Al igual que yo, Melisa nació bajo una
morera. Pero mientras que la mía se alzaba firme a pesar de ser el fantasma de
un árbol, la de ella, aunque un árbol hada, yacía casi totalmente en el suelo,
cargada de colmenas de abejas, y cuando pasaron meses y ningunos posibles
padres se atrevieron a acercarse al árbol y nadie llegó a ver a la niña y a
pedirla que fuese su hija, las abejas aceptaron a Melisa y la acogieron como
una más de su especie.
El día que desapareció Candela, Perla vagó un
poco por el jardín que hay detrás de la
casa de los Gentillluvia buscando a su
hijita. Este jardín tiene la particularidad de crecer cada vez más conforme
andas en él, y no parece acabar nunca. Hay en el cuatro hitos, uno en cada una
de las cuatro direcciones, que señalan donde acaba el jardín corriente y todo
lo que hay más allá de los hitos es siempre mayor que tu capacidad de recorrer
todo el jardín. Cuando el sol estaba listo para ponerse, Perla vio una cabeza
dorada y reluciente que podría ser la de Candela. Perla se acercó a ella y vio
que se trataba de otra niña, una que no era la suya.
Melisa estaba agotada de haber pasado el día
buscando néctar. Y se había ido temprano a la cama, retirándose a su morera, y
allí yacía, profundamente dormida con su cabecita apoyada en una colmena que
hacía las veces de almohada y cubierta
por una mantita de verdes hojas trenzadas. Perla no podía seguir vagando por el
jardín sin que alguien se diese cuenta de que algo iba mal. Su abuela la echaría
en falta y daría la alarma si no volvía a la cocina a ayudar a preparar la
cena.
“Alguien se ha llevado a mi hija,” pensó. “No es injusto que yo me lleve a esta a cambio.”
No había ni una abeja a la vista que pudiese
reclamar a Melisa. Y la niña estaba tan profundamente roque que ni se giró cuando
Perla la alzó de su arbóreo lecho. Afortunadamente para Perla, Melisa había
perdido la capacidad de hablar con la que nacen todas las hadas, porque no
había dicho una sola palabra en los dos años que habían pasado desde el día que
nació. Por eso no podía decir que ella no era Candela. Sólo podía zumbar como
una abejita. Perla también tuvo suerte en que Melisa resultó ser dócil. Su
disposición era dulce porque vivía de miel y por eso ni gritó, ni pataleó, ni
intentó fugarse cuando despertó en la cocina a la que la habían transportado.
Tenía la piel algo verduzca, como yo de pequeño, porque ambos habíamos nacido
bajo un árbol y habíamos mordisqueado hierba y hojas, yo el único día que
estuve sin padres, y Melisa a diario. Pero Perla inmediatamente la dio de comer
una sopa de harina de maíz y de pimientos amarillos y la lavó con zumo de limón
y la niña adquirió un tono algo más amarillento, que la hizo parecer un poquito
cerúlea, como Candela. Quizá se hubiese alimentado de cera de abejas cuando
estaba entre estas y eso ayudó un poco, porque no la costaba pasar por un hada
amarilla, aunque con un matiz todavía algo verdoso.
“¿Qué le pasa a la niña?” preguntó la Abuela
Sopitas con leche a su nieta favorita. “¿Por qué no la dejas tranquila?”
“La muy traviesa ha entrado en una mina de
cobre y los duendes mineros la han convidado a chocolate verde. Y eso la ha
vuelto verduzca, como son ellos. ¿Te importa que pase la noche aquí contigo? Si
mi marido nota que está verde, tendré que dar explicaciones y él dirá que yo no
la cuido bien.”
“¿Pero ese hombre sabe hablar?” preguntó la
Abuelita Sopitas. “Jamás le he oído decir nada. Pero claro que Candela puede
quedarse conmigo.”
La razón por la que Tito Fu nunca hablaba
delante de la abuelita era evidente para cualquiera que supiese que no puede
hablar sin soltar tacos. Siempre parecía estar rabioso, aunque no lo estuviese
en absoluto y el pobre no quería asustar a la viejecita.
“Ah, vaya. Veremos qué aspecto tiene mañana
la nena. Los duendes la han debido asustar, porque parece haberse quedado sin
habla. No dejes que eso te sorprenda, Abuelita.”
“¡Anda! Pues es cierto que la niña está
callada,” dijo la abuela, ahora algo preocupada. “Nunca la he visto con el pico
cerrado. ¿Qué te han hecho los duendes, niña?”
Pero Melisa sólo sonreía.
“Pues por lo menos tu sonrisa parece haberse
vuelto más bonita,” dijo la abuela y se puso a pensar en los buñuelos de queso
que iba a preparar para la cena.
Una vez más afortunadamente para Perla, la
Abuela Sopitas siempre había hecho caso omiso de lo que Candelita tenía que
decir, y el incesante cotorreo de la nena sólo había servido para levantar
dolor de cabeza a la anciana, y ahora la importaba un bledo que Melisa
estuviese tan calladita.
“Es mono el zumbidito ese. Y tranquilizante,”
dijo la abuela, pensando que todo esto era para mejor.
La mayoría de las noches, Perla solía dejar
la cena para los Gentillluvia en una mesa de bufé y ellos se servían a sí
mismos y una vez que hubiesen acabado de cenar, el mismo Tito Gen ayudaba a la
abuelita a recoger y por eso Perla podía irse a casa temprano. Desde la noche
del secuestro, Perla acostumbró a dejar a la niña con la abuelita, diciendo que
la viejecita se había encaprichado con la nena y que esta estaba muy feliz con
ella en la cocina. Los hermanos mayores de Candi nunca la habían prestado mucha
atención, y aunque notaron algo raro las pocas veces que vieron a Melisa, no le
dieron gran importancia. Perla hacía todo lo posible para que Melisa pudiese
pasar por Candela, y aparte del mutismo de la niña abeja y sus zumbiditos,
pensaba que solo la delataba el que no pudiese sacudir oro. Después de todo, si
tu madre dice que tú eres tú, ¿quién es quién para contradecirla?
Y así Melisa había vivido discretamente en la
cocina de los Gentillluvia bajo la despistada supervisión de la Abuelita
Sopitas con leche mientras Candela disfrutaba de sus vacaciones en Hawái. Y
ahora Melisa…¡pues quería que YO
fuese su padre!
“¡MAMAAAAAAAAA!” el
alarido que pegué fue el más fuerte que pude, y lo solté en cuanto la niña dijo
lo que quería. Pero fue Papá el que apareció de la nada y de inmediato.
“¡Calla, Arley!” me susurró. “No despiertes a
tu madre. ¡Yo voy a arreglar esto!”
Tengo la suerte de que no hay un bebé que no
quede fascinado con mis padres. Bueno, estaba el caso de Epón, pero ese estaba loco. Y el de Valentina, pero
era una niña de encargo, que a veces salen raritos al no ser voluntarios, y que
no había aparecido de la nada queriendo ser uno de nosotros. Valentina nació
enamorada de Ibys, pero aun así acabó aceptando ser una más de nuestra familia
y dice que nos aprecia.
“Soy un hombre muy gracioso,” Papá le
explicaba a Melisa. “Te vas a tronchar conmigo, querida. Y podrás ser la
hermana de Arley. Eso es más divertido que ser su hija y que te tenga que
regañar. Yo nunca regaño a mis niños porque se lo pasan pipa conmigo y siempre
ven que mis ideas son las mejores.”
Papá empezó a hacer muecas y yo temí que
fastidiaría el asunto, pero no fue así. Melisa le encontró desternillante. Él
se encogió al tamaño de un muñequito Ken y ella empezó a perseguirle por todas
partes, los dos jugando al pilla-pilla riéndose como locos.
Yo estaba a punto de respirar con alivio
cuando Alpin se acercó a mí con graves pronósticos.
“Arley, tienes que tener mucho cuidado,”
ominó Alpin. “La paternidad te está rondando. Primero Fisipki y ahora Melisa.
Has tenido suerte y han aparecido otros padres para ellos. Pero no hay dos sin
tres y puede que no tengas la suerte de encontrar sustituto la próxima vez.”
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