229. Entrenando para el día del huevo de la gusana
Pasaron unos días y yo ya era un sastre diplomado,
pues había creado trajes enteros y casacas y abrigos y guerreras y podría haber
trabajado haciendo uniformes para las fuerzas armadas si no fuese que no hay ejércitos
organizados entre nosotros, solo gente que busca broncas y/o que colecciona
uniformes de tipo castrense, armas y otros artefactos marciales y, por
supuesto, soldaditos de plomo de esos que representan a bandas militares de los
mortales.
También había aprendido a hacer camas,
incluso con petaca, y a freír un huevo y hacer tarta sans rival, con su
merengue y almendras y crema de mantequilla. Eso sí que merecía la pena. ¡Qué
buena estaba!
Pero lo que parecía importarle más a la
señora abuela que yo aprendiese era lo de bordar runas y otros símbolos
protectores en unos chalecos de un material llamado noescuero. Esto, según
ella, les convertía en algo más útil que un simple antibalas. Por eso me enseñó
a trabajar el noescuero y bajo su supervisión hice dos chalecos protectores,
uno para Alpin y otro para mí que quedaron, según ella, a su plena
satisfacción.
“Puede que te quedes cojo o manco, pero con
esto, en el pecho no te da nadie,” me dijo.
Y luego me contó que los íbamos a necesitar,
al igual que unos cascos que sacó de un arcón y nos regaló a Alpin y a mí,
porque el domingo iba a ser el día del huevo de la gusana.
“Es una pena que no haya dado tiempo a que te
enseñase a hacer cascos como este, que te protegerá de cualquier piedra que te
lancen, sea del tamaño que sea, pero este domingo es el día de la gusana, así
que yo te regalo este, y luego ya veremos. Si no te llego a enseñar yo, dile a
tu tío Fuegovivo que yo he dicho que él te tiene que enseñar a hacerlos. Me lo
debe, yo le enseñé a él.”
El día del huevo de la gusana resultó ser
algo de pesadilla, por lo menos para mí. Por lo visto, en lo más alto de las
montañas que no hacían más que observar todo el día mis tíos, vivían unas
gusanas de proporciones heroicas. Cada año, en febrero, una de ellas ponía un
huevo. Sólo una. Y sólo un huevo. Las demás se quedaban mirando. Entonces, de
alguna otra parte, no entendí bien de cual, creo que del centro de la tierra, llegaba
arrastrándose un gusano multimilenario que activaba el huevo, y luego se pasaba
cosa de un mes incubándolo, de modo que al estallar el huevo en primavera,
nacían más gusanos y gusanas. A los nuevos gusanos se los cargaba su padre, a
no ser que alguno le pudiese, cosa nada probable porque eran diminutos, como
lombrices de tierra, comparados con su progenitor, que era de tamaño
monstruoso. Pero las nuevas gusanas recién nacidas podían vivir y se quedaban
por ahí en las montañas por si alguna vez a alguna le tocaba poner un huevo.
Eso ocurría al azar. Nunca se sabía ni cual ni por qué. Ni para qué tampoco.
El problema que tenían mis tíos con esto
consistía en que había que controlar la población de gusanas, porque si había
demasiadas, alguna se volvía voraz y bajaba a incordiarles. Por lo visto, un
par de milenios ha, las hadas largaban a los gusanos que incordiaban al mundo
de los mortales, para que se matasen entre sí. Pero eso ya no se hace. Lo que
se hace es cargarse el huevo antes de que llegue hasta él el gusano. Su
aparición estaba determinada por el firmamento, y era posible saber cuándo se
iba a producir.
Cargarse el huevo no es tarea fácil. Primero
hay que secuestrarlo. Para colmo, la cáscara del huevo es de oro finísimo, y
como el huevo pesa unos cuarenta kilos, hay maleantes ilusos que sueñan con
robarlo para ellos, y resulta necesario espantarles. Mis tíos no se quedaban
con el oro cuando lograban hacerse con el huevo. Lo cascaban en casa, separaban
la clara de la yema, hacían una tortilla de clara que tenía no sé cuántas
propiedades saludables y se la cenaba alguien pachucho o se daba al ganado.
Luego se molestaban en devolver a las gusanas el oro de la cáscara y la yema,
que se volvía de oro líquido al exponerla a la luz del sol. Y lo hacían aun a
riesgo de perder sus vidas en el intento, que las gusanas tenían un genio
endemoniado, y más al estar resentidas por el secuestro del huevo.
En fin, que mis tíos creían que la caza del
huevo de la gusana era una cosa muy ecológica y muy necesaria para mantener el
equilibrio del medioambiente y una mañana al levantarse no se dirigieron a la
mesa de madera petrificada sino a un campo que había detrás del castillo todo
lleno de gigantescas piedras. La abuela obligó a sus hijos a llevarnos a Alpin
y a mí con ellos, aunque no parecían confiar mucho en nuestras habilidades para
secuestrar huevos de gusanas.
“Lo siento, pero tenéis que hacer de
niñeras,” les dijo la abuela. Así que mi amigo y yo nos pusimos los chalecos y
cascos y nos fuimos con ellos.
El abuelo dijo que él no iba, que no estaba
para bobadas. Parece ser que creía que el secuestro del huevo era algo contrario
a la naturaleza y que los gusanos tenían derecho a vivir y matarse entre ellos
e intentar matar a cualquiera igual que lo tiene cualquiera. Llevaba una caja
debajo del brazo y de ella sacó y depositó en la mesa fósil gubias, formones,
limas y escofinas y otras herramientas para tallar madera y entretenido en eso
se quedó cuando nos fuimos detrás del castillo.
Los tíos intentaron endilgarnos a las esposas
de los dos que estaban casados, pero estás se negaron a ocuparse de nosotros. Y
entraron en el campo de las piedras, atravesando montículos de nieve, y se pusieron cavar y a alzar y lanzar pedruscos
las primeras. Por cierto, se llaman Nagore y Oihana.
“Tenemos unas horas para entrenar,” nos dijo
el Tío Eurico, que fue el único que nos
dirigió la palabra. Unas pocas palabras para ser exactos. “Precalentamiento, ya
sabéis. Bueno, elegir una piedra y lanzarla.”
Yo estudié aquellas cacho piedras del tamaño
de un coche utilitario. Cuando yo quiero mover algo muy pesado, primero lo encojo hasta
que me cabe en la palma de la mano. Pero parecía que aquí no querían que se
hiciesen las cosas así. Miré a Alpin por si pudiese ser de ayuda.
“¿No te sabes el hechizo para alzar cosas
pesadísimas?” me preguntó. “A mí se me ha olvidado. Puede que no lo supiese
nunca,” me dijo.
Yo le cogí del hombro y le aparté de la zona
a la que estaban lanzando con sus propias manos rocas descomunales mis tías y
tíos.
“¡Estooooooop!”
gritaba alguno cuando no quedaban piedras que lanzar y entonces, jadeando y
caminando penosamente por la nieve, todos se apiñaban en un rincón y el tío
Enrique silbaba y las piedras volvían de donde habían caído, de vuelta a su lugar. Y a empezar otra vez.
Afortunadamente, algo de como alzar objetos
pesados recordaba yo. Muy nervioso, por si algo iba mal y la piedra que tenía
flotando en el aire se desmadrase y le cayese encima a alguno, le dije a Alpin,
“Las puedo alzar. El problema es que no tengo ni idea de cómo se lanza una
roca.”
“Será como tirar una pelota,” dijo Alpin.
“No sé yo,” le contesté. “Eso lo hago con las
manos, no con un hechizo.”
“Pues entre los dos lo conseguiremos, porque
yo alzar piedras no sé, pero lanzar pelotas con un hechizo, sí. Nunca me
molesto en lanzarlas manualmente.”
Mis tíos se miraban entre ellos, pero no
dijeron nada.
Bueno, el Tío Beltrán sí. Creo. Me pareció
oírle murmurar, “¡A lo que hemos llegado!”
“¿Pero esta gente no sabe que ya se ha
inventado la catapulta?” me preguntó Alpin. “¡Más vale maña que fuerza,
primordiales!”
Yo le hice señales para que se callase, no
sea que alguien se ofendiese, que bastante alternativos ya estábamos pareciendo.
Fue con cierto alivio que vi que
efectivamente entre los dos lográbamos lanzar una piedra más lejos que
cualquier otro.
Pero Alpin seguía erre que erre.
“Pero si las hacen volver con un hechizo… ¿a
que las lanzan con las manos? ¡Uy, estas tías tuyas, que miedo dan! Todo el día
sentadas con el culo pegado a la silla y sin pegar palo y de pronto de pie y
lanzando pedruscos. ¿Tú meterías a una mujer así en tu casa? ”
“En eso estaba pensando. Cualquier día de
estos,” susurré. “Mira, Alpin, concentrémonos en lanzar las piedras a una meta
o diana o como se llame. No creo que esto sea cuestión de lanzar por lanzar sin
preocuparse de acertar donde.”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario