222. Apoteca sin guardia
La abuela me puso la cabeza como un bombo,
advirtiéndome que no debía de tomar partido en la guerra entre mi abuelo y sus
hijos. Tenía razón en lo que decía, y yo estaba más de acuerdo con ella que con
el abuelo, pero por alguna razón, cuando salí de allí, sin haberme chivado del
abuelo, sabía que me estaba dirigiendo a la apoteca de Henbedestyr. Cuando me
estaba yendo, escuché sonar la trompeta de Epón. Aquello, ciertamente, tronaba
que podía tumbar muros. De no ser los de la casa de mi abuelo muros levantados
por hadas, seguro que habrían caído. Primero yo pensé que Epón tocaba porque me
había percibido volando por ahí, pero enseguida me di cuenta de que llegaba mi
tío Gentillluvia. Me hice invisible inmediatamente y salí escopetado de ahí.
Y volé, y volé, y volé en la oscura noche
hasta la apoteca del apotecario cantor. Cuando llegué ahí, vi que no parecía
haber nadie. Ni siquiera el dragón Taffy estaba de guardia. Yo tenía miedo de
que la casa ideal de Henny fuese ese mismo edificio, que viviese en el sótano o
el ático de ese lugar para estar a disposición de sus clientes las veinticuatro
horas del día, tal era su vocación. Pero no parecía ser así.
Un poco más allá de la apoteca había una
fuente, sólo una piedra con forma de lápida de la que salía un grifo. Debajo
del grifo había como un cuenco rectangular en el que crecían unas hierbas.
Detrás había otra piedra que yo no sé para qué serviría. Yo sabía que el agua
que salía de ese grifo tenía propiedades mágicas, y que mejoraba el estado de ánimo
de la gente. Me acerque a ella, decidido a beber un poco, aunque pensaba que
era una ironía que el agua de esa fuente sirviese para animarme a robar a
Henny.
“Nosotros te ayudaremos a hacer lo que tienes
que hacer aquí,” dijeron Vicentico, Leopoldo y Malcolfo, apareciendo en la
parte superior de la piedra. “Sí, lo
sabemos todo. Nos lo acaban de contar y hemos venido a ayudarte.”
Me fijé en que los tres llevaban antifaces de
esos que llevan los cacos. Pues sí que sabían a lo que había venido yo.
“¿Pero hasta esto sabéis?” dije yo,
asombrado.
“Claro. Tenemos gente que entra y sale de ese jardín
envenenado cuando quiere,” dijo Vicentico.
“No vivimos ahí ninguno. Por lo del veneno.
¡Anda, que tener a Botolfo por vecino!” dijo Leopoldo.
“Pero ir a husmear, lo hacemos siempre. Hay
que controlar,” dijo Malcolfo.
“¿Y de que bando sois? ¿Del de mi abuelo?”
Era de suponer, ya que me iban a ayudar a
conseguir los tapones.
“No. Del tuyo. Solo queremos ayudarte a ti.
Esa guerra nos trae al pairo.”
“Oye, ¿no deberías llevar un antifaz como
nosotros?”
“No se me ha ocurrido. Prefiero pensar que no
vengo a robar, sino a coger una cosa y dejar otra. Con la excusa de que no hay
nadie aquí. ¿O es que hay alguien?”
“Nadie,” me aseguro Vicentico. “El Henny es
un confiado. Mira que tiene cosas en la trastienda que podrían interesar a
ciertos maleantes.”
“Pero tendrá cameras o algún sistema de
alarma,” dije yo.
“¡Qué va!” me informó Vicentico. “Ese odia
los candados como su madre odia las ruedas. ¿Tienes el monóculo ese que vas a
dejar aquí a mano?”
“Pues sí. Aquí en este bolsillo.”
“Pues entremos sin más demora. Por la puerta
principal.”
“Mejor por la de atrás,” dije yo.
“Si lo prefieres, vale.”
Entramos por la puerta de atrás a la
trastienda de la apoteca. Menudo tinglado era aquello, tal y como había dicho
el abuelo. Hileras de estanterías por entre las cuales apenas se podía pasar.
Vitrinas cuyas puertas eran difíciles de abrir porque no había casi espacio
para ello. Sacos y más sacos y cajas y más cajas por los suelos, hierbajos por
todas partes, piedras y pedruscos, en fin, que
yo creía que no iba a encontrar los tapones en cien años.
“Los tiene en ese arcón,” me dijo Vicentico,
demostrando una vez más lo enterados de todo que están los hojitas. “Anda, coge
media docena de cajas, que no sabemos lo que va a durar la movida del ruido
espantoso. Mira, si hay cientos.”
“Puede que miles,” dijo Leopoldo. “Ese no
sabe ni lo que tiene aquí.”
No pude.
Había miles de cajitas de tapones, y efectivamente,
lo más probable era que Henny no se diese cuenta jamás de que alguien se había
llevado algunos. Pero es que al ir a sacar el monóculo de pronto me di cuenta
de lo que estaba pasando. Henny sí se iba a enterar. Esa era la
intención del abuelo. El monóculo le advertiría a Henny de que él que todo lo
ve con su ojito vigilante sabía perfectamente que él era la persona que le
había entregado la trompeta a Epón. Lo más probable es que la hubiese fabricado
Fuegovivo, de quién yo hasta entonces había sospechado. Pero la entrega la
había hecho Henny. Le pegaba todo. Él
había tratado a Epón en ocasiones en las que esté se había puesto especialmente
mal de los nervios. Y tenía su confianza.
También serviría el monóculo de
advertencia de que en la apoteca podía entrar cualquiera. Pensé que necesitaba
tiempo para pensar antes de proceder. Tenía que entender un poco mejor lo que
estaba haciendo. Y se me ocurrió que tal vez yo podría conseguir los tapones de
otra manera menos partidista. Tal vez me podría ayudar una sobrina de Michael,
hija de Finbar y de la sirena Lira.
“No puedo,” les dije a los hojitas. “Os
agradezco de veras que me hayáis intentado ayudar. Pero no puedo hacer esto.”
Y desaparecí.
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