235. Candela Desaparecida
Al día siguiente, a las diez de la mañana en
punto, yo estaba acercándome a la puerta de atrás de la casa de Mabel y
Gentillluvia. No me hizo falta llamar. No sólo estaba abierta, sino que Perla
estaba mirando por la ventana que daba al jardín de atrás. Ella llegó a la
puerta antes que yo.
“Hoy para colmo mi cuñado no se acababa de
ir. Mira que se levanta al amanecer, como mi marido, que también es de esos que
no paran quietos. Augusto da cuatro vueltas por la casa para ver si todo está
como lo dejó la noche antes, sale al jardín probablemente a hacer lo mismo,
observa de soslayo la casa de los vecinos, que le caen fatal, porque están por
romanizar, eso dice, aunque él no les molesta,
se queda como idiotizado mirando al mar, el único momento que para
quieto, aunque tal vez esté intentando avistar serpientes marinas, y menos mal que no hay ni una muestra de basura
en estas playas, que si la hubiese, ese baja con una bolsa a dar su paseo
matinal recogiéndola. Luego entra a
ayudar a mi abuela a preparar el desayuno. O eso me cuenta mi abuela, que yo no
llego aquí hasta las nueve. Los que nos gusta trabajar, como mi marido y su
hermano y la abuela y yo, pues solemos madrugar, porque tenemos muchas ganas de
ponernos a eso, pero yo tengo que ocuparme de los niños más pequeños antes de
venir aquí, así que cuando llegó sobre las nueve, tu tío por lo general se ha
ido o le pillo saliendo por la puerta. Mabel se levanta más tarde. Como dicen
que casi no duerme por la noche, pues eso hay. Por lo visto hay muchas noches
que se queda cuchicheando en el comedor interior con su padre, de cosas de
gente lista, que ese es otro tío extraño donde los haya, siempre con cara de
mareado, y caminando dando tumbos.”
“¿El Mnemosino?” dije yo.
“El Memorión,” dijo Perla, afirmando con la
cabeza.
“Creo que vive en un barco, será por eso que
se tambalea como los marinos. Hablando de casas, Perla, yo he visto tu casa
aquí en Isla Manzana. Por fuera, no por dentro. Pero debe ser una maravilla. Yo
no saldría de ella nunca. No sé para qué te molestas en venir aquí a cocinar. A
Mabel le importa un rábano lo que come, o cómo funcione este lugar. Su marido
trae a un equipo de gente que lo hace todo y además tengo entendido que él casi siempre come fuera al mediodía. No sé
si volverá cenado. No creo que la Abuela Sopitas tenga mucho trabajo y…”
Perla me interrumpió.
“Ya,” dijo. “Si yo sé que mi cuñado puede
encontrarle a mi abuela una ayudante mejor que yo, y que él mismo, cuando se
arremanga esas mangas tan bien planchadas, es el mejor ayudante que la abuela
podría tener. Y sí, que entre tu madre y Fu me han dejado la casa preciosa.
Pero tengo mis razones para venir aquí. ¿De veras te gusta mi casa? Pues es
igual por dentro, ya lo verás un día de estos.”
Es imposible no fijarse en la casa de los
Fuegovivo, porque es toda de metales preciosos. Los tejados son de oro, con
miles de perlas incrustadas, todas procedentes de las ostras que ellos comen a
diario. Está en la misma urbanización que las casas de tres de mis hermanas
mayores y aunque ahí todas las casas son muy bonitas, la de Perla es la que más
destaca por su modernidad y su opulencia.
Todo esto lo hablamos ahí en la puerta, donde
estuvimos de pie hasta que la pequeña Candela salió revoloteando por la ventana
a ver con quién hablaba su madre. Al verla, le cambió la cara a Perla, que se
quedó blanca como un folio blanco en blanco. “Vete con la bisabuelita, nena,”
le dijo a su hija, “que tu primo y yo tenemos que hablar.”
Antes de irse, la hadita voló hasta mí y me
plantó un besito en la frente, a modo de saludo, y dejando allí un poco de harina que me transfirió de su naricita respingona. Y luego se fue, haciendo
ruiditos monísimos como pequeños zumbidos
de esos que está cría siempre está haciendo
“Esta seguro que también es de los que
trabajan. Parece una abejita. Debería
llamarse Melisa.”
“Es que se llama Melisa,” dijo Perla, volviendo
a palidecer. Y hasta parecía haberse vuelto escuálida.
“¿Qué?” murmuré yo, no sabiendo que decir, tuve que preguntar.
“Esa no es Candela. A Candela se la llevaron
los subterráneos. ¿Entiendes ahora mi problema?”
Cuando recuperé el habla, le pregunté a
Perla.
“¿Y quién es esta?”
“No lo sé bien. No me la dejaron a cambio. Es
una cría que he mangado yo personalmente, para que no me mate tu tío por perder
a nuestra hija.”
Yo no me podía creer lo que estaba oyendo.
“Esta noche hay luna nueva. O sea, que a
partir de las doce, no se va a ver ni torta en esta isla, porque todos apagan
las luces que se ven en el exterior a
las doce cuando no hay luna, para que cualquiera que quiera pueda disfrutar de
la oscuridad. Por eso te necesito.”
“¿Qué puedo hacer?”
“Torcerle el brazo al viejo del montículo,”
dijo Perla.
“Para que nos diga donde está Candela. Vale,
yo lo hago. ¡Claro qué sí! ¿Quién es ese y donde se encuentra?”
“No. Si Candela seguro que ya está maleada.
Ella también será otra persona. Lo que quiero es que le obligues al viejo del
montículo a que haga que la nueva niña
pueda sacudir oro. Verás, yo he estado cambiando a esta niña. Ella tenía el
pelo castaño, como tú, pero yo la he
vuelto rubita, para que se parezca a mis hijos. Y la he cambiado la voz. He
hecho que deje de hablar como una persona normal y sólo emita zumbidos para que
no la entienda nadie cuando hable y no se pueda chivar de mí. Y la he enseñado
a cocinar, para que por lo menos se parezca a mí y a mí abuela. Pero tiene que
sacudir oro, porque ese es el primer don que mi marido otorga a todos sus hijos
en el momento de reconocerlos como suyos. Y está no lo hace, porque no tiene
ese don. Nadie se lo ha otorgado. El don que otorgó Fu a su hija se lo ha
llevado Candela.”
“Tía, no tienes ni idea de lo impresionado
que estoy. Esta es la historia más horrible que he oído en mi vida. Yo creo… Es
que no sé por dónde empezar. ¿Podrías empezar tú a contarme esto desde el
principio?”
“No, porque no hay tiempo. Esta noche hay
luna nueva. Saldrá el viejo del montículo a inhalar la oscuridad bailando en el pico de su túmulo. ¿Tú
ves bien en la oscuridad?”
Yo asentí con la cabeza.
“Pues le tienes que agarrar de la muñeca, o del
tobillo, y no le sueltes hasta que prometa darle a la abejita el don de sacudir
oro. Él sabe hacer eso. Yo no.”
“Lo haré, aunque está mal molestar a otras
hadas. Y empezaré por ahí. Pero pienso también buscar a Candela. No vamos a
renunciar a ella.”
“¿Para qué vas a hacer eso?” dijo la tía Perla tristemente. “No necesitamos a dos niñas. No creo que se la hayan comido.
Podría ser, pero sería demasiado horrible. Pero es casi seguro que la hayan
maleado. Convertido en una delincuente, como sus raptores. O puede que se la
hayan vendido a una bruja medio humana que la tratara como a los gansos
ponedores de huevos de oro. Pero no pensemos en eso, que me pongo enferma. Y me
quedo paralizada. Y no puedo hacer lo que hay que hacer. Tú concéntrate en el viejo del montículo.”
Yo pensé en mi madre. Ella jamás aceptaría que la privasen de uno de sus hijos. Sólo pude concluir que Perla había perdido el juicio por el disgusto.
“Está bien,” dije yo. “Empezaré por doblegar al primordial porque eso te urge. Pero esto ahí no acaba. Voy a recuperar a mi prima.”
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