217. Fuegovivo se carga el tren
Me agaché para recoger el saco y el cesto que
estaban a los pies de Tito Gen y, antes de que me pudiese incorporar, otro par de
piernas aparecieron ante mí. Era invierno, y hacía suficiente frío como para
predecir una nevada, pero esté segundo par de piernas llevaba las pantorrillas
al aire, aunque sus pies calzaban botas. Yo adiviné que al alzar los ojos vería
al Tío Fuegovivo, que siempre lleva bermudas cuando no va a asistir a un evento
formal y que va a todas las demás partes con esa clase de pantalones y camisetas a veces rotas que
utiliza cuando trabaja en su forja. Hasta tenía su delantal de cuero puesto.
Tío Fuegovivo y Tío Gentilluvia estuvieron
unos segundos mirándose a los ojos y entonces Tito Gen parpadeo, y Tito Fu tomó eso como una
señal de que iban a interactuar. Sacudió su cabellera leonina,muy naranja y algo
azul y preguntó: “¿Y ahora qué ******* pasa?”
“¿Tú le mandaste ese tren a Papá?” Tito Gen
señaló con la cabeza al tren que había en la distancia yaciendo en la hierba
detrás de Tito Fu que se giró para ver de qué hablaba su hermano.
“El tren que yo mandé ayer era rojo. Y no
parecía una **** serpiente. Tenía unas ruedas muy vistosas con rayos de oro macizo.
Las ventanas sí que parecían diamantes, como esas.”
“Pues tu tren ahora es verde y repta. Y no
dice chu chu. Sisea. Pregúntale a Botolfo que ha hecho con el oro de los rayos.
Él ha estado reformando tu tren.”
Lo siguiente que dijo Tito Fu, que es muy mal
hablado, y sobre todo cuando se cabrea, no vale la pena repetirlo por la cantidad de
asteriscos que tendría que poner, que eso llevaría mucho tiempo y luego total no se entendería nada de tantos que yo tendría que poner, pero acabó su
diatriba contra Botolfo llamando idiota a Tito Gen.
“No sé por qué te hago caso,” le dijo Tito
Fu a Tito Gen. “Podríamos haber acabado con el ejercicio de Botolfo hace siglos. Sólo
hacía falta entrar en el campo de golf de Papá y jugar un partido de fútbol
ahí. A lo bestia. Y luego, cuando hubiésemos levantado toda la hierba a patadas
y hecho agujeros ahí, yo podría haber arrasado el resto del lugar, los setos y
eso. Papá nos hubiese devuelto los jardines ipso facto para que jugásemos ahí
en vez, tonto del haba. Sólo para poder él jugar tranquilo al golf esa mañana.
Con que le prometiésemos no volver a pisar su campo, nos hubiese dado lo que
fuese.”
“Así no se pueden hacer las cosas,” le
recriminó Tito Gen a Tito Fu.
Tito Fu sacudió la cabeza y me miro buscando
confirmación de que su hermano era tonto.
“¿A qué es un **** panoli este tío tuyo?”
Yo no dije palabra ni hice gesto alguno.
“¡Cómo si no estuviésemos tratando con un
asesino de ****** en potencia! ¡Me **** en el **** gnomo! Así que al ******** gnomo no le ha gustado mi
tren. ¿Y eso por qué?”
“Porque no era venenoso,” le explicó Tito Gen
a su hermano. “¿Por qué otra razón podría no gustar ese tren?”
“¿Qué? ¿Qué clase de objeción es esa?”
“Ahora sí es venenoso. La pintura verde que
lleva está cargada de arsénico. Me jugaría el cogote a que es así.”
“¿No me *****? ¿Ese ********* se ha tomado la
molestia de pintar ese cacharro con veneno? Vas a tener razón. No es un ****criminal.
Es un ****enfermo. Tal vez sí que merezca nuestra compasión. ¿Y ahora que se
supone que debemos hacer?”
“Yo quiero devolver el tren a su estado
anterior. Pero no sé cómo deshacerme del arsénico sin acercarme al tren. ¿Y
tú?”
“Como que vamos a entrar ahí dentro y rascar
la pintura con una espátula,” dijo Tito Fu.
Entendía mucho de metales y otros elementos,
así que no me sorprendió que Tito Gen le consultase. Pero lo que hizo para
remediar el asunto no fue lo que esperábamos de él. Se frotó las manos y una bola de fuego salió rodando hasta el tren
y lo redujo a un charco alargado de metal fundido tras una sonora explosión.
“¡No!” gritó Tito Gen. “¡No,
no, no! Ahora puede que tengamos gas arsano por todo el jardín.”
“¿Y qué? ¿Tú no vas a pisarlo, a qué no? Y el
gnomo zumbado estará encantado de tener
arsénico en el aire y en la tierra. Siempre suponiendo que el veneno me haya
sobrevivido. Tendrás un nuevo tren en una hora, Gen. Pero cántale las cuarenta
a Botolfo, porque no tengo ganas de fabricar un tercero.”
“Probablemente el arsano esté por todas
partes, en el humo,” dijo Tito Gen, mirando para acá y para allá en busca de rastros del
veneno. “Vete de aquí ya mismo, Arley. Lárgate mientras puedas. Puede que este
lugar no sea seguro hasta que yo haga llover.”
“¿Vosotros estaréis bien?”
Tito Gen asintió con la cabeza.
“Fu y yo estaremos bien. Vete. No respires
hasta que estés fuera de aquí.”
“¿Qué me vas a echar una tromba de agua
encima, desgraciado?” oí gritar a Tito Fu mientras me iba. “¡Tú madre… no es la
mía! ¡Uy, lo siento, eso no lo quise decir! Sí que es también. ¡Pero no te
atrevas a mojarme, tarado! ¡Mira que te hiervo!”
Yo me transporté al Bosque Triturado porque
pensé que me sería más fácil llegar a la Sierra de los Faunos desde allí.
Vicentico me vio cuando aparecí en el bosque y hablamos y él quiso acompañarme.
Se lo consentí porque los hojitas son tantos que lo saben todo. Ellos saben que
Epón existe, pero nunca han mencionado su nombre al hablar con ajenos. No sólo
lo saben todo, también saben ignorar mucho de lo que saben. Y creo que he
dejado claro en otras ocasiones lo difícil que es interrogarles. Aun así, le
hice jurar a Vicentico que no le diría a nadie donde íbamos, ni nada de lo que
pasase ahí.
Mons, Pons y Fons son los tres Hermanos
Espina que suelen frecuentar el Bosque Triturado. Les es fácil, porque su
granja está en la ladera de una montaña que empieza donde termina el bosque.
Sus otros hermanos, incluyendo Bronce, viven mucho más arriba e incluso en
otras montañas. Vicentico dijo que no había visto a Mons, Pons o Fons en días y
que esto probablemente era porque habrían subido montaña arriba para estar con
sus otros hermanos durante los días de fiesta. Cuando llegamos a su granja y
vimos que los animales que había allí estaban cuidando de sí mismos,
preguntamos y comprobamos que así era.
Entonces empezó a nevar y Vicentico encontró
refugio en la parte de mi gorra que se doblaba hacia arriba. Yo no quería volar
porque había mucho viento y no quería dañar mis alas, así que subí como pude a
pie por la montaña, luchando contra los elementos. Para cuando llegamos al
terreno de Bronce, la tierra estaba cubierta de nieve. Afortunadamente no se
convirtió en hielo antes de que llamásemos a la entrada de su cueva. Una vez
dentro la enorme cueva en la que habita la numerosa familia de Bronce, no me
llevó mucho entregar los regalos. Le dí el cesto directamente a Cidra, la
esposa de Bronce, y ella misma fue extrayendo las exquisiteces que contenía.
Cada plato que extraía, Cidra se iba sonriendo. Los fue colocando todos en la
gran mesa que había en la cocina, mientras sus hijos y los de Mari la rodeaban
y admiraban la comida. Algunos reconocían algunas de las delicias, y les
contaban a los demás a que sabían. Otros las veían por primera vez. Del saco yo
mismo empecé a sacar los regalos para los niños que había mandado el tito. Yo
sabía que a él le hubiese gustado mandar patinetes y monopatines, pero que
había tenido el tacto de mandar cosas que aprobarían los faunos mayores. Por
eso la mayoría de los regalos eran instrumentos musicales y material para
pintores y escultores. El regalo estrella, que nos costó un dolor sacar del
saco entre varios, fue un enorme órgano de tubos.
Fue Fons Espina Roja él que se ofreció a
llevarme a ver a mi hermano, y él y Vicentico y yo dejamos atrás la cueva
sonando como una orquesta que afinaba antes de un concierto y aquello amenazaba
en convertirse en un pandemonio, con los faunos chiquitajos tocando trompetas y
armónicas y sacudiendo panderetas y carracas. Me alegré mucho de que no hubiese
nevado lo bastante como para que los faunitos provocasen una avalancha.
Antes de irnos, le pregunté a Bronce que tal iban
los hijos de Mari y él dijo que todos se habían adaptado muy bien salvo
Manolus, el crío al que los Sherbananos habían querido clavar una estaca. Ese
era insoportable, y no precisamente porque tuviese un trauma, y Bronce y Tito Gen ya se lo habían llevado a
otra parte con la esperanza de que allí se adaptase mejor. Debo decir que los
hijos de Mari parecían muy felices, y que hasta se habían transformado
físicamente. Ahora tenían patas de cabra como los faunos y orejas puntiagudas
como ellos y como yo. Ya no había quién distinguiese a esos de los hijos de
Cidra y Bronce.
Conforme íbamos escalando la montaña para
llegar a donde vivía Epón, Fons me dio un poco de conversación, cuando no
estaba concentrándose en no caer de las rocas.
“Puede que hayas oído historias de miedo
sobre tu hermano,” me dijo Fons, “pero no te las creas todas.”
“Nunca he oído nada más que de su
existencia,” le expliqué al fauno. “¿De qué van esas historias?”
“Oh, cosas como que come a gente,” dijo Fons.
“Pero no hay gente donde él vive, así que no creo que lo haga.”
“¿A qué clase de gente te refieres cuando
dices gente? ¿Gente como tú o yo?”
“¡Nah!” dijo Fons. “Por lo menos, jamás se ha
comido a ningún fauno. Ni lo ha intentado. Sí que tiene unas mascotas
peligrosas, eso sí.”
“¿Cómo
qué?”
“Como yeguas que comen a gente,” dijo Fons.
“Te lo vuelvo a preguntar. ¿Eso incluye a
gente como tú y como yo?”
“No que yo sepa,” jadeó Fons, casi resbalando
de la pared de la montaña. Yo le agarré y le empujé de vuelta a la pared lo mejor
que pude. “Tienes suerte de tener alas,” me dijo.
“Pues no creo que mi tío me hubiese mandado
aquí sin advertirme de que Epón puede ser peligroso,” dije yo.
“Tiene un veta de maldad, eso sí. Y es sospechoso y ultrasensible y se ofende por todo. Y seguro que será desagradable contigo sólo
porque eres su hermano y un chico amable y agradable a la vista.”
“Genial,” dije yo. “¿Qué habéis oído de Elysio?
Es la única razón por la que voy a molestar a Epón.”
“Nada. ¿Qué es un Elysio?”
“Genial,” murmuré.
“No te va a comer,” me susurró Vicentico al
oído. “Aunque puede que lo parezca.”
“Mejor que mejor,” dije yo. “Tú agárrate bien.”
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