221. El guardián entre el veneno
Yo estaba preocupado por Epón. Por una parte
sabía que la gente que puede soportar trabajar para el abuelo le adora, y que a
cambio él les hace felices en todo lo que puede. No suele hacer falta que haga
mucho el abuelo, porque esa gente le adora simplemente por ser quién es. En fin,
que se entienden entre ellos y se aprecian mutuamente. Pero por otra parte,
Epón, aunque estaba mal de la cabeza y por su forma de ser conseguía que su
mera existencia fastidiase a mucha gente, se hacía más daño a sí mismo que a
los demás. Vamos, que no era malo, solo molesto. ¿Pero en que se convertiría en
el jardín de los venenos? ¿Aprendería de Botolfo las malas artes de Locusta?
¿Era para eso para lo que este infeliz iba a servir? ¿Consentiría eso mi
abuelo? Porque yo no lo iba a poder consentir.
El primer día que pude, y en cuanto Alpin se
metió en su casa para cenar y dormir, yo me dirigí a la casa de mi abuelo para
ver cómo iba Epón.
“¡Genial!” dijo Epón. “¡Me va de muerte!”
Le encontré sentado en un banco en el jardín,
envuelto en una túnica azul. El sol se estaba poniendo y le iluminaba con una
luz entre rosa y dorada que le hacía parecer un ángel en lugar de un hada. Sólo
sus alas, en ese momento desplegadas, te
hacían dudar de ello, pues no tenían plumas, sino que parecían ser de una seda
transparente y violácea, cosa típica de los nuestros.
“Y…¿aquí que haces exactamente?”
“Soy el chico de alarma. El cazador de intrusos. Duermo de día en el
refugio, me despierto renovado, y me vengo aquí a empezar mi vigilia. Vigilo el
jardín para que nadie lo pise. Tengo que cazar a los que intentan entrar, y avisar para que se detengan. A la primera que veo un intruso, monto un
escándalo con mi cuerno altavoz.”
Me enseñó una especie de trompeta de oro
macizo de la que parecía estar muy orgulloso.
“Eso seguro que mete un ruido atroz,” dije
yo.
“¡Atrocísimo! Mira que en la montaña se oían
cosas terribles, truenos descomunales, horripilantes gritos de lechuzas, ya te
imaginas. Pues esto es mejor.”
“¿Y te ha dado eso el abuelo?”
“Uy, no. Me la ha dado…no te lo puedo decir.
Lo he prometido. Y ahora cumplo mis promesas. Porque estoy contento.”
“Y ya has estrenado esa trompeta?”
“Con el altavoz encendido a tope.”
“¿Y quién era el intruso?”
“El plasta persistente de Gentilluvia Buenvecino. Viene
por aquí en algún momento de la noche,
sobrevolando el lugar. Y me grita para que me ponga en cubierto, porque va a
llover. Pero yo no le hago ni caso. Nunca llega a pisar la hierba, porque yo
empiezo a tocar el cuerno este, para avisar que hay un intruso, y llega Don
Botolfo gritando maldiciones, y Gentilluvia se
enfurece, y monta una tormenta de padre y muy señor mío, con rayos y todo, yo no sé por qué no nos ha partido todavía
uno.”
“Será porque él no quiere,” dije yo. “¿Y el
abuelo?”
“Pues se asoma al balcón y le dice a su hijo,
`Vete ya, hijo, que ya me lo has dejado claro.”
“¿Y se va?”
“A veces. Otras se queda aquí toda la noche
inundando el lugar. A veces solo suelta nieve. Eso es silencioso. Pero aunque sea
solo nieve, yo toco la trompeta, para que no se le ocurra pisar la hierba. Mi
trabajo es asegurarme de que nadie se envenene.”
“¡Ay, menos mal!” dije yo. “¿Entonces Botolfo
no te dice que le ayudes a envenenar el jardín?”
“No quiere. Dice que él se basta y se sobra
para eso, por mucho que le incordie el siete machos de Gentillluvia.”
“¿Y qué te ha dado para que no te envenenes
tú al estar aquí?”
Esa era la pregunta del millón.
“Nada que yo sepa. Debe ser que soy inmune.”
“Mira, Epón, ¿si te pido una cosa tú lo
haces? Te debería un favor muy grande.”
“No puedo dejarte pisar la hierba.”
“No, no. Ya ves que la estoy sobrevolando.”
“¿Y no te cansas?”
“Mucho. ¿Te importaría acercarte a la galería
para que yo pueda dejar de volar?”
“¿Ese es el favor?”
“Ese es un favor pequeño. El otro es más
importante.”
Nos acercamos a la galería. Epón se quedó en
el jardín, mirando hacia atrás para seguir controlando, y yo pude apearme en la
galería.
“Escucha, voy a pedirte algo. Pero debes
prometerme que no le dirás a nadie que te lo he pedido. ¿Puedes enterarte de
por qué no te afecta a ti el veneno?”
“Eso ya me lo pidió el que me regalo la
trompeta.”
“¿Y?”
“Pues que no tengo ni idea. Y eso que me
prometió que me daría una corona como la de la estatua de la libertad, pero con
luces con rayos cegadores que iban a
iluminar muchos puntos del jardín. Y mira que yo quiero esa corona, pero es que
no sé la respuesta.”
“Pero puedes llegar a saberla. Tú no
preguntes. Tú solo observa. Algo acabarás viendo. Y si eso pasa y tú me lo
dices, yo te daré una corona como esa y algo todavía mejor.”
“¿Qué?”
“Pues…dos leones, uno blanco y otro rojo, los
dos enormes, que te ayuden a vigilar el lugar.”
“Miedo,” dijo Epón sacudiendo la cabeza.
“Pues…¡un caballo! Un caballo en el que
puedas ir montado, patrullando por aquí.”
Ahí le
había dado.
“Me gusta,” dijo, aplaudiendo. “¿De qué
color?”
“Del que tú quieras. Pero no tienes que
decirle nada de esto a nadie.”
En ese momento apareció el abuelo que venía
de jugar al golf. Le debía de haber ido muy bien, porque parecía contento. Epón
le saludó efusivamente y yo me limite a sonreírle.
“¿Qué? ¿Listo para la noche? ¿Vamos a
proteger el jardín, eh?”
“Y a la gente,” dijo Epón.
“Eso es. Muy bien. Tú eres mi nieto Arley,”
me dijo a mí. “Ya te tengo fichado. ¿Has venido a ver qué tal iba tu amigo?
Pues ahora vente a cenar con tu abuelo.”
No pude decir que no. Así que acabé cenando
con el abuelo.
“Has ayudado muchísimo a Epón,” me dijo,
cuando llegamos a los postres. Antes, habíamos estado hablando de trivialidades.
“¿Ayudarías ahora a tu pobre abuelo? Esto te lo pido en confianza. No debe enterarse
nadie de lo que te voy a pedir. ¿Serás capaz de guardar un secreto y hacer algo
por un viejo que él no puede hacer por sí mismo? No tengo a otro al que
recurrir.”
El abuelo no parece viejo. Si le ves entre sus hijos, te piensas que es uno más. Pero cuando quiere dar lastima, sí que empieza a dar aspecto de persona mayor. Normalmente, las hadas que tienen muchos años quieren que se les note algo la edad, para que las respeten. Las hadas podemos ser del color que queramos. En realidad somos bastante transparentes, pero nos podemos llenar de color. Yo por ejemplo, me quedo rojo o verde cuando tengo alergia. Cuando adquiero color porque quiero, suelo ser verde, o marrón, o dorado. Colores del árbol bajo el que nací. Y cuando estoy entre humanos, cojo el color de los humanos entre los que estoy, para no desentonar demasiado. Las hadas mayores suelen utilizar el gris o el plateado. El abuelo y la abuela suelen tener el pelo de un rubio platino. Ella tiene los ojos de color chocolate y él muy azules.
Yo vi como de pronto le salían bolsas bajo esos ojos azules, para darme
lástima, o porque se sentía mal. Alguna de estas razones sería.
“No le diré nada a nadie, y si es algo que
puedo hacer, lo haré,” le contesté. “¿Qué necesitas, abuelo?”
“Unos tapones.”
“¿Para?”
“Para los oídos. No sabes la lata que me dan
entre Epón y tu tío Gentillluvia. Y hasta Botolfo, maldiciendo. ¡Noche tras noche, gritos, truenos,
trompetazos! La única solución que le veo son unos tapones para los oídos.”
“¿Y si insonorizas tu dormitorio?”
“No me oirían a mí si me pusiese a gritar.”
“Pero tú no querrás que te oigan gritar.
Sería señal de que te han podido fastidiar.”
“Sí que lo sería. Por eso necesito unos
tapones.”
“¿Pero no serán cualquier clase de
tapones? Esos se pueden conseguir en
cualquier parte.”
“Son tapones corrientes y molientes. Pero
solo los vende Henbedestyr en su apoteca. Lo difícil para mí es conseguirlos.
No puedo mandar a mis empleados a por ellos. Sabría que son para mí y se lo
diría a tu tío. Son muy amigos. Verás, el apotecario también está metido en
esto.”
“Pero si voy yo y los compro, también
sospecharan.”
“Podrías sustraerlos sin que se diesen
cuenta.”
“¿Tú quieres que yo robe a Henbedestyr?”
“¡No! Los comprarías. Dejarías el dinero en
la caja! Solo tienes que comprar sin que se note.”
“Pero se van a dar cuenta igual si faltan
tapones y hay dinero de más. El primero del que sospecharían serías tú abuelo.”
“¿Tú sabes el lío que tiene Henny en su
enorme apoteca? Por fuera muy pulcra y ordenada, pero en la trastienda tiene un
follón que ni en un mercado persa.”
“No puedo dejar dinero,” dije yo, que ya
estaba estudiando cómo se iba a poder hacer esto. “Henny no cobra.”
“Pues deja otra cosa en lugar de la que te
llevas,” dijo el abuelo. “Mira, déjale esto.”
El abuelo me entregó una bolsita con un
monóculo dentro y yo la metí en mi bolsillo, porque no sabía lo que hacer.
“No te preocupes por las huellas de los
dedos, que nosotros no dejamos.”
“¿Qué hace ese niño aquí?” gritó la abuela,
entrando en ese momento por la puerta. “Ah, eres tú, Arley. Yo creía que tú
ibas a meter a otro loco en el jardín, Aeterno. No sé si lo sabes, cielo,” dijo
volviéndose a mí, “pero menudas noches nos está dando el joven ese de la
trompeta. ¿Sabes a quién me refiero?”
“Sí, lo sabe. Eso le estaba comentando.”
Mientras hablaba, el abuelo me hacía señales
para que no dijese nada de los tapones.
“¿Y para qué le cuentas eso? No estarás
intentando enredar a este chiquillo en tu guerra del jardín? Ni intentes
alistarlo. Escúchame, Arley. Tú no tomes
partido. Tú neutral como yo. Que no sabes en lo que te metes.”
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