Marina, la reina de la noche, nos recibió en
su camerino abarrotado de flores y admiradores. Estaba encantada de vernos. Me
dio seis o siete abrazos y se empeñó en
presentarme a su hermana, que era más “de tu edad.” Por lo cual nos llevó, a
Alpin y a mí, cada uno cogido de uno de sus brazos, al pub de La Sirena Celosa,
propiedad de su madre, donde se estaba ya celebrando la fiesta del elenco.
La Bella Lola, morenaza de ojos como
turquesas y de gato siamés, tenía una amiga muy rubia y de ojos verde mar llamada Ibiza, que era
hija de unos sirenos del norte que se habían mudado a la isla balear “por el
clima.” Ambas eran mayores que Alpin y
yo. Tenían unos quince años de hada pero que muy bien aprovechados. Casi parecían
veinteañeras, de lo arregladas que iban y por su desparpajo, pero nosotros,
pues encantados de hacer un favor a estas chicas mayores. Nos pidieron un favor
porque, como no podía ser de otra manera, resultó que ambas tenían novio, o lo
habían tenido. Ibiza acababa de romper con el suyo por una tontería y Lola
decidió romper también con el suyo para solidarizarse con su amiga, ya que el
tal Mervil no le había negado el saludo a Marmaduco, aunque sabía muy bien que
este último había caído en desgracia e Ibiza ya no le dirigía la palabra. Las chicas estupendas estas decidieron
dejarles claro a sus antiguos novios que eran libres de hacer lo que les daba la gana y matarlos de celos de
paso. Lo segundo lo tenían fácil, porque los sirenos son celosísimos incluso
cuando se trata de mujeres que no tienen ya nada que ver con ellos, o que ni
siquiera tuvieron algo que ver con ellos jamás.
Por todos estos hechos, Lola e Ibiza decidieron llevarnos de fiesta esa
noche.
“¿Estáis seguros de que queréis hacer esto?”
nos preguntó Pati mientras las chicas se fueron a la mesa de Lira para saludar
a sus tías, siete brujas marinas con alborotados pelos que parecían algas en
vez de cabellos. “Es que me siento un poco preocupada por vosotros, aunque no
me lo pueda creer ni yo. Mirad, que los sirenos tienen muy mal carácter. Puede
que os aticen si se enteran de esto. Y me parece que el propósito de esto es
precisamente que se enteren.”
“Tienen tan mal carácter que por eso algunas
sirenas prefieren casarse con mortales,” añadió Cotorro. “Dicen que los
mortales son menos violentos que los sirenos y más agradecidos que los hadas. A
ver si lo que les vais a tener que agradecer a estas va a acabar siendo un
puñetazo en un ojo.”
“Arley no puede decirle que no a una dama,”
dijo Alpin. “Y menos si conoce a su familia. Así que va a hacer esto, sí o sí.”
“Vaya. Pues cuando necesite algo, ya sé a
quién pedírselo,” dijo Pati.
“Tú no eres una dama,” respondió Alpin. “Y a
saber quiénes son tus parientes. Yo puedo decir que no a cualquiera, pero me
han soplado que la Ibiza esta tiene un palacete submarino lleno de maravillas y
tesoros. Y por el interés te quiero, Ines.”
“Ya. Pues los humanos se conforman con lograr
una buena pesca,” dijo Cotorro.
“Y dale con que los humanos son mejores que
los hadas,” dijo Alpin.
“Sólo más agradecidos. Y menos exigentes que
vosotros,” dijo Pati.
“Eso lo dices tú porque fuiste mortal,” dijo
Alpin. “Pues ve y vuelve con ellos y cásate con uno.”
“Pati es una de nosotros,” dije yo. “Déjala
en paz.”
“Eso lo dices tú porque te creías que podías
ser mortal y como eres tonto probablemente no has quedado convencido de que no
lo eres. Es obvio que el tema te altera.”
“Esos tíos tienen dientes de baracuda. Os van
a pegar un bocado y vais a volver a casa lisiados. Tú no vayas, Arley,” dijo
Pati.
Yo sonreí débilmente.
“Ay, crío tonto,” dijo Pati, “que te crees
que te va a merecer la pena.”
En ese momento apareció Afótico el Francés
Funesto, uno de los camareros esqueleto de La
Sirena Celosa, que tiene fama de gafe, con una bandeja enorme de ostras.
“Os van a enterrar con la sardina,” nos
susurró tétricamente.
“Pues yo a esos tíos no los veo por ningún
lado,” dijo Alpin, “y es porque no están aquí.”
Y ese
fue el fin de la conversación, porque mientras que Alpin se comía las ostras,
volvieron Lola e Ibiza.
“La noche es joven,” dijeron, “y nosotros
también. Os vamos a llevar de discotecas.”
Nosotros hicimos lo posible por parecer
mayores, y creo que logramos también aparentar unos quince años bien
aprovechados.
"¿Me dejo bigote?" me preguntó Alpin.
"Sólo vuélvete más alto," le dije.
Y de club en club nos llevaron las chicas,
asegurándose de que nos viese bien todo el mundo. Nos llevaron a Pez Gordo, la discoteca del club de yate
de Isla Manzana, donde tienen los mejores canapés de marisco de la isla, a Sargassum, propiedad de unos Jamaicanos
y popular entre las gentes del vudú y que algo de miedo daba, y bailamos el
limbo con bailarines que simulaban ser arañas y uno de estos nos perseguía intetando mordernos los tobillos, a La Isleña Loca, a tope guay de fantasmas de músicos latinos, ritmo
a tope, a Melhoun, donde se escucha la mejor música rai, blues estupendo. En
fin, a bailar sin parar. Para cuando llegamos a Katastrophic, Alpin estaba gritando “¡Quememos el local!” y nos fuimos porque amenazaron con
echarnos. Al lado está el Honolulu
Baby, el bar de copas de los adivinos Minafer Ominoso y Gemanías Ansioso.
Paramos ahí para saludar a los dueños que nos invitaron a unos chupitos de
gelatina Hawái Azul. Los futuristas estos fueron los únicos que nos
tranquilizaron. “Tranquilos pase lo que pase,” nos murmuraron al unísono,
“saldréis vivos de esta, nenes.” Agradecimos su profecía y los chupitos.
El lío ocurrió cuando nos atrevimos a entrar en el bar El Mugriento, un lugar espantoso en el que nunca habían estado ni nuestras anfitrionas. Discutieron mucho entre ellas antes de decidirse a entrar, pero por lo visto era necesario para sus propósitos. Merville y Marmaduco no estaban ahí tampoco. Bueno, no lo estaban cuando entramos nosotros. Pero entraron dos minutos después que nosotros, y justo antes de que unos sinvergüenzas intentasen robarnos a las chicas. Quiso el hado que los ex novios y la gentuza que frecuentaba aquel inmundo local se liasen a palos entre ellos antes de que llegasen hasta nosotros. Los cuatro salimos por la ventana de lo que decía ser el servicio.
Lola e Ibiza, muy contentas por la que habían
armado, no hacían más que reírse y reírse de los palos que estarían recibiendo
sus ex novios.
“Vosotros no os asustéis,” nos dijo Lola.
“Sarna con gusto no pica.”
“Ellos pueden hacerse invisibles. Si están
cobrando, es porque también quieren repartir,” nos explicó Ibiza.
Y entonces nos llevaron a ese maravilloso palacete submarino del que Alpin había oído hablar. Y lo mejor de la noche ocurrió ahí, porque las chicas estaban muy contentas y agradecidas por nuestra colaboración. Sabíamos que esto era flor de un día, pero nos compensó igualmente. Los cuatro seremos siempre muy buenos amigos.
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