246. El árbol de los demonios
No estaba yo muy conforme con lo de tener que
llevar también a Alpin a jugar al golf conmigo y con Fisipki en el campo de
Belvedere. Pero él estaba presente cuando el abuelo me pidió que enseñase a
jugar a mi nuevo primo, y por lo tanto no podía esconder que iba a hacer esto
de Alpin. Lo que más preocupado me tenía era que no había avisado a los
Muchachos Melocotón que Alpin también iba a participar en esta movida. Ni me
había acordado de Alpin al hablar con ellos y entonces todavía no sabía que él
iba a querer aprender también.
Bueno, pues cuando fui a casa de los
Ricatierra a recoger a Fisipki para llevármelo al campo, allí me encontré a
Alpin también, ambos chicos con bolsas de palos de golf nuevas y buenísimas,
cortesía de Tito Ricatierra. Pues ya tenía yo a mi cargo un alumno que podría
ser o no ser un problema y otro que sin duda lo era.
Le leí la cartilla a Alpin antes de que pisásemos
fuera de la Plantación Ricatierra, y hasta le amenacé con vengarme si se
portaba mal en casa del Mnemosino.
“¡Arley,”
exclamó Alpin con sorpresa, “nunca antes me habías amenazado con vengarte!
Debes estar muy estresado con esto de dar clases.”
¡Eso sí que ayudó a calmarme!
Cuando estábamos ante el portón lunar del
campo de golf de Belvedere, yo pedí a su puerta morada que se abriese para
nosotros y esta se hizo a un lado, chirriando un poco. El chirrido me hizo
pensar que nadie había utilizado esta puerta en mucho tiempo, y que los
Melocotones siempre accedían al campo desde la casa y el jardín del Memorión.
Decidí ser amable con la puerta y traerla algo de aceite al día siguiente.
“Muy mono, este campito,” dijo Alpin. “¿Pero
no es más turquesa que verde la hierba de aquí? Parece agua.”
“¡No critiques!” le reñí. “A caballo regalado
no se le mira el diente.”
“¡Vale!” suspiró Alpin.
Fisipki nada dijo.
Empecé a enseñarles como mi abuelo me había
enseñado a mí, intentando hacer las cosas tal cual él las había hecho. Alpin
dijo que yo era un maestro penoso tres o cuatro veces.
Fisipki nada dijo.
O yo era mal maestro, o ninguno de ellos
tenía un don para jugar a esto. Yo intenté no ser impaciente. Intenté
consolarme pensando que tal vez no fuese mal maestro, sino buen jugador desde
el principio. Me había sido tan fácil aprender.
Jugamos sin ser molestados por nada ni nadie exceptuando los comentarios de Alpin hasta eso de las once y media, cuando apareció Camelia y nos preguntó que tal iba la cosa y nos invitó a acercarnos al área de descanso para para tomar un brunch que había preparado su tataratía. Yo enseguida empecé a contarla como era Alpin, pero ella ya lo sabía. Tito Gen ya le había advertido a su Tataratía Nectarina que existía la posibilidad de que un espíritu glotón se uniese a Fisipki y a mí.
El día siguiente era el cuatro de Junio, y
esa noche iba a haber luna llena. Fisipki dijo algo. Se excusó y se apartó de
Alpin y de mí y se fue al área de servicios, donde habíamos vuelto a tomar un
brunch ese día también. Cuando volvió, era casi hora de irnos a casa.
Unos días después, aparecieron los Cinco
Melocotones, que había vuelto de Georgia. Se habían ido ahí para vender papel y
comprar melocotones. Vinieron al campo y se pusieron a jugar con nosotros. Y
todo fue bien hasta que Cami, a la que estaba yo enseñando a jugar también y
que era mejor que mis otros alumnos, se fue a recoger una pelota extraviada.
Esta estaba ante un árbol que había junto al área de descanso. Se agachó para
recoger la bola y cuando se levantó, debió ver algo raro, porque se quedó
helada. Sus hermanos la miraron con sorpresa y de pronto vieron lo que ella
había visto.
“¿Oni? ¿Oni? ¿Oni?”
gritaron los Cinco Melocotones en coro.
Y Camelia contestó gritando, “¡Jai!
¡Jai! ¡Jai!”
Los cinco chicos corrieron como locos a la
mesa que la Señora Nekutarín estaba preparando para nosotros. Comenzaron a
tirar toda la fruta en una enorme lata de basura, gritando y chillando todo el
rato. La Señora Nekutarín, con aspecto de estar muy asustada, corrió hacía la
casa del Memorión, entró en ella y reapareció con sendas varas bajo un brazo que
repartió entre los chicos. Y todos se volvieron contra Fisipki. Este estaba
bien lejos, en otra parte del campo, sin enterarse de nada. Intentó huir cuando
vio lo que se le venía encima, es decir, a los cinco chicos y su tataratía
volando hacía él soltando rayos con sus varitas mágicas. No le dio tiempo a
huir. Los rayos le alcanzaron antes de que pudiese y se quedó como paralizado.
Camelia apareció con una jaula de pájaros y encogió a Fisipki para que pudiese
caber en ella. Ichiro agarró a mi primo y le metió en la jaula.
“¡Jo!” exclamó Alpin. “¿De qué va todo esto?”
Yo estaba sin habla.
Fue la Tataratía Nekutarín la que me explicó
lo que estaba pasando.
“¡Oniki!” dijo la ancianita. “Tú primo no es
tu primo. Es un plantador de onikis, árboles cría demonios. Él no puede andar por
la tierra. Tiene que estar debajo. Hay que enterrarle cuanto antes. Con jaula y
todo.”
“¡Nnnoooo!” tartamudeé yo, al borde de un infarto. “¿Qué le voy a
decir a su madre?”
“Esa chica no es su madre. Él no es un niño. Mira ese árbol. ¿Estaba
ahí hace unos días?” me preguntó Jiro.
“Acércate para mirar, pero no demasiado,”
dijo la Señora Nekutarín, animándome a avanzar con una mano en mi hombro.
Me acerqué al árbol. De pronto pude ver que
había caritas mirándome de vuelta desde su tronco y sus ramas. Comenzaron a murmurar como si estuviesen intentando hechizarme.
“Primero parecen carne de gallina," dijo Nekutarín, alejándome del árbol. "Luego, parecen bultitos en la corteza. Luego se convierten en caritas. La próxima luna llena, tendrán
cuerpecillos enteros e irrumpirán del árbol. Son diablillos muy malos y
causaran mucho mal.”
“Pero…¿ qué tienen que ver con Fisipki?”
“Este, oniki, es un árbol de demonios," dijo Shiro, apuntando al árbol. Y continuó halando, ahora apuntando a mi primo enjaulado, "Ese, Fisipki, es padre del árbol de demonios.”
Me explicó que Fisipki tenía dos estómagos.
Uno era como el de cualquiera. El otro, era una especie de bolsa en la que
guardaba las semillas que tragaba. Sí, todas las semillas de la fruta que consumía.
Entonces, poco antes de una luna llena, expulsaba las semillas que había
tragado vomitándolas sobre tierra. Estás se juntaban y de ellas crecía un árbol
que contenía tantos diablos como había habido semillas. A la siguiente luna
llena, estos harían estallar el árbol para salir de él. El árbol moría, pero
los demonios andarían sueltos y harían el mal.
“Cuando el plantador de las semillas está
bajo tierra, él sólo come tierra. Eso no es malo. No pasa nada. Pero cuando
está por encima de la tierra, puede comer fruta con semillas. Y hace crecer
este espantoso árbol. Muchas semillitas, muchos demonios pequeñuelos. Una
semilla grande, un monstruo grande. Hemos metido a este padre de demonios en
una jaulita de madera de melocotonero. La madera de un melocotonero es mágica y
nos protege de los malos espíritus. No va a poder salir de la jaula. Y no le
daremos fruta de comer. Pero puede haber un accidente o algún ignorante puede
soltarle. Es mejor enterrarle en las profundidades, a cientos de metros bajo
tierra.”
“¿Cómo le voy a decir esto a Brana?” dije yo,
horrorizado.
“Brana está loca por ese niño,” dijo Alpin.
“Mi hermana jamás permitirá que le enterréis vivo. No creo ni que os deje
mantenerlo en una jaula.”
“O eso o le lleváis vosotros mismos al Infierno y se lo devolvéis a los suyos," dijo Saburo.
Y la peor noticia me la dió Goro.
"Tenéis que ir al Infierno sí o sí. De todas formas tendréis que llevar
allí ese árbol de diablillos. Si lo cortamos aquí, se reproducirá en tantos árboles
nuevos como pedazos haya. Y os lo tenéis que llevar al infierno antes de la
próxima luna nueva. Recordad, la criatura que hay en esa jaula no es un niño
hada. Es un padre de demonios. Llevadlo al Infierno también. Es su hogar.”
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