Por fin llegamos a una zona algo plana, una
especie de meseta no muy grande, pero tampoco tan pequeña como para no poder
moverse por ahí con cierta comodidad. Se respiraba de otra manera ahí arriba, y
daban ganas de cazar los retales de nubes que pasaban flotando.
“Aquí te dejo,” dijo Fons. “Es más probable
que se enfade si ve a dos personas que si ve sólo una. No va a pasar nada, pero si nos necesitas,
llama.”
Yo pensé que no era a los faunos a los que
llamaría, con lo que le había costado a Fons llegar hasta allí, pero le di las
gracias y me despedí de él.
“No te asustes veas lo que veas. No consta
que Epón le haya hecho daño a nadie,” dijo Fons antes de largarse. Pero no
parecía muy confiado.
Desde donde estábamos se veía un establo y un
corral. Yo me fui hacia ellos. Al llegar al corral, casi me doy media vuelta.
No era por la media docena de calaveras que había pinchadas en algunas de las
estacas que lo formaban. Ni por las cuatro yeguas que había ahí alojadas. Ni
porque el agua de su bebedero era roja. Era por los brazos y piernas que había esparcidos en la
tierra, medio cubiertos de nieve.
“Ni **** caso le hagas a ese montaje de
******.”
Me di media vuelta, pero no para salir
corriendo, sino para ver al Tío Fuegovivo detrás de mí.
“Plástico, como las ***** Barbies. Y salsa de
tomate barata.”
Yo no sabía si creérmelo.
“¿Qué no me crees?” dijo el tito. “Pues más
te vale creerme. Un día alguien se le va a tirar al **** cuello a Epón por
tener esa bazofia ahí. No todos somos unos ******* que salen corriendo al ver
porquerías como esta. Un día alguien se va a envalentonar y le dará un disgusto
al asno ese.”
“¿Qué haces aquí, tito?” le pregunté.
“Me ha dicho Gen que has venido a por Elysio.
Y quiero asegurarme de que el ****** de Epón te lo entregue. Estoy hasta las
narices de la idea de tener que ocuparme yo de la iluminación durante las
fiestas. El memo de Elysio va a volver con nosotros sí o sí. Y la Lucerna se va
a levantar. ¡EPOOOOOOOON!” gritó de pronto Tito Fu. “¡Sal del establo, terco
de ******, o lo quemo contigo dentro!”
“¡Soy tu hermano!” grité yo al ver que no
salía nadie. “Estoy con nuestro tío Fuegovivo. Sólo queremos preguntarte una
cosa.”
Me volví al tito y le pedí que no quemase
nada todavía.
“¿Es que no podemos entrar nosotros?”
“Si quieres que te muerda alguna araña y no
te molesta el heno.”
No había caído yo en que en los establos
suele haber heno. ¿Me daría un espantoso ataque de alergia? Podría ser.
“¡Qué salgas o prendemos fuego a esto!” grité
yo.
“Vaya,” dijo el tito sonriendo, “aprendes
rápido.”
“No lo vamos a hacer,” susurré. “¿Verdad?”
“Ya veremos,” dijo el tito. “Tú quédate aquí
fuera, que ya sé yo que el **** heno no es lo tuyo. Ni lo mío. Se quema
demasiado rápido.”
El tito entró. Se escucharon unos gritos y
volvió a salir tirando de un saco que se movía.
“¿Le has metido en un saco?” pregunté. No
sabía ya de qué o de quién debía de asustarme.
“¡¿Pero qué dices?! ¿De qué voy a meter yo a
alguien en un saco? ¿Tú me ves como un **** coco? Síiiii. Eso haces.”
“¡No!” le aseguré yo. “Es que el saco se
mueve.”
“Pues claro. Ese es Epón. Pero yo no lo he
metido ahí.”
“Epón,” dije yo dirigiéndome al saco. “No
queremos molestar. Sólo queremos encontrar a Elysio y llevárnoslo a casa con
nosotros.”
“Y eso vamos a hacer,” dijo Tito Fu al saco.
“Así que más te vale entregárnoslo.”
El saco se estiró y se puso muy recto. Era de
una gruesa tela beige que estaba toda bordada con cuentas de coral, turquesa y
lapislázuli. Parecía una tienda india, un tipi, con la parte de arriba
puntiaguda.
“No sé qué haces dentro de esa tela, Epón,”
le dije yo, intentando tranquilizarle, aunque al no verle, no podía saber si
estaba nervioso. “Soy tu hermano Arley. No sé por qué no vives con nosotros. Si
es por Mamá, seguro que te acoge. Acoge a cualquiera. Y sé que Papá quería
llevarte a casa hace siglos. Dinos donde está Elysio y nos vamos los cuatro a
cenar en palacio, que es muy tarde.”
Epón no dijo nada, pero el tito dijo mucho.
“No es tu **** hermano. Ni de madre ni de
padre. Ni una quimera de tu padre, como dicen los malpensados.”
“Pero Papá le encontró,” dije yo. “Y quería
traérselo a casa. Eso he oído murmurar a
los caballos en los establos de Darcy. Él es el que no quiso venirse con
nosotros. Mira, Epón, yo soy muy corrientito. Pero te aseguro que entre
nosotros hay muchísima gente extraña. No vas a destacar por raro. ”
“¿Lo ves?” le gritó mi tío al tipi.
“Toda esta tontería que tienes no ha traído más que ****confusión e ideas
delirantes. Y pasto para las malas lenguas. Pero de mi hermana no va a hablar
mal nadie. Y menos porque tu quieras.”
El tito se volvió hacia mí y dijo, “Y no
empieces a sacar conclusiones tú, que no es lo que te piensas.”
Se volvió otra vez hacia el tipi y arrancó la
tela de cuajo de un tirón.
Yo creía que debajo iba a encontrar a un ser
con aspecto de asno, o algo así. Pero no.
“¡Pero…si eres igual que Lucerna!” dije yo,
asombrado.
Porque sí, el hombre joven que había ahí de
pie era igual que la Tía Lucerna.
El hombre me dio una sonrisa malévola pero no
dijo nada.
“Y ahora no vayas a pensar tú mal de tu
padre,” dijo Tito Fu. “Qué a este se lo encontraron en mala hora Lucerna y
Elysio. No tu padre. Tu padre se lo encontró poco después, cuando este se largó
de casa de Lucerna y se sentó en un campo entre unos borricos. Tu padre pasó
por ahí, vio al crío, y pensando que no era de nadie se acercó y le preguntó de
quién era. Este dijo que de nadie y tu padre intentó hacerse cargo de él. Pero este idiota no se dejaba ayudar. Y ahora todo el mundo piensa que mi cuñado
tiene un hijo que es como un asno y que lo esconde de su mujer. O peor. ¿A qué
tú mismo estabas pensando mal?”
No dije nada, pero sí, algo había sospechado.
“¿Dónde está tu padre?” le pregunté a Epón.
Tito
Fu no esperó una respuesta. Entró en el establo a buscar a Elysio, dando gritos
de “¡Elysio!
¡******* polilla de ******! ¡Sal de donde estés, pringao!”
Y Epón sacó un tarro de cristal del bolsillo
de su chaqueta. Parecía estar vacío, pero su etiqueta decía que era de salsa pomodoro.
“Se ha vuelto loco. Se cree que es un tábano
y muerde. Nos muerde a mí y a mis yeguas.”
“¡Socorrooooo!” gritó Elysio, desde dentro
del tarro, si es que aquel pequeño
ruidito tembleque podía llamarse un
grito.
“A los asnos no nos gusta nada que nos muerdan,”
dijo Epón.
“¿De verdad te crees que eres un asno? ¿No me tomas a mí por uno y me estás vacilando? ¿Es que no te
has visto nunca en un espejo?”
“Sí, que me he mirado, pero veo un asno. Dicen que soy peor que
las anoréxicas.”
Yo no sabía lo que hacer ni decir. Pero tenía
que hacerme con el tarro.
“Anda, dame el tarro,” le dije. “Tu madre
está desesperada porque ha desaparecido Elysio. Deberías ir a verla. Tendrías
que haber ido con este tarro.”
“¿Os estoy fastidiando las fiestas?”
“¿Eso te gusta?”
Antes de que me respondiese Epón, yo grité
hacia el establo, “¡Sal, Tío Fu! ¡Elysio está aquí fuera!”
“¡Toma!” dijo Epón. “Prefiero darte el tarro
a ti que a ese.”
Yo cogí el tarro con ganas, pero sin estar
seguro de que hacer con él. Quería soltar a Elysio, pero si era verdad que
había perdido la cordura, podría salir volando y tendríamos que volver a
buscarle.
“Aguanta, Elysio,” le dije. “Te voy a llevar
con Lucerna.”
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