Para encontrar tu camino en este bosque:

Para llegar al Índice o tabla de contenidos, escribe Prefacio en el buscador que hay a la derecha. Si deseas leer algún capítulo, escribe el número de ese capítulo en el buscador. La obra se puede leer en inglés en el blog Tales of a Minced Forest (talesofamincedforest.blogspot.com)

lunes, 17 de abril de 2023

241. Viaje de Ida y Vuelta


 241. Viaje de Ida y Vuelta

Lo primero que hizo Tito Caelanoche cuando llegamos a Hawái en su lancha motora fue reunirse con los Menehunes. Son una familia de hadas hawaianas muy antigua.

“Bebé Pele,” dijo un anciano de barba blanca cuando Tito Cae describió a Candela. No dijo más pero sonrió y nos ofreció un guía, un muchacho muy espabilado llamado Kaholo. El chico nos subió a un monte donde encontramos a Candela y a Puín. Habían hecho amistad con una niña llamada Iolana que les estaba enseñando a construir estanques para peces. En este momento, estaban a punto de terminar uno.

“¡Esperad!” susurró Tito Cae. “Dejemos que los chiquillos terminen su estanque antes de manifestarnos.”

Candela colocó la última piedra en su lugar y entonces Alpin gritó, “¡Eh,  mocosa aviesa, hemos venido a por ti! No intentes huir. ¡Ahora sabemos en qué andas!”

Candela frunció el ceño. Pero aparte de contrariada, no parecía estar mal. Su pelo estaba más rubio que nunca por el sol y su piel se había bronceado bien, porque después de todo era hija de Fuegovivo y muy ignífuga. Puín, en cambio, estaba rojo y rosa y hasta parecía tener alguna ampolla, pero parecía muy feliz.

Dimos las gracias a los Menehunes por la amabilidad con la que habían tratado a los niños y también a nosotros y les invitamos a visitarnos en nuestra propia isla. Candela y Puín no opusieron resistencia y recogieron sus bártulos, entre ellos una penca enorme de plátanos, un saco lleno de rocas volcánicas y un cesto enorme repleto de conchas marinas. Hasta empaquetaron el estanque para llevárselo a casa con el resto de sus suvenires.

El sol se había puesto para cuando llegamos a Isla Manzana y Tito Cae parecía más somnoliento de lo habitual. Pensé que estaría muy cansado. Él es de gestos muy llamativos y efectivos pero breves,  rápidos y fugaces, y en esta ocasión podía haber hecho demasiados esfuerzos para ayudarme.    

“Hemos cumplido nuestra misión, tito,” le dije. “Yo puedo terminar de hacer lo poco que queda. Llevaré a Puín a la apoteca de Henny para que le cure las ampollas. Luego llevaré a Candela hasta la casa de Tito Gen. Allí estará su madre preparando la cena. Tú puedes irte a casa a descansar.”

“Arley,” bostezó Tito Cae, “me temo que el día no ha acabado todavía. Va a haber un montón de gritos y llantos e intercambios de insultos y me temo  que Candela no es la única criatura imprudente que ha tenido que ser recuperada hoy. Voy a ir contigo, por si se me necesita.” Chasqueó los dedos y su motora desapreció y en su lugar apareció su poltrona. “Iré, pero sentado,” dijo, y se dejó caer en el sillón y estiró los brazos y las piernas y volvió a bostezar.

Cuando llegamos a casa de Tito Gen, Perla, que debería haberse alegrado mucho de vernos volver con Candela, empezó en vez a temblar cual hoja de álamo temblón.

“¿Cómo voy a explicarle a Fu que he secuestrado a Melisa?” dijo la pobre mujer y estalló en llanto.

Ese era su nuevo problema. Yo me había olvidado de que Melisa era una niña raptada y que lo correcto era devolverla a los suyos.

Pero antes de que pudiésemos empezar a pensar en cómo hacer la devolución, el Abuelo AEterno apareció, con el rostro encolerizado. Con él venía Tito Ricatierra, con aspecto de cordero degollado y todo él muy mojado, empapado del todo. Parecía diez años mayor que el abuelo, pero no porque se le viese más viejo de lo habitual. Era porque el abuelo parecía no tener ni veinte años.

“¿Os podéis creer lo que ha hecho este insensato?”

Tito Cae sacudió la cabeza en respuesta a la pregunta que había hecho su padre.

“Se ha dejado secuestrar. Y los secuestradores han tenido la increíble osadía de pedirme un rescate. ¡A MI!”

“Pero, Papi, si yo puedo pagar eso,” protestó Tito Richi. “No es para tanto. Por lo visto valgo muy poco.”

“Tú no tienes que pagar por nada, porque yo te he rescatado sin soltar un céntimo, tonto del haba. ¿Es qué no te enteras? ¿No ves la diferencia?”

Al principio, las cosas fueron tal y como había planeado Tito Richi. Se había corrido la voz de que el tito estaba dispuesto a pagar por recuperar a su sobrina. Elucubro y Metopata eran dos tontos que aspiraban a ser delincuentes. Vivían fuera de la isla pero eran clientes habituales de los Maneta y habían llegado en barco para hacer unas comprichuelas. Se enteraron por Mortero que Ricatierra estaba dispuesto a pagar un rescate por su sobrinilla. No tenían ni idea de donde estaba Candela, pero querían beneficiarse de la generosa oferta del tito y pensaron que podían fingir que sí sabían algo y aproximarse con mentiras al tito y secuestrarle a él y pedir un rescate por él.

Con esto en mente, fueron a la plantación de Ricatierra y le encontraron tomando julepe de menta en el porche de su casa. El tito les recibió amablemente y como es muy cortés, les ofreció de beber. Dijeron que no les gustaba el julepe y el tito se levantó para buscar a su mayordomo y decirle que trajese unas cervezas para sus invitados. Ese fue el momento que los dos maleantes aprovecharon para echar en el vaso del tito un narcótico que habían comprado en la tienda de los Maneta. Mi inocente tío cayó inconsciente cuando el mayordomo trajo las cervezas y los tres brindaron por la salud de los presentes. Elucubro y Metopata apuraron las cervezas y entre los dos arrastraron al tito hasta el barco en el que habían navegado hasta Isla Manzana para visitar a los Maneta. Le metieron en la bodega de la nave y se fueron al campo de golf del abuelo para pedir un rescate. Nadie se atrevió a preguntar que había hecho el abuelo con estos dos pobres diablos. Pero no regresaron a casa en su barco. El tal barco lo podíamos ver desde donde estábamos, flotando a la deriva en la mar. El que sí fue al barco fue el abuelo, que sacó al tito de la bodega y lo tiró por la borda al agua para que se despertase.

Nada más enterarse de todo esto, Tito Cae cayó dormido en su sillón. Cuanto más gritaban y reñían los que le rodeaban, más roncaba él.

“¿Te das cuenta de lo que has hecho, niña díscola y egoísta?” el abuelo le preguntó a Candela. “No me importa un higo lo preocupada que estuvo la tonta de tu madre, porque eso queda entre vosotras. Tampoco me importa un bledo el daño que el incendiario de tu padre podría haber causado de haber estado al tanto de tu desaparición. Eso es entre él y las víctimas de su mal pronto. ¿Pero te das cuenta de que podrías haber matado de hambre a toda la isla si algo le hubiese sucedido a tu innegablemente tonto pero igualmente generoso tío Ricatierra debido a tu falta de consideración para con los demás, mema desagradecida?”

“¡Hala, exagerado!” se burló Candelita. “No intentes hacer que me sienta culpable, AEterno. No es fácil que un hada se muera de hambre. Y tú hubieses hecho algo para remediarlo, tal y como acabas de hacer. Así que no montes un drama, que no es para tanto.”

“¡Espera y verás lo que te va a pasar!” amenazó el abuelo a Candelita. “Por haber sido desconsiderada. Sí, señorita. Por haberte ido a comer mundo sin avisar a nadie. Espera y verás lo que te va a hacer la vida, descarado bebé de dos añitos.”

“Mientras tú no me fastidies, estaré bien,” dijo Candela, riéndose desafiante. “¿Sabes qué, AEterno? Tú ahora mismo pareces un niño guay, muy mono estás. Pero en realidad no eres más que un viejo gruñón y antipático y se te nota demasiado en cuanto abres la boca. Así no vas a dar el pego a nadie. ¿Tú me preguntas si puedes jugar al golf? ¿A qué no? ¿Lo ves? El primero que hace lo que le da la gana eres tú.”

“¡Tú misma!” sentenció el abuelo Aeterno. “He acabado con esta niña. Queda abandonada a su suerte. Pero hay otro crío del que te tengo que hablar, Richi.”

¿Otro? ¡Pero si yo no he intentado rescatar a ningún otro, Papa! ¡Te lo juro!” exclamó Tito Ricatierra muy sorprendido.

“Hazme el favor de ponerte a cavar ahora mismo y extrae a ese desgraciadito que tienes enterrado en la sórdida tierra como si fuese un cadáver o una zanahoria. ¿Me oyes? Pues hazlo incluso antes de que te seques.”

“¡Ah!” dijo Tito Richi. “Tú te refieres a Fisipki, ¿a qué sí? No, verás, es qué ese es un turbio. Le gusta estar enterrado.”

El abuelo perdió los papeles y empezó a gritar como loco.

“¡Ningún nieto mío va a vivir enterrado bajo tierra como si estuviese muerto! ¡Yo no tengo nietos turbios! ¡Ni muertos, ni muerto!  ¡Mis nietos no duermen en el vientre de la tierra y esperan a que llegue una noche negra para alzarse de un salto y ponerse a bailar como esos tontos muñecos que saltan de una caja y te dan un susto de muerte! Mis nietos bailan y cantan y juegan a la luz del sol, a la luz de la luna, a la luz de las estrellas, a la luz de velas y a la luz de gas y también eléctrica. Bailan y cantan bajo la bendita luz en libertad nada constreñida. ¡Mis nietos son hijos de la luz! ¡Todos son muy despiertos y todos brillan! ¡Hasta los que son inaguantables irradian luminosidad!”

Tito Gentillluvia, que estaba en casa, había salido de su hogar incluso antes de que la situación empezase a animarse, pero se había quedado callado y a cierta distancia, probablemente para enterarse primero de lo que estaba pasando.

“Richi,” dijo ahora, “tengo que darle la razón a Papá en esto. No veo como tú hijo puede ser un turbio. Los turbios no nacen, se hacen a sí mismos. Y ese niño no tiene edad para saber que quiere ser un turbio. ¿Dónde lo encontró el turbio viejo? Yo no creo que sea posible que ese sea su hijo.”

“¡Cosecha a ese niño mugriento y quítale la mierda de encima aunque sea raspando con un cuchillo o lo haré yo mismo!” ordenó el abuelo a Tito Richi. “¡Y tú cállate y métete en tus asuntos!” le gritó a Tito Gen. “No necesito que me ayudes con esto.”

“Tendré que consultar a Brana,” dudó Tito Richi.

“¿Por qué no consultas con el niño?” dijo Tito Gen, ignorando a su padre. “Pregúntale que quiere. Y qué es. No creo que pueda ser un auténtico turbio. Aquí hay gato encerrado.”

“Lo que quiero es jugar al golf,” dijo Fisipki, apareciendo de pronto entre nosotros. Se volvió hacía el abuelo AEterno y le preguntó, “¿Me enseñarás a jugar, abuelito?”

“¡Ay, no!” dijo el abuelo retrocediendo. “Yo no enseño a cualquiera. Pero Arley lo hará. ¿Serás tan amable te enseñar a tu primo mugriento a jugar al golf, Arley?” me preguntó el abuelo. “Mira, lo haces cuando yo no esté en el campo de golf. Mientras esté jugando al ajedrez. ¿No te dará mucho asco la mugre? A mí me horroriza.”

“Por supuesto, abuelo, yo lo haré,” dije mansamente.  

“¡Pero no digas que sí!” la pequeña Candela me espetó. “¡Niégate! ¿Es que no ves que te está utilizando?”

“¡Mmmm! Espera y verás lo que te va a hacer la vida,” el abuelo volvió a advertir a Candela.

“Tranquilo, que yo le enseñaré, abuelo. No me importa hacerlo,” dije yo. “¿Pero qué va a pasar con Melisa?”

Casi habíamos olvidado a esa pequeña.

“¡No puedo explicarle a Fu que la he secuestrado!” gimió Perla, estrujándose las manos y llorando otra vez.

“¡Eres una mujer necia!” dijo el abuelo. “Hazte valer, tontaina. No te mereces a esta niña.” Se volvió a Melisa, que estaba revoloteando junto a la tía Perla y dijo, “¿Quieres volver a dónde estabas? Creo que era un árbol con una colmena de abejas. Sí, eso es. Yo nunca me equivoco, hija de la Madre Naturaleza.”

Melisa sacudió la cabeza.

“¿No, eh? ¿Pues quieres venirte a casa conmigo? Hace miles de años que no tengo una hijita. Tú no eres de esos críos que dan problemas. Y sabes hacer una tarta de queso de primera. Eres un tesoro, pequeñita. Mi mujer también te querrá,” dijo el abuelo muy amablemente.

Pero Melisa volvió a sacudir la cabecita.

“No tienes que irte a ninguna parte, nena,” dijo Tito Gen igual de dulcemente que el abuelo. “Mabel y yo no hemos tenido un hijo en tres siglos. Bueno, en realidad nunca lo hemos tenido. Nuestras hijas fueron criadas por su abuela. Tú puedes quedarte aquí como nuestra hija y vivir con nosotros y con la Abuelita Sopitas, como has estado haciendo, sólo que como hija y no ya como sobrina nuestra.”

Pero Melissa sacudió la cabecita por tercera vez.

Y entonces, para sorpresa de todos, voló hasta mí y dijo, “¡Contigo!”

No hay comentarios.:

Publicar un comentario