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martes, 7 de febrero de 2023

228. Cerveza y el horizonte o el bello arte de la alta costura

 


228. Cerveza y el horizonte o el  bello arte de la alta costura

Subimos al Alto Norte, Alpin y yo, huyendo del ruido que yo estaba causando. Alpin se alegró de ir para allí. No le gustaba nada no ser el centro de la atención, pero tampoco podía permitirse serlo. Lo último que necesitaba era notoriedad, siendo un no cambiadito. Así que me hizo unas cuantas preguntas sobre el por qué del viaje. Yo se las contesté pensando lo fácil que se había vuelto para mí mentir, o por lo menos contar medias verdades.

Tuve que convencer a Alpin de que el PHP era un club de horticultura y caridad fundado por seis señoronas y sus caballeros sirvientes. Hay muchas asociaciones así en Isla Manzana y en el mundo de las hadas en general. Y eso era lo que Tito Gen me había dicho que yo tenía que decir si me preguntaban por el PHP. Aprovecho para decir que él no estaba nada molesto por lo sucedido, se lo tomó muy tranquilamente y estaba tan amable conmigo como siempre.

“No entiendo por qué los Plantadores de Hermosas Prímulas necesitan ambulancias. Supongo que están tan chalados como para usar los helicópteros para lanzar semillas al viento. ¿Pero ambulancias? ¿Para qué? No tenemos hospitales. ¿Dónde pueden llevarte?”

“A casa,” dije yo. Eso era verdad. Las ambulancias te llevan a casa, donde se espera de ti que te metas en la cama y te quedes ahí hasta recuperarte. O te llevan a casa de un pariente o amigo si estás tan mal que no puedes hacer ni eso. Y si tienes suerte te visita Henny Parry o alguién así. “Ya sabes cómo les gusta a nuestros viejecitos que les lleven de acá para allá en ambulancia. Les encanta el privilegio que supone utilizar una sirena.”

“Pero si no hay tráfico en el mundo de las hadas,” insistió Alpin. “¿A quién va a quitar de en medio el grito de la sirena de una ambulancia? ¿A una bandada de gansos? Ni siquiera. Puede volar por encima o por debajo de ellos.”

“Tú intenta explicarle eso a las hadas ancianitas.”

“Vale, puede que tengas razón. Cederé. Subiremos al Alto Norte.”

El Alto Norte es muy bonito, incluso en invierno. Así que algo justificado está que la mayoría de los miembros de la familia de mi padre no hagan nada a lo largo del día salvo sentarse delante del castillo en el que viven frente a una mesa de madera fósil muy larga y beber mientras contemplan el horizonte, que ahora mismo muestra unas montañas de un violeta azulado coronadas por nieve muy blanca. Hacen esto incluso cuando nieva y hiela, cuando todo lo que hay alrededor del castillo del Abuelo Excelso está cubierto de nieve y el foso que lo rodea congelado y la puerta bloqueada por la nieve todas las mañanas. Para salir por la puerta, hay que derretir la nieve con un hechizo y salir  pitando porque  el agua resultante se convierte en hielo enseguida y tienes que volver a derretir eso cuando quieres volver a entrar, a no ser que quieras resbalar en el hielo y no levantarte más en todo el invierno porque nadie viene a ayudarte a no ser que se sientan muy generosas, lo que únicamente suele ocurrir los sábados. ¿Por qué los sábados? No tengo ni idea, pero eso me ha dicho mi padre, sin dar más explicaciones. Sólo me aconsejó que procurase salir y entrar por alguna de las ventanas de la torre más alta. Si te caes en el foso es todavía peor, porque si por un casual se rompe el hielo, te hundes, y aunque no hay ni un solo monstruo acuático nadando ahí, el agua se vuelve a helar antes de que puedas sacar la cabeza y te quedas ahí congelado hasta la primavera, porque nadie ira a rescatarte aunque esto ocurra en sábado, que partir el hielo y pescarte debe ser mucho esfuerzo.

Así que, cuando llegamos al castillo, vimos a varias personas sentadas ante la tal larguísima mesa de madera fósil mirando fijamente hacia el horizonte.

“Vamos a morir congelados, como nos pasó cuando fuimos a visitar a Finbar,” profetizó Alpin.

“Para eso son las bebidas,” le expliqué. “¿No ves que no están congeladas? No te hielas si bebes lo que te sirven aquí. Mi padre dice que tienen como trescientas clases de cerveza o lo que sea eso. Con y sin alcohol. Y hay otras bebidas mágicas que te mantienen vivo también.”

“Pues esta gente ya está congelada,” dijo Alpin, viendo como nadie ni siquiera pestañeaba al vernos acercarnos a la mesa. "Arley, yo creo que no están respirando. No veo neblinas de vapor salir de sus bocas y narices.”

“¡Calla! Puede que te oigan y se ofendan. Mi padre dice que se ponen como fieras cuando se ofenden.”

“Pues por lo menos veríamos acción.”

Mi abuela Celestial, a la que hay que llamar Señora Abuela, salió del palacio saltando desde la torre más alta. Sus faldas se hincharon como un paraguas y aterrizó de pie justo ante nosotros. “¿Qué te da de comer Divina?” fue lo primero que dijo.

“Hola, Señora Abuela,” le dije. “Me alegra ver que está usted bien. La Abuela Divina no me da de comer. A veces ella viene a almorzar o a tomar el té con Mamá.”

“"Humm,” dijo mi Señora Abuela Celestial. “Debí imaginármelo. Entrad y tomad el té conmigo.”

“Sí, pero primero saludaré al Abuelucho,” dije yo. A ese se le puede llamar abuelucho.

“¿Para qué?” dijo la Señora Abuela Celestial. Y me tiró del brazo y arrastró a su comedor como una ogresa arrastraría su comida. A Alpin no hizo falta arrastrarle, hasta se nos adelantaba. Estaba encantado de que a ella le interesase la comida.


No quiero que se me entienda mal. Mi Señora Abuela Celestial no tiene aspecto de ogresa. Es la gemela dominante de mi abuela Divina, y también es guapa, con ojos muy verdes, como los de Papá, y pelo de plata. Y parece muy joven. Pero es muy enérgica y mandona y siempre tiene que ser más rápida que los demás en todo.

Había como cincuenta tipos de pan en su mesa, y doce clases de quesos y muchos tarritos de cristal con jaleas y mermeladas de distintos sabores. Y había miel, de romero, de eucalipto, de gordolobo, del bosque y de jardín de flores y más. Y había tartaletas de frambuesa y de manzana y bizcochos de mantequilla y de frutas. Además de varias teteras con tés distintos, esperando sobre hornillos, había grandes jarras de zumo de naranja y de piña. Y boles con toda clase de frutas del bosque, rojas, azules y negras, y también había cuencos con nata. Ver toda esta comida le puso muy contento a Alpin.

“Umm,” dijo la señora abuela, observando como comía Alpin, pero no dijo nada más sobre eso. Ella ya le había visto antes, en fiestas, y yo había avisado de que venía conmigo. En vez, me preguntó cómo estaban sus hijos.

“Papá está bien y Tito Gen también,” dije yo, “ambos muy ocupados.”

“No puede ser,” dijo ella. “Genti sí. ¿Pero tu padre ocupado? No lo creo.”

Yo quería decir que Papá hacía algo más que sentarse delante de una mesa bebiendo y esperando a que le ofendiesen para moverse. Pero hubiese quedado como un grosero, así que sólo dije, “Sí, Tito Gen siempre está más ocupado.”

“Genti ha salido a mí,” dijo la Señora Abuela Celestial.

Por lo visto siempre dice eso porque quiere que la gente acepte el hecho de que ella es la madre de Gen, puesto que fue la primera en agarrarle, y a pesar de que todo el mundo dice que en justicia Gen es hijo de Divina y ella no tenía que haberse abalanzado sobre él.

Aunque a Alpin le dejó comer a su aire, no era fácil para mí comer delante de la Señora Abuela Celestial porque tiene la manía de mirarte mientras comes como si estuviese esperando que acabes de una vez para arrancarte el plato y mandarlo a la cocina a lavar.  La impaciencia es el sobrenombre de esta señora. Y en eso es muy distinta de sus hijos. Papá es relajado y campechano y Tito Gen tolerante y paciente.

“Bien,” dijo cuando habíamos acabado, “habéis hecho lo que habéis podido, los dos. Ahora podéis salir a sentaros con los hombres ahí fuera. ¿Qué vais a beber?”

“Cerveza de saúco,” respondí, haciéndole señales a Alpin de que eso le iba a gustar.

Y durante el resto de la tarde nos sentamos fuera del castillo con mi abuelo y mis tíos paternos y las esposas de tres de estos y contemplamos el horizonte. Yo saludé a todos, pero sólo el tío Eurico me hizo un gesto de reconocimiento alzando las cejas. Los demás, petrificados como la mesa.

Cuando se puso el sol, contemplamos la luna durante unos cuarenta y cinco minutos y luego entramos en el castillo para cenar. Nadie dijo ni palabra. Sólo comieron. Entonces nos sentamos junto al fuego y contemplamos las llamas hasta que los relojes dieron las doce y todos nos fuimos a la cama.

A la mañana siguiente mi señora abuela me preguntó si estaba disfrutando de la compañía de su marido y sus hijos. Yo abrí la boca para decir que sí, pero no me salía la palabra.

“Eso me ha parecido,” dijo mi señora abuela.

Y entonces me enteré de por qué Tito Gen sabía hacer  todas las cosas que saben hacer los empleados de hogar y los profesionales de mantenimiento. La señora abuela estaba tan rabiosa por eso de que no consideraban a Gen su hijo, que no le dejaba ni a sol ni a sombre y lo tenía siempre junto a sus faldas durante los meses que pasaba en el Alto Norte. Y él aprendió a hacer todo lo que ella y su equipo de empleados sabían hacer.

“¿Sabes coser?” me preguntó.

Antes de que pudiese responder que no, ella volvió a hablar.

“¡Claro que no!” dijo. “Nadie ya enseña nada útil a los niños. ¿Quieres aprender? Lo difícil es el corte y los patrones.”

Así que aprendí a coser. Por lo menos, no estaba perdiendo el tiempo.


“Ahora lo tienes que bordar,” me dijo, cuando yo había cosido un chaleco.

Y cuando lo bordé, me dijo, "Ya no te morirás de hambre."

En cuanto a Alpin, le mantuvo comiendo cada segundo que estuvo despierto. Tanto le alimentó, que cuando volvimos a casa, él me llegaría a decir que Doña Celestial era la única persona que había sabido saciarle.


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