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domingo, 2 de abril de 2023

237. Bailando y negociando en oscuridad total

 

237. Bailando y negociando en oscuridad total.

Todo iba bien. Bueno, tan bien como puede ir algo un poco siniestro. Michael y yo nos encogimos al tamaño de insectos y nos pusimos a merodear por entre las amapolas amarillas, la lavanda y la milenrama que crecían junto al montículo del Turbio. En la oscuridad, se perdía la dulce vista de sus esplendidos colores, pero el aroma de miel procedente de la budleia, o arbusto de las mariposas, flotaba  en el aire de la noche temprana de manera embriagadora. Cuanto más pequeños nos hacemos, más grande se vuelve todo lo que nos rodea, y eso incluye a los olores, así que yo rezaba pidiendo no estornudar. Esperamos ahí pacientemente hasta que la oscuridad se hizo todavía más oscura. Las farolas que iluminaban el jardín de mis tíos Mabel y Gen se apagaron, y las luces de los jardines vecinos también. Cuando ya no quedaban luces de ningún tipo ahí fuera, y tampoco se veían otras reluciendo en el interior de las casas, y hasta las luciérnagas habían dejado de destellar, supimos que eran las doce de una noche carente de luz.   

Michael y yo nos miramos y enseguida volvimos nuestros ojos al montículo. Y allí estaba la enorme cara del turbio, bostezando por todo su túmulo. Yo me preparé para saltar, él saltó de su montecillo, habiéndose vuelto ya de menor tamaño. Y salté, todavía del tamaño de un insecto, sobre él.  Y Michael comenzó a tocar su violín, suavemente y despacito al principio, y él se puso a bailar, se oían sus pasos, sonando a claqué cuando daban con piedras. Y yo volví a mi tamaño habitual antes de que se percatase de mi presencia y me aplastase como a un bichito y le cogí de la muñeca. Y entonces es cuando todo empezó a ir mal. Alpin me atizó en la mano que sujetaba la muñeca del turbio y casi solté a mi presa del susto. Había salido de la nada, y estaba gritando, “¡Ya he visto suficiente!¿Por qué siempre te pones a hacer estupideces en lugar de atenderme a mí?”  

Y entonces las cosas se pusieron aún peor, porque el turbio cogió a Alpin del brazo y se puso a bailar con él.

“¿Y esto por qué?” gritó Alpin, mientras que el turbio le arrastraba arriba y abajo por el montículo, girando y saltando a camera lenta, siguiendo la música de Michael. El léprecan , afortunadamente, no dejó de tocar a pesar de que su primo nos hubiese pillado por sorpresa. “Arley, no debo dejar de tocar. ¿Estarás bien?” me grito.   

“¡Sí!” grité devuelta. “Sigue tocando. Voy a hacer todo lo que pueda. A pesar del contratiempo.”

“¿Y ESTO POR QUÉ?” estalló Alpin, gritando tan fuerte como podía. “¡SUÉLTAME, LERDO MUGROSO!”

 “¡ESO!” me gritó el turbio, apretando aún más el brazo de Alpin, y yo hice lo mismo con el suyo. “¿Y esto por qué?”

“¡Calla, Alpin,  que se lo voy a explicar todo al turbio!”

“¿Qué? ¿Por qué al turbio? Yo he preguntado primero. ¿Por qué no a mí?”

Y comenzó a atizar la mano con la que yo sostenía la muñeca del turbio. Hasta que el mismo turbio, harto de que le alcanzasen en parte también estos golpes, amenazó con estrangular a Alpin con du larga barba si no dejaba de atizarnos. Dejó de intentar arañarme y sujetó a Alpin ahora con ambas manos.

“Pas de trois!” gritó el turbio a Michael. Y Michael le dio por el gusto y se puso a tocar el Pas de Trois de Minkus. Entonces empezamos a tener una conversación surreal mientras bailábamos ballet los tres, yo porque me era más fácil bailar que dejarme arrastrar por el viejo mientras le sujetaba del brazo. 

“Alpin, ten por seguro que yo no estaría aquí bailando si no se tratase de un asunto de vida o muerte. Esto va en serio,” dije. Intentando conseguir su silencio para poder hablar con el turbio.

“¿Serio?” dijo Alpin. “En serio, Arley, ¿cómo puede ser esto serio?”

Yo solté todo lo que esperaba que pudiese callarle, pero comenzó a recriminarme como suele hacer.

“Cuando yo digo que voy a pasar la semana en compañía de mi cuñado y que tú puedes tomarte ese tiempo libre, no me debes tomar en serio, Arley. Tú sabes mejor que yo que mi hermana me va a echar de su casa en cuanto pueda. Así que deberías haber estado escondido entre los matorrales de su jardín, y no aquí en esos para robarle un baile al viejo que vive aquí. ¡Zafándote de mí de forma misteriosa para provocar mi curiosidad!”

Yo le pedí que se fiase de mí y escuchase lo que le iba a decir al señor del montículo.

“Cuanto antes te calles, antes acabará esto,” le dije.

“¡QUIERO QUE ACABE YA!” fue la respuesta de Alpin.

“Paquita!” gritó el turbio.

 “No sé si sé tocar eso bien,” respondió Michael. Pero intento tocar el Pas de Trois de Paquita lo mejor que pudo.

“¡Calla ya, Alpin, y deja que acabe con esto!” chillé yo.

“No pienso soltarle hasta que tú me sueltes a mí,” dijo el turbio.

“Ya me lo imaginaba,” dije yo.

Y comencé a explicarle al turbio por qué le estaba sujetando de la muñeca. Y tal y como me esperaba, Alpin quería que el turbio le otorgase el don de sacudir oro a él y no a Melissa.

“Pero si tenemos siempre oro en los bolsillos, Alpin,” intenté razonar con él. “¿Para qué quieres más? Si nunca lo gastamos.”

“¡Ni hablar del peluquín!” gritó el turbio. "¡Yo no le doy nada a ese!" 

“No hace falta que le de nada a este,” me apresuré yo en decirle al viejo, “sólo necesito que le otorgue usted el don a la bebé cocinera que vive en la casa que hay a la izquierda del montículo, ahí arriba. Seguro que ha visto a esa pequeña revoloteando por aquí. ¿A qué conoce a Perla y a la Abuelita Sopitas?”

“Sé quién son,” asintió el turbio, “pero no nos hablamos. Principalmente porque nunca se han dignado a hablar conmigo.”

“Principalmente porque no le habrán visto. Se pasa usted la vida metido en el montículo. Mire, gran señor del túmulo, Candela, la hija de Perla ha desaparecido. Dígame lo que sabe usted de esto.”

“Mi título es el de rey de la colina,” dijo el turbio. “Y lo único que diré, haciéndole así un favor a gente que no me habla, es que hablen con la Maneta.”

Alpin estaba callado. Ahora le interesaba mucho escuchar la conversación. Además de cotillear, estaba pensando en cómo sacar partido de esta situación.

“La maneta?” dije yo.

“¡Del Mortero!”

“¿Dice que las cocineras deben consultar a sus morteros?”

Yo estaba empezando a esperar lo peor.

“No diré más. Ni una palabra. Yo nada sé, yo nada vi. Ale, fuera de aquí.”

“No puedo soltarle hasta que no le conceda el don de sacudir oro a Melisa.”

“¡El Cascanueces!” gritó el viejo.

 “¿Qué?” dije yo. ¿Primero un mortero y su maneta y ahora un cascanueces?

El turbio no me respondió. No hizo falta. Michael empezó a tocar el Pas de Trois del Cascanueces, y me di cuenta de que era a él a quién había hablado el turbio.

No hubo manera de que dijese más sobre Candela, y yo me di cuenta de que iba a tener que torcerle el brazo para que prometiese otorgar el don deseado a Melisa. Me sentía fatal teniendo que hacer eso, y Alpin no hizo que me sintiese mejor.

“¡Así se hace, Arley!” gritaba para animarme. “¡Tuérceselo bien al vejete! ¡Qué me lo dé a mí también.”  

Yo no quería apretar más por si le rompía el brazo, que parecía una ramita. Por suerte, a mí se me da bien inventar amenazas, y sé cómo sonar como un borde, que algo he aprendido de mi abuelo, así que le dije entre dientes al viejo, “Si estoy haciendo esto, puedes estar seguro de que es porque estoy desesperado, que si no, de que me voy a molestar en meterme con alguien como tú. Yo soy un príncipe de esta isla y voy a hacer que te echen de ella de una patada, sin que importe el tiempo que lleves aquí ni nada.”

“Vale,” dijo el viejo. “Tú ganas. Le otorgaré el don de sacudir oro a la niña. Pero a tu amigo no.”

“Bien,” dije yo. “Pero no pienso soltarte hasta que quede hecho,” dije yo, consciente de que eso sólo pasaría al amanecer.

El viejo se enrabietó al ver que yo no me había dejado engañar.

“¡Cola de golondrina!” le gritó a Michael.

Y Michael empezó a tocar una giga. Pronto nos dimos cuenta de que el viejo intentaba sacudirnos de encima. ¡Madre mía! ¡Cómo bailaba el turbio! Así estuvimos durante horas, bailando mareante giga tras mareante giga.

 “Kesh!” gritó el turbio, y tras esa, la peor, “Tam Lin!”

Menuda nochecita. El turbio gritándole a Michael que tocase más y más rápido y Alpin gritando que quería oro y jurando que agotaría al turbio antes que él a nosotros, y los tres dando saltos y brincos. No sé cómo no salieron los vecinos a matarnos. Sería porque salir en una noche sin luna no es nada conveniente aquí. Yo sabía que había uno que sí sería capaz de salir, luna o no luna. “Si está en casa, está ya aquí fuera,” pensé, añadiendo la posible intervención de Tito Gen a mis demás temores.

Y entonces, cuando supe que el amanecer iba a romper, le volví a pedir el don de sacudir oro al turbio para Melisa.

Y él gritó, “¡Qué sí! ¡Ya es suyo!”

“¿Por qué tocas lo que te pide?” le gritó de pronto Alpin a Michael, al verle a la luz del sol naciente. “Mi propio primo imbécil colaborando con el enemigo. ¿De qué lado estas? Nos lo pones difícil.” 

 ¡Ay!” grito el turbio cuando le rozó un rayito de sol.

“¡Cumplido!” gritó Michael, y dejó de tocar con un suspiro de alivio.

Y yo solté al turbio. Y el turbio se escabulló y se metió en su monte.

Afortunada o desafortunadamente, se llevó a Alpin con él.

“¡Oh, no!” le susurré a Michael. “Se me olvido pedirle que no se vengase.”

“No importa,” dijo la enorme cara del turbio, apareciendo en el montículo. “Estoy dispuesto a negociar.”

Michael le enseñó primero las plumas y luego el sombrero y él dijo que le complacían y que no se vengaría de nosotros. Íbamos a respirar aliviados cuando nos recordó que tenía prisionero a Alpin.

“¿Vais a querer que os lo devuelva?” nos preguntó.

Michael y yo nos miramos.

“Así es que no,” suspiró el turbio. “No os puedo culpar.”

 “¿Qué quieres por él?” pregunté yo.

“No hace falta que me deis nada. Quiero que os llevéis algo.”

“No me fio de tus palabras,” dije yo, “¿Qué nos llevaríamos? ¿Tendremos que pelear por ello?”

“¡No, qué va! He hecho bastante ejercicio para un mes con el concurso de baile. Tengo en mis manos a un chaval que ocupa demasiado espacio. Ni a su madre ni a mí nos interesa que siga aquí. Os devuelvo vuestro estorbo, y vosotros me libráis del mío. Ese es el trato.”

“¿De quién se trata y dónde tenemos que ir a por él?”

Y el turbio escupió por su boca a un chiquillo polvoriento que no podía tener ni siete años, aunque era altísimo, como de diez o doce.

“¿No tendrás a Candela ahí dentro?” le grité al turbio inmediatamente. “Porque voy a entrar a saco en tu montículo. Voy a cavar hasta encontrar la entrada si no me la devuelves, y-”

“¡Calla! Este chico es mi propio hijo, pero ya no le podemos tener. Es muy grande para su edad y ocupa demasiado espacio. Necesita su propio montículo. Pero no lo hallará en esta isla porque tu madre no querrá y tu tío no lo consentirá. Él es nuevo, no antiguo residente como yo. Pero si tú eres quién dices ser, un príncipe de la isla, pues acógelo, y puede que los mandamases de tus parientes hagan la vista gorda.”

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