236. Cañada Astuta
Cuando deje la casa de los Gentillluvia, me
dirigí al campo de golf de mi abuelo AEterno, seguro de que le encontraría
allí. Y allí estaba.
“¡Qué bien que has venido! Me estaba
preguntando cuando lo harías,” dijo el abuelo.
Jugamos un poco. Me había enseñado bien y yo
no lo hacía nada mal. Después de un rato, él sugirió que fuésemos a almorzar al
restaurante del campo.
“¡Salve, Rhabarbarum!” saludó el abuelo al
lar que regenta ese bar. “Mi nieto favorito quiere pedirme que haga algo pero
no sabe ni cómo pedírmelo, ni si debe pedírmelo. Dile que hacer.”
“Pide,” dijo Ruibarbo, “por esa boquita de
piñón.”
El sí que tenía una boquita, no de piñón,
pero sí de pimpollo sonrosado. Rhabarbarum y su hermano Marrubium, que sale poco de la cocina, son casi idénticos, diferenciándose el uno del otro sólo a ratos, porque tienen los ojos como cuentas del color y del brillo de rubíes de un rosa oscuro y
rico, pero no siempre. A uno a veces se le ponen verdes y al otro de color ámbar y sólo entonces sabes seguro cuál es cuál, si consigues acordarte de cuál tiene los ojos verdes y cuál de color ámbar. Ahora los ojos de Ruibarbo me miraban fijamente con lo que me pareció algo de desprecio.
“En realidad Arley puede hacer lo que quiere
que yo haga él solito,” dijo el abuelo, “y la muliercula que le ha liado para
que lo haga, pues esa también podría hacerlo ella misma.”
“No creo que ella pueda,” dije yo. “No creo
que se encuentre en condiciones de hacer esto.”
Yo me preguntaba si era o no cosa buena que
el abuelo hubiese sacado el tema.
“La repostera lo puede hacer perfectamente,”
le dijo el abuelo a Ruibarbo. “Pero prefiere que otros recojan su algodón.”
“Se llama Perla,” dije yo. Y pensé que no
debí de haber dicho eso, porque tal vez no conviniese que Ruibarbo supiese de
quién estábamos hablando.
“Nietecito, ya me estás juzgando mal otra
vez,” dijo el abuelo. “¡Pero qué manía tienes con eso! Sé perfectamente cómo se
llaman mis nueras. A esa la he llamado la repostera porque lo es, y eso es lo
que la hace célebre. Pero tú crees que la estoy haciendo de menos. Si la tal
Perla fuese un militar y yo la llamase el capitán general, porque ese sería su
rango, tú no tendrías nada que objetar. Ya ves, Arley. El problema no lo tengo
yo, sino tú. Pero ya no lo tienes, porque te acabo de explicar que no hay
diferencia entre un capitán general y una repostera. Alguien te ha conseguido
asustar, hijo. No dejes que la gente atormente tu buen corazoncito con ideas
erróneas sobre la igualdad y la desigualdad.”
El abuelo se volvió otra vez hacia Ruibarbo y
le explicó que yo quería hacerle un favor algo complicado a la esposa del
fogoso Fu, pero que no yo no tenía claro cómo proceder.
“Eso es lo que le ha hecho esa mujer a mi
nieto. Cargarle con su problema, porque cree que ella misma no puede con eso. Y
ahora él cree que él tampoco puede con el problema. Y me lo quiere endilgar a
mí.”
“Yo no te he pedido ayuda, abuelo,” dije yo.
“Porque crees que yo no voy a dejar a un lado
mis asuntos para ocuparme de los de Perla. Y tú crees que tampoco puedes
recurrir a tu padre, porque ese jamás hace nada que no puedan hacer sus lacayos
por él, y este tema es delicado. Y tampoco crees que puedas acudir a tus tíos
con el cuento, ¿verdad? Cierto es que a Fu no conviene nada hacerle partícipe
de esto. Pedirle que rescate a su propia hija es impensable. No va a matar a la
repostera cuando se entere de lo que está
pasando. Eso lo cree ella, porque disfruta sintiéndose fatal. Es una
victimista, ¿qué se le va a hacer? Pero sí es cierto que Fu hará saltar algo
más que chispas cuando localice a los secuestradores de su nena. Conflagración,
hecatombe, devastación desbocada, y blah, blah. Pero no necesitas recurrir a mí
para esto, porque tienes un tío con el que siempre podrás contar para rescatar
a desgraciaditos.”
“Tito Gen. Pero Perla no quiere…”
Me corté en seco porque vi la cara del
abuelo.
“¡No!” gritó mi abuelo AEterno. “¡No, no y no!
¡Don Hágasebien no! Ese agitador de nubes, príncipe de las tormentas en tacitas de té, no!
¡Ni hablar! ¡Qué no!”
Antes de que yo pudiese adivinar si era
Ricatierra o era Vendaval el tío que me pudiese servir de algo, el abuelo dijo,
“No olvides a tu sutil tío Caelanoche. Está más loco que una focha, pero no es una
fiera precipitada, ni cuenta con un ejército hiperbólico de fanáticos del orden.
Ruibarbo, ¿a qué Caelanoche, pobrecito, es el más inteligente de mis hijos?”
“El más ocurrente, diría yo,” dijo el lar sin
mucho entusiasmo.
“¿Pero a que ayudará a Arley?”
“Lo hará si se le localiza. Es tan amable que
tiene que ser escurridizo,” dijo Ruibarbo encogiéndose de hombros.
“Piensa en él cuando tengas que ir a por la mema
de la mocosa que está dando la lata, Arley,” me dijo el abuelo. “Pero primero
tienes que hacer otra cosa, ¿no? Algo que tiene que hacerse esta misma noche.
Pues cuando hayamos almorzado, que Ruibarbo nos ha preparado empanada del pastor en cazuela, ve al montículo pasando por la Cañada Astuta.
Allí encontrarás todo lo que necesitarás para triunfar esta noche.”
No dijo más sobre el tema, y yo sabía que era
mejor no pedir más información. Conociendo al abuelo, al llegar a la cañada
seguro que lo que encontraría allí sería mi reflejo en un charco mugriento. De
sobra sé que del abuelo se puede esperar
cualquier cosa. Pero a pesar de mis recelos, sí que pasé por la Cañada Astuta.
Y lo que encontré allí estaba en el agua. Pero
no era mi reflejo. Era el léprecan Michael O’Toora, vadeando en un arroyuelo
verdoso, sus pantalones enrollados hasta las rodillas.
“Dame un segundo que he de encontrar mis
gafas,” me dijo. “Se me han resbalado de la nariz. Enseguida estaré contigo.
Tenemos que hablar.”
“Sí que tengo un par de horas,” dije yo,
“antes de tener que irme a ver a un hombre sobre algo de oro.”
“De eso quiero hablar. De tu encuentro con el
turbio. Estoy aquí para ayudarte a manipularlo, Arley.”
Un sapo servicial localizó las gafas de
Michael y se las entregó en mano. Y Michael pudo salir de esa agua corriente y
helada.
“Así es cómo funciona esto, Arley. Imagina
una noche turbia, muy turbia. Tristeza sin luz de luna, pesadumbre sin luz
alguna. Los alrededores están tan negros como el carbón, el mundo sumergido en
un bol de espesa tinta de calamar, las sombras retorciéndose y desapareciendo,
sumergidas en una oscuridad carente de sombras, plana y mate como un pedazo de
cartulina negra. No es esa una noche de paz. El silencio se ve interrumpido de
forma intermitente. Crujidos, chirridos, crics y cracs que vienen de detrás de barreras
de robles vueltos invisibles. Algo repta, algo croa. Algo aúlla, nada ladra a
la luna ausente. Tú estás escondido entre arbustos, como un murciélago,
agazapado ahí cual un gato que vigila a una presa que no sabe si podrá ver,
deseando que tus ojos no brillen en la oscuridad, que nada delate tu presencia.
Y entonces, sí, tu presencia se deja ver porque tus ojos fueron bendecidos con
un don que te permite ver lo que no se ve en esa negra noche. Ves una cara del
tamaño de un montículo. Está inspeccionando la densidad de las tinieblas. El
rostro la aprueba. ¡Y ahí está! Ya no se trata de un gigante. Es un viejecillo
estirando brazos y piernas en la cima de su hogar, el fantasmal montículo que
tú vigilas. Sí, ahí está tu presa, muchacho, pero antes de que puedas
abalanzarte sobre ella…”
Michael apuntó a un estuche de violín que
yacía bajo el árbol más cercano.
“Yo habré empezado a tocar mi violín y el
turbio aguzará sus oídos y romperá a bailar. Muy tenuemente y muy despacito al
principio, así tocaré yo la música que lo aturdirá, y le hará bailar
perezosamente para darte la oportunidad de asir su muñeca y retorcer su brazo.
Yo tocaré y tocaré hasta que le hayas obligado a prometerte lo que le pidas. Y
más seguiré tocando. Porque no debes soltarle hasta que vea el amanecer, aunque
te haya jurado en falso – pues en falso sería – que te dará lo que le pides. No
le debes soltar, pues libre y en la oscuridad, faltará a su palabra. El sol ha
de tocar su piel antes de que le sueltes. Lo mejor es que le dé en la espalda.
Gritará ¡Ay! y con ese grito, se verá cumplida su promesa.
Y sólo entonces le soltarás.”
“¿Pero cuando cumplirá su promesa?”
“La habrá cumplido al gritar ¡Ay!”
“¿Estás seguro?”
“Tan seguro como seguro es. Lo que le habrá dolido no es el sol, sino el haber cumplido su promesa. Entonces volverá a meterse en su montículo. Tú verás por un segundo su cabeza volverse gigantesca y cubrir todo el montículo. Y la verás encogerse hasta desaparecer.
Ahora, escúchame
bien, pues hay que hacer esto como está mandado. Son tres las cosas que has de
pedirle al turbio. Primero, que le conceda a la pequeña Melisa el don de
sacudir oro, pues de eso va todo este follón. Luego, has de preguntarle qué ha
sido de la pequeña Candela. Eso te lo dirá mientras baila, contigo sujetándole
en la oscuridad, si es que lo sabe. Finalmente, debes pedirle que no busque
venganza por haber sido forzado a darte lo que le has pedido. Y debe ceder a
aceptar un pago por sus servicios, que entonces pasaran a ser voluntarios y no
le deberás nada. Estaréis en paz.”
“¿Qué va a querer que le dé?”
“¡No! Bajo ningún concepto debes preguntarle
qué es lo que quiere. Te pediría tus sombras. Intentaría hacer que te sintieses
como un egoísta porque tú tienes dos y él ninguna. Sí que tiene sombra ese
sinvergüenza. La tiene cuando sale al sol. Al contrario de lo que la gente
suele creer, las sombras no son cosa de la oscuridad, sino de la luz. Sin luz,
no hay sombras.”
Y entonces la sombra que una vez fue del mago
Enrique dio un salto y gritó, “¡He estado en el infierno! Sé lo que es. ¡Piedad!
¡No me hagas volver, Arley!”
“Claro que no,” contesté yo. “No cederé a
ninguna de mis dos sombras. ¿Pero qué va a querer en vez el turbio?”
“Querrá la oscuridad que hay en tu alma,”
dijo Michael. “Jamás le entregues eso. Puede que suene como una buena idea
deshacerte de la oscuridad que hay en ti. Pero créeme, no es así. No si
pretendes seguir viviendo entre nosotros. Si te convirtieses en una criatura íntegramente
de luz, serías como Parsifal, el bendito tonto del Grial. No podrías habitar
este mundo. Ascenderías a la luz de las alturas y te perderíamos. Todo el que
quiere vivir fuera de la luz total requiere de un poco de oscuridad en su alma,
que le haga pesar y caer un poco, hasta aquí, hasta nuestro mundo. Necesitas
esa oscuridad aunque sólo sea para reconocer el mal cuando lo ves. ¿Cómo
enfrentarse a lo que no se conoce? No puedes funcionar sin ella aquí. ¡No
preguntes al turbio qué desea, pues partirá tu alma!”
“¿Entonces que le puedo ofrecer?”
“Ten,” dijo Michael, abriendo el estuche de
violín y extrayendo de él tres plumas negras. “Dale esto para su sombrero.”
“¿El turbio lleva sombrero?”
Yo no entendía cómo alguien que vive como los
muertos, enterrado en la tierra, y que sólo sale cuando no hay ni sol ni luna,
y no hay estrellas tampoco, y todos han apagado todos los fuegos naturales y
las luces artificiales también, podría necesitar un sombrero. Que yo supiese,
los turbios sólo tenían largas barbas enredadas
y tal vez algo de pelo también enredado en sus polvorientas cabezas.
“Correcto,” dijo Michael. “El turbio no tiene
un sombrero. Por eso le vas a dar este.”
Sacó, también del estuche de violín, un
sombrero de ala ancha como los que llevaban los caballeros del siglo dieciocho.
Era tan negro como las plumas.
“Las plumas estás son muy pequeñas y oscuras.
No lucirán puestas en ese sombrero,” dije.
“El que no ha de lucir es el turbio. Las
plumas son pequeñas porque son de gallina. Pero no de una gallina negra nacida
en una noche sin luna. De una gallina blanca y negra nacida en un día soleado,
para que el turbio no pueda hacer maleficios con ellas. Él no necesita saber de
dónde proceden. Y no se lo diremos. Le gustaran estos regalos durante un
tiempo. Sacará un brazo del túmulo para cogerlos cuando no estemos mirando.
Claro que lo haremos de soslayo, hay que estar seguros de que se los ha llevado
él. Una vez que los haya aceptado, habrá perdido el derecho a vengarse de
nosotros, y no lo tendrá aunque luego estas cosas le dejen de gustar.”
“¿Tienes los pies congelados?” le pregunté a
Michael, pues se veían algo azules.
“Están ya casi secos. Nada que un platito de
té con un poco de whisky no vaya a remediar. Sacó una toalla del estuche, se
secó los pies y se puso sus calcetines y zapatos. Y nos sentamos bajo ese árbol más cercano para tomar ese té,
que también salió del estuche de violín.
“¿Ha sido mi abuelo AEterno quién te ha dicho
que me ayudes?” le pregunté a Michael.
“¿Qué? No. Fueron los hojitas. Escucharon tu
conversación con la Perla de Fuegovivo. Los leprecanes sabes cómo negociar con
los turbios, por eso me vinieron con el cuento.”
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