243. Candela e hijito
Dos días después del regreso de mi primita, yo fui al campo de golf del abuelo AEterno para averiguar cuando podía enseñar ahí a Fisipki a jugar a este juego. No hice más que pasar por el portón del campo cuando apareció mi Tío Gentillluvia ante la fuente que hay junto al bar del club.
“Aquí estás. ¿Puedo darte un consejo?” me preguntó Tito Gentillluvia. “No le enseñes a Fisipki a jugar en este campo. Si lo haces, nunca sabrás cuando vas a poder hacerlo. Tú no vas a querer que Fisipki coincida con AEterno, y tu abuelo no tiene un horario fijo. No va a ser fácil saber cuándo estará por aquí y cuándo no, a no ser que sólo vengas por la noche. Aunque sólo esté remolando en el bar, AEterno no soportará estoicamente eso de ver a Fisipki paseándose por el verde. Ten por seguro que montará en cólera si percibe que una sola brizna de hierba ha sido desarraigada, y otras nimiedades de ese tipo.”
“¿Otro campo de golf?” pregunté.
“El de mi suegro. Ese hombre se lleva
bien con todos, hasta con AEterno. Así
que al ofrecerte ese campo no te estoy tendiendo una trampa para chinchar a mi padre. Por favor no
pienses eso.”
“No lo pienso, tito. Sé que tú
no me manipularías para fastidiar al abuelo. ¿Pero nos permitirá usar el campo
tu suegro?”
“Cualquier día a cualquier hora. Él nunca
juega. Sus sobrinos, los Cinco Melocotones, cuidan del campo. Yo ya he hablado con ellos. Te
recibirán bien. Puede que yo mismo aparezca por ahí de vez en cuando, sí
encuentro tiempo para eso.”
“Nuestro tío es un viejo maligno, Arley.
Más malo que AEterno. No le escuches,” dijo la niña Candela, apareciendo de
pronto ante nosotros y saludando al tito con eso que llaman el dedo. Arrastrándose tras ella con cara de pocos amigos venía también su
amiguito Puín.
“¡Ay, me cachis en los mengues!” suspiró
Tito Gen. “Creía que esto ya estaba solucionado. ¿No te lo he dejado claro,
Candelita?”
“No me extraña que no tengas hijos.
Ningún bebé se acercaría a alguien como tú para que le pudieses pedir que fuese
tu hijo. Seguro que eres infame entre los por nacer. ¿Pero qué hago hablando
contigo? Si yo ya no te dirijo la palabra.”
“¿De qué va esto?” pregunté yo.
La cara de cabreo que tenía Candela se
suavizó. Batió sus doradas pestañas, que destacaban contra su tez bronceada por
el sol de Hawái y me ordenó, “Arley, pídele a Puín que sea tu hijo.”
“¿Eh?” dije yo.
“No
te de corte. Te aceptará.”
“No, no creo que yo se lo pida. ¿Por qué
iba a querer él eso? Es un espinoso. No quieren padres.”
Puín no daba para nada la impresión de
quererme como padre. Sus ojos parecían estar lanzándonos dagas al tito y a mí.
Y yo me alegré de eso.
“Deja en paz a tu primo, Candi,” dijo
Tito Gen. “Tiene más líos de los que necesita para entretenerse un domingo.”
“Puín no quiere que tú seas su padre,
Arley. Lo que quiere es que yo sea su madre. Pero estos hombres avinagrados no
lo quieren permitir porque sólo tengo dos añitos y no siete añazos. Tú debes
tener como once, primo. Si tomas a Puín como hijo, puedes delegar su custodia.
Me dejarás ser su madre. Y habremos burlado a estos viejos bordes y sus
ridículos tabúes.”
“A ver si entiendo esto bien. ¿Tú quieres
que yo sea el padre de Puín para que tú puedas ser su madre?”
“Lo has entendido perfectamente. Es
listo, Puín. Este padre que he elegido para ti lo es. Tendrás que aceptar la
oferta que te va a hacer porque servirá para nuestros propósitos. Mira, Arley,
si no vas a tener que cuidar de este niño ni pasarle una pensión de mantenimiento ni nada de eso. Yo me encargaré de
todo.”
Yo le eché un vistazo a Puín sólo para
asegurarme de que me odiaba. Parecía un perrito rabioso a punto de morderme.
Sólo le faltaban los ladridos, pues estaba ominosamente callado.
“Acabo de endilgarles una cría a mis
padres. Una mucho más amable que tu amigo adverso. No creo que estaría bien que
volviese a abusar de la bondad de Papá y Mamá pidiéndoles que se hagan cargo de
otro chiquillo. Y además, uno poco contentadizo que no quiere cuentas con
nadie.”
“Mira, Puín. Tu futuro padre ha resultado
ser un viejo amargado también,” dijo Candela a Puín. Y a mí me advirtió, “No
nos des problemas, Arley, que eso lo sé
hacer yo también. Y mejor que tú. Sólo tienes que preguntarle a Puín si quiere
ser tu hijo. Luego me lo endilgas a mí y te olvidas de nosotros por siempre jamás.”
“¿Por qué no les pides a tus padres que conviertan
a ese niño en otro de tus hermanos, Candela?”
“Porque yo soy su madre. Aunque nadie lo
quiera reconocer. No eres tan listo después de todo. No puedes entender nada
más que lo estándar.”
“No voy a compartir un hijo con alguien
como tú, Candela,” dije yo. “Eres demasiado mandona. Y tienes ideas de loca. ¡Además,
sólo tienes dos años, por Og! Ve a casa y
dales a tus viejos un respiro. ¿Sabe tú padre que te fugaste a Hawái?”
“¿Me estás amenazando con chivarte?
Porque si lo estás, yo le diré a tu madre algo horrible sobre ti. Todos tenéis
secretos oscuros. Encontraré tu talón débil y lo haré añicos. ¿Qué? ¿Le
damos un disgusto a tu madre?”
“Vete a casa, Candi,” dijo Tito Gen. “Ya
te he dicho que te lleves a tu juguete contigo si él quiere. Tú madre le dará
de comer y le dejará rondar por su casa para siempre, si es lo que queréis, sin
que haga falta que la llame mamá. Sólo tienes que amenazar a Perla con contarle
a tu padre lo de Hawái. Ella aceptará a tu amigo.”
“Ya sé que mi madre es tonta. Pero Puín es
mi hijo. No mi amigo. ¡Quiero que esto sea legal!” gritó Candela. “¡Quiero que
mi hijo Puín sea aceptado por la alta sociedad!”
“¿Y esa cuál es?” preguntó Tito Gen.
“La de las señoras fastidiosas y sus maridos memos.”
“Pero si a ti no te importa lo que diga nadie,
Candela.”
“AEterno tiene que decirles a todos esos
soplados que yo soy la madre de Puín. Para que todo el mundo le acepte. Tú
también, Gen.”
“Yo ya le acepto. ¿A mí qué más me da? Si
aquí todos hacen de su capa un sayo. Y tú abuelo ya te ha dicho que hagas lo
que te dé la gana. Eso es lo mismo que recibir su bendición, aunque suene raro.”
“Lo que ha dicho el vejete cara de niño
ese es más como que yo me vaya a la mismísima ******.”
“Ahora estás halando como tu padre. Eso
no se puede hacer entre gente cortés, querida.”
“Yo quiero que Puín tenga una fiesta del
día del nombre y montones de estupendos regalos de parte de los peces gordos. ¿Acaso no quieren todas las madres lo
mejor para sus hijos? Pues yo para el mío también. Este pobre niño nunca ha
tenido nada.”
“¡Acabáramos! Ahora lo entiendo. Bueno,
el nene este ha estado en Hawái,” dijo Tito Gen. “No todo el mundo ha tenido
esa suerte. No creo que los demás espinosos sepan siquiera que existe Hawái.”
“Yo le concedí ese deseo,” dijo Candela
orgullosamente. “Y ahora quiero hacer más por él.”
“Hay algo que debes entender, sobrina,”
dijo Tito Gen. “Los regalos del día del nombre no son gratuitos. Son parte de
un contrato de toma y daca. Uno recibe esos regalos porque ha accedido a
pertenecer a un grupo. Una vez que estás integrado en ese grupo, se espera de
ti que te comportes según sus normas y que defiendas y favorezcas a los demás
miembros, y que actúes para el bien del
grupo. Los lazos son los lazos, bonita.
Cuando tú dijiste tu nombre durante tu fiesta, aceptaste formalmente a Perla y
a Fu como tus padres. Y cuando aceptaste los regalos de tus invitados,
prometiste ser como ellos.”
“Yo sólo acepté a Perla y a Fu porque
pensé que sería divertido tener a todos esos niños de fuego por hermanos. Pero
no lo es. Nunca me hacen ni pizca de caso.”
“Quiere decir que no han dejado que ella
les domine,” dije yo, todavía temiendo que esta ratita encontrase la manera de
chantajearme. “Deberías estar jugando con una muñeca mona, y no con ese niño hostil,
Candela.”
“No le provoques que te va a escupir,” me advirtió Candela.
"Mira, nena," dijo Tito Gen a Candela, "deja que tu primo vaya a hacer lo que tenga que hacer y vente conmigo a visitar a los Generosos. Intentaré sacarles un par de regalos o así para tu mascota mal encarada. Algo bueno nos darán."
"¿Quiénes son esos Generosos?" preguntó Candela, ahora muy interesada.
"¿Vas a hacerles esto a tus padrinos?" preguntó Tita Mabel a su marido, apareciendo de pronto en la bola de cristal del tito.
"Hoy, sí," respondió Tito Gen.
"Pues al menos pasar los cuatro por casa para almorzar antes de visitarles."
"Ah, no. Seguro que nos darán algo de comer allí. Insistirán."
"Tiene razón la niña," dijo Tita Mabel. "Eres un hombre malo."
Y colgó, desapareciendo de la bola de cristal.
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