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domingo, 11 de junio de 2023

247. Interviene El Pachorras

247. Interviene El Pachorras

“¿Por qué habéis metido a mi hijo en esa jaula?” preguntó Tito Richi, alucinado. Al contrario que sus hermanos, él suele ser una persona muy tranquila, más incluso que Tito Caelanoche, que rara vez se solivianta, y que Tito Gen, que de vez en cuando se permite tener un arrebato si lo considera oportuno. De hecho, a Tito Ricatierra  sus hermanos le apodan El Pachorras.

“¿Y este  por qué está aquí?” dijo Alpin.


Entonces yo me fije en unos matorrales que se movían. Vi entre ellos a Cespuglio, y a su perro pobreto. Un perro pobreto o pobrete es un perro procedente del mundo de los mortales que ha sido adoptado por un hada por pena. Suelen ser perros que nacen en muy mal estado y no parece que vayan a tener posibilidad de sobrevivir en ese mundo cruel. Si mueren, se vuelven fantasmas y en ese mundo habitan con las mismas capacidades que las demás ánimas.  Si los adopta un hada antes de que la palmen, suelen quedar secuelas, pero desde luego, su situación mejora mucho una vez que están entre nosotros. A este perro de Cespuglio se le reconoce enseguida porque además de una mancha blanca en medio de la cara y otra manchita diminuta que parece una lágrima  al lado de un ojo, y una especie de raya de pelo que parece una cicatriz también a un lado de la cara, y unos preciosos ojos muy verdes, tiene unas patas raras, blandas y flexibles, como sin huesos, que parecen más de un pulpo que de un perro. En la tierra de los mortales se arrastraba por el suelo, y lo querían dormir, pero aquí nada por el aire con facilidad, y está feliz y muy despierto. Y así se llama el perro de Cespuglio, Pulpito. 

“¿Tú has sido?  ¿Has avisado a Tito Richi?” pregunté a mi hermano.

Cespuglio asintió con la cabeza.

“Mejor que a Brana. ¿O no?”

“¡Ay, yo qué sé!” dije yo. No me habían dado tiempo para pensar. Y Richi, aunque no es nada histérico, siempre trae problemas raros, por su forma atípica de razonar. Si es que razona, porque más bien parece sólo tener ocurrencias.

“Semilla pequeña, demonio pequeño. Una mala acción y fin del demonio. Propósito suyo cumplido. Semilla grande, demonio grande. Mal enorme. Difícil que se desintegre rápido,” le explicaba la Tataratía Nectarina a Tito Richi.

“Entonces, buscamos un enemigo y le echamos encima al demonio grande. ¡A ver! Escuchadme todos. ¿Quién de vosotros tiene un enemigo?” dijo Tito Richi.

“¡Ay, por favor!” exclamé yo. “No podemos hacer eso. Y que yo sepa, no hay un demonio grande. El hado no lo quiera. Sólo ese árbol que está creciendo demonios pequeñitos. Tenemos que llevarnos ese árbol al infierno.”

“¿Cómo vas a hacer eso?” me preguntó Cespuglio.

“¡Y yo que sé!” dije yo.

“Pues yo no quiero ir allí. Ya estuve una vez en un sitio infernal, una escuela del mismísimo Demonio. Y no me daban de comer. Y nos costó un horror salir de ahí. Arley tuvo que ponerse como un energúmeno. Plantaste cara al Demonio. ¿Te acuerdas, Arley? ¡Ufff, cómo te pusiste!”

“Me acuerdo demasiado bien. Yo tampoco quiero volver a tener trato con el Demonio. Mamá no va a poder solucionar esto. Ella dice que conoce al demonio, pero guardan distancias. Cada uno se queda en su territorio. Y Tito Gen me ha dicho que él hace lo mismo. Ha tratado con el demonio para intercambiar prisioneros y rehenes, pero no conviene hacer más. ¿Podrá Tito Gen cambiar este árbol por alguien que nos interese?” 

“Pero, nenes, si estáis de suerte,” dijo Tito Richi. “Yo entro y salgo del infierno como Pedro por su casa celestial, que tiene las llaves. Conozco a casi toda la gentuza que pinta algo ahí abajo. Seguro que podremos encontrar a algún desgraciado al que traernos para acá a cambio de este árbol y de mi pobre hijo. ¿Tú quieres volver a tu casita, no,  mi hijo?”

Fisipki no contestó a la pregunta del tío Ricatierra porque las varitas mágicas de madera de melocotón lo habían paralizado.

“¿Este se entera de algo?” preguntó el tito por lo bajito a la tataratía. “¿No? Pues casi mejor así. Qué esté en el limbo por ahora. ¡Qué mala suerte tengo!¡Para un hijo que se me aparece, resulta ser un criador de demonios!”

Yo no sabía qué hacer. No sabía si avisar a Tito Gen, a mi padre, o a mi abuelo. Al abuelo no, me decía mí mismo. Se va a poner a gritar. Pero tratar con Tito Richi me daba casi tanto miedo como tratar con el Demonio. Y al Demonio, según había yo aprendido, hay que tratarle a gritos, y en eso al abuelo no sé si le gana alguien. Tito Richi no grita y es impredecible. Podría meternos en un lío todavía mayor que el que ya teníamos pendiente.

“Bueno, pues yo me voy yendo. Para el infierno, claro. Habrá que arrancar ese árbol para que se venga conmigo.”

El tito hizo que el árbol empezase a elevarse. La tierra a su alrededor temblaba y se apartaba y  se vieron  las raíces. Cayó alguna hoja, pero afortunadamente, ninguna carita de demonio, aunque todas se pusieron a chillar como lo que eran. “AAAAARRRRRAAAABBBUUUUUAAAR!  JJJAAAAAALAAAAAAAKAAAAAAAAABBBUUUUUUUAAAAAAR!” Se te ponía la carne de gallina al oírles.  Pero al tito, pues no parecían impresionarle.

“Vaya tostón, tener que cargar esto hasta ahí. Y con todos estos psicópatas  berreando maldiciones. Es como transportar una mini cárcel o un manicomio de juguete,” suspiró el tito.

“Conmigo no cuentes para ayudarte, cuñado,” dijo Alpin.

“No, si me basto y me sobro. Al árbol lo sostengo haciendo que vuele ahí en el aire. Lo malo es tener que concentrarme en eso. Que a mí la cabeza se me va mucho a cosas más interesantes. Y placenteras. Y la jaula sí la tendré que llevar a mano. No es cuestión de llevarla a patadas, como si fuese una piedra en mi camino. Pobre Fisipki. Habra que tratarle como algo frágil. ¡Qué desgracia!” suspiró el tito.

“Yo te ayudo,” dije yo. En realidad, quería ir porque no me fiaba ni un pelo de cómo acabaría esta excursioncita del tito, pero él se puso muy contento al ver que alguien le apoyaba.

“Oye,  ¿tú qué comes cuando vas al infierno? ¿Y a qué vas ahí? ¿No será a ligar con alguna diablesa? Eso no le va a gustar nada a mi hermana.”

“Voy a jugar a las cartas,” dijo el tito. “Y a cantar un poco, como una actuación en Las Vegas. Como Julio Iglesias y Frank Sinatra, sólo que este último,  pues ya lo tienen más a mano. No creáis, que ahí tengo fans.”

“¿Y te pagan por cantar o  pierdes mucho dinero en las mesas de juego?”

“¡Qué va! Si gano siempre. Hasta da miedo. Le gano siempre la partida al Demonio. Tanto que me da miedo jugar la siguiente. Juego aterrado. Gano tanto que pienso que me deja ganar, pero que en la última, ese me va a trincar. Hasta ahora no ha pasado. Pero como no sé cuál va a ser la última partida, lo paso fatal.”

“¿Por qué no te levantas y te vas si ya has ganado mucho? ¿Eres avaricioso?” preguntó Alpin.

“Escuchad y aprended, nenes.  La última partida es la que el perdedor diga, porque no es elegante levantarte de una mesa mientras estás ganando. Eso no lo hace un caballero.”

“¿Pero a qué vuelves? Si ya te han dejado irte,” dije yo.

“Será que  a los jugadores nos gusta el riesgo,” dijo el tito, encogiéndose de hombros.

Alpin fue el que dijo lo que yo pensaba.

“Estás como unas maracas.”

“Esos demonios se tienen que callar,” dijo la Tataratía Nectarina. Y se puso a gritar ella y a sacudir el árbol con su varita de madera de melocotonero. Las caritas quedaron mudas. Mucho mejor así. Aunque no había que confiarse.

“¿Y hay comida?” insistió Alpin.

“Para los jugadores, sí. Un montón de sándwiches y canapés buenísimos. Los prepara un chef que está en el infierno porque envenenó a no sé qué rey franchute. En realidad, no debería estar ahí el pobre. Seguro que eso que hizo favoreció a alguien. Al sucesor del tirano, por lo menos.  ¡Uy!  A lo mejor cambio el árbol y mi pobre hijo por el cocinero ese, y se lo regalo a Papá. Sigue cabreado conmigo por mi parte en la boda de Finisterre. ¡Y anda que cuando se entere de lo del cría demos!”

“Al abuelo ni le mentes,” dije yo. “Todavía no, por lo menos. Será nuestro último recurso.”

“Es verdad. Mejor le dejamos fuera de esto, que me va a poner verde por mi elección de hijo. No estoy para que me llamen bobo ahora mismo. Eso minaría mi confianza en mí mismo cuando más la necesito, que negociar con el Pateta es más complicado de lo que parece.”

“Escucha. ¿No te sientan mal los canapés del infierno?”

“No, ese cocinero ya no se atreve a envenenar a nadie. Garantizado. Y además…”

El tito levantó un poco el puño de una manga y nos enseñó algo que parecía un reloj de pulsera pero que no tenía reloj, en vez tenía como una cajita. Todo el artículo este era de oro, con cantidad de esmeraldas incrustadas, y una enorme en la caja, que parecía la cabeza de una serpiente.  

“Esto me lo regaló Papá. Para protegerme.”

“¿Eso es de oro y esmeraldas?” preguntó Alpin al ver tan rica joya.

“Sí, pero la verdadera joya está dentro. Esto se abre.”

“¡Jo! ¿Y que puede haber ahí dentro que valga tanto?”

“Balsamita, cálamo, hipérico, goma arábiga, sagapeno, zumo de acacia, iris ilirio, cardamomo, anís, nardo gálico, que sólo es valeriana, raíz de genciana, hojas secas de rosal, amapolas y perejil, casia, saxifragia, cizaña, pimienta larga, resina de ámbar líquido, castóreo y olíbano, jugo de cytino hypocistis y del granado, mirra y opopónaco, malabatro de la India, flor de junco redondo, resina de trementina, gálbano, semillas de zanahoria de Creta, nardo y bálsamo de la Meca, bolsa de pastor, ruibarbo, azafrán, jengibre, canela,” recitó el tito, como si de una lección aprendida de memoria se tratase. “Todo esto en proporciones distintas, ninguna igual a otra. Y macerado en miel. Luego se forma una pastilla del tamaño de una almendra. Y si me la tomo con vino, no hay quién me envenene.” 

“¡Porque ya te has envenenado tú, so tonto!” dijo Alpin. “¿Cómo se te ocurre tomar todas esas porquerías?”

“¿Tú no sabes quién es Mitrídates, verdad, niño?”

“¿Eso es mitridato?” pregunté yo, que sí sabía quién era ese rey de Ponto obsesionado con la toxicología que experimentada hasta con sí mismo y había creado un antídoto legendario. 

“Muy mejorado,” dijo el tito orgullosamente.

“¿Pero para qué te molestas? No es fácil envenenar del todo a un hada. Sólo nos ponemos a morir durante como mucho una semana. Luego, a recuperarse,” dijo Alpin.

“¡Basta de cháchara!” dijo la Tataratía Nectarina. “¡En marcha antes de que nos alcance la próxima luna llena!”

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