Para encontrar tu camino en este bosque:

Para llegar al Índice o tabla de contenidos, escribe Prefacio en el buscador que hay a la derecha. Si deseas leer algún capítulo, escribe el número de ese capítulo en el buscador. La obra se puede leer en inglés en el blog Tales of a Minced Forest (talesofamincedforest.blogspot.com)

viernes, 10 de marzo de 2023

234. Candela Ausente

234. Candela ausente

Seguí a mis primos rientes y crepitantes por el bosque hasta que llegamos a una casita de ladrillo con un edificio de madera grande y largo y rectangular junto a ella. Estos edificios eran la casa fuera de casa de Tío Fuegovivo y su forja. Antes de que llegásemos ahí, el aire ya olía a comida asándose y ahora ya podía ver que ese olor venía de una enorme barbacoa cargada de falsos chuletones y salchichas.  A cargo de la barbacoa estaba el mismo Fuegovivo, que en ese momento estaba preparando una plancha para asar también mariscos.

“Perla siempre vuelve harta de andar cocinando en casa de mi hermano y Mabel, así que la cena siempre la preparo yo. Pero Perla trae el postre, preparado por alguien peor que mi suegra. La  ******** abuela Sopitas, claro. ¿Tú conoces a esa **** loca, no?”

“Y a Perla también,” contesté yo.

“Es un **** milagro que la bruja esa no envenene los postres que manda aquí. No le caigo bien a la ******anciana esa, y eso es decir poco. Perla casi dejó de ser su nieta favorita cuando le dijo a su abuela que se iba a casar conmigo sí o sí. Con o sin su **** bendición. Perla quiere creer que Sopitas me ha aceptado aunque a regañadientes, pero yo sé que no lo ha hecho. El día que esa bruja prepare un postre sólo para mí será el día que yo la palme. Por ahora no lo ha hecho porque no quiere correr el riesgo de cargarse a sus biznietos.”

Yo no le pregunté a Tito Fu por qué la Abuelita Sopitas con leche no quería que Perla se casase con él. Supongo que hubiese sido poco delicado por mi parte. Pero creo que él más o menos me lo explicó.

“Ella hubiese preferido que Perla enganchase a Gen, que se hace el dócil con los vejestorios, que no tienen ni idea de lo retorcido que puede ser cuando se suelta la melena. Pero a ese le clavó el ojo funesto la mamaracha de la casamentera Tita Cybela. Esa **** hada azul le quería para su hija pánfila desde que lo vio en pañales mojados. Sopitas hubiese preferido a cualquiera de mis hermanos antes que a mí, o incluso a Finisterre, el cocinero de peces, aunque a ese le odiaba porque se bebía los jereces y los vinos que ella usaba para cocinar directamente de las botellas. No tenía por qué hacer eso. Nuestra bodega estaba y sigue estando siempre abierta. Podría haber cogido sus propias botellas, o al menos haber usado un vaso. Tan poco sanitario, el **** Fishfin. Ay, la Sopitas hubiese preferido a cualquiera antes que a mí, porque yo secaba sus esponjosos y correctamente húmedos  bizcochos y dejaba sus tostadas como un tizón cada vez que me colaba en la cocina. Porque me gusta la comida calcinada. ¡Qué ******! No lo niego. Tú no te preocupes, que la tuya no la voy a chamuscar,” dijo, dándole la vuelta a un montón de langostas y enormes langostinos y vieiras y ostras de perla que estaba cocinando en una plancha con ajos y ajas y sal gorda y un doradísimo aceite de oliva de lujo. “Mis hijos me matan si les tizno la comida. Han salido a su abuela. No me odian, pero no les gusta comer cenizas. Parece mentira. Mira, Perla,” le dijo a su mujer, extrayendo una perla de una ostra. "Otra para ti. Una que casi se me escapa." Y echó la perla dentro de un cuenco pequeñito que ya contenía cosa de un par de docenas más.

Hablando de niños, mis primos ya se habían convertido en su versión luminosa pero no prendida. Había ahí seis, Brasa y Mediodía, Lamberto y Dagoberto, Igui y Faro. Ahora parecían niños normales, aunque algo rubicundos y hasta febriles y que cada uno olía un poco a humo algún tipo de hierba o madera ardiendo. Podía detectar romero, hierbaluisa, eucalipto, cedro, pino o sándalo cuando se acercaban a mí.

“Tarta de queso con dulce de leche,” dijo una voz femenina. Perla acababa de llegar y les decía a sus hijos cuál era el postre que traía con ella.

“¿Pero has vuelto a dejar a Candela con su ****** abuela?” preguntó Tito Fu. “Debería estar aquí para cenar con su primo.”

“Ah, es muy pequeña y no la echaremos mucho de menos. Así no tienes que aguantar sus llantos,” dijo Perla.

Tito Fu se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Y me dijo murmurando por lo bajo, “Esa va a aprender a odiarme. Nunca la veo.”

“Candela es nuestra hermanita menor,” me explicó Igui.

 “La conozco,” dije yo. Yo había visto a ese bebé en la cocina de la casa de mis tíos. Era muy mona. Hacía toda clase de ruiditos entrañables mientras revoloteaba por la cocina con sus alitas de gasa blandiendo siempre en una manita un molde de galletas o un batidor de varillas más largo que su bracito.

“No es como nosotros.”

“¡Calla!” dijo Mediodía. “Todavía es muy chiquita.”

“Lo único que puede encender son cerillas. Yo podía haber incendiado todo este bosque con un chasquido de mis dedos el mismo día que nací.”

“¡Calla! Papi no lo quiere decir para no discriminar, pero él cree que Brasa es la que mejor controla el fuego, no tú, Igui. Una vez la llamó hija de Brígida. No es un insulto, eso, Arley. Brígida es una diosa herrera. Fu siempre empieza a sonreír, aunque se corta, cuando ve los trabajos que Brasa hace en la forja. No quiere que creamos que tiene favoritos, pero ella es la que mejor lo hace y lo sabemos todos.”

“Candy no puede sacudir oro,” contribuyó Lamberto.

“¡Calla!” repitió Mediodía. “Ya lo hará cuando esté lista. No tiene ni un año y ya ha preparado esta estupenda tarta de queso.”

“Jamás había visto una tan bonita,” dije yo. Era verdad, y yo soy buen juez, porque  he visto muchísimas tartas de queso.   

“Pues es una suerte que sepa hacer algo, porque hay que valer para algo cuando no sacudes oro,” dijo Dagoberto.

“¡Calla!” advirtió Mediodía. “Trae mala suerte hablar de oro.”

Por sacudir oro se referían a que estos chicos sólo tienen que sacudirse un poco para que caigan piezas de oro de de sus orejas y sus axilas.

Perla era en lo que más me fijé esa noche, aparte de la extraordinaria tarta de queso y dulce de leche de la niñita Candi y las salsas secretas de Tito Fu, también muy buenas. Me fijé en Perla porque me pareció que se portaba de forma rara. No la conozco mucho, así que no podía saber si la pasaba algo o no, pero cuando estaba cerca Tito Fu, se comportaba de forma alegre y enrollada, pero cuando él no estaba delante parecía nerviosa y preocupada. Y cada dos por tres miraba a la luna como si esperase que algo cambiase ahí arriba. Nunca me había parecido una persona extraña cuando coincidía con ella en casa de Gen y Mabel.

Tito Fu había formado un medio-orbe alrededor de su terreno y eso mantuvo  al frío y a la nieve que había comenzado a caer a raya. Había un agujero, de esos de sal-pero-no-entres, en el orbe al que el humo de la barbacoa y de una hoguera grande que encendieron se dirigía disciplinadamente, desvaneciéndose en el cielo nocturno. Pudimos cenar ahí fuera, junto a la hoguera, en una gran mesa que salió caminando sola de la cabaña ya vestida con platos y vasos y servilletas, todo de papel y cubertería de madera. El tío bromeo con cuchillos de madera en casa del herrero, y tras la cena, envolvieron todo lo que había en la mesa en el mantel y Perla tiró ese bulto a la hoguera, y todos nos sentamos cómodamente alrededor de ella y mis primos dijeron que iban a dar un concierto en mi honor y empezaron a tocar olingoglorias y flautas blancas y calderotambores  y dejalesordos y otros instrumentos musicales. Unos cantaban y otros bailaban dando saltos  y brincos, y mientras lo hacían, yo estudié a Perla, que estaba sentada a mi lado, a ratos sonriente y a ratos casi mordiéndose las uñas y mirando a la luna con pánico. Su cara saltaba de feliz a miserable, y al revés continuamente. En estas, sentí que algo me rascaba la oreja.

¡Pregúntaselo!” zumbó como un mosquito la grave voz de Vicentico en mi oído.

Y yo me volví a Perla y susurré muy, muy bajito en su oreja, “¿Puedo ser de ayuda?”

Se volvió y me miró como si nunca me hubiese visto antes. Yo pensé que me había entendido mal y me iba a dar una torta por impertinente. Pero lo que hizo fue murmurar, “Podría ser.”

Y en cuanto pudo, me dijo, “En la cocina de Mabel, mañana por la mañana. A las diez, y entra por la puerta de atrás. Tu tía no se va ni a enterar de que has estado y tu tío se habrá ido a perseguir monstruos o lo que sea que hace fuera de casa.”

Yo me estaba preguntando en que lío me habría metido cuando me preguntaron mis primos si yo sabía cantar o bailar o algo.

“Ese seguro que toca el arpa,” dijo Dagoberto.

“No, pero me habéis picado y ya mismo buscaré quién me enseñe,” dije yo, pensando en Michael O’Toora, que es muy buen arpista. “Si tuviese un violín, tal vez podría recordar algo que alguna vez haya tocado yo.”

Y en lugar de poder interrogar a Vicentico sobre de que iba el problema de Perla, tuve que ponerme a tocar Amapola.

No quiero terminar este  capítulo sin antes aclarar para los que se lo hayan preguntado que exactamente es una olingogloria. Se trata de un pájaro, mecánico muy logrado, que se asemeja a las rosas de Alejandría en que es colorado de noche y blanco de día y que emite el sonido olingo y de vez en cuando otro que suena como si hubiese gritado gloria. Sé que parece extraño, pero el pájaro sabe hacer esto de modo literalmente encantador. Te puede dejar extasiado si se esmera. Las flautas blancas están hechas de huesos prehistóricos y suenan como si alguien estuviese silbando, y los calderotambores  pueden tocarse con las manos, o puedes subirte a ellos y hacerlos sonar bailando claqué o algo parecido ahí encima. El dejalesordo, originalmente creado para la guerra, es un tambor que avergüenza a los cañones, y vale por diez, por  cien o por mil bombos normales, según lo loco que esté el fabricante. Mejor no tener de esos ni cerca ni lejos.     

No hay comentarios.:

Publicar un comentario