225. Negociador
La persona que nos vio juntos fue Tito Gen.
Estaba nevando suavemente sobre el jardín del abuelo. Epón duerme de día.
“Hola, Mamá. Arley, quiero hablar contigo.”
“¡Deja en paz a mi nieto!” le gritó mi
abuela, obviamente sin intención de consentir que hablásemos. “Y deja de nevar
en el jardín. Cuando llegue la primavera y se derrita la nieve, este lugar se
va a convertir en un pantano. Se tragará mi casa. Y yo no quiero ser la reina
de las ranas.”
“La fauna se ha ido de aquí, Mamá. No hay
pájaros en los árboles, ni topos que hagan agujeros, ni conejos que se coman
las plantas. No creo que haya ranas tampoco.”
La abuela se puso a regañar a Tito Gen por
armar ruido por las noches.
“Mamá, yo no soy el responsable de la
trompeta. No le di la rompetímpanos cananea esa al hijo de Lucerna. Y tampoco
puedo quitársela a Epón, porque le partiría el corazón.”
Dijo que él no había provocado ninguna tormenta antes de
que Epón le provocase a él tocando la trompeta. Y que intentaría no volver a
hacerlo a no ser que le tocasen mucho las narices, que ya hacía bastante
aguantando que le tocasen la trompeta.
“Vale,” dijo la abuela. “Estás siendo un
pelín razonable. Puedes hablar con mi nieto. Pero no oses liarle en una sábana,
que no quiero que participe en esta guerra. Le he dicho exactamente lo mismo a
tu padre. Este niño y yo somos neutrales. Y queremos seguir siéndolo.”
“Vale. Es ficha tuya. Lo respeto.”
“¡Qué no! ¡No lo queréis entender! ¡Qué es neutral porque es
independiente!”
Tito Gen no insistió en que los
independientes también son un colectivo, por mal organizados que estén. Se
limitó a prometer no intentar alistarme y la abuela se fue. ¿Y adivinas qué,
querido lector?
El tito sacó una caja de tapones de la nada y
me la entregó.
“La dichosa trompetita me pilló por sorpresa.
Sólo estallé porque creía que la trompeta era idea de tu abuelo. Pensé que él
se había creído que me iba a ahuyentar con ese ruido. Pero ahora ya me he
enterado de que no ha sido Papá. La gente que vive aquí no tiene por qué
aguantar esto. Llevan siglos trabajando para Papá y viviendo aquí. No sabrían
dónde ir si quisiesen largarse. Nunca le
han hecho daño a nadie, solo bien. Dale estos tapones a Aeterno el Soberbio y dile que los comparta con sus
vasallos. Pero bajo ningún pretexto debes decirle que yo te los di. Porque
igual no los acepta. No lo estoy haciendo por él. Lo hago por su gente. Si no
los acepta él, ellos tampoco querrán. Incondicionales
suyos, son la clase de gente que se hunde con el barco porque el capitán es
idiota y quiere hundirse con él y ellos no quieren abandonarle, en lugar de
cogerle por los pelos y arrastrarle a tierra. Lo hago porque nadie debería
tener que escuchar ese ruido infernal. ¿Sabes qué? Cuando vengo por aquí por la
noche, yo también llevo tapones.”
“La ha fabricado Fu y la entrega la hizo
Henny. ¿Es así?”
Pregunté para estar seguro antes de actuar.
El tito asintió con la cabeza.
“La fabricó Fu, pero el encargo lo hizo
Henny, para regalársela a Epón. Pero tú no digas nada.”
“No. Pero me parece que el abuelo ya lo
sabe.”
“Ese sabe todo menos retractarse. Seguro que
no le quitó la trompeta a Epón en cuanto se la dieron para pegarme un susto a
mí.”
Y yo entré en casa del abuelo para entregarle
tapones.
No estaba en casa. Tuve que ir a su campo de
golf. Y allí tuve que esperar a que dejase de jugar para tomar un aperitivo en
el bar. Interrumpirle no hubiese sido buena idea.
“Gracias, mi buen nieto,” dijo cuándo le di
tres cajas de tapones. “Has hecho bien en traer muchos. Esto lo voy a compartir
con mi gente. Y no se sabe lo que van a durar los disturbios. Por cierto,
dejaste el monóculo en la apoteca?”
“Allí quedó,” dije yo. “Aunque no sé si lo
habrá visto Henny.”
“Ya lo verá. ¿Qué quieres tomar? Rhabarbarum,” le
dijo el abuelo al lar que regenta el bar del club del abuelo, “Esté es mi nieto bueno. Me place, cosa nada fácil. No sé si habrá venido
por aquí antes. ¿No le has visto nunca? Pues ahora le verás con frecuencia. Le
voy a enseñar a jugar al golf.”
“¿Así, sin preguntarme si quiero aprender,
Abuelo?” dije yo sonriendo.
“Claro que quieres. No seas impertinente tú
también.”
Mientras tomábamos el aperitivo, yo decidí
quejarme porque no me había dicho lo que significaba el monóculo cuando me
mandó a la apoteca con él.
“Creí que lo cazarías al vuelo, pero bueno,
no está mal. Al final lo has entendido. ¿Te lo ha dicho alguien o fue cosa
tuya?”
“Me di cuenta cuando iba a depositar el
monóculo ahí. Pero no estaba seguro de que quería que me utilizases para
amenazar a Henny.”
“¿Amenazarle? ¿Yo? ¿Cómo si fuese un
pandillero?”
“Él iba a saber que tú mandaste el monóculo,
para decirle que lo sabías todo y que en su tienda podía entrar cualquiera y
hacer ahí lo que le diese la gana.”
“¡Madre mía! ¡Yo amenazando con destrozar un
local! No, nietecito, no. Menudo concepto tienes de tu abuelo. Lo que quise
decir con el monóculo era que sí, sabía que había sido él el responsable de la
entrega de la trompeta, y que no iba a hacerle nada, pero me debía unos
tapones. El allanó mi parque, y eso me permitía a mí allanar su apoteca. Nada
de romper nada. Bueno, él a nosotros casi nos rompe los tímpanos, si queremos
ser exactos. Todavía puede que ocurra. Si te nombrásemos árbitro, Arley, ¿a
quién le darías la razón? ¿A tus tíos o a tu pobre abuelito?”
“No tiene fácil arreglo este asunto, porque nadie parece saber ceder. Si fuese juez,
tendría que aplicar la ley y como
propietario de ese parque…”
Se me iba a notar que había estado hablando
con la abuela por lo de decir parque. Todos los demás decían jardín. Empecé otra vez.
“Pues verás. Como propietario, tú decides
quién entra y quién sale de ese lugar. Y hasta puedes hacer detener a los
intrusos, solo que nosotros no tenemos cuerpo de policía, así que tú tendrías
que convertirles en estatuas de piedra o algo así, y estarías en tu derecho
siempre que dejases las estatuas in situ, decorando el jardín y funcionando como advertencia a los intrusos. Pero tú no le
harías eso a tus hijos.”
“Ganas no me faltan. Así que me das
la razón.”
“No he terminado. Corres un riesgo si eres
dueño de algo peligroso. Como propietario también eres responsable de lo que
ocurre dentro de tu jardín. Nuestras costumbres dictan que puedes tener ahí
dentro lo que quieras, hasta un envenenador desquiciado. Pero si se te cuela
gente que ignora que la entrada está prohibida y les sucede algo, tendrías que
responder por no advertirles a tiempo de los peligros.”
“Todo el mundo sabe que hay un envenenador en
mi jardín. Es vox populi.”
“La abuela no lo sabía cuándo organizó la
búsqueda de huevos de Pascua. Y los invitados tampoco. Botolfo no avisó a nadie
que iba a fumigar esa mañana. Pero tú no debiste darle carta blanca. Podrían
pedirte una indemnización por daños y perjuicios.”
“Todo ese daño ya se compensó en su momento.
Me sigues dando la razón a mí.”
“Yo no. Te la da la ley.”
“¡Ah! ¿Y tú que dices?”
“Que también existe la opinión pública. La
opinión de Tito Gen, por ejemplo, es que nos esforzamos por sacar de nuestro
entorno a los que no saben convivir con nosotros y tú estás dando un ejemplo
pésimo al proteger a un envenenador, cuando deberías ser el primero en dar buen
ejemplo.”
“Ya empezamos. ¿Tú estás de acuerdo con él?”
“Yo quiero pensar que tú tienes tus razones
para proteger a Botolfo. Pero queda muy feo que tus hijos y tus nietos no
puedan jugar en el jardín de tu casa. Puedes llevarte a Botolfo a otra parte.
Tú puedes.”
“Y ellos tienen el mundo entero para jugar en
él.”
“Pero la gente te juzga y habla mal de ti. Te
ponen verde. Porque tú eres su padre y su abuelo, y no apoyas a tu familia.”
“Ya te he dicho que te enseñaré a jugar al
golf. Pero aquí. No en el jardín de mi casa.”
“Esto tiene mal arreglo,” dije yo. “Aplicando
la ley nadie quedaría contento. Ni siquiera tú.”
“¿Y qué otra opción hay?”
“Un arreglo amistoso.”
“¿Y en qué consistiría?”
“En que alguien ceda.”
“¿Yo, por ejemplo?”
“No va a ser Botolfo. ¿Verdad? Está loco. Él
no dejará nunca de envenenar el jardín. Y es muy borde.”
El abuelo se río.
“Yo, más.”
“Pues alguien tendría que hablar con Botolfo,”
dije yo.
“Yo, no. ¿Lo quieres hacer tú?”
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