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viernes, 14 de abril de 2023

240. Casi al oeste

240.  Casi al oeste

Cuando le dije a Tito Richi que no podía ir a tomar julepe de menta a su casa, Alpin no se excusó también. Yo sospeché que no era su gusto por el julepe lo que le había decidido a irse con el tito en vez de darme la lata a mí. Lo más probable era que quería enterarse de lo que el tito iba a hacer con toda la Pasta Pésima que había comprado a los Maneta. Así que por una vez, en lugar de estar encantado de perderle de vista un rato, le obligué a acompañarme amenazándole con contar sus intenciones a su hermana Brana.

Entonces llamé con mi bola de cristal a mi hermana Brezo porque es la persona que más sabe sobre cada uno de los miembros de nuestra familia y le pregunté a ella donde exactamente vivía Tito Caelanoche.

“Ve casi al oeste,” me dijo, “pero no del todo ahí. Cuando hayas casi llegado al oeste, verás unas ruinas. Son lo que queda de la casa ideal de Tito Cae. La primera forja de Tito Fuegovivo estuvo en esa casa. Cuando Tito Fu se fue de la casa de sus padres para vivir por su cuenta, nadie sabía qué clase de casa ideal construir para él. Finalmente pensaron en diseñar algo que parecía un horno más que otra cosa, pero no sabían dónde ponerlo, porque nadie quería ser vecino de Fuegovivo. De adolescente, no sabía controlar muy bien su don de prender fuego. Con frecuencia chamuscaba a la gente que se le acercaba o reducía a cenizas objetos que tocaba. Tito Gen había desaparecido por aquel entonces y no le podía ayudar. Tito Ricatierra le tenía miedo, como es lógico, porque podía arruinar toda su labor con chasquear los dedos. Y Tito Vendaval sólo servía para empeorarlo todo. La mitad de las veces, apagaba los fuegos que producía su hermano, pero la otra mitad sólo lograba propagarlos sin querer. Tito Caelanoche se apiadó de su hermano menor y se lo llevó a vivir con él. Le animó a aprender a controlar su don manejando metales y produciendo toda clase de objetos útiles. Tito Fu practicaba en casa de Tito Cae, y con el tiempo se convirtió en el mejor herrero, hojalatero y platero del mundo de las hadas. Pero un día hubo un accidente y la casa de Tito Cae ardió, y sólo quedan de ella unas ruinas, las que verás cuando llegues al casi oeste. Pero si estudias estas ruinas, verás que sigue en pie un arco de piedra. Pasa por ese arco y entrarás en el fantasma de la casa de Tito Caelanoche. Todas las habitaciones que había antes en la casa del tito estarán ahí, y todo lo que había dentro de la casa también.”

“¿Tito Caelanoche vive en el fantasma de su casa?” pregunté con sorpresa.

“Pues sí, eso es lo que he dicho,” continuo Brezo. “Hay casas encantadas y casas fantasma. En las casas encantadas viven fantasmas. Y en las casas fantasma  puede vivir con normalidad cualquier espíritu. Por fuera y por dentro de la casa fantasma del tito te encontrarás con gatos, en su mayoría blancos. No te molestes en preguntarles donde está el tito si no le ves por ahí. Estos gatos son sordos. ¿Te acuerdas cómo el tito nos llevaba a cazar gatos sordos cuando éramos pequeños? Pero puede que encuentres ahí un gato que sí te escuchará, Arley. Ese es Catgliostro. Tú sabes que Tito Cae tiene una poltrona que lleva con él a todas partes. Pues este gato tiene un taburete con un cojín adosado que también suele llevar consigo cuando sale de casa. La mayor parte del tiempo no va a ninguna parte, y casi siempre le puedes encontrar en casa del tito, descansando en su taburete. No le confundirás con otro gato y él te dirigirá la palabra a ti antes que tú a él. Es un gato ocultista y suele estar enterado de lo que pasa por todas partes. Catgliostro es muy popular entre ancianitos y adolescentes que quieren que lea las hojas de té que quedan en su tacitas, o que les lea la palma de la mano, o descubra su futuro en una bola de cristal. Dile hola de mi parte cuando le veas. Y al tito también.”

Siguiendo al sol, Alpin y Michael y yo nos fuimos casi al oeste y cuando llegamos ahí, vio algunas piedras y algunas columnas que parecían haber formado parte de los cimientos de una casa. También había unos arbolitos extraños, muy jóvenes y algo torcidos o doblados y negruzcos, con unos cuantos manojos de agujas que parecían de pino creciendo por aquí y por allá. Estos brotes hacían que pareciese que los arbolitos estaban recuperándose de un desastre. También vimos unos cuantos gatos blancos y sin duda sordos, paseando por las ruinas. Y a través de un arco que seguía en pie, vimos la cara de un gatito. Sólo la cara, porque el resto del gato estaba dentro del fantasma de la casa de Tito Caelanoche. Y cuando cruzamos el arco, también lo estábamos nosotros.

La casa era exactamente como esperábamos que fuese, del siglo diecinueve tardío, y estaba llena de objetos de arte, libros, álbumes y discos.

“Estoy en mi estudio,” dijo una voz somnolienta tras bostezar. “Segunda puerta a la derecha y recto hasta que me veáis.”

Y ahí estaba Tito Cae, sentado en su sillón. Aunque es una poltrona, siempre parece un trono.

“Catgliostro dice que buscáis a una niña pequeña. La menor de Fuegovivo,” dijo Tito Cae. Y se volvió hacia un gato que estaba reposando en un taburete que había junto a su sillón y le dijo, “¿No es así, Catgliostro?”

El enorme gato tenía la piel de color lavanda azul, con rayas verde aceituna. Su taburete tenía un cojín de color lila y patas de madera pintadas de azul añil.

“Llama al Turbio, no hará falta más,” le dijo Catgliostro al tito. “Encantado de conoceros en persona, sí, os lo digo a todos,” añadió,  y nos saludó con la cabeza.

No hacía falta presentarnos, porque el gato estaba muy bien informado y sabía quienes éramos y a que veníamos.

“Ya he hablado con el Turbio,” empecé a explicarle yo al tito, pero me cortó.

“Pero yo no,” dijo.

El tito cogió su bola de cristal que estaba en un velador pequeño junto a su silla y el viejo del montículo apareció en la bola. O, mejor dicho, apareció un montón de tierra y algo se movía dentro de eso.

“Aquí la Luz Agonizante,” dijo Tito Caelanoche a la tierra que había oscurecido la bola de cristal. “¿Qué nos puedes contar sobre la desaparecida niña de Fuegovivo, Terry?”

“A mi amigo, la tierna Luz Agonizante, claro que le tengo que decir lo que sé. Pero quiero algo a cambio,” respondió la voz del Turbio. “No de ti, Caelanoche. Me lo he pasado pipa bailando acompañado la pasada noche sin luna. Y quiero que la siguiente noche sin luna el chaval del pelo zanahoria me enseñé a bailar el hula. Siempre he querido aprender, para que figure en mi repertorio.”

“¿POR QUÉ YO?” gritó  Alpin indignado.

“El otro niño no es buen bailarín. Me cogía del brazo como si me lo quisiese retorcer.”

Me encantó escuchar eso. Significaba que yo no le había hecho ningún daño al viejo.

“No tengo nada que ver con el bebé de Fuegovivo y no hay razón para que ayude a localizar a esa chiquilla,” protestó Alpin.

“Lo hará,” le dijo Tito Caelanoche al Turbio. “Tú descubre el pastel.”

“La Fuegovivo canija tiene amigos. Y se ha largado para verles. Su madre está siempre tan agobiada con tantos hijos y ese marido pesado que ni se dio cuenta de que la mocosa había hecho una maleta que llevaba un cartel que decía Hawái o reviento. La llevaba cuando desapareció.”

“¿Sus amigos son hawaianos?” preguntó Tito Cae.

“No, y también son amigos tuyos.  Bueno, más o menos. Se trata de los Niños Espinosos. Esos a lo que tú vigilas.”

Creo haber dicho antes que algunas hadas, cuando nacen, no encuentran padres y permanecen en los bosques, playas, lagos u otros sitios en los que aparecieron por primera vez, tratando sólo con la flora y la fauna loca. A esas hadas las llamamos hijos de la Madre Naturaleza. Pero hay otro tipo de hadas que no quieren padres, y se niegan a seguir a los que les ofrecen serlo al que podría ser el hogar de su familia. Estos niños  a veces se juntan con otros como ellos o con niños que se han fugado de sus hogares. Forman bandas y viven juntos en campos o en cuevas. Les llamamos Niños Espinosos, porque suelen ser antipatiquísimos. Cuando alguien les habla, suelen contestar “¡Largo de aquí! ¡Márchate, imbécil! ¡Te odio!” Puede que también te apedreen o lancen fruta podrida y hasta te arañen o te muerdan, y por lo general la gente los abandona a su suerte por ser tan desagradables.

Cuando le pregunté a Tito Cae que tenía él que ver con los espinosos, me dijo que Tito Gen creía que todo niño menor de siete años debía de tener padres. Encontró hogares agradables para un grupo de estos chiquillos, pero se negaron a irse a vivir ahí. Como le dijeron de modo muy claro que se metiese en sus asuntos, Gen pasó a vigilarles de lejos, pero cuando tuvo que desaparecer, Tito Cae le prometió a su hermano que él se ocuparía de echar un ojo a los espinosos de vez en cuando para que no les pasase nada malo. Nada malo les solía ocurrir, pero de vez en cuando tenían algún problema que necesitaban ayuda para resolver.

“Hay un campamento de espinosos aquí en la isla dónde siempre han vivido niños de estos. Supongo que esa es su casa ideal, si no conocen otra cosa, ¿cómo van a querer algo mejor? Los que prometí vigilar crecieron hace cientos de años y se largaron a hacer sus vidas en otra parte. Pero otros siempre han ocupado su lugar. Ahora hay unos cuantos viviendo en ese campamento. Saben quién soy y me toleran porque nunca he intentado controlarles. Tolero su hostilidad, aunque no me gusta que sean tan repelentes. Ellos lo saben, porque se lo digo. Aun así me permiten ayudarles de vez en cuando con problemas que ellos no pueden resolver solos. No son agradecidos, pero ya no me apedrean.”

 Así que lo siguiente que hicimos fue contactar con los espinosos. Tito Cae se levantó de su silla y al campo en cuestión fuimos. No tuvimos que volar muy lejos.

“¡Ahí viven!” dijo Tito Cae apuntando a un campo lleno de cardos borriqueros. “¡Eh! ¡Espinosos! ¡Qué necesito hablar con vosotros!” gritó el tito en dirección al campo y unas cuantas cabecitas salieron de entre la maleza. “Es importante. Estoy buscando a una niña desaparecida.”

Los espinosos deben estar realmente a bien con Tito Cae, porque le contestaron y hasta nos dieron la información que necesitábamos. Por lo visto unos mortales habían abandonado un conejo en una carretera mortal. Unos espinosos que pasaban por ahí recogieron al conejo, que estaba herido. Puesto que el conejo había pertenecido al mundo mortal, era necesario curar sus heridas antes de convertirlo en un conejo hada. Un par de espinosos fueron a ver a los Maneta para comprar un ungüento que curaría al conejo. Allí se encontraron con Candela, que estaba saliendo y entrando de los jardines de los Gentillluvia y los Maneta persiguiendo a un pájaro azul. Hicieron amistad y a partir de entonces, cuando su madre estaba ocupada en la cocina de los Gentillluvia ayudando a la Abuela Sopitas, la niña se largaba a visitar a sus amigos. Entre estos había un chiquillo al que llamaban Puín.  Era incluso más joven que ella y  la quería mucho, porque estaba muy impresionada con como ella podía prenderle fuego a cualquier cosa y porque le encantaba escuchar los cuentos que ella contaba sobre pájaros de fuego, salamandras y volcanes. De los volcanes salían, según Candela, los mas bonitos fuegos del mundo. Puín expreso un deseo de ver estos volcanes, y Candela, como hada amable que era, decidió concedérselo. Prometió llevarle a Hawái para enseñarle uno. Y eso había hecho. 

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