234. Candela ausente
Seguí a mis primos rientes y crepitantes por
el bosque hasta que llegamos a una casita de ladrillo con un edificio de madera
grande y largo y rectangular junto a ella. Estos edificios eran la casa fuera
de casa de Tío Fuegovivo y su forja. Antes de que llegásemos ahí, el aire ya
olía a comida asándose y ahora ya podía ver que ese olor venía de una enorme
barbacoa cargada de falsos chuletones y salchichas. A cargo de la
barbacoa estaba el mismo Fuegovivo, que en ese momento estaba preparando una plancha para asar también mariscos.
“Perla siempre vuelve harta de andar
cocinando en casa de mi hermano y Mabel, así que la cena siempre la preparo yo.
Pero Perla trae el postre, preparado por alguien peor que mi suegra. La ******** abuela Sopitas, claro. ¿Tú conoces a
esa **** loca, no?”
“Y a Perla también,” contesté yo.
“Es un
**** milagro que la bruja esa no envenene los postres que manda aquí. No le
caigo bien a la ******anciana esa, y eso es decir poco. Perla casi dejó de ser
su nieta favorita cuando le dijo a su abuela que se iba a casar conmigo sí o
sí. Con o sin su **** bendición. Perla quiere creer que Sopitas me ha aceptado aunque a regañadientes, pero
yo sé que no lo ha hecho. El día que esa bruja prepare un postre sólo para mí
será el día que yo la palme. Por ahora no lo ha hecho porque no quiere correr
el riesgo de cargarse a sus biznietos.”
Yo no le pregunté a Tito Fu por qué la
Abuelita Sopitas con leche no quería que Perla se casase con él. Supongo que
hubiese sido poco delicado por mi parte. Pero creo que él más o menos me lo
explicó.
“Ella hubiese preferido que Perla enganchase
a Gen, que se hace el dócil con los vejestorios, que no tienen ni idea de lo
retorcido que puede ser cuando se suelta la melena. Pero a ese le clavó el ojo funesto la mamaracha de la
casamentera Tita Cybela. Esa **** hada azul le quería para su hija pánfila desde
que lo vio en pañales mojados. Sopitas hubiese preferido a cualquiera de mis hermanos
antes que a mí, o incluso a Finisterre, el cocinero de peces, aunque a ese le
odiaba porque se bebía los jereces y los vinos que ella usaba para cocinar
directamente de las botellas. No tenía por qué hacer eso. Nuestra bodega estaba
y sigue estando siempre abierta. Podría haber cogido sus propias botellas, o al
menos haber usado un vaso. Tan poco sanitario, el **** Fishfin. Ay, la Sopitas
hubiese preferido a cualquiera antes que a mí, porque yo secaba sus esponjosos y
correctamente húmedos bizcochos y dejaba
sus tostadas como un tizón cada vez que me colaba en la cocina. Porque me gusta
la comida calcinada. ¡Qué ******! No lo niego. Tú no te preocupes, que la tuya no la voy a chamuscar,” dijo, dándole la vuelta a un montón de langostas y enormes langostinos y vieiras y ostras de perla que estaba cocinando en una plancha con ajos y ajas y sal gorda y un doradísimo aceite de oliva de lujo. “Mis
hijos me matan si les tizno la comida. Han salido a su abuela. No me odian,
pero no les gusta comer cenizas. Parece mentira. Mira, Perla,” le dijo a su mujer, extrayendo una perla de una ostra. "Otra para ti. Una que casi se me escapa." Y echó la perla dentro de un cuenco pequeñito que ya contenía cosa de un par de docenas más.
Hablando de niños, mis primos ya se habían
convertido en su versión luminosa pero no prendida. Había ahí seis, Brasa y
Mediodía, Lamberto y Dagoberto, Igui y Faro. Ahora parecían niños normales,
aunque algo rubicundos y hasta febriles y que cada uno olía un poco a humo algún
tipo de hierba o madera ardiendo. Podía detectar romero, hierbaluisa, eucalipto,
cedro, pino o sándalo cuando se acercaban a mí.
“Tarta de queso con dulce de leche,” dijo una
voz femenina. Perla acababa de llegar y les decía a sus hijos cuál era el postre
que traía con ella.
“¿Pero has vuelto a dejar a Candela con su
****** abuela?” preguntó Tito Fu. “Debería estar aquí para cenar con su primo.”
“Ah, es muy pequeña y no la echaremos mucho
de menos. Así no tienes que aguantar sus llantos,” dijo Perla.
Tito Fu se encogió de hombros y sacudió la
cabeza. Y me dijo murmurando por lo bajo, “Esa va a aprender a odiarme. Nunca
la veo.”
“Candela es nuestra hermanita menor,” me
explicó Igui.
“La
conozco,” dije yo. Yo había visto a ese bebé en la cocina de la casa de mis
tíos. Era muy mona. Hacía toda clase de ruiditos entrañables mientras
revoloteaba por la cocina con sus alitas de gasa blandiendo siempre en una
manita un molde de galletas o un batidor de varillas más largo que su bracito.
“No es como nosotros.”
“¡Calla!” dijo Mediodía. “Todavía es muy
chiquita.”
“Lo único que puede encender son cerillas. Yo
podía haber incendiado todo este bosque con un chasquido de mis dedos el mismo
día que nací.”
“¡Calla! Papi no lo quiere decir para no
discriminar, pero él cree que Brasa es la que mejor controla el fuego, no tú,
Igui. Una vez la llamó hija de Brígida. No es un insulto, eso, Arley. Brígida
es una diosa herrera. Fu siempre empieza a sonreír, aunque se corta, cuando ve
los trabajos que Brasa hace en la forja. No quiere que creamos que tiene
favoritos, pero ella es la que mejor lo hace y lo sabemos todos.”
“Candy no puede sacudir oro,” contribuyó
Lamberto.
“¡Calla!” repitió Mediodía. “Ya lo hará
cuando esté lista. No tiene ni un año y ya ha preparado esta estupenda tarta de
queso.”
“Jamás había visto una tan bonita,” dije yo.
Era verdad, y yo soy buen juez, porque
he visto muchísimas tartas de queso.
“Pues es una suerte que sepa hacer algo,
porque hay que valer para algo cuando no sacudes oro,” dijo Dagoberto.
“¡Calla!” advirtió Mediodía. “Trae mala
suerte hablar de oro.”
Por sacudir oro se referían a que estos chicos sólo tienen que sacudirse un poco para que caigan piezas de oro de de sus orejas y sus axilas.
Perla era en lo que más me fijé esa noche,
aparte de la extraordinaria tarta de queso y dulce de leche de la niñita Candi
y las salsas secretas de Tito Fu, también muy buenas. Me fijé en Perla porque
me pareció que se portaba de forma rara. No la conozco mucho, así que no podía
saber si la pasaba algo o no, pero cuando estaba cerca Tito Fu, se comportaba
de forma alegre y enrollada, pero cuando él no estaba delante parecía nerviosa
y preocupada. Y cada dos por tres miraba a la luna como si esperase que algo
cambiase ahí arriba. Nunca me había parecido una persona extraña cuando
coincidía con ella en casa de Gen y Mabel.
Tito Fu había formado un medio-orbe alrededor
de su terreno y eso mantuvo al frío y a
la nieve que había comenzado a caer a raya. Había un agujero, de esos de
sal-pero-no-entres, en el orbe al que el humo de la barbacoa y de una hoguera grande
que encendieron se dirigía disciplinadamente, desvaneciéndose en el cielo
nocturno. Pudimos cenar ahí fuera, junto a la hoguera, en una gran mesa que
salió caminando sola de la cabaña ya vestida con platos y vasos y servilletas,
todo de papel y cubertería de madera. El tío bromeo con cuchillos de madera en casa del herrero, y tras la cena, envolvieron todo lo que había en la mesa en el
mantel y Perla tiró ese bulto a la hoguera, y todos nos sentamos cómodamente alrededor
de ella y mis primos dijeron que iban a dar un concierto en mi honor y empezaron a tocar
olingoglorias y flautas blancas y calderotambores y dejalesordos y otros instrumentos musicales.
Unos cantaban y otros bailaban dando saltos
y brincos, y mientras lo hacían, yo estudié a Perla, que estaba sentada
a mi lado, a ratos sonriente y a ratos casi mordiéndose las uñas y mirando a la
luna con pánico. Su cara saltaba de feliz a miserable, y al revés
continuamente. En estas, sentí que algo me rascaba la oreja.
Y yo me volví a Perla y susurré muy, muy
bajito en su oreja, “¿Puedo ser de
ayuda?”
Se volvió y me miró como si nunca me hubiese
visto antes. Yo pensé que me había entendido mal y me iba a dar una torta por
impertinente. Pero lo que hizo fue murmurar, “Podría ser.”
Y en cuanto pudo, me dijo, “En la cocina de
Mabel, mañana por la mañana. A las diez, y entra por la puerta de atrás. Tu tía
no se va ni a enterar de que has estado y tu tío se habrá ido a perseguir monstruos o lo que sea que hace fuera de casa.”
Yo me estaba preguntando en que lío me habría
metido cuando me preguntaron mis primos si yo sabía cantar o bailar o algo.
“Ese seguro que toca el arpa,” dijo
Dagoberto.
“No, pero me habéis picado y ya mismo buscaré
quién me enseñe,” dije yo, pensando en Michael O’Toora, que es muy buen arpista.
“Si tuviese un violín, tal vez podría recordar algo que alguna vez haya tocado
yo.”
Y en lugar de poder interrogar a Vicentico sobre
de que iba el problema de Perla, tuve que ponerme a tocar Amapola.
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