228. Cerveza y el horizonte o el bello arte de la alta costura
Subimos al Alto Norte, Alpin y yo, huyendo
del ruido que yo estaba causando. Alpin se alegró de ir para allí. No le
gustaba nada no ser el centro de la atención, pero tampoco podía permitirse
serlo. Lo último que necesitaba era notoriedad, siendo un no cambiadito. Así
que me hizo unas cuantas preguntas sobre el por qué del viaje. Yo se las
contesté pensando lo fácil que se había vuelto para mí mentir, o por lo menos
contar medias verdades.
Tuve que convencer a Alpin de que el PHP era
un club de horticultura y caridad fundado por seis señoronas y sus caballeros
sirvientes. Hay muchas asociaciones así en Isla Manzana y en el mundo de las
hadas en general. Y eso era lo que Tito Gen me había dicho que yo tenía que
decir si me preguntaban por el PHP. Aprovecho para decir que él no estaba nada
molesto por lo sucedido, se lo tomó muy tranquilamente y estaba tan amable
conmigo como siempre.
“No entiendo por qué los Plantadores de
Hermosas Prímulas necesitan ambulancias. Supongo que están tan chalados como
para usar los helicópteros para lanzar semillas al viento. ¿Pero ambulancias?
¿Para qué? No tenemos hospitales. ¿Dónde pueden llevarte?”
“A casa,” dije yo. Eso era verdad. Las
ambulancias te llevan a casa, donde se espera de ti que te metas en la cama y
te quedes ahí hasta recuperarte. O te llevan a casa de un pariente o amigo si estás
tan mal que no puedes hacer ni eso. Y si tienes suerte te visita Henny Parry o alguién así. “Ya sabes cómo les gusta a nuestros viejecitos
que les lleven de acá para allá en ambulancia. Les encanta el privilegio que
supone utilizar una sirena.”
“Pero si no hay tráfico en el mundo de las
hadas,” insistió Alpin. “¿A quién va a quitar de en medio el grito de la sirena
de una ambulancia? ¿A una bandada de gansos? Ni siquiera. Puede volar por
encima o por debajo de ellos.”
“Tú intenta explicarle eso a las hadas
ancianitas.”
“Vale, puede que tengas razón. Cederé. Subiremos
al Alto Norte.”
El Alto Norte es muy bonito, incluso en
invierno. Así que algo justificado está que la mayoría de los miembros de la
familia de mi padre no hagan nada a lo largo del día salvo sentarse delante del
castillo en el que viven frente a una mesa de madera fósil muy larga y beber mientras
contemplan el horizonte, que ahora mismo muestra unas montañas de un violeta
azulado coronadas por nieve muy blanca. Hacen esto incluso cuando nieva y
hiela, cuando todo lo que hay alrededor del castillo del Abuelo Excelso está
cubierto de nieve y el foso que lo rodea congelado y la puerta bloqueada por la
nieve todas las mañanas. Para salir por la puerta, hay que derretir la nieve
con un hechizo y salir pitando porque el
agua resultante se convierte en hielo enseguida y tienes que volver a derretir
eso cuando quieres volver a entrar, a no ser que quieras resbalar en el hielo y
no levantarte más en todo el invierno porque nadie viene a ayudarte a no ser
que se sientan muy generosas, lo que únicamente suele ocurrir los sábados. ¿Por
qué los sábados? No tengo ni idea, pero eso me ha dicho mi padre, sin dar más
explicaciones. Sólo me aconsejó que procurase salir y entrar por alguna de las
ventanas de la torre más alta. Si te caes en el foso es todavía peor, porque si
por un casual se rompe el hielo, te hundes, y aunque no hay ni un solo monstruo
acuático nadando ahí, el agua se vuelve a helar antes de que puedas sacar la
cabeza y te quedas ahí congelado hasta la primavera, porque nadie ira a
rescatarte aunque esto ocurra en sábado, que partir el hielo y pescarte debe ser mucho esfuerzo.
Así que, cuando llegamos al castillo, vimos a
varias personas sentadas ante la tal larguísima mesa de madera fósil mirando fijamente hacia el horizonte.
“Vamos a morir congelados, como nos pasó
cuando fuimos a visitar a Finbar,” profetizó Alpin.
“Para eso son las bebidas,” le expliqué. “¿No
ves que no están congeladas? No te hielas si bebes lo que te sirven aquí. Mi padre
dice que tienen como trescientas clases de cerveza o lo que sea eso. Con y sin
alcohol. Y hay otras bebidas mágicas que te mantienen vivo también.”
“Pues esta gente ya está congelada,” dijo
Alpin, viendo como nadie ni siquiera pestañeaba al vernos acercarnos a la mesa. "Arley,
yo creo que no están respirando. No veo neblinas de vapor salir de sus bocas y
narices.”
“¡Calla! Puede que te oigan y se ofendan. Mi
padre dice que se ponen como fieras cuando se ofenden.”
“Pues por lo menos veríamos acción.”
Mi abuela Celestial, a la que hay que llamar
Señora Abuela, salió del palacio saltando desde la torre más alta. Sus faldas
se hincharon como un paraguas y aterrizó de pie justo ante nosotros. “¿Qué te
da de comer Divina?” fue lo primero que dijo.
“Hola, Señora Abuela,” le dije. “Me alegra ver que está usted bien. La Abuela Divina no me da de comer. A veces ella viene a almorzar o a tomar el té con Mamá.”
“"Humm,” dijo mi Señora Abuela Celestial. “Debí
imaginármelo. Entrad y tomad el té conmigo.”
“Sí, pero primero saludaré al Abuelucho,”
dije yo. A ese se le puede llamar abuelucho.
“¿Para qué?” dijo la Señora Abuela Celestial.
Y me tiró del brazo y arrastró a su comedor como una ogresa arrastraría su
comida. A Alpin no hizo falta arrastrarle, hasta se nos adelantaba. Estaba
encantado de que a ella le interesase la comida.
No quiero que se me entienda mal. Mi Señora Abuela Celestial no tiene aspecto de ogresa. Es la gemela dominante de mi
abuela Divina, y también es guapa, con ojos muy verdes, como los de Papá, y
pelo de plata. Y parece muy joven. Pero es muy enérgica y mandona y siempre
tiene que ser más rápida que los demás en todo.
Había como cincuenta tipos de pan en su mesa,
y doce clases de quesos y muchos tarritos de cristal con jaleas y mermeladas de
distintos sabores. Y había miel, de romero, de eucalipto, de gordolobo, del
bosque y de jardín de flores y más. Y había tartaletas de frambuesa y de
manzana y bizcochos de mantequilla y de frutas. Además de varias teteras con
tés distintos, esperando sobre hornillos, había grandes jarras de zumo de
naranja y de piña. Y boles con toda clase de frutas del bosque, rojas, azules y
negras, y también había cuencos con nata. Ver toda esta comida le puso muy
contento a Alpin.
“Umm,” dijo la señora abuela, observando como
comía Alpin, pero no dijo nada más sobre eso. Ella ya le había visto antes, en
fiestas, y yo había avisado de que venía conmigo. En vez, me preguntó cómo
estaban sus hijos.
“Papá está bien y Tito Gen también,” dije yo,
“ambos muy ocupados.”
“No puede ser,” dijo ella. “Genti sí. ¿Pero
tu padre ocupado? No lo creo.”
Yo quería decir que Papá hacía algo más que
sentarse delante de una mesa bebiendo y esperando a que le ofendiesen para
moverse. Pero hubiese quedado como un grosero, así que sólo dije, “Sí, Tito Gen
siempre está más ocupado.”
“Genti ha salido a mí,” dijo la Señora Abuela
Celestial.
Por lo
visto siempre dice eso porque quiere que la gente acepte el hecho de que ella
es la madre de Gen, puesto que fue la primera en agarrarle, y a pesar de que todo
el mundo dice que en justicia Gen es hijo de Divina y ella no tenía que haberse abalanzado sobre él.
Aunque a Alpin le dejó comer a su aire, no
era fácil para mí comer delante de la Señora Abuela Celestial porque tiene la
manía de mirarte mientras comes como si estuviese esperando que acabes de una
vez para arrancarte el plato y mandarlo a la cocina a lavar. La impaciencia es el sobrenombre de esta
señora. Y en eso es muy distinta de sus hijos. Papá es relajado y campechano y
Tito Gen tolerante y paciente.
“Bien,” dijo cuando habíamos acabado, “habéis
hecho lo que habéis podido, los dos. Ahora podéis salir a sentaros con los
hombres ahí fuera. ¿Qué vais a beber?”
“Cerveza de saúco,” respondí, haciéndole señales
a Alpin de que eso le iba a gustar.
Y durante el resto de la tarde nos sentamos
fuera del castillo con mi abuelo y mis tíos paternos y las esposas de tres de estos y contemplamos el
horizonte. Yo saludé a todos, pero sólo el tío Eurico me hizo un gesto de reconocimiento alzando las cejas. Los demás, petrificados como la mesa.
Cuando se puso el sol, contemplamos la luna
durante unos cuarenta y cinco minutos y luego entramos en el castillo para
cenar. Nadie dijo ni palabra. Sólo comieron. Entonces nos sentamos junto al
fuego y contemplamos las llamas hasta que los relojes dieron las doce y todos
nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente mi señora abuela me
preguntó si estaba disfrutando de la compañía de su marido y sus hijos. Yo abrí
la boca para decir que sí, pero no me salía la palabra.
“Eso me ha parecido,” dijo mi señora abuela.
Y
entonces me enteré de por qué Tito Gen sabía hacer todas las cosas que
saben hacer los empleados de hogar y los profesionales de mantenimiento. La señora abuela estaba tan rabiosa
por eso de que no consideraban a Gen su hijo, que no le dejaba ni a sol ni a
sombre y lo tenía siempre junto a sus faldas durante los meses que pasaba en el
Alto Norte. Y él aprendió a hacer todo lo que ella y su equipo de empleados sabían hacer.
“¿Sabes coser?” me preguntó.
Antes de que pudiese responder que no, ella
volvió a hablar.
“¡Claro que no!” dijo. “Nadie ya enseña nada útil a los niños. ¿Quieres aprender? Lo
difícil es el corte y los patrones.”
Así que aprendí a coser. Por lo menos, no
estaba perdiendo el tiempo.
“Ahora lo tienes que bordar,” me dijo, cuando
yo había cosido un chaleco.
Y cuando lo bordé, me dijo, "Ya no te morirás de hambre."
En cuanto a Alpin, le mantuvo comiendo cada
segundo que estuvo despierto. Tanto le alimentó, que cuando volvimos a casa, él
me llegaría a decir que Doña Celestial era la única persona que había sabido
saciarle.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario