241. Viaje de Ida y Vuelta
Lo primero que hizo Tito Caelanoche cuando
llegamos a Hawái en su lancha motora fue reunirse con los Menehunes. Son una
familia de hadas hawaianas muy antigua.
“Bebé Pele,” dijo un anciano de barba blanca
cuando Tito Cae describió a Candela. No dijo más pero sonrió y nos ofreció un
guía, un muchacho muy espabilado llamado Kaholo. El chico nos subió a un monte
donde encontramos a Candela y a Puín. Habían hecho amistad con una niña llamada
Iolana que les estaba enseñando a construir estanques para peces. En este
momento, estaban a punto de terminar uno.
“¡Esperad!” susurró Tito Cae. “Dejemos que
los chiquillos terminen su estanque antes de manifestarnos.”
Candela colocó la última piedra en su lugar y
entonces Alpin gritó, “¡Eh, mocosa
aviesa, hemos venido a por ti! No intentes huir. ¡Ahora sabemos en qué andas!”
Candela frunció el ceño. Pero aparte de
contrariada, no parecía estar mal. Su pelo estaba más rubio que nunca por el
sol y su piel se había bronceado bien, porque después de todo era hija de
Fuegovivo y muy ignífuga. Puín, en cambio, estaba rojo y rosa y hasta parecía
tener alguna ampolla, pero parecía muy feliz.
Dimos las gracias a los Menehunes por la
amabilidad con la que habían tratado a los niños y también a nosotros y les invitamos
a visitarnos en nuestra propia isla. Candela y Puín no opusieron resistencia y
recogieron sus bártulos, entre ellos una penca enorme de plátanos, un saco
lleno de rocas volcánicas y un cesto enorme repleto de conchas marinas. Hasta
empaquetaron el estanque para llevárselo a casa con el resto de sus suvenires.
El sol se había puesto para cuando llegamos a
Isla Manzana y Tito Cae parecía más somnoliento de lo habitual. Pensé que
estaría muy cansado. Él es de gestos muy llamativos y efectivos pero breves, rápidos y fugaces, y en esta ocasión podía haber
hecho demasiados esfuerzos para ayudarme.
“Hemos cumplido nuestra misión, tito,” le
dije. “Yo puedo terminar de hacer lo poco que queda. Llevaré a Puín a la
apoteca de Henny para que le cure las ampollas. Luego llevaré a Candela hasta
la casa de Tito Gen. Allí estará su madre preparando la cena. Tú puedes irte a
casa a descansar.”
“Arley,” bostezó Tito Cae, “me temo que el
día no ha acabado todavía. Va a haber un montón de gritos y llantos e intercambios
de insultos y me temo que Candela no es
la única criatura imprudente que ha tenido que ser recuperada hoy. Voy a ir
contigo, por si se me necesita.” Chasqueó los dedos y su motora desapreció y en
su lugar apareció su poltrona. “Iré, pero sentado,” dijo, y se dejó caer en el
sillón y estiró los brazos y las piernas y volvió a bostezar.
Cuando llegamos a casa de Tito Gen, Perla,
que debería haberse alegrado mucho de vernos volver con Candela, empezó en vez a
temblar cual hoja de álamo temblón.
“¿Cómo voy a explicarle a Fu que he secuestrado
a Melisa?” dijo la pobre mujer y estalló en llanto.
Ese era su nuevo problema. Yo me había
olvidado de que Melisa era una niña raptada y que lo correcto era devolverla a
los suyos.
Pero antes de que pudiésemos empezar a pensar
en cómo hacer la devolución, el Abuelo AEterno apareció, con el rostro
encolerizado. Con él venía Tito Ricatierra, con aspecto de cordero degollado y
todo él muy mojado, empapado del todo. Parecía diez años mayor que el abuelo,
pero no porque se le viese más viejo de lo habitual. Era porque el abuelo
parecía no tener ni veinte años.
“¿Os podéis creer lo que ha hecho este
insensato?”
Tito Cae sacudió la cabeza en respuesta a la
pregunta que había hecho su padre.
“Se ha dejado secuestrar. Y los
secuestradores han tenido la increíble osadía de pedirme un rescate. ¡A MI!”
“Pero, Papi, si yo puedo pagar eso,” protestó
Tito Richi. “No es para tanto. Por lo visto valgo muy poco.”
“Tú no tienes que pagar por nada, porque yo
te he rescatado sin soltar un céntimo, tonto del haba. ¿Es qué no te enteras?
¿No ves la diferencia?”
Al principio, las cosas fueron tal y como
había planeado Tito Richi. Se había corrido la voz de que el tito estaba
dispuesto a pagar por recuperar a su sobrina. Elucubro y Metopata eran dos
tontos que aspiraban a ser delincuentes. Vivían fuera de la isla pero eran clientes
habituales de los Maneta y habían llegado en barco para hacer unas comprichuelas.
Se enteraron por Mortero que Ricatierra estaba dispuesto a pagar un rescate por
su sobrinilla. No tenían ni idea de donde estaba Candela, pero querían beneficiarse
de la generosa oferta del tito y pensaron que podían fingir que sí sabían algo
y aproximarse con mentiras al tito y secuestrarle a él y pedir un rescate por
él.
Con esto en mente, fueron a la plantación de
Ricatierra y le encontraron tomando julepe de menta en el porche de su casa. El
tito les recibió amablemente y como es muy cortés, les ofreció de beber. Dijeron
que no les gustaba el julepe y el tito se levantó para buscar a su mayordomo y
decirle que trajese unas cervezas para sus invitados. Ese fue el momento que
los dos maleantes aprovecharon para echar en el vaso del tito un narcótico que
habían comprado en la tienda de los Maneta. Mi inocente tío cayó inconsciente
cuando el mayordomo trajo las cervezas y los tres brindaron por la salud de los
presentes. Elucubro y Metopata apuraron las cervezas y entre los dos
arrastraron al tito hasta el barco en el que habían navegado hasta Isla Manzana
para visitar a los Maneta. Le metieron en la bodega de la nave y se fueron al
campo de golf del abuelo para pedir un rescate. Nadie se atrevió a preguntar
que había hecho el abuelo con estos dos pobres diablos. Pero no regresaron a
casa en su barco. El tal barco lo podíamos ver desde donde estábamos, flotando
a la deriva en la mar. El que sí fue al barco fue el abuelo, que sacó al tito
de la bodega y lo tiró por la borda al agua para que se despertase.
Nada más enterarse de todo esto, Tito Cae
cayó dormido en su sillón. Cuanto más gritaban y reñían los que le rodeaban,
más roncaba él.
“¿Te das cuenta de lo que has hecho, niña díscola
y egoísta?” el abuelo le preguntó a Candela. “No me importa un higo lo
preocupada que estuvo la tonta de tu madre, porque eso queda entre vosotras.
Tampoco me importa un bledo el daño que el incendiario de tu padre podría haber
causado de haber estado al tanto de tu desaparición. Eso es entre él y las
víctimas de su mal pronto. ¿Pero te das cuenta de que podrías haber matado de
hambre a toda la isla si algo le hubiese sucedido a tu innegablemente tonto
pero igualmente generoso tío Ricatierra debido a tu falta de consideración para
con los demás, mema desagradecida?”
“¡Hala, exagerado!” se burló Candelita. “No
intentes hacer que me sienta culpable, AEterno. No es fácil que un hada se
muera de hambre. Y tú hubieses hecho algo para remediarlo, tal y como acabas de
hacer. Así que no montes un drama, que no es para tanto.”
“¡Espera y verás lo que te va a pasar!” amenazó
el abuelo a Candelita. “Por haber sido desconsiderada. Sí, señorita. Por
haberte ido a comer mundo sin avisar a nadie. Espera y verás lo que te va a
hacer la vida, descarado bebé de dos añitos.”
“Mientras tú no me fastidies, estaré bien,”
dijo Candela, riéndose desafiante. “¿Sabes qué, AEterno? Tú ahora mismo pareces
un niño guay, muy mono estás. Pero en realidad no eres más que un viejo gruñón
y antipático y se te nota demasiado en cuanto abres la boca. Así no vas a dar
el pego a nadie. ¿Tú me preguntas si puedes jugar al golf? ¿A qué no? ¿Lo ves?
El primero que hace lo que le da la gana eres tú.”
“¡Tú misma!” sentenció el abuelo Aeterno. “He
acabado con esta niña. Queda abandonada a su suerte. Pero hay otro crío del que
te tengo que hablar, Richi.”
“¿Otro? ¡Pero si yo no he intentado
rescatar a ningún otro, Papa! ¡Te lo juro!” exclamó Tito Ricatierra muy
sorprendido.
“Hazme el favor de ponerte a cavar ahora
mismo y extrae a ese desgraciadito que tienes enterrado en la sórdida tierra
como si fuese un cadáver o una zanahoria. ¿Me oyes? Pues hazlo incluso antes de
que te seques.”
“¡Ah!” dijo Tito Richi. “Tú te refieres a
Fisipki, ¿a qué sí? No, verás, es qué ese es un turbio. Le gusta estar
enterrado.”
El abuelo perdió los papeles y empezó a
gritar como loco.
“¡Ningún nieto mío va a vivir enterrado bajo
tierra como si estuviese muerto! ¡Yo no tengo nietos turbios! ¡Ni muertos, ni
muerto! ¡Mis nietos no duermen en el
vientre de la tierra y esperan a que llegue una noche negra para alzarse de un
salto y ponerse a bailar como esos tontos muñecos que saltan de una caja y te
dan un susto de muerte! Mis nietos bailan y cantan y juegan a la luz del sol, a
la luz de la luna, a la luz de las estrellas, a la luz de velas y a la luz de
gas y también eléctrica. Bailan y cantan bajo la bendita luz en libertad nada
constreñida. ¡Mis nietos son hijos de la luz! ¡Todos son muy despiertos y todos
brillan! ¡Hasta los que son inaguantables irradian luminosidad!”
Tito Gentillluvia, que estaba en casa, había
salido de su hogar incluso antes de que la situación empezase a animarse, pero
se había quedado callado y a cierta distancia, probablemente para enterarse
primero de lo que estaba pasando.
“Richi,” dijo ahora, “tengo que darle la
razón a Papá en esto. No veo como tú hijo puede ser un turbio. Los turbios no
nacen, se hacen a sí mismos. Y ese niño no tiene edad para saber que quiere ser
un turbio. ¿Dónde lo encontró el turbio viejo? Yo no creo que sea posible que
ese sea su hijo.”
“¡Cosecha a ese niño mugriento y quítale la
mierda de encima aunque sea raspando con un cuchillo o lo haré yo mismo!”
ordenó el abuelo a Tito Richi. “¡Y tú cállate y métete en tus asuntos!” le
gritó a Tito Gen. “No necesito que me ayudes con esto.”
“Tendré que consultar a Brana,” dudó Tito
Richi.
“¿Por qué no consultas con el niño?” dijo
Tito Gen, ignorando a su padre. “Pregúntale que quiere. Y qué es. No creo que
pueda ser un auténtico turbio. Aquí hay gato encerrado.”
“Lo que quiero es jugar al golf,” dijo
Fisipki, apareciendo de pronto entre nosotros. Se volvió hacía el abuelo
AEterno y le preguntó, “¿Me enseñarás a jugar, abuelito?”
“¡Ay, no!” dijo el abuelo retrocediendo. “Yo
no enseño a cualquiera. Pero Arley lo hará. ¿Serás tan amable te enseñar a tu
primo mugriento a jugar al golf, Arley?” me preguntó el abuelo. “Mira, lo haces
cuando yo no esté en el campo de golf. Mientras esté jugando al ajedrez. ¿No te
dará mucho asco la mugre? A mí me horroriza.”
“Por supuesto, abuelo, yo lo haré,” dije
mansamente.
“¡Pero no digas que sí!” la pequeña Candela
me espetó. “¡Niégate! ¿Es que no ves que te está utilizando?”
“¡Mmmm!
Espera y verás lo que te va a hacer la vida,” el abuelo volvió a advertir a
Candela.
“Tranquilo, que yo le enseñaré, abuelo. No me
importa hacerlo,” dije yo. “¿Pero qué va a pasar con Melisa?”
Casi habíamos olvidado a esa pequeña.
“¡No puedo explicarle a Fu que la he
secuestrado!” gimió Perla, estrujándose las manos y llorando otra vez.
“¡Eres una mujer necia!” dijo el abuelo.
“Hazte valer, tontaina. No te mereces a esta niña.” Se volvió a Melisa, que estaba
revoloteando junto a la tía Perla y dijo, “¿Quieres volver a dónde estabas?
Creo que era un árbol con una colmena de abejas. Sí, eso es. Yo nunca me
equivoco, hija de la Madre Naturaleza.”
Melisa sacudió la cabeza.
“¿No, eh? ¿Pues quieres venirte a casa
conmigo? Hace miles de años que no tengo una hijita. Tú no eres de esos críos
que dan problemas. Y sabes hacer una tarta de queso de primera. Eres un tesoro,
pequeñita. Mi mujer también te querrá,” dijo el abuelo muy amablemente.
Pero Melisa volvió a sacudir la cabecita.
“No tienes que irte a ninguna parte, nena,”
dijo Tito Gen igual de dulcemente que el abuelo. “Mabel y yo no hemos tenido un
hijo en tres siglos. Bueno, en realidad nunca lo hemos tenido. Nuestras hijas
fueron criadas por su abuela. Tú puedes quedarte aquí como nuestra hija y vivir
con nosotros y con la Abuelita Sopitas, como has estado haciendo, sólo que como
hija y no ya como sobrina nuestra.”
Pero Melissa sacudió la cabecita por tercera
vez.
Y entonces, para sorpresa de todos, voló
hasta mí y dijo, “¡Contigo!”
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