita Aislene. Las chiquillas estaban muy sonrientes y se veía que iban a disfrutar de su fiesta. Nosotros nos sentamos alrededor, pues las nubes cogían forma de sillones en cuanto hacíamos gesto de buscar asiento. Mesitas con forma de estrellas brillaban tenuemente y se acercaban a nosotros y se colocaban donde sólo teníamos que extender la mano para disfrutar de las delicias servidas en ellas.  Había también grandes mesas a cuyo rededor estaban sentados  los invitados de la vieja guardia. Había mucha gente ahí. Todos mis hermanos y la mayoría de mis primos estaban presentes. Los hermanos de Papá habían aparecido con sus esposas e hijos. Aquello también estaba plagadito de elfos y enanos alemanes y de valquirias, pues aunque no se veía a Matilde por ninguna parte, su familia también había acudido en masa. La gente se preguntaba que nombres iban a elegir las nenas, y se oía repetir Botolfa y Richenda por todas partes. Nos enteramos de que Tito Ricatierra había llegado, porque de pronto escuchamos una voz inconfundible gritar, “¡Yo quiero ser el padrino de esa criatura! ¿Cuál es?”  

“¡Ya estamos!” exclamó Tito Val. “Como la niña diga que se quiere llamar Richenda nos vamos a ver las caras.”

“Tú no hagas ni caso de las malas lenguas, Vendaval,” aconsejó Alpin a mi tío. “La niña la encontraste tú.  Así que es tuya. ¿O no es así?”

“¡Pues claro que es  así!” respondió el tito. “Pero este se apropia de todo lo que se le antoja.”

“Ya sabes cómo es esto, tito,” le dije yo a mi tío. “Cualquiera que quiera ser padrino puede serlo. Sólo basta con que haga un buen regalo al neófito, y eso tu hermano seguro que ya lo ha hecho para las dos niñas y con creces. Pero ni te inmutes, que  Mamá y sus primas me parece que tampoco van a cortarse. Mira como no se apartan de las niñas ni a sol ni a sombra.”

“¿Hay demasiado sol?” preguntó Tito Cae. “¿Le pido que se apague un poco?”

“Todo bien, tito,” dije yo. “¡Mirad! Las tías van a comenzar la ronda de regalos.”

Las Siete Hadas, Fronda y Alondra, Jocosa y Laetitia, Nébula y Caléndula y Lucerna y también la polilla Elysio, regalaron aquello que se esperaba de ellas y de él. Fronda hizo que el cabello de las niñas fuese siempre hermosísimo y frondoso, aunque quedó un poco demasiado como de oro verde para mi gusto. Alondra les prometió voces dulces y cautivadoras, Jocosa  les regaló sentido del humor y la importante capacidad de reírse de sí mismas cuando fuese necesario. Laetitia les concedió la capacidad de encontrar la felicidad también en las pequeñas cosas, además de allí donde la vida ofreciese cosas  grandes. Caléndula hizo que sus naricitas fuesen todavía más bonitas y Nébula les regaló la facultad de poder ver a través  de la niebla. Lucerna las hizo poder brillar como ella cuando quisieran, y Elysio - he de explicar que Elysio es un hada pequeñísima que toma forma de polilla y que está locamente enamorado de la radiante Lucerna, que se enciende como una bombilla cuando quiere  y Elysio siempre va girando en torno a su amada – pues Elysio les concedió a las niñas la delicada capacidad de apreciar la belleza.

Yo creo que nunca he estado en una fiesta del nombre en la que se hayan hecho tantísimos regalos. Todos los invitados fueron generosísimos. Hasta el gnomo Botolfo tuvo regalos para ellas, aunque esperó a que la mayor dijese su nombre antes de entregarlos.

Y ahí voy con lo de los nombres. Primero preguntaron a Botolfa, que sin titubear dijo que así se llamaba, Botolfa.  Y su madre apareció en ese momento junto a Vendaval y sonrió. Fue entonces cuando Botolfo se acercó a las niñas y repartió entre ellas un montón de paquetes de semillas para que tuviesen su propio jardín y no tuviesen que pisotear los ajenos. También les dio unos colgantes de serpentina, piedra que protege de las mordeduras de serpientes con las que uno puede topar si anda descalzó en la hierba.

“¿Lo ves?” le dijo el abuelo Aeterno a Vendaval. “Por haberte metido con el sufrido Botolfo, ahora tienes una hija que se llama como él. Castigo de Dios, hijo mío. Y a tus hermanos también les va a pasar algo horrible, ya lo verás.”

Y entonces le tocó presentarse a sí misma a la otra pequeña. Esta miró a su madre y sonrió, pero miró a su padre que andaba cabizbajo pero hizo un esfuerzo y la sonrió devuelta para animarla , y sonriendo aún más la niña, dijo, “Margarita.” Esto provocó muchas reacciones. A Vendaval se le caía la baba. Ula, la abuela materna de la niña gritó con alivio, “¡Ay, estupendo! ¡Margarethe! ¡Muy adecuado, pequeña Gretel!”

“¡Uy!” dijo Tito Richi desilusionado, y Brana enseguida le susurró, “Tranquilo, cariño. Richenda queda libre para la nuestra.”

Todo fue bien a partir de ahí. El único incidente que hubo tuvo que ver con los regalos que le hicieron las valquirias a las niñas. Yo las regalé a cada una un libro de aventuras de inmersión, en el que se podían adentrar y ser un personaje más. Conviene disfrutar de este tipo de libros siempre en compañía de otro que vigila desde fuera. Pero mis libros, que pueden suponer algún riesgo si se utilizan mal, no fueron el problema, aunque también volaron por los aires, ahora os explicaré por qué. El botín que se llevaron esas niñas incluía lanzas que siempre dan en su diana, martillos como el de Thor,  yelmos de oro macizo,  hachas que parten por la mitad lo que se les ponga delante, dagas que pelean por su cuenta, redes que atrapan cualquier cosa que se mueva, y barbaridades semejantes. Su abuela Ula, muy precavida, les regaló el don de que todo lo que les lanzasen rebotase, cayéndose a sus pies. Y entonces fue cuando a  Alpin se le ocurrió comprobar si ese regalo realmente funcionaba y les tiró a las nenas unas galletas de azúcar con forma de árbol de navidad. Lo malo fue que unos cuantos de los críos presentes se animaron a seguir su ejemplo y a divertirse jugando a lanzar cosas a las niñas para ver si rebotaban. Y ya no sólo volaron galletas.


“¡Ignorantes! ¡Así murió Balder!” gritó Tito Ricatierra, atacado de los nervios “¡Ojo con el muérdago!” 

Hay que recordar que era el 13 de diciembre y el lugar estaba plagadito de acebo, poinsettias y muérdago. Y sí, el dios Balder murió porque el muérdago no rebotó cuando se lo lanzaron.  

“¡Mis hijas!” gritó Tito Vendaval al verlas así asediadas, y sólo entre Mamá ,Tito Gen y hasta mi padre,  pudieron evitar que Vendaval largase a todos esos chiquillos brutos de las nubes de un soplido. Era todo un espectáculo ver a los cuatro revolcarse por el suelo con los otros tres intentando taparle la boca a Vendaval. Pero fue Tito Caelanoche el que consiguió neutralizar a los niños salvajes, haciendo que todos cayesen rendidos en un repentino y profundo sueño. 

“¿Lo ves?” dijo Matilde a Vendaval. “No se puede salir de casa.”

“Eso digo yo siempre,” dijo mi abuelo, dándole la razón a su nuera, con la que desde ese momento se empezó a llevar estupendamente. Es que resultó que Matilde además sabía jugar al golf y al ajedrez.

“Te has casado con tu padre,” le dijo Alpin a mi tío, que se encogió de hombros.

He de decir que las niñas ni se inmutaron durante el asedio. Un poco de cara de sorpresa puso una, y la otra, algo parecido a un puchero parecía estar pensando en hacer, pero nada más.

“Estos cafrecillos  no recordarán nada de lo de los botes y rebotes al despertar,” dijo Tito Caelanoche. Dio tres palmadas, y los chiquillos que estaban roques todos espabilaron y siguió la fiesta de forma pacífica.

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