244. Generoso y Dadivosa
Yo sabía que lo que tenía que hacer era ir a
hablar con los Melocotones, pero sentía más curiosidad que un gato.
“Tito Gen,” le dije a mi tío, “puedo ir con
vosotros? No estoy buscando un regalo, yo sólo…”
“¿Te has picado, eh?” sonrío el tito. “Claro
que puedes venir. Tus tíos abuelos Generoso y Dadivosa estarán encantados de
recibirte.”
“¿Por qué no les conozco yo ya?” preguntó
Candela. “He estado en unas cuantas fiestas. ¿Los conoces tú, Arley?”
“De oídas,” dije yo.
“Hace tiempo que no van a ninguna parte.
Siempre mandan algún regalo, eso sí,” dijo Tito Gen, “pero sólo suelen salir de
casa cuando se requiere su ayuda. Bien, pues vamos a tener que abandonar la
isla. Así que lleva a Pillín bien agarradico, Candela. No debe caerse al mar o
acabar en otra dimensión. Tal vez yo debería llevaros de la mano a los dos.”
“Se llama Puín. Pillín es lo que le llamo a mi perro Crispín.”
“Entiendo,” dijo Tito Gen. “Lo siento. No
sabía que llamas Pillín a Crispín. ¿Por qué no está contigo? Puede venir con
nosotros también.”
Candela metió dos dedos en su boquita y silbó
débilmente. Un pequeño corgi apareció inmediatamente ante nosotros.
“Vamos de paseo, Pillín,” dijo Candela a
Crispín. “No sé si deberías venir tú con nosotros pero este hombre dice que
puedes.”
Crispín saludo al tito sacudiendo la cabeza y
meneó la cola sin demasiado entusiasmo. No parecía que se fiase mucho de
Candela. Y estaba claro que no se llevaba bien con Puín, que le miró con asco.
Tras mucha discusión sobre quién debería
sujetar a quién de la mano, pudimos partir, yo con Crispín en brazos, aunque
tenía alitas, para que no se cansase. Los perros no tienen correas en el mundo
de las hadas. Sólo fingen ir atados a una cuando sus hadas se mueven con ellos
por el mundo de los mortales, y eso es para disimular y evitar líos. A mí me
dejaron cargar al corgi porque Candela por fin cedió a agarrar a Puín de las
dos manitas.
“Eres
realmente un exagerado,” le dijo mi primita al tito. “No hay necesidad
de que yo haga esta pachotada. He llevado a Puín a Hawái y lo he traído de
vuelta sin agarrarle ni del dedo pequeño de un pie.”
“Eso porque probablemente tenía muchas ganas
de ir a Hawái,” dijo Tito Gen. No dijo que Puín no parecía tener ganas de
visitar a los Generosos. Ni que decir tiene que Crispín estaba más domesticado
que Puín.
Pero por fin salimos volando y cruzamos el
mar y aterrizamos donde menos lo esperaba. El Señor y la Señora Generosos eran
vecinos de los Dulajan.
“Siempre me he preguntado quienes serían los
dueños de esa casa,” dije yo. “Son gente muy agradable. Cuando están fuera,
siempre saludan. Buenos días, buenas noches y a veces me preguntan si todo va
bien y si necesito algo. Son tremendamente amables, los señores que viven ahí.”
Yo no dije más, pero esta gente era tan
amable que parecían muy raros. Quizás por eso nunca me había presentado ni
había hablado con ellos a parte de saludar. También influía que la Señorita
Aislene desconfiaba de todos sus vecinos, aunque decía de los Generosos que
eran los únicos que jamás se habían quejado de Alpin, ni siquiera cuando este
se comía toda la fruta de los árboles de su jardín.
“¿Esa es su casa?” dijo Candela. “Podrían
haber sido más generosos con la pintura.”
La casa sí que parecía necesitar otra mano de
pintura verde lima y lavanda. Se veía muy limpia, pero algo extraña. Por
ejemplo, esta gran casa no tenía cristales en todas sus muchas ventanas.
“Alguien probablemente necesitaba los
cristales y ellos los donaron,” dijo Tito Gen. “Esta casa tiene la mar de
habitaciones, porque los dueños quieren que haya espacio para todos los que
quieran quedarse en ella.”
“Nunca he visto a mucha gente por aquí,” dije
yo.
“La mayoría de la gente evita a los
Generosos,” asintió Tito Gen. “Resultan demasiado amables para aquellos que no
lo son tanto. La gente piensa que tiene que haber algún motivo oculto al ver
tanta generosidad. Pero no la hay. Sólo es que hacen que los demás nos sintamos
inadecuados.”
“¿Y estos son tus padrinos? ¿Por qué no viven
en un palacio en Isla Manzana? Si son buena gente,” preguntó Candela.
“Tenían un palacio maravilloso ahí, pero lo
regalaron,” dijo Tito Gen. “Acabó transportado al mundo mortal. Ludovica perdió la paciencia con mis padrinos y dijo
que ni ella ni el conde construirían
otra casa para Generoso y Dadivosa, porque seguro que la volverían a regalar.
Mabel y yo les hemos pedido que se muden a vivir con nosotros muchas veces,
aunque todos nos advierten que acabaríamos perdiendo nuestra casa también si
les acogíamos. Pero ellos son muy considerados y no han querido perjudicarnos.
Llevan ya siglos viviendo es esta casa.”
Lo que la casa sí tenía eran un montón de
flores, silvestres y cultivadas, y hasta las silvestres parecían estar
cuidadas. Y arriba en el tejado, junto a un ático a dos aguas, había una terraza
con una barandilla de hierro forjado y un arco también de hierro forjado que
sostenía un rosal trepador con rosas de un rosa muy oscuro. A los lados de la
casa había enormes manzanos muy frondosos con unas pocas manzanas rojas.
Llamamos a la enorme doble puerta, parecida a esas que se ven en teatros e iglesias y
otros lugares que reciben gran público. Una señora muy delgada y casi
transparente, tanto como algunos fantasmas, abrió la puerta. Sí, yo la había
visto antes. Creo que una vez debió ser un hada azul o lila. Tal vez había
donado su color. ¿Eso se puede hacer?
“¡Sorpresa!” exclamó Tito Gen.
“¡UY! ¡Geni!” exclamó también ella. “¡Baja,
Gene, que Geni está aquí!”
Y Generoso bajó cuando le llamó su esposa
Dadivosa para recibir a su ahijado Gentillluvia. Yo reconocí al hombre
regordete de barba rizada que llevaba gafas que se mantenían de una pieza
gracias a cinta aislante negra.
Era ya mediodía, así que nos invitaron a
almorzar. El problema era – ellos no dijeron que había un problema – que no había
nada que comer. Bueno, casi nada. Yo encontré la manera de preguntarle
discretamente a Tito Gen porque no hacía aparecer buena comida, pero él me
susurró que no iba a insultar a sus anfitriones. Al principio parecía que íbamos a poder comer
las pocas manzanas que colgaban de los manzanos. Pero resultaron ser de cera.
Alguien se había llevado la primera cosecha de manzanas del año el día
anterior, incluso las que todavía no estaban maduras. Pero esta gente
organizaba bazares de caridad en Navidad y algo que no habían podido vender en
el último eran unas manzanas de cera.
“Cranberry Zorrojuguetón donó una cesta muy
bonita con esas manzanas que están ahí arriba ahora. Una señora de Paramo Malva
compró la cesta pero no quiso llevarse las manzanas, que le daban grima. Así
que cuando se fueron nuestras manzanas, decidimos colgar estas para alegrar los
árboles. Los árboles de aquí no son como los de la isla. No reponen la fruta en
el acto. Tardan su tiempo. No demasiado. Tendremos nueva cosecha este verano,
sin tener que esperar hasta el otoño.
Bien, si miráis este primer árbol cuidadosamente, veréis que ahí, muy arriba,
quedan dos manzanas verdes. Son de verdad. No han debido verlas. Las bajaré, y
las comeremos con sal. Afortunadamente tengo una bolsa de sal, y la fruta que
no está madura sabe mejor si las salas.”
Tito Gen subió al árbol sin dudarlo. “Las
bajaré para ti, Tita Dadi,” dijo. Luego me dijo a mí que le constaba que el Tío
Generoso había prestado sus alas a alguien que no encontraba el momento de
devolvérselas, y por eso se había subido él mismo al árbol. Lo siguiente en lo
que me fijé fue que cuando Puín voló hacía las manzanas tras Tito Gen, Tita
Dadi se fijó en que el niño no llevaba zapatos. Y entonces Tito Gen se fijó en
que ella se había fijado, porque la mujer no hacía más que echar miraditas
nerviosas a los pies del bebé espinoso.
“No pasa nada, madrinita,” dijo Tito Gen, “yo
le daré los míos.”
“¡Oh! ¡Ay, eres muy amable, ahijado! La
tierra aquí no es como la de Isla Manzana. Los niños que andan descalzos pueden
coger lombrices. Y mis zapatillas japonesas son de fabricación mortal. Supongo
que tus sandalias son mágicas y se encogerán para servirle al niño.”
“Por supuesto,” dijo Tito Gen. Sus estilosas
sandalias volaron de sus pies y comenzaron a iluminarse y a brillar y a
encogerse hasta que parecían otras y nuevas. Entonces volaron hasta los pies de
Puín, y alzándole en el aire, le calzaron. ¡Talla perfecta!
“¿Tú sí sabes lo que hacer si ahora coges
lombrices tú?” preguntó Dadivosa, ahora preocupada por el tito. “No creo que
Gene tenga un par de zapatos de sobra, pero tenemos una medicina que expulsa a
las lombrices. Sabe a cerezas.”
Tito gen se rió.
“No te preocupes, madrina, que no voy a pisar
el suelo.”
Y el resto del rato que pasamos ahí, flotó un
poco por encima del mismo.
“¿Tenemos algún hueso?” preguntó Dadivosa a
Generoso.
“Él del falso jamón lo echamos en el caldero
para hacer sopa,” contestó su esposo.
“Vaya. ¿Qué le daremos al perrito?”
“Tendremos
que robar al can del vecino. Pero ya le compensaremos. ¿Tú comes huesos
enterrados?” le preguntó Tito Generoso a Crispín. Y le enseñó el lugar donde el
perro de algún vecino enterraba huesos para esconderlos.
Crispín se puso a cavar hasta que encontró
un hueso. Siendo un perro bien educado, no se puso a mordisquearlo hasta que nos
sentamos todos a comer en el comedor de la cocina. Bueno, comer es un decir.
Entramos en la cocina y nos sentamos a la
mesa que había ahí. Dadivosa partió cada una de las dos manzanas verdes en seis
pedazos, muy iguales todos, y los sazonó con sal gruesa.
Dio el corazón de una manzana a Candela y el
otro a Puín, y también dio dos pedazos
de las manzanas a cada uno de los niños.
“Comed también las semillas,” dijo, “que os
ayudarán a crecer como árboles, preciosos.”
Los otros
pedazos de las manzanas los
repartió entre los demás.
Además de eso, nos sirvió una galleta de esas
que se llaman crackers de agua a cada uno, y también nos dio a cada uno un bol
con una sopa fría hecha con bledos de hierba en vez de fideos.
“Tenemos la suerte de tener nuestro propio
pozo,” dijo Tito Abuelo Generoso. “Nos da agua dulce en gran cantidad.”
De postre compartimos un mini tarro de miel
de esos que se reparten en las bodas de los mortales como recuerdo. Este
llevaba todavía una etiqueta con el nombre de los novios, Pablo y Graciela.
Nosotros, los cuatro invitados, recibimos cada uno una cucharita de café. Los
anfitriones pasaron de tomar miel para que nos tocase más. He de decir que las
cucharitas de café eran muy monas, y parecían ser de plata. No sé cómo habían
logrado permanecer en esa casa, donde todo lo bueno había sido regalado. La
vajilla que quedaba estaba cascada, los vasos rayados, los cubiertos, muy
limpios, pero viejísimos. La mesa y las sillas, cojas. En fin, que ahí quedaba
lo que no se podía regalar.
Mientras comíamos, yo me preguntaba cómo
podía tener barriga Tito Generoso. ¿Tenía ese efecto la hierba o se había
hinchado por el hambre? ¿O es qué tenía lombrices por andar descalzo? Sus
zapatillas japonesas también
seguían de una pieza gracias a cinta
aislante.
“¡Me
duelen los pies!” de pronto gritó Puín.
“¡Imposible!” le dijo Tito Gen, creo que mordiéndose
el labio para esconder una sonrisa. “Esas son las sandalias mejores y más caras que hay en el mundo de las hadas.
Uno ni siente que las lleva puestas. Yo trabajo, y me muevo mucho, y por eso
necesito calzado cómodo.”
“¿Vas en sandalias a trabajar?” preguntó
Candela.
“A veces,” respondió el tito.
Puín dejó de respirar. Se puso más colorado
que cuando le quemó el sol de Hawái. Apretó los puños con fuerza feroz.
“Ahora no te vaya a dar una pataleta,” dijo
Tito Gen, con demasiada tranquilidad. “Tú no sabes la maravilla que llevas en
los pies, nene. Esas sandalias te pueden transportar a cualquier parte a la que
desees ir. Con la velocidad de un rayo.”
Y en cuanto dijo eso, con la velocidad de un rayo
Puín desapareció de la cocina.
“¡Ay, por favor!” gritó Candela. “¿Dónde ha
ido mi niño?”
“A donde le haya dado la gana,” dijo
tranquilamente el tito.
“¿Qué le has hecho?”
“¿Yo? Yo le he regalado un tesoro mágico. ¿No
quería buenos regalos? Pues ya tiene uno. Y lo acaba de utilizar.”
“¡Pues ya le estás buscando! ¡Saca tu bola de
cristal ahora mismo!” ordenó Candela al tito.
“Aquí no funcionará,” mintió el tito. “No hay
cobertura.”
Dadas las circunstancias, esa mentira era
fácil de creer.
“¿Dónde crees que se ha podido ir?”
“¿Dónde querría estar?”
“¿En Hawái?” preguntó Candela.
“¿Tú le has dicho que hay volcanes en
Finlandia?” preguntó Tito Gen.
“¡No! ¿Hay volcanes en Finlandia?”
“¿Y el Etna? ¿Le has hablado de ese? ¿En
Italia?”
“No iría a Italia sin mí.”
“Pues se acaba de ir a algún lado sin ti. Tal
vez al este de Java.”
“¡Tú le has hecho desaparecer!” acusó Candela
al tito.
“¿Y por qué iba a querer yo hacer eso?”
“¡Para fastidiarme!”
“¡No! Tú hijo se ha largado sin decir a
donde. Acepta eso. Ahora harás que yo le busque por todos los mundos. ¿Por qué
iba yo a querer tener un problema como ese? Y no podemos esperar a la siguiente
noche sin luna para consultar al Mugroso, porque ese no tiene nada que ver con
esta desaparición. Tal vez deberíamos bajar al culo del mundo e ir subiendo. A
lo mejor le encontramos en menos de ochenta días. ¿Hay volcanes activos en
Australia, Candi?”dijo Tito Gen.
Y cuando el tito estaba a punto de llevarnos
a las Islas MacDonald, yo sentí lástima por Candi y dije, “Preguntemos a Tito
Caelanoche. Ese lo ve todo cuando viaja por el cielo a diario en su sillón.
Bueno, si no está dormido. Tal vez podamos consultar a su gato. Ese sabe muchas
cosas.”
“No,” dijo Candi. “Os odio a los dos. Me voy
solita.”
Y Tita Mabel apareció en ese momento y tras
saludar brevemente a los Generosos, que estaban estupefactos ante el número que
se había montado, se volvió a Gen.
“¡Vergüenza te debería dar, Gen! ¡A las Islas
MacDonald! ¡Eres peor que tu padre, mala bestia de Lemnos! Yo sé dónde está ese
niño, Candi,” le dijo Mabel a Candela. “Ha vuelto con los Espinosos del Campamento Espinoso.
Tú quédate aquí, Gen, y explícales esto a tus padrinos lo mejor que puedas. No,
hijita, yo no he tenido nada que ver con la desaparición del niño, y, en realidad, tu tío tampoco. Tu niño se ha ido porque ha querido. Yo nunca salgo de casa, pero te
llevaré al campamento yo misma, si lo encuentro. Para que nos pueda escupir a
las dos ese nene.”
Mientras Tita Mabel hablaba con Candela, Tito
Gen me hacía señales para que yo acompañase a estas dos. Yo sabía que lo hacía
porque Mabel no tiene sentido de la orientación y siempre se pierde cuando va a
cualquier parte. Así que era probable que Puín finalmente también me escupiese a mí.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario