“Arley, cariño, tengo que hablar contigo en
privado. Y espero que seas civilizado y entiendas lo que te voy a decir, porque
casi nadie lo es.”
“Lo
intentaré, Abuelita,” le dije a mi abuela.
Tengo en mi habitación uno de esos bancos que están colocados
debajo de algunas ventanas panorámicas, uno largo y ancho y
cómodo, y nos sentamos ahí para hablar.
“Cuando yo te dije ayer que no participases
en la guerra del jardín, no dije que sería un error porque tus tíos y tu abuelo
son unos brutos. Tenía miedo de que eso sólo te animase a entrar en combate. La
mayoría de los hombres se sentirían tentados al oír eso. Mira, cielo, espero
que tú seas distinto. Voy a contarte algo. Supongo que ya sabes como Botolfo
envenenó el jardín de mi casa para reventar una búsqueda de huevos de Pascua.”
Yo asentí con la cabeza. La abuela me dijo
entonces que ella fue la que organizó la búsqueda esa. No tenía ni idea de que
Botolfo odiase tanto a sus hijos.
“Mis chicos y los amigos que traían a diario
a casa para jugar en los jardines…Yo prefiero llamar a nuestro jardín el
parque, por es enorme, y consiste de varios jardines. Pues todos esos chicos habían
tenido enfrentamientos con Botolfo, que era entonces el nuevo jardinero. Él no
quería que ellos jugasen ya en esos jardines. Pero nunca me imaginé que haría
algo más que gritarles que se fuesen. Yo oía los gritos, pero pensaba que era
cosa de niños jugando. Jamás me imaginé que se le ocurriría envenenar el parque
para disuadirles de entrar ahí. Yo llamé a la liebre Eastra y ella acudió y se
pasó la noche entera escondiendo huevos preciosos, incluyendo uno de oro
macizo, por todo el lugar. Y cuando acabó y se fue, Botolfo lo fumigó para
reventar la búsqueda.”
La abuela sacudió la cabeza y se estrujó las
manos con ansiedad antes de continuar hablando.
“Tú sabes como los niños que participaron en
el evento se pusieron enfermos y como se podría haber producido una tragedia,
pero misericordiosamente no llegó la sangre al río. Yo despedí a Botolfo pero
él me contestó que no iba a sacar un solo dedo del pie del parque hasta que el
dueño del lugar le dijese que se fuese. Y como tu abuelo no solo se negó a
expulsarle, sino que les dijo a los niños que tenían que hacer lo que el gnomo
mandase.”
De pronto se puso enfadadísima.
“Mis hermanas y mis cuñadas, mis primas y mis
amigas, todas vinieron a preguntarme cómo había podido yo permitir que el
jardinero envenenase a sus hijos y a los míos. Lo único que yo podía decir es
que mi marido era un borde y se negaba a echarle. Yo hice las maletas y cogí a
mis niños y nos mudamos a la casa en la que yo vivía antes de casarme con
Aeterno. Pero esa casa le pertenecía a una de mis tías abuelas, y estaba llena
de figuritas de porcelana, y vajillas de cristal y tapetes de encaje y muñecas antiguas y esa
clase de cosas. Los chicos, que además tenían que compartir habitación, me
dijeron que no estaban cómodos ahí, porque no se podían ni mover sin estar a
punto de romper algo y que el jardín era un cementerio de cerámicas rotas y que
no podían ni estirar los brazos sin que se les clavasen espinas de los
magníficos rosales que plagaban el lugar. Así que volvimos a nuestra casa. Después
de todo, nos habían echado del parque, pero no teníamos por qué echarnos a
nosotros mismos de casa. Pronto me di cuenta de que lo que los chicos realmente
querían era echarle un pulso a Aeterno. Y yo conocía bien a mi marido y sabía
que ese no iba a consentir que nadie le dijese lo que hacer. Porque es un borde
de campeonato universal. ”
La abuela sonrió con tristeza.
“Así que llamé al Conde de la Perla y a
Ludovica, al constructor y la arquitecta. Entonces todavía no estaban
construyendo casas ideales. Eso llegó cuando tu madre empezó a reinar. Sólo
estaban construyendo cosas que les encargábamos. Y yo les encargué un estadio
de fútbol para profesionales, de los que no había en ninguna parte más que las
visiones del futuro, porque en ese siglo todavía se jugaba al fútbol en las
calles. Lo encargué para que mis hijos
pudiesen jugar ahí con sus amigos a gusto y se acabase la toma del jardín. Al
principio, parecían estar entusiasmadísimos. El primer partido que jugaron iba
muy bien. Hasta parecía que iban a empatar, así de agradable era todo. Había
animadoras y animadores, un comentarista, mascotas monísimas, perritos
calientes, cacahuetes, palomitas, forofos con banderines y la cara pintada y
hasta un señor con un enorme bombo. No faltaba de nada. Todo lo que se veía en
las bolas de cristal acabó estando ahí. Y de pronto los jugadores se fueron
todos, ambos equipos, a una esquina del campo y se pusieron a hablar. Y
entonces se acercaron a mi palco y me dijeron que el estadio era genial, pero
que el hogar es el hogar. ¿Te das cuenta de lo que te voy a contar?”
“Creo que sí,” dije yo.
“El estadio ahora es el estadio oficial del
club de Fútbol Ye Fay, en Isla Manzana, donde juegan los mejores. Mis chicos
nunca volvieron a jugar allí. En realidad no les interesaba el fútbol. Lo suyo
era la guerra. Y lo único que dijo tu padre de todo esto fue que los niños eran
unos malcriados. Y se negó a admitir que él también era otro malcriado cuando
yo le dije que eso es lo que era y que mis hijos eran astillas de su palo.”
“Abuela,” dije, sacudiendo la cabeza, “No sé
qué decir.”
“No tienes que decir nada. Solo tienes que
escucharme. Solo jugaban en casa, de noche, mientras Botolfo dormía. Gen y Vendaval
limpiaban el parque y ellos corrían por ahí como salvajes salidos de bosques y
junglas, como piratas o vikingos que acababan de pisar tierra, destrozando todo
lo que se les ponía por medio. Y el duende salía con un fumigador y les
apuntaba con eso, y ellos esquivaban el chorro de veneno, muertos de risa. Pero
podían haber muerto de verdad. Cuanto más mayores se hacían, más barbaridades
se oían gritar en el parque. Tu tío Fu, el menor de todos, empezó ya hasta a
hablar peor que Botolfo. De él había aprendido. Ya sabes que tu tío Gen se fue
de casa muy joven. Pues volvía de día para ayudarme a mí y de noche para
participar en estos juegos. Esto continuó sucediendo hasta que tuvo que
desaparecer. Mientras estuvo ausente, el resto de mis hijos se fueron yendo a
sus propias casas. Las fiestas empezaron a celebrarse en la finca de Richi, y
nadie venía por mi casa sin que hubiese alguna razón apremiante para hacerlo.
Yo apenas le dirigía la palabra a tu abuelo, y él se fue aislando. Pero eso no
parecía importarle. Yo no me fui del todo de ahí por no dejarle solo. El gnomo
no sólo envenenó el jardín. Destruyó a nuestra familia, Arley.”
Yo sacudí la cabeza en señal de simpatía.
“Y fue el rey indiscutible del parque durante
siglos. Porque por ahí no pasaba ni Aeterno. Pero ahora que Gen ha vuelto, las
hostilidades también. Desde su vuelta, Gen ha estado volando por encima del
parque un par de veces al día para llover ahí. Sin ruido y sin escándalos. Pero
hace unas noches, no sé qué pasó exactamente, pero me despertó un estruendo
espantoso. Casi me muero del susto. Salí al balcón de mi dormitorio y vi ahí en
el jardín a un joven soplando una trompeta y a Gen revoloteando por el aire. No
pude preguntar qué pasaba porque no me hubiesen podido oír.”
Yo asentí con la cabeza porque sabía lo que
había estado sucediendo.
“Y entonces Botolfo apareció maldiciendo,
creo, porque yo no podía oírle bien. Y Gen empezó a tronar.”
“Sé todo eso, Abuela. Bueno, no todo. Pero lo
que no sé, me lo puedo figurar.”
“Tú abuelo te lo contó anoche, ¿no?” dijo
ella. “Pues recuerda que lo que te haya contado solo es su versión de los
hechos. Y ahora te voy a contar…”
Yo creía que ella me acababa de contar su
versión, pero parecía que tenía más que decir sobre esto. Pero no. Yo me
equivocaba. Era otra cosa la que me contó, aunque sí que tenía que ver con la
guerra.
“…que voy a hacer algo que no quiero hacer,
pero que la piedad me obliga a ello.”
Sacó de su bolso una caja. Lo adivinaste,
querido lector. Era una caja de tapones para los oídos.
“No puedo soportar el ruido. Así que me fui
ayer por la tarde a ver a a Henny Parry. Y compré esto. Miento. Me regaló esto,
gratis. Pero me hizo prometer que no le daría tapones ni al abuelo ni a sus
empleados. Que sepas que su gente está durmiendo dentro de tinajas en la bodega,
para huir del ruido. Pero se lo tuve que prometer a Henny. Verás, Arley, sí yo
te doy a ti estos tapones y tú se los das por lástima a tu abuelo, que sé que
te da lástima, lo vi anoche en tus ojos, no faltaría a mi promesa. ¿Verdad?”
Yo no lo tenía claro, pero opté por decir que
no, no faltaría.
“Lo estamos haciendo por compasión, Arley. No
significa que no seamos neutrales.”
“Muy neutrales,” dije yo.
“Sólo es por piedad.”
“Lo que los humanos llaman humanidad,”
asentí.
“Te doy esta caja grande porque sé que
Aeterno la va a compartir con sus empleados. Si no fuesen ferozmente leales a
tu abuelo, ya hubiesen dimitido.”
“Claro que repartirá los tapones,” dije yo.
“Tu madre tiene mucha suerte, Arley,”
continuó la abuela. “Cuando pienso en Timiano, que me ha abierto la puerta
cuando he llegado, y como él puede entretenerse con sus momias sin molestar a
nadie, y en Devin, ocupado con sus ordenadores, y en Cespuglio, al que estoy
viendo ahora mismo por la ventana, sentadito en un seto, guardando el jardín
como está mandado, sin follón ni alharaca, cuando pienso en ellos, pienso en la
suerte que tiene tu madre de tener hijos tan civilizados.”
“Creo que mis hermanos mayores dieron algo
más de lata. Hay historias sobre justas y torneos y duelos y papel de vinagre
para cabezas doloridas y agujas para coser heridas y eso.”
“Cierto. Pero Dev es siglos mayor que tú y
siempre fue un ser civilizado. Un niño estupendo.”
“También cierto,” dije yo.
“¡Qué bien se está aquí! ¡Qué agradable
resulta este lugar! Hay paz, pero también hay vida. Por cierto, pareces
cansado. ¿Acaso no has dormido bien o es que te he abrumado con mis monólogos?”
“No he dormido nada,” dije. “Pero lo haré en
cuanto resuelva un par de asuntos. Y el primero será dar estos tapones al abuelo.”
“Puedes hacerlo mañana. Deberías descansar
primero. Sé que no debí abrumarte con tanta palabrería. Muchos hombres solo
entienden órdenes cortitas.”
“No, sí yo estoy bien. Yo no me ahogo en
mares de palabras. Yo nado en ellos. Me gusta. Pero no quiero que el abuelo
tenga que pasar esta noche sin tapones.”
“Sí
que eres distinto. Y ahora me voy. Ya te he quitado demasiado tiempo.”
“No, Abuelita, me gusta serte útil. ¿No te
quedas a almorzar con Mamá?”
“Hoy no. Quiero estar en casa por si ocurre
algún desastre. Y quiero estar allí cuando le des los tapones a Aeterno.”
“Entonces vayamos juntos allí. Pero entra tú
primero en casa para que el abuelo no nos vea juntos.”
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