213. La fiesta de las hijas de la valquiria y del viento
Y llegó el día de la fiesta del nombre de mis
nuevas primas. Aunque Mamá quería celebrar la fiesta en su propio palacio, la
Abuela Divina se empeñó en que tenía que celebrarse en casa del Abuelo AEterno. Decía que allí nadie se
atrevería a pasarse con nadie y que si alguno daba señales de salirse de madre,
el abuelo y su gente le llamarían al orden mejor que cualquier otro.
“Porque tu marido ya sabes que pasa de todo
lo que puede, con eso de ser pacifista y de que todo el mundo es bueno. Hay que
ver lo tranquilamente que contempla las barbaridades que ocurren ante sus
narices. ¡Qué pachorra tiene ese hombre! Y cuando no le queda otra que
intervenir, se lía todavía más gorda siempre. Tú lo sabes mejor que nadie, que
ese tiene ideas que dejan a los bomberos al nivel de jardín de infancia. Ya, ya
sé que no es por violento. Pero es por majareta. Se cree que tiene que ser más
listo que nadie, y lo que está es más zumbado que ninguno. Además, así no tengo
que sacar a tu padre de casa, Titania. Sólo le vigilaré un poquito para que no
se escabulla de la fiesta y se vaya a su biblioteca a jugar al ajedrez con
Amón. Pero eso lo tengo que hacer siempre, esté donde esté. No se le puede
quitar ojo cuando está en algún festejo.”
Amón el Momio es una momia egipcia que resucitó
mi hermano Timiano, el egiptólogo. El momio,
como le llaman mis tíos, resultó ser un genio de este deporte de gente
sedentaria, y derrota a cualquiera, menos, de vez en cuando, al abuelo, aunque
todos piensan que le deja ganar para agradecer su hospitalidad, ya que lleva
viviendo a cuerpo de rey en la biblioteca de mi abuelo casi desde que volvió a
la vida.
En fin, que la fiesta era en casa del Abuelo
Aeterno Virbono, y que lo primero que nos encontramos Alpin y yo al llegar a la
puerta, detrás de los guardas que
controlaban la entrada, era un gnomo furibundo pegando alaridos y lanzando
piedras a diestra y siniestra. Y los guardias no le paraban.
“¡Imbéciles! ¡Qué he envenenado el jardín! ¡He
echado pesticidas por todas partes para que nadie lo pise! ¡Desfilen por el
sendero de piedras, cojan el camino derecho o el izquierdo que darán la vuelta
a la casa igual, y llegarán a la zona de
la fiesta ahí detrás! ¡Ay del que pise mi hierba de las bermudas!”
Ese era el gnomo de jardín que iba a ser
tocayo de mi prima Botolfa si ella finalmente optaba por ese nombre. Y era tal
y como nos había advertido Tito Vendaval. Yo no había tenido un encontronazo
con este gnomo nunca, porque cuando voy a visitar al abuelo voy literalmente
volando. En esa casa hay que estar el menor tiempo posible, así que siempre
sobrevuelo el jardín bien rápido y por eso no he tenido ocasión de ver al gnomo
en su salsa.
“¿Has visto?” dijo Tito Vendaval volando
hasta la puerta para recibirnos, acompañado por el tío Gentilluvia. “El Señor
Jardinero sabe que hoy va a haber aquí una fiesta con niños y por eso ha
envenenado todo lo que ha podido aquí fuera. Le da igual que ocurra una
desgracia. Por eso la fiesta es en el cielo, en unas nubes que han creado Gen y
Caelanoche para la ocasión. Así no pisaremos el césped.”
“O eso espero,” dijo Tito Gentillluvia. “Porque
es inútil quejarse a Papá de ese energúmeno. Papá le da carta blanca y la razón en todo a sus empleados mientras no
le fallen personalmente a él.”
“Botolfo odia hasta a Gen,” nos aseguró Tito
Val. “Mira que es difícil hacer eso.”
“Pero al que más, a Richi,” sonrió Tito Gen.
“Uy, a Ricatierra no le puede ni ver. Cada
vez que Richi se paseaba cantando por el jardín, Don Botolfo tenía que podar de
todo, que las plantas se le salían de madre.
¿Por dónde va a entrar Richi? Si lo intenta por la puerta principal, ese
le lapida seguro.”
“Le he dicho que venga volando en carro de
dragones y se baje ahí arriba. Unos guardas llevarán el carro a un parking que
he puesto ahí fuera.”
“Más vale que a ninguno de los dragones se
les ocurra soltar bosta y caiga en el jardín. No creo que el gnomo quiera esa
clase de fertilizante.”
“¡Qué no, hombre! ¡Qué eso no ocurre con los
animales bien entrenados!”
“Hombre, si se mosquean…y con ese loco
gritando ahí. Desestabiliza a cualquiera.”
“¿Cómo
era la canción que le cantábamos a ese para hacerle rabiar?”
Y Tito Caelanoche, que había aparecido
sobrevolando el jardín en su butaca ambulante por el sendero de piedras, se puso a cantar.
“¡Ave, augusto Botolfo, gran Señor de los Jardines, millonario en
azaleas, tulipanes y jazmines y más cutre que los más ruines! Denos una sola
flor, por piedad, señor. La deshojaremos, y en ello preguntaremos, ¿Me quiere
Botolfo? ¿O no me quiere? La respuesta es no. ¡Pues a usted tampoco yo! ¡Ave,
sublime Botolfo! ¡Terror del caminante! ¡Martillo del peatón y perdición del paseante!
¡Quiero jugar al fútol, a ras de tierra, como un mortal cualquiera, y entre
las adelfas meter un gol! Lo haremos a medianoche. Tú no te levantes hasta el
amanecer No merece la pena perseguirnos con tus tijeras, se nos da muy bien correr.
Y piedras no nos tires, que en zigzag huiremos. Y no nos llames malditos
maleantes, que eso nosotros no semos. ¡Ave, insigne Botolfo, no nos busques las cosquillas! No nos gusta
escuchar los improperios que nos chillas. Papá dice que a ti hay que tratarte
de Don. Pero, Don Botolfo, tú lo que eres es un ….lo dejaremos en gruñón.”
“¡CIRCULEN!”
gritó Botolfo, esta vez armado con un cuerno megáfono que le había arrancado a
un guarda. “¡BASTA DE CHÁCHARA, MALEFACTORES!”
Arriba en las nubes, muy cómodas por cierto, pues eran vaporosas hasta nuestras rodillas pero solidas bajo nuestros pies, nos encontramos con las Siete Hadas, primas carnales de Mamá y nuestros tíos, rodeando a las nenas de Matilde y Val. A las nenas las habían sentado en unas tronas pequeñitas pero altas, de oro macizo, sitas en una plataforma de honor. Como era el día de Santa Lucía, las habían coronado con tiaras de luces y estrenaban los vestiditos que les había regalado la Señorita Aislene. Las chiquillas estaban muy sonrientes y se veía que iban a disfrutar de su fiesta. Nosotros nos sentamos alrededor, pues las nubes cogían forma de sillones en cuanto hacíamos gesto de buscar asiento. Mesitas con forma de estrellas brillaban tenuemente y se acercaban a nosotros y se colocaban donde sólo teníamos que extender la mano para disfrutar de las delicias servidas en ellas. Había también grandes mesas a cuyo rededor estaban sentados los invitados de la vieja guardia. Había mucha gente ahí. Todos mis hermanos y la mayoría de mis primos estaban presentes. Los hermanos de Papá habían aparecido con sus esposas e hijos. Aquello también estaba plagadito de elfos y enanos alemanes y de valquirias, pues aunque no se veía a Matilde por ninguna parte, su familia también había acudido en masa. La gente se preguntaba que nombres iban a elegir las nenas, y se oía repetir Botolfa y Richenda por todas partes. Nos enteramos de que Tito Ricatierra había llegado, porque de pronto escuchamos una voz inconfundible gritar, “¡Yo quiero ser el padrino de esa criatura! ¿Cuál es?”
“¡Ya estamos!” exclamó Tito Val. “Como la niña diga que se quiere llamar Richenda nos vamos a ver las caras.”
“Tú no hagas ni caso de las malas lenguas, Vendaval,” aconsejó
Alpin a mi tío. “La niña la encontraste tú. Así que es tuya. ¿O no es así?”
“¡Pues claro que es así!” respondió el tito. “Pero este se apropia
de todo lo que se le antoja.”
“Ya sabes cómo es esto, tito,” le dije yo a
mi tío. “Cualquiera que quiera ser padrino puede serlo. Sólo basta con que haga
un buen regalo al neófito, y eso tu hermano seguro que ya lo ha hecho para las
dos niñas y con creces. Pero ni te inmutes, que
Mamá y sus primas me parece que tampoco van a cortarse. Mira como no se
apartan de las niñas ni a sol ni a sombra.”
“¿Hay demasiado sol?” preguntó Tito Cae. “¿Le
pido que se apague un poco?”
“Todo bien, tito,” dije yo. “¡Mirad! Las tías
van a comenzar la ronda de regalos.”
Las Siete Hadas, Fronda y Alondra, Jocosa y
Laetitia, Nébula y Caléndula y Lucerna y también la polilla Elysio, regalaron
aquello que se esperaba de ellas y de él. Fronda hizo que el cabello de las
niñas fuese siempre hermosísimo y frondoso, aunque quedó un poco demasiado como
de oro verde para mi gusto. Alondra les prometió voces dulces y cautivadoras,
Jocosa les regaló sentido del humor y la
importante capacidad de reírse de sí mismas cuando fuese necesario. Laetitia les
concedió la capacidad de encontrar la felicidad también en las pequeñas cosas,
además de allí donde la vida ofreciese cosas grandes. Caléndula hizo que sus naricitas fuesen todavía
más bonitas y Nébula les regaló la facultad de poder ver a través de la niebla. Lucerna las hizo poder brillar
como ella cuando quisieran, y Elysio - he de explicar que Elysio es un hada
pequeñísima que toma forma de polilla y que está locamente enamorado de la
radiante Lucerna, que se enciende como una bombilla cuando quiere y Elysio siempre va girando en torno a su
amada – pues Elysio les concedió a las niñas la delicada capacidad de apreciar
la belleza.
Yo creo que nunca he estado en una fiesta del
nombre en la que se hayan hecho tantísimos regalos. Todos los invitados fueron
generosísimos. Hasta el gnomo Botolfo tuvo regalos para ellas, aunque esperó a
que la mayor dijese su nombre antes de entregarlos.
Y ahí voy con lo de los nombres. Primero
preguntaron a Botolfa, que sin titubear dijo que así se llamaba, Botolfa. Y su madre apareció en ese momento junto a
Vendaval y sonrió. Fue entonces cuando Botolfo se acercó a las niñas y repartió
entre ellas un montón de paquetes de semillas para que tuviesen su propio
jardín y no tuviesen que pisotear los ajenos. También les dio unos colgantes de
serpentina, piedra que protege de las mordeduras de serpientes con las que uno
puede topar si anda descalzó en la hierba.
“¿Lo ves?” le dijo el abuelo AEterno a
Vendaval. “Por haberte metido con el sufrido Botolfo, ahora tienes una hija que
se llama como él. Justicia poética, hijo mío. Y a tus hermanos también les va a pasar algo horrible, ya lo verás.”
Y entonces le tocó presentarse a sí misma a
la otra pequeña. Esta miró a su madre y sonrió, pero miró a su padre que andaba
cabizbajo pero hizo un esfuerzo y la sonrió devuelta para animarla , y
sonriendo aún más la niña, dijo, “Margarita.” Esto provocó muchas reacciones. A
Vendaval se le caía la baba. Ula, la abuela materna de la niña gritó con
alivio, “¡Ay, estupendo! ¡Margarethe! ¡Muy adecuado, pequeña Gretel!”
“¡Uy!” dijo Tito Richi desilusionado, y Brana
enseguida le susurró, “Tranquilo, cariño. Richenda queda libre para la
nuestra.”
Todo fue bien a partir de ahí. El único
incidente que hubo tuvo que ver con los regalos que le hicieron las valquirias
a las niñas. Yo las regalé a cada una un libro de aventuras de inmersión, en el
que se podían adentrar y ser un personaje más. Conviene disfrutar de este tipo
de libros siempre en compañía de otro que vigila desde fuera. Pero mis libros,
que pueden suponer algún riesgo si se utilizan mal, no fueron el problema,
aunque también volaron por los aires, ahora os explicaré por qué. El botín que
se llevaron esas niñas incluía lanzas que siempre dan en su diana, martillos
como el de Thor, yelmos de oro macizo, hachas que parten por la mitad lo que se les
ponga delante, dagas que pelean por su cuenta, redes que atrapan cualquier cosa
que se mueva, y barbaridades semejantes. Su abuela Ula, muy precavida, les
regaló el don de que todo lo que les lanzasen rebotase, cayéndose a sus pies. Y
entonces fue cuando a Alpin se le
ocurrió comprobar si ese regalo realmente funcionaba y les tiró a las nenas unas
galletas de azúcar con forma de árbol de navidad. Lo malo fue que unos cuantos
de los críos presentes se animaron a seguir su ejemplo y a divertirse jugando a
lanzar cosas a las niñas para ver si rebotaban. Y ya no sólo volaron galletas.
“¡Ignorantes! ¡Así murió Balder!” gritó Tito Ricatierra, atacado de los nervios “¡Ojo con el muérdago!”
Hay
que recordar que era diciembre y el lugar estaba plagadito de acebo,
poinsettias y muérdago. Y sí, el dios Balder murió porque el muérdago, única planta que podía hacerle daño, no rebotó cuando se lo lanzaron.
“¡Mis hijas!”
gritó Tito Vendaval al verlas así asediadas, y sólo entre Mamá ,Tito Gen y hasta
mi padre, pudieron evitar que Vendaval
largase a todos esos chiquillos brutos de las nubes de un soplido. Era todo un espectáculo ver a los cuatro revolcarse por el suelo con los otros tres intentando taparle la boca a Vendaval. Pero fue Tito
Caelanoche el que consiguió neutralizar a los niños salvajes, haciendo que
todos cayesen rendidos en un repentino y profundo sueño.
“¿Lo ves?” dijo Matilde a Vendaval. “No se
puede salir de casa.”
“Eso digo yo siempre,” dijo mi abuelo,
dándole la razón a su nuera, con la que desde ese momento se empezó a llevar
estupendamente. Es que resultó que Matilde además sabía jugar al golf y al ajedrez.
“Te has casado con tu padre,” le dijo Alpin a
mi tío, que se encogió de hombros.
He de decir que las niñas ni se inmutaron
durante el asedio. Un poco de cara de sorpresa puso una, y la otra, algo
parecido a un puchero parecía estar pensando en hacer, pero nada más.
“Estos cafrecillos no recordarán nada de lo de los botes y rebotes al despertar,” dijo Tito
Caelanoche. Dio tres palmadas, y los chiquillos que estaban roques todos espabilaron y siguió la fiesta de forma
pacífica.
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