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domingo, 1 de enero de 2023

217. Fuegovivo se carga el tren


 217. Fuegovivo se carga el tren

Me agaché para recoger el saco y el cesto que estaban a los pies de Tito Gen y, antes de que me pudiese incorporar, otro par de piernas aparecieron ante mí. Era invierno, y hacía suficiente frío como para predecir una nevada, pero esté segundo par de piernas llevaba las pantorrillas al aire, aunque sus pies calzaban botas. Yo adiviné que al alzar los ojos vería al Tío Fuegovivo, que siempre lleva bermudas cuando no va a asistir a un evento formal y que va a todas las demás partes con esa clase de pantalones y camisetas a veces rotas que utiliza cuando trabaja en su forja. Hasta tenía su delantal de cuero puesto.

Tío Fuegovivo y Tío Gentilluvia estuvieron unos segundos mirándose a los ojos y entonces  Tito Gen parpadeo, y Tito Fu tomó eso como una señal de que iban a interactuar. Sacudió su cabellera leonina,muy naranja y algo azul y preguntó: “¿Y ahora qué ******* pasa?”

“¿Tú le mandaste ese tren a Papá?” Tito Gen señaló con la cabeza al tren que había en la distancia yaciendo en la hierba detrás de Tito Fu que se giró para ver de qué hablaba su hermano.

“El tren que yo mandé ayer era rojo. Y no parecía una **** serpiente. Tenía unas ruedas muy vistosas con rayos de oro macizo. Las ventanas sí que parecían diamantes, como esas.”

“Pues tu tren ahora es verde y repta. Y no dice chu chu. Sisea. Pregúntale a Botolfo que ha hecho con el oro de los rayos. Él ha estado reformando tu tren.”

Lo siguiente que dijo Tito Fu, que es muy mal hablado, y sobre todo cuando se cabrea, no vale la pena repetirlo por la cantidad de asteriscos que tendría que poner, que eso llevaría mucho tiempo y luego total no se entendería nada de tantos que yo tendría que poner, pero acabó su diatriba contra Botolfo llamando idiota a Tito Gen.

“No sé por qué te hago caso,” le dijo Tito Fu a Tito Gen. “Podríamos haber acabado con el ejercicio de Botolfo hace siglos. Sólo hacía falta entrar en el campo de golf de Papá y jugar un partido de fútbol ahí. A lo bestia. Y luego, cuando hubiésemos levantado toda la hierba a patadas y hecho agujeros ahí, yo podría haber arrasado el resto del lugar, los setos y eso. Papá nos hubiese devuelto los jardines ipso facto para que jugásemos ahí en vez, tonto del haba. Sólo para poder él jugar tranquilo al golf esa mañana. Con que le prometiésemos no volver a pisar su campo, nos hubiese dado lo que fuese.”

“Así no se pueden hacer las cosas,” le recriminó Tito Gen a Tito Fu.

Tito Fu sacudió la cabeza y me miro buscando confirmación de que su hermano era tonto.

“¿A qué es un **** panoli este tío tuyo?”

Yo no dije palabra ni hice gesto alguno.

“¡Cómo si no estuviésemos tratando con un asesino de ****** en potencia! ¡Me **** en el **** gnomo! Así que al ******** gnomo no le ha gustado mi tren. ¿Y eso por qué?”

“Porque no era venenoso,” le explicó Tito Gen a su hermano. “¿Por qué otra razón podría no gustar ese tren?”

“¿Qué? ¿Qué clase de objeción es esa?”

“Ahora sí es venenoso. La pintura verde que lleva está cargada de arsénico. Me jugaría el cogote a que es así.”

“¿No me *****? ¿Ese ********* se ha tomado la molestia de pintar ese cacharro con veneno? Vas a tener razón. No es un ****criminal. Es un ****enfermo. Tal vez sí que merezca nuestra compasión. ¿Y ahora que se supone que debemos hacer?”

“Yo quiero devolver el tren a su estado anterior. Pero no sé cómo deshacerme del arsénico sin acercarme al tren. ¿Y tú?”

“Como que vamos a entrar ahí dentro y rascar la pintura con una espátula,” dijo Tito Fu.

Entendía mucho de metales y otros elementos, así que no me sorprendió que Tito Gen le consultase. Pero lo que hizo para remediar el asunto no fue lo que esperábamos de él. Se frotó las manos  y una bola de fuego salió rodando hasta el tren y lo redujo a un charco alargado de metal fundido tras una sonora explosión.

“¡No!” gritó Tito Gen. “¡No, no, no! Ahora puede que tengamos gas arsano por todo el jardín.”

“¿Y qué? ¿Tú no vas a pisarlo, a qué no? Y el  gnomo zumbado estará encantado de tener arsénico en el aire y en la tierra. Siempre suponiendo que el veneno me haya sobrevivido. Tendrás un nuevo tren en una hora, Gen. Pero cántale las cuarenta a Botolfo, porque no tengo ganas de fabricar un tercero.”

“Probablemente el arsano esté por todas partes, en el humo,” dijo Tito Gen, mirando para acá y para allá en busca de rastros del veneno. “Vete de aquí ya mismo, Arley. Lárgate mientras puedas. Puede que este lugar no sea seguro hasta que yo haga llover.”

“¿Vosotros estaréis bien?”

Tito Gen asintió con la cabeza.

“Fu y yo estaremos bien. Vete. No respires hasta que estés fuera de aquí.”

“¿Qué me vas a echar una tromba de agua encima, desgraciado?” oí gritar a Tito Fu mientras me iba. “¡Tú madre… no es la mía! ¡Uy, lo siento, eso no lo quise decir! Sí que es también. ¡Pero no te atrevas a mojarme, tarado! ¡Mira que te hiervo!”

Yo me transporté al Bosque Triturado porque pensé que me sería más fácil llegar a la Sierra de los Faunos desde allí. Vicentico me vio cuando aparecí en el bosque y hablamos y él quiso acompañarme. Se lo consentí porque los hojitas son tantos que lo saben todo. Ellos saben que Epón existe, pero nunca han mencionado su nombre al hablar con ajenos. No sólo lo saben todo, también saben ignorar mucho de lo que saben. Y creo que he dejado claro en otras ocasiones lo difícil que es interrogarles. Aun así, le hice jurar a Vicentico que no le diría a nadie donde íbamos, ni nada de lo que pasase ahí.

Mons, Pons y Fons son los tres Hermanos Espina que suelen frecuentar el Bosque Triturado. Les es fácil, porque su granja está en la ladera de una montaña que empieza donde termina el bosque. Sus otros hermanos, incluyendo Bronce, viven mucho más arriba e incluso en otras montañas. Vicentico dijo que no había visto a Mons, Pons o Fons en días y que esto probablemente era porque habrían subido montaña arriba para estar con sus otros hermanos durante los días de fiesta. Cuando llegamos a su granja y vimos que los animales que había allí estaban cuidando de sí mismos, preguntamos y comprobamos que así era.  

Entonces empezó a nevar y Vicentico encontró refugio en la parte de mi gorra que se doblaba hacia arriba. Yo no quería volar porque había mucho viento y no quería dañar mis alas, así que subí como pude a pie por la montaña, luchando contra los elementos. Para cuando llegamos al terreno de Bronce, la tierra estaba cubierta de nieve. Afortunadamente no se convirtió en hielo antes de que llamásemos a la entrada de su cueva. Una vez dentro la enorme cueva en la que habita la numerosa familia de Bronce, no me llevó mucho entregar los regalos. Le dí el cesto directamente a Cidra, la esposa de Bronce, y ella misma fue extrayendo las exquisiteces que contenía. Cada plato que extraía, Cidra se iba sonriendo. Los fue colocando todos en la gran mesa que había en la cocina, mientras sus hijos y los de Mari la rodeaban y admiraban la comida. Algunos reconocían algunas de las delicias, y les contaban a los demás a que sabían. Otros las veían por primera vez. Del saco yo mismo empecé a sacar los regalos para los niños que había mandado el tito. Yo sabía que a él le hubiese gustado mandar patinetes y monopatines, pero que había tenido el tacto de mandar cosas que aprobarían los faunos mayores. Por eso la mayoría de los regalos eran instrumentos musicales y material para pintores y escultores. El regalo estrella, que nos costó un dolor sacar del saco entre varios, fue un enorme órgano de tubos.

Fue Fons Espina Roja él que se ofreció a llevarme a ver a mi hermano, y él y Vicentico y yo dejamos atrás la cueva sonando como una orquesta que afinaba antes de un concierto y aquello amenazaba en convertirse en un pandemonio, con los faunos chiquitajos tocando trompetas y armónicas y sacudiendo panderetas y carracas. Me alegré mucho de que no hubiese nevado lo bastante como para que los faunitos provocasen una avalancha.

Antes de irnos, le pregunté a Bronce que tal iban los hijos de Mari y él dijo que todos se habían adaptado muy bien salvo Manolus, el crío al que los Sherbananos habían querido clavar una estaca. Ese era insoportable, y no precisamente porque tuviese un trauma, y  Bronce y Tito Gen ya se lo habían llevado a otra parte con la esperanza de que allí se adaptase mejor. Debo decir que los hijos de Mari parecían muy felices, y que hasta se habían transformado físicamente. Ahora tenían patas de cabra como los faunos y orejas puntiagudas como ellos y como yo. Ya no había quién distinguiese a esos de los hijos de Cidra y Bronce.

Conforme íbamos escalando la montaña para llegar a donde vivía Epón, Fons me dio un poco de conversación, cuando no estaba concentrándose en no caer de las rocas.

“Puede que hayas oído historias de miedo sobre tu hermano,” me dijo Fons, “pero no te las creas todas.”

“Nunca he oído nada más que de su existencia,” le expliqué al fauno. “¿De qué van esas historias?”

“Oh, cosas como que come a gente,” dijo Fons. “Pero no hay gente donde él vive, así que no creo que lo haga.”

“¿A qué clase de gente te refieres cuando dices gente? ¿Gente como tú o yo?”

“¡Nah!” dijo Fons. “Por lo menos, jamás se ha comido a ningún fauno. Ni lo ha intentado. Sí que tiene unas mascotas peligrosas, eso sí.”

 “¿Cómo qué?”

“Como yeguas que comen a  gente,” dijo Fons.

“Te lo vuelvo a preguntar. ¿Eso incluye a gente como tú y como yo?”

“No que yo sepa,” jadeó Fons, casi resbalando de la pared de la montaña. Yo le agarré y le empujé de vuelta a la pared lo mejor que pude. “Tienes suerte de tener alas,” me dijo.

“Pues no creo que mi tío me hubiese mandado aquí sin advertirme de que Epón puede ser peligroso,” dije yo. 

“Tiene un veta de maldad, eso sí. Y es sospechoso y ultrasensible y se ofende por todo. Y seguro que será desagradable contigo sólo porque eres su hermano y un chico amable y agradable a la vista.”

 “Genial,” dije yo. “¿Qué habéis oído de Elysio? Es la única razón por la que voy a molestar a Epón.”

“Nada. ¿Qué es un Elysio?”

“Genial,” murmuré.

“No te va a comer,” me susurró Vicentico al oído. “Aunque puede que lo parezca.”

“Mejor que mejor,” dije yo. “Tú agárrate bien.”

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